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Antonio Giménez Merino y Rosana Alija Fernández

Feminismos

 

Después de décadas de penetración de las corrientes identitarias, el feminismo, por un lado, presenta hoy un rico pluralismo en su interior, cierta institucionalización y una destacable fuerza movilizadora y de presión puertas afuera, siendo uno de los actores sociales con más consistencia en la lucha por las desigualdades en este país. Pero por otro lado, la unidad de acción expresada en el exitoso 8-M corre el riesgo de romperse por tensiones internas que pueden tener que ver con el abandono, por un sector amplio de mujeres, de una perspectiva política transversal que sitúe los problemas del feminismo en el marco más amplio de otros problemas clásicos de la emancipación, como la desigualdad por motivos de clase, procedencia o raza.

Esta reflexión viene a propósito de la oleada de ataques registrados de un tiempo a esta parte contra los colectivos de trabajadoras sexuales (término que se prefiere a otros por considerarse el más descriptivo y despojado de connotaciones morales) y contra los sectores sociales que prestan apoyo a sus demandas. Primero fue el desaguisado del ministerio de trabajo en torno al registro del sindicato OTRAS —véanse los números 171 y 174 de mientrastanto.e—, jaleado por un amplio frente prohibicionista y refrendado por la sentencia 4239/2018 de Sala de lo Social de Audiencia Nacional, que allana el camino hacia una regulación abolicionista. Y más recientemente, en septiembre, la cancelación impuesta a un debate sobre la prostitución organizado en la Universidad de la Coruña por el mero hecho de dar voz a las trabajadoras del sector.

Lejos de conseguir su objetivo, estos vetos han motivado una reacción enérgica e imaginativa en el propio campo de las universidades en defensa de la libertad de expresión y el pluralismo —un signo más de la vitalidad del feminismo, si entendemos que el movimiento se refuerza a través de la suma de alianzas y movilizaciones—. Veintidós de ellas han lanzado el movimiento #UniversidadSinCensura mediante la organización de actividades diversas, con la intención de dar visibilidad a un problema que concierne no sólo a las mujeres prostituidas sino también a la inmensidad de mujeres que padecen una explotación manifiesta en campos como el trabajo en el hogar o el sector servicios. La voluntad de que todas ellas —afectadas por una desprotección legal en sus ámbitos laborales y por una impía ley de extranjería— tengan voz en los debates —¿es posible imponer una opinión que pretende hacerse ley sin siquiera oír la de las personas concernidas por el objeto del debate?— ha sido contestada por una sucesión de actos amenazadores (en las redes sociales, con la presencia altamente coactiva de reventadores de actos, a través de cartas amenazadoras y pintadas de una violencia simbólica desmedida, mediante notas de prensa e intervenciones públicas) cuya intensidad y moralismo revelan la existencia de un problema de gran envergadura.

Esta lógica perversa —involuntaria pero prácticamente afín a los nuevos tiempos que corren— es coherente con la estructura victimaria que canaliza y da impulso a las constantes reivindicaciones punitivistas a favor de soluciones coercitivas para los problemas atinentes a las mujeres (sobre el peligro de esto, y la instrumentalización del problema de la trata, véanse en este número el ensayo «El discurso de la prostitución, rehén histórico de la trata de personas» y el artículo «Abolicionismo y prostitución: la gobernanza del simulacro»). Una estructura que presupone —contra toda evidencia— que las trabajadoras sexuales son incapaces de tener una opinión propia e informada y que maneja —amplificándolos con éxito— datos no contrastados y rebatibles, como el tópico que cifra el número de mujeres en situación de trata en torno al 90 % (sobre esta falacia y otras que propaga el abolicionismo, véase el reciente y documentado trabajo de Mariona Llobet, «Prostitución y abolicionismo: ¿Es empírica o valorativamente sostenible?»).

Este enfoque prohibicionista centrado en la prostitución —y no, en cambio, en el porno, los centros de masajes, los bares de alterne o los espectáculos eróticos, sí regulados dentro de otras categorías profesionales— pierde de vista cuestiones mucho más amplias, todas ellas urgentes por afectar a un lecho enorme de mujeres en situación de pobreza. Lo ejemplifican las dificultades para encontrar trabajo de las personas trans, o la frustración del proyecto de vida de muchas mujeres que migran a España con la esperanza de un futuro mejor y acaban atrapadas en formas de explotación laboral manifiesta —por cierto muchas veces envueltas en situaciones de acoso sexual, como sucede en los trabajos de cuidado desprovistos de cobertura laboral—.

Para tener una información amplia con la que forjarse una opinión sobre estas cuestiones se hace preciso que la voz de esas mujeres sea escuchada. Singularmente, en el caso que motiva esta nota, la de las personas que padecen un alto índice de violencia —no cuantificada, por cierto, en las estadísticas sobre violencia de género— por ejercer una profesión estigmatizada y por no tener reconocidos unos medios básicos para evitar la dependencia de terceros. Seres humanos que, organizada y pacíficamente, han alzado su voz para reclamar el reconocimiento de su dignidad a través de una serie de derechos elementales.

Contrariamente a lo sustentado por aquellas voces que viven todo esto como una amenaza o una traición a la causa de las mujeres, las trabajadoras sexuales, como las trabajadoras del hogar o las limpiadoras de hoteles, además de reivindicar el derecho a tener derechos, son hoy portadoras de un discurso feminista rico y plural. Razón por la que, como ha recordado oportunamente Nuria Alabao («El feminisme que es mira al mirall del conservadorisme»), no es gratuito insistir en algo tan elemental como que «la suma de más demandas y movilizaciones es precisamente lo que potencia el movimiento». Si lo que se está buscando es abordar de un modo eficaz el tráfico de personas con fines de explotación sexual, tratar de amordazar la voz de quienes carecen de derechos no parece el mejor modo de alcanzar propuestas moralmente consistentes y eficaces en la práctica con el fin buscado.

30 /

11 /

2019

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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