La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
La tragicomedia nacional
Crónica del 1-O
1. Antes del 1 de octubre: el camino hacia el choque
Llevamos meses atenazados entre dos monólogos reiterativos que no pretenden convencer. Sólo cohesionar al campo propio para cuando llegue el choque final. O para mantener una tensión sostenida para entretener al personal. Todo general sueña con tener una victoria decisiva. Pero esta casi nunca se produce y después de una batalla se sucede otra. Esto es lo que presumiblemente ocurrirá el 1 de octubre. Una fecha con más riesgos de que las cosas empeoren que otra cosa. La atmósfera empieza a ser irrespirable y a ello se han aplicado con ahínco los líderes de ambos campos.
Del PP no se podía esperar otra cosa. La mecha la empezó a encender Aznar y su sucesor, Mariano Rajoy, resultó en este campo un alumno aplicado. Ha hecho todo lo posible por alimentar el fuego: recogidas de firmas contra l’Estatut, recursos judiciales, campañas de boicot al cava, financiación a medios pirómanos de comunicación, manipulación de los organismos judiciales… Su reiterada referencia a la legalidad suena a una vieja repetición del discurso franquista. Se podrá aducir que las leyes de ahora no son las de antes, pero este argumento resulta discutible cuando se conocen todas las maniobras del gobierno para controlar el tribunal constitucional, el poder judicial, la fiscalía. Para conseguir en suma que la legalidad se adapte a sus intereses y forzar la interpretación de las leyes a su conveniencia. Sin su decisiva aportación es imposible entender cómo se produjo el avance espectacular del independentismo en Catalunya. Cómo se pasó en pocos años de aceptar un Estatut recortado por las Cortes (incluido el olvido de declaraciones insultantes como las de Alfonso Guerra) a una demanda, esta sí mayoritaria, de poder decidir en un referéndum la relación de Catalunya y España. Y en esta actitud el PP ha recibido el apoyo (a veces explícito, otras a través de un silencio vergonzante) de Ciudadanos y PSOE, que han colaborado a alimentar una dinámica perversa. (Un apoyo patético en los últimos días, cuando un PP desatado ha realizado actuaciones de dudosa legalidad y utilizado a “su” fiscal general para atizar la tensión al máximo. Los socios del PP no han sido ni siquiera capaces de condenar a estos miles de reaccionarios que jaleaban a las fuerzas de seguridad enviadas a Catalunya, que se parecían mucho a unas fuerzas de ocupación).
Pero el campo independentista está casi siempre a la altura de sus oponentes. Su crecimiento se basó tanto en el sentimiento de indignación y ninguneo provocado en Catalunya por la sentencia del Constitucional como en la machacona difusión de dos ideas simplistas: a) que conseguir la independencia era una cuestión fundamentalmente voluntarista, porque la comunidad internacional iba a reconocer el carácter democrático, pacífico, progresista del pueblo catalán; y b) que Catalunya padecía un expolio fiscal que impedía su desarrollo y era la causa de todas sus deficiencias. Dos argumentos falaces pero efectivos para conseguir la movilización. El primero de ellos ya ha quedado desarbolado por los acontecimientos; el segundo tiene más recorrido sobre todo por la amplia percepción de discriminación que existe en temas como los peajes de autopistas o los trenes de cercanías.
El giro independentista de la antigua Convergencia condujo el proceso a una pista de aceleración sin posibilidad de frenada. Un giro en parte oportunista —para frenar la amplia confrontación social a los recortes y tapar sus generalizados casos de corrupción— y en parte explicable porque la oleada de protestas hizo aflorar las convicciones profundas de un sector del partido. O simplemente algunos, especialmente Artur Mas, pensaron que tenían la oportunidad de convertirse en personajes históricos. Primero fue la consulta del 9-N: aunque la movilización de votantes no alcanzó el 50% del censo (y hubo un no despreciable voto contrario a la independencia) la respuesta fue propugnar unas elecciones plebiscitarias. Tampoco en estas el independentismo obtuvo la mayoría deseada (su mayoría parlamentaria es producto del reparto de escaños entre provincias que prima la representación de las áreas donde el independentismo es más fuerte) pero la presión de la CUP y de ERC, aparte de forzar un cambio de liderazgo en la Generalitat, propició un nuevo salto adelante: el compromiso de convocar un referéndum a plazo fijo, fueran cuales fueran las circunstancias. Un referéndum que claramente no iba a permitir el gobierno de Rajoy y que conducía necesariamente a una confrontación abierta con el Estado central. Y un referéndum que viene acompañado de una ley de transitoriedad impuesta en condiciones vergonzosas. La excusa —siempre pueden encontrarse subterfugios para justificar cualquier comportamiento— es la situación de “emergencia nacional”, y con ello se cuela un procedimiento y un proyecto inaceptable. (A la gente de izquierdas que apoya sinceramente este proceso le recomendaría la lectura de La revolución rusa de Rosa Luxemburgo, un texto en el que critica el comportamiento de los bolcheviques respecto a las elecciones democráticas y que constituye una de las claras premoniciones de cuál podría ser la deriva de la política soviética cuando se da por bueno un comportamiento de excepción). De hecho, es el mismo tipo de argumento que utilizaron PP y PSOE para introducir la austeridad en la constitución, y el que dominará la política catalana y española durante muchos meses. Si alguien tenía dudas de la escasa solidez de los argumentos vale la pena visualizar la magnífica entrevista de Jordi Evole a Puigdemont (al menos hay que reconocerle a este último el coraje de someterse a la misma, cosa impensable en Mariano Rajoy) en la que, ante las objeciones del entrevistador a las condiciones legales del referéndum, la respuesta del President fue que esta se atenía a las normas de la ley electoral española. O sea, que rompemos con la legalidad española pero la utilizamos sin escrúpulos (por ejemplo permitiendo que la gente afín al procés controle las mesas electorales) cuando nos conviene.
Recapitulando: la situación actual es responsabilidad esencial del Partido Popular, y en menor medida de sus aliados en este empeño. Primero provocando un incendio en Catalunya y después negándose a cualquier planteamiento que suponga dar una salida aceptable al proceso. Pero el bloque independentista ha tomado decisiones, ha impuesto un ritmo al proceso que realimenta la tensión, introduce respuestas peligrosas (desde el punto de vista democrático) y bloquea la búsqueda de vías de escape. Por si alguien lo duda, resulta a todas luces impresentable que ERC y la CUP no hayan ni siquiera firmado el manifiesto de Zaragoza en el que una parte sustancial de sus demandas reciben el apoyo manifiesto de fuerzas de otras partes del estado.
2. El derecho a la autodeterminación
Para una parte de la opinión pública catalana el derecho a decidir se ha convertido en un tema que no admite discusión, es un derecho fundamental. Sobre esta convicción se asienta el punto fuerte de los partidos independentistas, lo que permite entender la posición de mucha gente no independentista, especialmente de los votantes de los comunes. El derecho a decidir no es más que una formulación suave de lo que verdaderamente es: el derecho a la autodeterminación.
El derecho a la autodeterminación se recogía en todos los programas de la izquierda comunista en el momento de la transición. Se planteaba para las nacionalidades “históricas” (Catalunya, Euskadi y Galicia). Se reconocía a estas su carácter de nación diferente y respondía en mayor o menor medida a la realidad social de estos territorios (aunque en Galicia el sentimiento nacional siempre ha sido más débil y menos articulado). Algunos partidos planteaban una versión maximalista de esto al incorporar a otros territorios: Navarra en el caso del nacionalismo vasco y els Països Catalans en el catalán. Este planteamiento era en parte continuista de la vieja tradición de la izquierda (con el añadido de socialistas) que en tiempos de la república propugnaba la constitución de una Federación de Repúblicas Ibéricas. Explico esto para reflejar dos cosas: a) que el tema nacional y el reconocimiento de una entidad diferenciada tiene un largo recorrido; y b) que también lo tiene el derecho a la autodeterminación de estos territorios.
En la transición, la cuestión nacional constituyó uno de los grandes temas y forzó al Gobierno central a reconocer la autonomía de Catalunya antes de aprobar la constitución (Tarradellas regresó del exilio en septiembre de 1977) y a mantener los fueros vasco y navarro con todo su peso de trato fiscal favorable. Como el tema de las nacionalidades era peliagudo, se recurrió a filigranas verbales (la diferenciación entre nación y nacionalidad) y, sobre todo, se creó el sistema de las autonomías como una solución para difuminar los aspectos específicos de Catalunya y Euskadi. Hay que reconocer la creatividad de la solución, aunque posiblemente ahora se haya convertido en una nueva dificultad: se ha creado un sentimiento regional allí donde era débil y este sentimiento se moviliza contra la consideración de una situación diferencial en las nacionalidades históricas.
El derecho de autodeterminación es una solución razonable allí donde existe un importante conflicto territorial. Siempre es una solución mejor establecer un proceso democrático que permita a la gente elegir en qué espacio político quiere convivir que mantener una coexistencia forzada o un conflicto violento permanente. Habitualmente los que niegan este derecho alegan dos cuestiones discutibles: que reconocerlo implica que las fuerzas nacionalistas locales forzarán a una tediosa convocatoria de consultas mientras no obtengan sus objetivos, y que si se acepta este principio al final podemos llegar a un mundo de miniestados sin capacidad real de autogobierno (hace pocos días alguien se refería con poco fundamento al cantonalismo). Las dos objeciones tienen algo de verdad, pero no las considero un argumento sólido en contra de este derecho. Aunque la repetición de referendos puede ser realmente engorrosa, es siempre mejor que una situación de conflicto abierto o latente con daños muy superiores (se puede, además, acotar el derecho para que sólo sea aplicable en períodos de tiempo razonables). Y el peligro del fraccionamiento no es irreal pero resulta exagerado (y choca con la realidad del mundo actual, donde al lado de macro-estados subyace una gran cantidad de mini-estados de un tamaño muy inferior al que seguramente resultaría de los procesos separatistas que podrían plantearse en Europa occidental).
El que el derecho de autodeterminación sea una opción razonable no significa que no sea una cuestión problemática. En primer lugar está la cuestión del impacto social que su ejercicio puede generar en la propia sociedad que plantea la separación. Un impacto que depende fundamentalmente del tipo de proceso y de la composición interna de esa sociedad. En sociedades coloniales o en los viejos imperios posiblemente este impacto es pequeño porque simplemente se trata de quitarse de encima un poder externo. Pero en sociedades donde se ha producido una importante mixtura de orígenes, puede ser potencialmente grande. Una parte de la sociedad puede ver el proceso como una agresión a sus condiciones de vida y generarse una profunda alteración de la convivencia social. El ejemplo bosnio constituye un caso de libro y muestra la dificultad de reconstruir una colectividad tras la experiencia de un proceso traumático. Cada proceso de escisión es diferente, pero no hay que despreciar el peligro de que una parte de la población local sea considerada población de segunda, o población sospechosa, o que una vez establecida la independencia surjan tentaciones de aplicar políticas homogenizadoras. Por ello, cualquier proceso de autodeterminación que quiera ser respetable debe establecer procesos formales, garantías y propuestas inclusivas que eviten impactos socialmente negativos. Y la labor fundamental de una izquierda merecedora de respeto debe ser velar por el cumplimiento de estas reglas.
La segunda cuestión discutible es el tipo de apelación al que hace referencia el movimiento separatista. También aquí es imposible generalizar: no es lo mismo sacarse de encima un poder colonial que tratar de romper con territorios más pobres para eludir políticas redistributivas. En medio puede haber una serie de situaciones diversas, más o menos legítimas. Pero en todo caso subyace siempre una tensión entre una visión de la política centrada sólo en los intereses nacionales o locales, que se desentiende de la búsqueda de un proyecto inclusivo a escala superior, y una visión cosmopolita orientada a establecer reglas justas y cooperación a escala planetaria. El escándalo de la cuestión de los refugiados es una buena muestra de los dilemas que plantea una visión nacional de los hechos. Y es discutible que desde una visión estrictamente nacionalista o soberanista pueda construirse una política europea o mundial inclusiva. Por ello, también el papel de la izquierda debe orientarse a fomentar más las ideas y las políticas cosmopolitas que un nacionalismo que en demasiadas ocasiones acaba siendo una fuente de problemas graves. Muchos de los problemas que emergieron en la crisis de la vieja URSS y sus satélites tuvieron que ver con el uso abusivo que hicieron los dirigentes soviéticos del nacionalismo como elemento de cohesión social.
Resulta sensata la vieja propuesta de la izquierda española de considerar los derechos de autodeterminación como propuestas aceptables, aunque a menudo incómodas (el movimiento anarquista por ejemplo fue claramente beligerante con el nacionalismo), y al mismo tiempo promover una propuesta de Federación Ibérica que presuponía algún tipo de construcción federal orientada a crear lazos y dinámicas de interacción en un espacio con el que se compartían muchas cosas. Hoy, si algo está ausente en la izquierda catalana (en Els Comuns), es una apuesta clara en este sentido. El ala independentista ha sido mucho más insistente y beligerante en sus planteamientos que el resto. Y el resto no ha sido capaz de elaborar una propuesta propia que sirviera tanto para discutir los excesos de todo tipo que en que incurren los independentistas (Joan Coscubiela sí tuvo el valor de hacerlo en sede parlamentaria) como para plantear abiertamente una propuesta alternativa. Existe demasiado temor a ser confundidos con el federalismo descafeinado del PSOE, pero no es posible reforzar el espacio político sin claridad de proyectos y valor para defenderlos. La irrupción de Els Comuns representó la reintroducción del eje social en el debate político. El rifirrafe del referéndum y la polarización del debate que ello introduce en Catalunya pone en peligro la centralidad del debate social.
3. Los efectos de la independencia unilateral
La creciente demanda de independencia en la sociedad catalana suma diferentes tipos de planteamientos. El núcleo central es el de la gente que siempre se ha sentido extranjera en España, que comparte una visión mítica de la nación. Esta base se ha extendido en los últimos años en respuesta a la ofensiva del PP. Es bastante frecuente oír en privado y en público que el voto por la independencia es un voto “por la dignidad”, de personas que se han sentido profundamente ofendidas y maltratadas por el gobierno, por buena parte de la casta política española y por sus seguidores. Pero existe también una corriente creciente de personas que están decantando su posición con la esperanza de que con la independencia se librarán de Rajoy y sus secuaces. Un argumento que ha ganado peso tras el último ciclo electoral, cuando se ha constatado el apoyo a la derecha y el posicionamiento de parte del Partido Socialista. Hay que reconocer que, de ser factible, la oportunidad de evadirse de la España de los Rajoy, Rivera y Díaz resultaría altamente atractiva para mucha gente no independentista. Queda por último un amplio sector de izquierdistas (en un espacio que va de parte de Els Comuns a la CUP) que piensan que un proceso de independencia abriría la posibilidad de un proceso constituyente en el que se podría cristalizar un marco institucional alternativo al neoliberalismo. Hay por tanto muchos matices en el independentismo actual, se mezclan expectativas, sentimientos y visiones estratégicas.
Pero hay varias cuestiones discutibles en estos planteamientos. En primer lugar, es bastante improbable que en el contexto actual la independencia sea alcanzable a corto plazo y sin un elevado coste social. La dificultad nace tanto de la cerrazón total de las élites españolas como de los intereses internacionales. El independentismo catalán no ha conseguido obtener la tutela de ninguna gran potencia, como sí tuvieron los independentistas eslovenos. Lo han explicado recientemente los historiadores Josep Fontana (en eldiario.es) y Josep Mª Fradera (en El País). La declaración unilateral de independencia sólo quedaría en una declaración de intenciones, dadas las limitaciones materiales del gobierno catalán (lo explicó José Luis Gordillo en estas mismas páginas). Aunque no se trata en sí misma de una objeción moral o estratégica, elimina uno de los atractivos más interesantes de la propuesta.
Hay en cambio dos razones que al menos deben tomarse en serio. Una de tipo económico-instrumental y otra de modelo de país. La primera se refiere al impacto económico que tendría la independencia de Catalunya no sólo para España sino especialmente para Catalunya. Los independentistas han construido su discurso sobre el maltrato fiscal. Es cierto que el sistema fiscal español genera un cierto maltrato fiscal a Catalunya y otras comunidades (País Valencià, Madrid). Pero en el cálculo de los beneficios de la segregación no se cuentan ni los costes de la creación de las estructuras de un nuevo estado (que posiblemente se comerían buena parte de los recursos fiscales adicionales) ni la cuestión de la deuda pública. Por más amistosa que fuera la separación, Catalunya heredaría una parte no pequeña de la deuda española y estaría sometida a la presión de la deuda (dentro o fuera de la UE) y también, presumiblemente, a nuevas políticas de ajuste. Aunque Catalunya tiene una balanza comercial más equilibrada que el conjunto de España, queda por ver si la desconexión afectaría a las exportaciones a su principal cliente. En todo caso, existen serias probabilidades de que incluso un proceso de independencia amable comportara el riesgo de nuevas políticas de ajuste que seguramente serían aplicadas con entusiasmo por los economistas afines al independentismo (los Mas-Collell, Sala-Martin, Bel, Ponsati…, todos ligados a una concepción económica neoliberal).
La segunda cuestión es la del modelo de construcción social, cultural, del país. Aunque hay que reconocer que el independentismo ha guardado las formas respecto a la existencia una enorme presencia de población castellanoparlante y de otras procedencias, no está claro que esa misma actitud se mantuviera en el momento de construir un nuevo país. Solo hay que ver el discurso cultural que emana de los medios afines al independentismo (o analizar el tratamiento que se dio a los barrios periféricos de Barcelona cuando el Ayuntamiento estuvo en manos convergentes) para pensar que este es un peligro real. Quizás no sea una deriva inevitable, pero es una amenaza no despreciable y a menudo ignorada por sectores de la izquierda poco conectados con el núcleo de la clase obrera que mantiene una identidad española. Por desgracia, la experiencia de las construcciones nacionales en el este de Europa, en la que se ha mirado parte del independentismo, ofrece muchas situaciones preocupantes.
En suma, me parece que el proceso de independencia tiene más riesgos por los aspectos señalados que oportunidades de construir un proceso constituyente como el que demanda parte de la izquierda. Sobre todo porque hay que reconocer que el independentismo goza de una sólida estructura social de apoyo, una base social que tiene sus propios valores y preferencias culturales, que está dispuesta a aceptar políticas de austeridad en aras de conseguir su objetivo nacional, y que es más densa y organizada que la base social que puede apoyar demandas radicales de transformación.
No son estos argumentos radicales contra la independencia. Los países, las fronteras, son el resultado de procesos políticos azarosos y transformables. Fijar una u otra frontera no puede confundirse con la ruptura de solidaridades de clase. Hoy más que nunca, los procesos de transformación deben tener un enfoque cosmopolita orientado a conseguir condiciones sociales y ecológicas aceptables de alcance universal. Lo que obliga a no tener una posición ingenua sobre las propuestas independentistas.
4. Claroscuros de una jornada aciaga
La jornada del 1-O concentra todas las dinámicas perversas que se han generado en torno a la cuestión catalana. De una parte, los convocantes de un referéndum en el que se han saltado casi todas las reglas democráticas básicas alegando la situación de emergencia nacional. De otra, un gobierno y un bloque constitucional impasible, sin ninguna propuesta de solución de un conflicto (en los medios de comunicación estatales hay muchas más voces que sostienen que hay que acabar de una vez con la tolerancia respecto al independentismo catalán que las que reconocen que se trata de un conflicto que hay que resolver por medios políticos) y con sobreactuaciones (como la de la detención la semana pasada de altos cargos de la Generalitat) totalmente insensatas (que se despida a la policía con manifestaciones y cánticos de “a por ellos” suena más a declaración de guerra que a otra cosa).
Lo que ha ocurrido hoy es coherente con la sucesión de hechos anteriores. El independentismo social ha demostrado su enorme fuerza de arrastre, protagonizando una movilización masiva en mil y un pueblos. Hay sin duda mucho de fundamentalismo en esta aceptación acrítica de cualquier cosa que parezca un referéndum, pero también se refleja en ello una enorme frustración por la incapacidad de articular esta demanda en el marco constitucional. El independentismo ha sido enormemente hábil en conseguir legitimar su punto de vista, pero el inmovilismo del “bloque constitucional”, y especialmente las reacciones autoritarias del gobierno, le han allanado el camino.
Esta mañana miles de personas en numerosos puntos de Catalunya ocupaban los lugares destinados a colegio electoral. Escribo mi crónica desde un barrio obrero, donde el independentismo tiene una representación electoral mínima y donde en cambio había grupos numerosos de gente del barrio en todos los colegios. La irrupción de la policía, en todos lados brutal, ha generado una respuesta masiva. No sólo en los lugares donde el independentismo forma parte del “sentido común” de la vida local sino también en barrios como el mío donde al final se ha lanzado a la calle todo el amplio abanico de personas que forman parte de un denso tejido social. El sueño independentista de considerar la policía como una fuerza de ocupación se ha cumplido con la irrupción de una policía nacional que destrozaba colegios, agredía a cualquiera que estuviera allí o, en casos más graves, disparaba balas de goma en una comunidad que había conseguido prohibirlas. Y hay que reconocer que también en este caso el independentismo ha conseguido un éxito: a pesar de la cantidad de intervenciones desproporcionadas de la policía, de los destrozos, de los más de 800 heridos, la respuesta de la gente ha sido fundamentalmente pacífica, ordenada y dentro de lo posible serena. Mi vivencia personal es agridulce. El referéndum tal como estaba planteado me parecía inaceptable, el balance final de hoy conduce al desastre, pero en cambio a lo largo del día he participado de una movida en la que se ha mezclado mucha gente diversa, unos votando y otros no, unida no sólo por lazos de vida vecinal consistentes sino también por un enorme sentimiento de rechazo a la agresión perpetrada por las fuerzas de seguridad.
Cuando de la experiencia vivencial se pasa al balance más frío, el resultado es de auténtico desastre. Creo que es una jornada en la que hay dos grandes vencedores, cada uno en su territorio. En Catalunya el independentismo puede sacar pecho: no sólo ha mostrado su enorme fuerza social sino que encima puede presentarse como víctima de un estado represor. Y va a hacer un uso abusivo de esta situación. Hoy mismo CCOO y UGT acaban de anunciar que se suman a la convocatoria de huelga del próximo martes día 3 cuando hace dos días no lo hacían (la huelga significa nada menos que ir de la mano de un PDCAT que firmó la reforma laboral de 2012). Sin los porrazos de hoy, este deslizamiento probablemente no hubiera ocurrido. Ya se sabe que los impactos emocionales son una enorme palanca para mover voluntades.
En el otro plano, Rajoy y su pareja de hecho Albert Rivera pueden seguir imponiendo un relato que aterra al resto de España, genera un enemigo exterior y promueve el inmovilismo constitucional. Un relato difundido con profusión por la inmensa mayoría de los medios de comunicación nacionales y que con sus casposas actuaciones realimenta al independentismo catalán. No se trata de una conspiración negociada, pero la realidad conspira para que cada uno de los bloques refuerce su hegemonía en su respectivo territorio.
Se trata de una situación que no sólo bloquea una solución posible del conflicto catalán sino que además lo convierte en una capa densa que impide debatir y pelear por temas tan urgentes como la pobreza, las desigualdades, la corrupción, los derechos sociales, el problema ambiental, etc.
5. ¿Hay salida?
A corto plazo uno no puede ser optimista. Cualquier intento de buscar una salida intermedia corre el riesgo de la incomprensión y el descrédito. La situación de Els Comuns en Catalunya es paradigmática. El intento de construir una fuerza política que fundamentalmente cambiara el eje del debate corre peligro de naufragio justo al empezar su andadura (y a pesar de contar con un liderazgo fuerte por parte de Ada Colau). En primer lugar por las propias tensiones internas propiciadas sobre todo por una ala independentista (en la que se incluyen trostkistas, ex-prosoviéticos y personas provenientes de círculos independentistas) que, atraída por la dinámica del país, ni siquiera ha conservado las formas mínimas acordadas colectivamente (participando abiertamente en mítines del bloque independentista). Y en segundo lugar, por la dinámica generada por la acción policial y la situación post-referéndum.
Pero que sea difícil no quiere decir que podamos abandonar. Hay que hacer un trabajo tanto en Catalunya (orientado a generar un espacio de racionalidad democrática que posibilite reconducir la dinámica que nos lleva al desastre y a reintroducir otras prioridades sociales en el centro de la política) como en España (por crear un espacio orientado hacia una reforma constitucional que dé una salida adecuada y airosa al conflicto nacional). Y en esta salida hay dos cuestiones que parecen claves: que se pueda establecer un verdadero debate sobre el modelo territorial (que incluya el reconocimiento del derecho de autodeterminación para ofrecer alguna posibilidad de referéndum en Catalunya) y que se plantee un discurso cultural integrador que propicie un nuevo modelo de convivencia entre las diferentes naciones del estado español. Un modelo en el que la tolerancia lingüística esté normalizada (al estilo suizo por ejemplo) y no constituya un motivo de enfrentamiento político, como es habitual por estos lares (siempre he pensado que la principal diferencia de los catalanes respecto a gallegos y vascos es que en Catalunya la lengua normalizada en el mundo urbano es el catalán, y esto es visto como una agresión en el resto del país). Si no se avanza en estas condiciones, seguiremos inmersos en un conflicto envenado que se autoalimenta por las dos partes.
Posdata: ante el nuevo órdago
Acabé de redactar esta nota hacia las 12 de la noche, con objeto de que se pudiera debatir antes de editarla. Me fui a la cama. Esta mañana, al leer la prensa, constato que el frente independentista da por válido el resultado del referéndum y considera que el mismo supone un mandato democrático que “exige” proclamar la Declaración Unilateral de Independencia y poner en práctica la Ley de Transitoriedad. Realmente un despropósito. Ni el domingo hubo un referéndum con un mínimo de garantías democráticas (hay evidencia de que se podía votar más de una vez y faltaban las mínimas condiciones de limpieza electoral, convocatoria, debate, etc.) ni el número de votos atribuido al Sí alcanza un nivel suficiente.
Oponerse a la DUI es la única cosa decente que pueden hacer Els Comuns, por compromiso democrático, por fidelidad a buena parte de sus bases y por catalanismo. La DUI es sólo un órdago, sin posibilidad de llevarse a la práctica. Es un nuevo paso en una política de enroque que bloquea todas las graves cuestiones que tiene planteada la sociedad catalana (por limitarme al ámbito donde tiene lugar la batalla). A corto plazo, oponerse a la DUI representa una apuesta difícil, pero en política, como en otros campos, a veces mantener y explicar con claridad las ideas propias es la única forma de ganar credibilidad a largo plazo. La DUI supone apuntar a un nuevo callejón sin salida para retroalimentar “el procés”. La única forma de cambiar el signo de las cosas es alterando los términos del debate. El 1 de octubre no ha resuelto nada, por lo que es más necesario que nunca buscar caminos alternativos que permitan abrir ventanas en un territorio político totalmente enrarecido.
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2017