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Rosa Ana Alija Fernández

«Genocidio» o la complejidad que cabe en cuatro sílabas

Pocos términos jurídicos se usan con tanta facilidad fuera del mundo del Derecho y son tan difíciles de ser aplicados en el ámbito jurídico como el término genocidio. Esa paradoja se le planteó a la redacción de esta revista a la hora de elaborar la carta publicada en el número anterior, donde se abordaba la situación en Gaza. “Genocidio” es una palabra que sobrevuela lo que está experimentando la población gazatí junto con cada misil lanzado por el ejército israelí, y ocupa un lugar destacado en pancartas y artículos de opinión. Sin embargo, debatimos si era oportuno utilizarla, y finalmente decidimos hacerlo, pero con una cautela jurídica: sometiendo los hechos a esa calificación “si se pudiese probar la intención de destruir total o parcialmente a los palestinos como comunidad nacional”.

En su libro Calle Este-Oeste (Barcelona, Anagrama, 2017), Philippe Sands relata cómo llegaron a cristalizar dos conceptos, el de genocidio y el de crímenes contra la humanidad, en el Derecho internacional público. Aun atendiendo a un mismo fin —dotar al Derecho internacional de normas que permitieran castigar a los responsables de las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial y desincentivar su comisión en el futuro—, a cada uno de estos conceptos subyace una visión distinta del conflicto, del poder, de la razón de ser del Derecho. El adalid del concepto de crímenes contra la humanidad, Hersch Lauterpacht, apostaba por proteger a los individuos. El padre del concepto de genocidio, Rafael Lemkin, entendía, en cambio, que la violencia no se ejercía contra los individuos como tales, sino en función de su pertenencia a un grupo. Sands resume ambas perspectivas en los siguientes términos: “¿Cómo podía ayudar el derecho a evitar las matanzas? Proteged al individuo, decía Lauterpacht; proteged al grupo, decía Lemkin” (Sands, p. 389).

Aunque el criterio de Lauterpacht fue el que triunfó en el Estatuto de Núremberg, la propuesta de Lemkin logró recabar los apoyos suficientes para ser plasmada en un tratado internacional, la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio (de cuya adopción se cumplirán 75 años este 9 de diciembre), que define el genocidio como la comisión de cualquiera de los actos que menciona (matanza de miembros del grupo; lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo) con la intención –y este es el elemento relevante– de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal.

En cambio, los Estados aún no han alcanzado el acuerdo necesario para adoptar un tratado internacional que defina con alcance general los crímenes contra la humanidad. No obstante, sí existe consenso respecto de cuándo se comete un crimen contra la humanidad de conformidad con el Derecho internacional general. La definición de referencia sería la contenida en el artículo 7 del Estatuto de la Corte Penal Internacional (que también recoge el genocidio en su artículo 6), de acuerdo con el cual el crimen contra la humanidad supone la comisión de alguna de las violaciones de derechos humanos que enumera (asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzoso de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; el crimen de «apartheid»; otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física) como parte —y este es el elemento relevante— de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque.

Una y otra categoría penal tiene sus pros y sus contras. El genocidio tiene la ventaja de poner de relieve la dimensión grupal de la violencia y, con ella, la pérdida irreparable que supone para la diversidad humana. Refleja como ningún otro término el desprecio por la alteridad, por la diferencia, y encapsula en una palabra el recurso a la violencia para uniformizar la sociedad e imponer el poder de quienes lo ostentan y se identifican como iguales. Estas connotaciones explican su éxito en contextos no jurídicos y lo prontos que están los medios de comunicación, los colectivos de víctimas, el activismo a sacarlo a colación. Se habla del genocidio como el “crimen de crímenes” y parece incorporar un marchamo que no tienen otros términos indicativos de atrocidades, lo que puede terminar teniendo un efecto perverso, como es la posible percepción de que, si no hay genocidio, la situación no es lo suficientemente grave para que la comunidad internacional actúe.

Pero, jurídicamente, el genocidio tiene un inconveniente: se debe demostrar que quienes realizaron alguno de los actos considerados genocidas (o instigaron a realizarlos) actuaron con la intención de destruir total o parcialmente a uno de los grupos previstos en la Convención contra el Genocidio (nacionales, étnicos, raciales o religiosos). Y eso no es nada fácil. Basta ver cómo los dirigentes van modulando sus discursos para intentar no dejar rastros de esa intención en sus ataques a otro grupo. Un ejemplo son las promesas del presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, que prometía garantizar los derechos de la población armenia de Nagorno-Karabaj mientras los soldados gritaban a los armenios en dicho enclave que, si no se iban, los matarían en sus casas. Más se ha complicado la capacidad de disimular del gobierno israelí, ante declaraciones como las del ministro de Defensa Yoav Gallant, que calificó a los gazatíes de “animales humanos”, o ante la comparación, hecha por el propio Benjamin Netanyahu, de los palestinos con los amalequitas, exterminados por Dios, según la Biblia. Sin embargo, el argumento central de cara a la comunidad internacional sigue siendo acabar con Hamás, un discurso con potencial para eludir la prueba de cualquier otra intención en los ataques.

Procede hacer aquí un inciso jurídico y recordar que, ante la comisión de crímenes de Derecho internacional, caben dos tipos de responsabilidades: la de los individuos que los cometen —y, por tanto, susceptibles de ser castigados con una pena— y la de los Estados que no los previnieron o castigaron —que deberán al menos reparar por su omisión—. Lo dicho hasta aquí se refiere a la prueba de la intención genocida en las personas que presuntamente cometen genocidio. Por tanto, se circunscribe al ámbito de la responsabilidad penal individual. Pero si no se logra establecer ese elemento, resulta muy difícil poder establecer la responsabilidad del propio Estado por genocidio. En este sentido, cabe señalar que no son en absoluto descartables las hipótesis del genocidio sin genocidas —en el sentido de que nadie resulte condenado por genocidio, por ejemplo porque reine la impunidad, una posibilidad que recordó el Tribunal Internacional de Justicia en el asunto relativo a la aplicación de la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio (Bosnia-Herzegovina c. Serbia y Montenegro; sentencia sobre el fondo, 26 de febrero de 2007, párr. 182)—, y del genocida sin genocidio —porque, aunque haya habido personas que actuaran con la intención de destruir total o parcialmente un grupo, no se pueda inferir de ello una política genocida atribuible al Estado (por ejemplo, la Comisión internacional de encuesta sobre Darfur creada en virtud de la resolución 1564 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas opinó en su informe [p. 4] que Sudán no había seguido una política de genocidio, pero ello no excluía que pudiera haber individuos que hubieran actuado con intención genocida, y, de hecho, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional imputó tres cargos de genocidio al presidente sudanés Al Bashir en relación con la situación en Darfur).

Los crímenes contra la humanidad tienen, en cambio, la ventaja de que no requieren demostrar que sus autores hayan actuado movidos por una intención especial (con la excepción del crimen contra la humanidad de persecución, respecto del cual sí se debe demostrar la intención de discriminar a los miembros de un grupo). En ese sentido, resultan mucho más fáciles de probar: grosso modo, basta con demostrar la comisión de alguna de las violaciones de derechos humanos que se recogen en la categoría, la existencia de un ataque sistemático o generalizado contra una población civil, la voluntad de cometer tales actos y el conocimiento de que esas conductas se conectaban con dicho ataque. Si retomamos el caso de Gaza, respecto del cual caben pocas dudas de que se está produciendo un ataque sistemático o generalizado contra una población civil, la lista de actos constitutivos de crímenes contra la humanidad roza el pleno. A botepronto, y sin necesidad de escarbar demasiado, en estas semanas ha habido asesinatos, exterminio, deportación o traslado forzoso de población, persecución y, como mínimo, actos inhumanos que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física, lo que se suma al apartheid contra la población palestina que hace tiempo que Israel practica. Elementos más que suficientes para exigir tanto la responsabilidad penal de sus autores materiales y sus ideólogos como la responsabilidad del Estado de Israel, y eso sin entrar a hablar de los crímenes de guerra.

Si nos limitamos a las coordenadas penales, el cúmulo de crímenes cometidos da para imponer penas estratosféricas, que no tienen por qué ser menores que las derivadas de la comisión de actos de genocidio. Porque antes se mencionó que el genocidio suele ser considerado el “crimen de crímenes”, pero lo cierto es que en el Derecho internacional penal no existe esa jerarquía, porque tampoco existe un sistema de penas. El Estatuto de la Corte Penal Internacional, por ejemplo, indica en su artículo 77 que las penas que se podrán imponer son la reclusión por un número determinado de años no superior a treinta o la cadena perpetua, las cuales podrán ir acompañadas de una multa o del decomiso del producto, los bienes y los haberes procedentes del crimen. Pero no asigna específicamente un número de años a los distintos crímenes. Eso queda a la determinación de la Corte, en función de factores tales como la gravedad del crimen, las circunstancias personales de la persona condenada o la magnitud del daño causado, en particular a las víctimas y sus familiares, entre otros (artículo 78 del Estatuto y Regla 145 de las Reglas de Procedimiento y Prueba).

Así las cosas, el debate está servido: ¿qué conducta merecería un mayor desvalor jurídico? ¿El hipotético genocidio de un grupo étnico con veinte integrantes o el exterminio de varios miles de personas? Ni quien esto escribe ni seguramente quienes lo lean querrían estar en la tesitura decidirlo. Lo único que queremos es que el desprecio absoluto a la vida humana, a la dignidad de cualquier persona, no quede impune.

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2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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