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Loreto Busquets

«Sparta», de Ulrich Seidl

Las reacciones adversas y las injurias que ha suscitado la aparición de la segunda parte del díptico de Seidl, titulada Sparta[1], denotan, antes que nada, el moralismo hipócrita de la sociedad en que vivimos, la cual impone una visión maniqueísta de la realidad en la que se atribuye la exclusiva del Bien frente a un Mal configurado a su gusto que la legitima a dictaminar inquisitorialmente, en nombre de la propia superioridad intelectual, lo que merece rechazarse y censurarse de una cultura. Poniendo en acto la que viene denominada impudentemente cancel culture, la última película del cineasta austriaco ha sido borrada materialmente del mapa, habiéndose impedido o evitado su proyección en los principales festivales cinematográficos de Occidente, empezando por el Festival de Toronto[2], a excepción, es un honor subrayarlo, de España, donde ha sido proyectada y bien acogida en San Sebastián y en Gijón, y Filmin la ha incorporado en su selecta cartelera junto con otras del mismo director difícilmente hallables en otras plataformas de mayor renombre.

En realidad, Sparta ha sido acusada de pornografía por tocar el tema de la pedofilia, que no de la pederastia (aunque nada le impediría a Seidl tratar esta última), y su director de incorrecciones contractuales y de presuntos abusos a los pequeños intérpretes durante el rodaje, de los que ha sabido defenderse en su página web[3] y en varias declaraciones a la prensa: “me han pintado como el hombre blanco que va a explotar a los niños pobres en la Europa del Este. Ciertamente no es ése mi modo de trabajar”[4].

Es curioso que una sociedad como la nuestra en la que pornografía de la imagen domina incontrastada el mundo de la comunicación se rasgue las vestiduras ante una película que trata la sexualidad con un pudor y una discreción que son raros en el propio Seidl, quien no duda en acudir a expresiones extremas cuando así lo exigen el carácter de sus personajes y sus objetivos, estéticos, intelectuales y también morales. Los críticos que con tal actitud pudibunda han afrontado esa película, tan diferente de otras muchas del director austriaco, no sólo parece que han confundido las especias, sino que además no parece hayan reparado en que pornográfica es la imagen ofrecida sin el trámite de aquella distancia que es propia de una observación crítica de lo observado y que es la que desdichadamente prevalece en nuestros medios de comunicación, desde la información hasta los espectáculos de entretenimiento, desde la televisión al cine. Es precisamente esa distancia crítica la que distingue la cinematografía de Seidl, sea cual sea el tema tratado, y permite la multiplicidad de lecturas a que da lugar.

La publicación mientras tanto, que desconoce la práctica de la censura, acogió sin reparos mi lectura de la primera parte del díptico[5], que en su origen era un texto único titulado Böse Spiele, or Wicked Games (2017)[6], del que, en un segundo momento, Seidl decidió hacer dos películas, unidas en virtud de la raíz común que engendra a los dos hermanos que las protagonizan, antagónicos no sólo en su configuración psicológica: su propio padre, del que, a su vez, se subraya su enraizamiento en el suelo patrio (pater/patria) y su adhesión incondicionada a la ideología del momento histórico en que le ha tocado vivir, que transmite diríase genéticamente a sus dos hijos.

Mi lectura empieza por destacar que el tema central de Sparta, su núcleo generativo, no es la pedofilia del protagonista, Ewald (Georg Friedrich), sino la ideología del social-nacionalismo, que abrazó con convicción no sólo el pueblo alemán y austriaco, sino, más o menos solapadamente, tanta parte de Europa y de Estados Unidos, y que no casualmente aflora de nuevo en países que se autoproclaman democráticos y liberales y dicen oponerse a fuerzas nazis no mejor definidas. Lo indica sin posibilidad de duda el título de la película, porque Esparta y el modelo estatal y cultural espartano, que emergió en la cultura política alemana a fines del siglo XIX y principios del XX, desempeñó un papel fundamental, poco señalado, en la construcción de la identidad nazi[7]. De ahí proviene la exaltación de la propia raza, que se consideraba la más auténtica y expresiva de la cultura helénica, así como la de la antigua polis dórica por el predominio del Estado respecto al ciudadano, considerado propiedad del mismo y sujeto a someterse incondicionalmente a sus leyes. Valores sociales como la amistad y la lealtad aseguraban la solidez de una sociedad compacta que miraba a un mismo objetivo de expansión y dominio. Seidl, siempre atento a modelar sus personajes en su complejidad y contradicciones, subraya este aspecto, sea en el padre, que se conmueve al recordar la muerte del amigo, que vive como la muerte de una parte de sí mismo, sea en el hijo, que instaura con Octavian (Octavian-Nicolae Cocis), que en la ficción teatral personifica a la diosa Fides, una relación de amistad y de fidelidad recíprocas que extiende a los demás muchachos[8], capaces, a la hora de la verdad, de defender al maestro y amigo de las amenazas de sus padres sin delatar su escondrijo.

Suscitaba asimismo la exaltación alemana el heroísmo ejemplar mostrado por los trescientos hombres guiados por Leónidas en la batalla de las Termópolis, que a juicio de historiadores de entre siglos dio fuerzas a la debilitada confianza de los Griegos y fue determinante para la causa nacional. El patético ejército que el protagonista organiza con sus ocho chicuelos, unidos y exaltados bajo el lema Μολὼν λαβέ (“ven, tómalas”), que en la reconstrucción de Plutarco, son las palabras que pronunció Leónidas ante el ejército persa al pretender que, vencido, depusiera las armas, es la reminiscencia grotesca e involuntariamente paródica de un gesto glorioso de desafío que la Alemania hitleriana se asigna a sí misma en su delirio de poder universal y de conquista, considerándose portadora de una voluntad divina que le ha asignado el rol de pueblo elegido (el último ¡Μολὼν λαβέ! va seguido de la palabra Zeus, la mayor divinidad de la religión griega).[9] Momento crucial dentro de la trama, desde el momento que no sólo representa un pasado siempre presente, sino también un gesto de desafío a la sociedad envilecida y violenta en que crecen esos pequeños guerreros disfrazados con armas y yelmos de cartón, y a la humanidad indiferente e intolerante que rodea al propio Ewald; gesto que, como era de prever, termina con el fracaso y la fuga ingloriosa de su jefe supremo.

Cabe de paso señalar que nada apunta, en la película, a la decisiva herencia espartana del racismo, contrario a la mezcla racial a la que Esparta atribuía su decadencia, y tampoco a la salud física y mental que instaba a la práctica de la eugenesia, legalizada en la Alemania nazi en 1933, pero cuyas raíces se remontaban a la República de Weimar y se insertaba en una tendencia que incluía varios países occidentales regidos por gobiernos democráticos y liberales: Suiza, Dinamarca, Noruega, Suecia, y un largo etcétera.[10] Prevalece, tal vez, la idea de que los países de la ex Unión Soviética, empobrecidos y degradados en manos de las nuevas democracias, son terreno favorable a una emigración al revés y a una colonización de los países del Este por parte de los países más “desarrollados de Europa”, dominados por los poderes financieros transnacionales que promueven, entre otras lucrativas iniciativas, la transición verde, que poco tiene que ver con la verdadera ecología: marcan la entrada en la Austria del progreso un gigantesco parque eólico en abierto contraste con la vieja central hidroeléctrica rumana de origen soviético.

No es sólo en ese episodio absolutamente central de la película donde se hace patente la coherencia del discurso de Seidl. Si el padre encarna la ideología nacional-socialista en su radicalidad y pureza (exhorta a Hitler a que dé órdenes para obedecerlas según el ideal espartano de la absoluta sujeción al Estado) y se adhiere abiertamente a sus crímenes —lo denota su proclama “Jedem das Seine” (“a cada cual lo suyo”, o “lo que se merece”), el lema que figura en la cancela del campo de concentración de Buchenwald, cuya realización fu encargada, para mayor irrisión, a Franz Ehrlich, arquitecto del Bauhaus que la Gestapo obligó a cerrar por la presencia de profesores judíos—[11], el hijo la ha asumido e introyectado a través de la auctoritas implícita en la figura paterna y de la educación impartida por el régimen, inspirada en la de los espartiates, viviendo en ese mismo imaginario mítico que aúna y compacta al pueblo alemán, reducido a hijos ejemplares que obedecen al Padre con devoción sumisa.

En efecto, una sumisión propiamente infantil distingue a esas tres figuras o entidades que estructuran verticalmente ese filme que parece hablar de pedofilia y, sin dejar de hacerlo, pone al centro de la atención la condición ontológica que les aúna. Padre, hijo y nación que los sustenta se hallan paralizados en una infancia inmovilizante que imposibilita el natural crecimiento que conduce a la edad adulta. Porque el drama de ese hijo sujeto a las directrices de un padre sometido a un sistema que exige la homologación y la obediencia, es el de una infancia negada, o en cualquier caso no vivida, que él tratará de vivir ficcionalmente, sin advertir que de ahí no puede brotar la normalidad de una existencia madura.

Porque, aun antes del deseo de ver y tocar unos cuerpos, lo que atrae irresistiblemente al protagonista es volver a ser el niño que podía ser y no fue, a unirse a ellos en el juego y en la complicidad que caracteriza a una comunidad infantil no sujeta a restricciones disciplinares que coarten la expresión de su libertad y creatividad. Lo intuye por vez primera él mismo cuando en casa de la madre de su novia se une divertido al juego de sus hermanos pequeños. Se suma a esa intuición primera, la visión de la vieja y medio demolida escuela ya en tierra extranjera y el deseo de hacerse con ella sin tener todavía un proyecto preciso. Sentarse en la mesa del maestro y ver ante sí, imaginariamente, la comunidad escolar de la que formar parte, provoca una insólita sonrisa en su rostro triste de hombre tímido e introvertido, incapaz de hacer frente, ya en ese primer momento, de la agresividad y prevaricación ajenas. Sucesivamente, la vista de unos muchachos jugando a fútbol y la contemplación de otros juegos en los que no resiste participar, desde mecerse en los columpios hasta intervenir en la lucha con las bolas de nieve, provocarán la toma de conciencia de la propia desviación sexual en un llanto desconsolado. Inicia así un auténtico vía crucis que Ewald afronta en la más absoluta soledad y con valor y escrúpulo espartano, descendiendo en el infierno de sí mismo con aquella disciplina y autodisciplina que hicieron a Esparta famosa. No parece casual que la aceptación estoica de la propia condición y la puesta en marcha de su propósito advengan en un viejo hotel otrora de lujo que recuerda los destartalados hoteles de Rimini, donde su hermano despliega su desaprensiva y cínica conducta. A diferencia de Richie, cuyo ostentado catolicismo no le impide engañar al prójimo y abusar de él en todas sus formas, Ewald no engaña a nadie, ni a la que aspiraba a ser su esposa (es hermosa la escena en que se prueba los trajes de novia envuelta en los tules de su sueño), ni a su padre (Hans-Michael Rehberg), ni tampoco a los padres de los niños que participarán en su fantasmagórico ejército-escuela. Ewald manifiesta cariño y respeto hacia todos, incluido su hermano (que menciona con afecto en uno de sus encuentros con el padre) y sobre todo su novia (Florentina Elena Pop), a la que intenta no herir y decepcionar, siguiendo, a la escena en que es manifiesto su desinterés sexual pese a sus esfuerzos, un despido que trascurre largamente en la inmovilidad y el silencio, al que pone fin una leve pero sentida caricia. Numerosos indicios basados en el amor verdadero permiten suponer que tal vez en esa mujer que, como él mismo, se atiene a la verdad, Ewald podía encontrar la comprensión y el apoyo de los que renuncia en su dolorosa soledad. Subrayo como nota esencial que es en esa valerosa aceptación de la verdad —Ewald reconociendo su condición y ella asumiendo que ama a un hombre que no la desea— donde los dos paneles del díptico evidencian su antinomia, pues, como sugería en el ensayo dedicado a Rimini, el núcleo esencial del primero es el engaño y el autoengaño. También el encuentro con los niños denota, más que un deseo de posesión, un espontáneo impulso afectivo: así el beso al hermano de la novia, o la larga y conmovedora contemplación de Octavian durmiendo en su cama tras el traumático episodio del conejo, del que acaricia sus bracitos inertes.

Ewald encuentra el modo de acceder a su deseo de realización personal, que incluye, por supuesto, el goce que le produce la contemplación de unos cuerpos masculinos, montando esa Esparta de cartón piedra y “educando” en la modélica virilidad espartana a esos niños que viven en la barbarie y la violencia de sus familias y en la pobreza cultural de un ambiente degradado en el que no tienen más diversión y entretenimiento que sumergirse en sus móviles o en las imágenes de la televisión (la escuela, no lo olvidemos, se halla en ruinas, vestigio de la época soviética, que dio a la enseñanza la oportuna prioridad). Lo hará siguiendo el principio espartano y nazi de la disciplina férrea, de las duras pruebas físicas y del militarismo, tratando de inculcarles las manías de grandeza del régimen atribuyéndoles nombres divinos que apenas comprenden.

Si el hijo presenta la dolorosa experiencia de una infancia y una sexualidad abortadas, el padre vive una parecida frustración en la demencia que comparte con sus coetáneos (es nueva, respecto a Rimini, la sala repleta de cuerpos decrépitos tendidos en sus camas, que complementa brutalmente el preámbulo, tomado de la primera parte). Él mismo se halla encadenado en una infancia paralizada en el amor a su madre, con el que ha malogrado su propio matrimonio, y en la puerilidad de un pueblo que, ante la evidencia del derrumbe, no renuncia a su presunta grandeza y a la victoria y dominio finales. Lo que en Rimini era evocación nostálgica del amor materno en un mundo egotista que no conoce sino el amor a sí propio, es aquí manifestación de paralizante dependencia afectiva. Así lo revela la escena en que coge del estante una fotografía no identificable que cabe suponer es la de su madre, y la arropa delicada y cariñosamente en su cama (como en otros momentos, la toma a media y larga distancia no consiente la clara percepción de la imagen, invitando así al espectador a completarla por deducción o analogía). Otros episodios y detalles confirman dicha dependencia. Llegados padre e hijo al cementerio para visitar los restos de la que vimos el funeral en el filme anterior, el primero afirma que son las cenizas de su madre y no las de la abuela como el segundo justamente sostiene, mereciéndose éste el apóstrofe de “¡idiota!”, que revela el desprecio que habrá manifestado toda su vida hacia su hijo, provocando el complejo de inferioridad y la inseguridad que le aquejan. Detalles como las palabras con que el hijo ayuda a su padre a comer subrayan el imaginario de la niñez que les une. Pero lo más significativo es que, poniendo punto final a la película, el padre, tras preguntar angustiado dónde se encuentra su madre, acompañe con su voz las últimas palabras del lied de Schubert proveniente de Rimini, en las que se reitera que el amante nunca ha dejado de pensar en la mujer amada. Por lo demás, ese infantilismo común que condena a ambos a la parálisis quedó ya explicitado en la escena en que padre e hijo se arropan juntos en la cama del primero, anticipando los dos momentos en que Ewald se tiende sobre la cama con un muchacho a sus dos lados.

Pero volvamos al campamento militar dedicado a la Esparta gloriosa y desafiante de Leónidas que el protagonista construye en alegre espíritu de colaboración con los muchachos cuyas familias han accedido a que participen a las clases gratuitas de judo que predispone para ellos; deporte en el que evidentemente ha sido formado él mismo conforme al espíritu espartano del régimen que, según el estudioso citado[12], animaba al propio Führer. Aunque en Mein Kampf, el manifiesto del nacionalsocialismo, Esparta no se menciona directamente, a Hitler fascinaba la capacidad demostrada por una pequeña minoría de espartiates de hegemonizar y esclavizar a la mayoría ilota, y sentía gran admiración por la educación que habían recibido. Su voluntad era construir una juventud que fuera fuerte y bella, forjada a través de ejercicios físicos y plasmada en un espíritu comunitario que la hiciera capaz de realizar grandes gestas. Acaso con el ánimo culturalmente “colonizador” a que antes me he referido, la ocurrencia de montar ese tinglado en un desolado pueblo de una no menos desolada Transilvania, donde por fin Ewald consigue adquirir una vieja y destartalada escuela adaptable a su proyecto, satisface la ilusión de emprender una nueva vida (y el paisaje, de helado e inmovilizado, se anima de nueva vida primaveral) así como el deseo voyerista de contemplar unos cuerpos viriles en formación en el espacio reservado a su intimidad o simplemente en su imaginación (asistimos a un leve gesto masturbatorio apenas perceptible cuando está solo bajo el agua que, como lluvia purificadora, cae de la ducha sobre su cuerpo desnudo). Como ha destacado un observador, Seidl privilegia, en menoscabo de la imagen no mediatizada y explícita (que es justamente lo propio de la pornografía), lo pensado, sentido e imaginado por el protagonista, obligando al espectador a identificarse con él: “Forcing complicity through our gaze as we imagine Ewald’s imaginings, feel his feelings, think his thoughts, all without us or him actually enacting anything”[13]. No hay, a lo largo de toda la película, contacto directo de su cuerpo con el de los niños, salvo el momento en que se aproxima al cuerpecito de Octavian, el más pequeño, delicado y frágil, venciendo de inmediato el impulso que le atormenta y solicitando, en cambio, la caricia que probablemente no tuvo de niño y que revela, más bien, un proceso identificativo. No hay cuerpos desnudos de los chiquillos sino sólo el del propio Ewald bajo el agua de las duchas en un juego que divierte a todos y en el que no hallo reacción o sorpresa por parte de los pequeños, como ha parecido a algún crítico. La desnudez no escandaliza a los muchachos, que la ven como cosa natural en un contexto en el que andan descalzos y medio desnudos, y lo andarían del todo conforme a las costumbres espartanas si Seidl no lo evitara por obvias razones. No creo, incluso, que predomine en el ánimo de Ewald el criterio de la fuerza viril, sino más bien lo contrario. Su predilección por el niño más pequeño, de una hermosura clásica casi femenina que a alguno ha recordado al adolescente de Muerte en Venecia, es resultado de la apuntada identificación con su propio carácter, retraído y medroso (en Rimini se le recuerda como “el hermano pequeño”). Obsérvese, además, el femenino del papel teatral asignado a Octavian, en probable alusión a una sexualidad no del todo definida o a un hermafroditismo o unidad indiferenciada que es propia de la edad prepuberal. Por otra parte, cabe atribuir al peso de la educación a la que se vio forzado a someterse contra la inclinación de su temperamento, el sentimiento de culpabilidad que le atenaza, dado que el rigorismo sexual, el concepto de la dignidad interior y el dogma de la salud física y mental que instaba a la práctica eugenésica formaban parte del código moral espartano y también nórdico y ariano.

Una virilidad primitiva y criminal la encarnan, por el contrario, las gentes de ese pueblo medio bárbaro, donde los hijos son considerados objetos de propiedad, obligados a someterse a palos a órdenes crueles y arbitrarias, y tenidos en el embrutecimiento, la inercia y la ignorancia. Frente a ello, la “escuela” de Ewald representa un espacio gozoso de creatividad y entretenimiento y un auténtico refugio. Emblemática de esta sociedad que conoce tan sólo la prevaricación y la fuerza bruta es la familia del pequeño Octavian, víctima de la violencia física y sexual de un padre alcoholizado y de una madre que la consiente, forzándole a mentir para cubrirla ante posibles denuncias. Es en ese momento crucial de la acción donde reencontramos al Seidl que combina magistralmente de un lado el documental[14] y la ficción, y de otro, la crueldad, la piedad y la ternura: a la escena brutal y desgarradora del conejo blanco, el “amigo” de Octavian, sigue la afinidad de espíritu que une al niño herido y humillado al adulto que le acoge como un padre y amigo, enterrando juntos, en un sentimiento común, lo que queda del conejo despedazado.

Si esta doble escena constituye una breve concesión sentimental que roza lo melodramático, una excepción frecuente en el cineasta, cabe preguntarse por qué motivo han desaparecido de esta película algunos de los topos que caracterizan su entera filmografía. Salvo la voluminosa y repelente barriga del padre de Octavian, que responde a la deformación grotesca y despiadada a la que Seidl somete los cuerpos supernutridos de la burguesía, blanco prevaleciente de sus dardos, desaparecen casi del todo las simetrías en planos fijos y en audaces perspectivas que abundan en sus filmes anteriores y en particular en la primera parte del díptico. Aquí hallamos una simetría fija en los paneles electrónicos que controla Ewald en la central eléctrica, y otra en la pared del cementerio donde se concentran los nichos en su fría disposición geométrica. Tal vez la ausencia de ese rasgo exquisitamente seidleriano confirme la hipótesis que aventuré en mi anterior artículo, esto es, que con él se apunta a la racionalidad sobre la que se ha construido la civilización y el “progreso” occidentales a partir de la razón especulativa, y geométrica, de la cultura ateniense. De ahí arrancan las reformas de la ilustración sobre la base de criterios estrictamente racionales, la revolución industrial y la mentalidad pragmática burguesa, que implantará la gestión económico-mercantil y lucrativa de todas las actividades humanas, incluida la muerte y los cementerios, donde, especialmente en el siglo XIX, siglo de la burguesía como clase dominante, se reproduce la división estamental de la sociedad y se impone la práctica de la cremación que ha tenido tanto éxito en tiempos sucesivos. No es irrelevante que la brusca entrada en el cementerio muestre, detrás de la mancha negra formada por tupidos cipreses, el prisma de la chimenea del crematorio, con alusión implícita a los campos de exterminio. En este particular contexto, es imprescindible recordar que el nazismo privilegia en su imponente arquitectura las formas geométricas y en particular la simetría, con miras a expresar orden, estabilidad, poder y permanencia[15].

Si mi hipótesis fuera atendible, cuanto se despliega en esta segunda parte del díptico adviene en un mundo prerracional o primigenio, en el que de un lado predomina la barbarie y de otro, lo primitivo e instintivo, sea que se trate de pueblos que parecen haberse detenido a las puertas de la civilización inspirada en la culta Atenas, sea que se apunte al magma del inconsciente que impele la acción individual y colectiva, aparentemente gobernada por la razón y la voluntad.

Así pues, asistimos, en última instancia, al drama de una inmovilidad vivida inconscientemente por sus tres protagonistas; de ahí su gravedad y la probabilidad de un retorno, como parece ya entreverse en la tendencia actual de Estados formalmente democráticos a atemorizar a los ciudadanos y a reducirlos a menores de edad necesitados de protección con medidas a decir poco discutibles que se les impone “por su bien”. El escenario en que se desarrolla la acción, frío y a menudo helado, congela el estadio infantil en que han quedado atrapados aquellos que se han identificado con la ideología paralizante de la nación que los representa. El gesto inicial que inaugura la iniciativa espartana de Ewald se reitera coactivamente al final de su estéril aventura, condenado a la insistencia de un deseo imposible. Como el paisaje, que transcribe la reiteración cíclica de la naturaleza, y como las largas carreteras que lo atraviesan, disparándose al vacío de una meta inexistente, la infancia vivida ilusoria y ficcionalmente por el protagonista en su sufrido aislamiento no puede sino retornar a su punto de partida. Con ello Seidl muestra, con la crudeza y ambigüedad que caracteriza su estilo[16], la permanencia de una esencia antropológica, social e histórica, y de un destino.

Notas

  1. Sparta, Austria, Francia, Alemania, 2023 col., 101’. Ulrich Seidl. Guion de Ulrich Seidl y Veronika Franz. Con Georg Friedrich, Hans-Michael Rehberg, Florentina Elena Pop, Marius Ignat Stief, Octavian-Nicolae Cocis Vlad.
  2. Toronto International Film Festival 2022 canceló el estreno en base a las alegaciones publicadas en “Der Spiegel” del 2 de septiembre de 2022. Según el artículo, los niños actores fueron explotados sin que nadie les informara, a ellos y a sus padres, de que la película está dedicada a la pedofilia (Alfonso Rivera, “Recensione: Sparta”, Cineuropa, 23 de septiembre de 2022, https://cineuropa.org/it/newsdetail/431037).
  3. Véase en www.ulrichseidl.com
  4. Traduzco de Cristina Piccino, “Una geografia urbana di immagini a Rotterdam”, il manifesto, 2 de febrero de 2023, p. 12.
  5. Puede leerse en https://mientrastanto.org/221/ensayo/rimini-de-ulrich-seidl/
  6. Ésta fue la versión proyectada en la 52ª edición del Festival de Rotterdam.
  7. Sobre ello puede verse Paolo Sciarri, “Il nazionalsocialismo e il richiamo del passato: Sparta e Platone”, Rivista di Studi Politici Internazionali , enero-marzo de 2020, 87, n. 1, pp. 105-124.
  8. Hallo en Internet el mandato de la asociación Molon Labé Spartacus a sus socios: “Show no mercy to those who have shown no LOYALTY”.
  9. Sorprende ver en Internet la cantidad de entidades, asociaciones, grupos y particulares que se han apropiado de este lema y de la idea e ideología que vehicula. Particularmente relevante o significativa es la asociación que reivindica el derecho del pueblo americano a la tenencia y porte de armas, sancionado por la Constitución de los Estados Unidos de América desde diciembre de 1791. Un espectro da vueltas por Europa…, parece decirnos Seidl.
  10. Véase el artículo citado de Paolo Sciarri, pp.109 y ss.
  11. Neil MacGregor, Germany: memories of a Nation, Penguin Books Ltd, 2016.
  12. Paolo Sciarri, op. cit., pp. 107 y ss.
  13. Morris Yang, “San Sebastian 2022 review: Sparta (Ulrich Seidl)”, 3 de octubre de 2022, https://icsfilm.org/reviews/san-sebastian-2022-review-sparta-ulrich-seidl/
  14. La obra se inspira en un hecho real: “Seidl and his court screenwriter Veronika Franz build their story on a real character of a German man, Markus Roth, who was arrested by Interpol’s unit in «Project Spade», which revealed a paedophilia network that involved 50 different countries. Markus Roth was a non-offended paedophile who offered free judo lessons to young boys in poor areas of Romania. He built a training studio and set up an inflatable swimming pool in his backyard where the boys could swim and play around. For many of the juveniles, Roth provided a safe haven where they would hang out more than at home”. Determinante es la diferencia: “None of the boys knew that Roth was selling videos and pictures of them while they were showering and playing around” (Margareta Hruza, “The film Sparta”, Modern Times Review, 2 de noviembre de 2022, https://www.moderntimes.review/essay-sparta-ulrich-seidl/).
  15. Al respecto puede verse Geoffrey Broadbent, “Buildings as Symbols of Political Ideology”. Semiotics 1980, eds. Michael Herzfeld y Margot D. Lenhart, Nueva York, Plenum Press, 1982, pp. 48-50. Dichas características y finalidad arquitectónicas son comunes a los restantes totalitarismos del siglo XX, fascismo, estalinismo y franquismo.
  16. Uso el término ambigüedad en el sentido que le atribuye Borges (“la ambigüedad es una riqueza”) y también de implícito rechazo de las certezas absolutas.

14 /

8 /

2023

Señores políticos:

impedir una guerra

sale más barato

que pagarla.

Gloria Fuertes
Poema «Economía»

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