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Loreto Busquets

«Rimini», de Ulrich Seidl

La última película de Ulrich Seidl, presentada a concurso en la sección oficial de largometrajes del Festival de Berlín (Berlinale) de 2022 con el título Rimini[1] y ganadora como mejor filme, ha desencadenado comentarios generalmente positivos que permiten entrever una relativa y satisfactoria apertura de la filmografía del director y productor austriaco a un público más amplio respecto al restricto elitismo reservado a películas anteriores, arbitrariamente encasilladas como documentales, sin haberse considerado oportunamente la mixtura personalísima de documento y creación artística que configura la mayoría de ellas.[2]

De Rimini se ha dicho que es una película fascinante, cínica y provocadora que derriba, como es constante en toda la obra del cineasta, lugares comunes y esquemas preestablecidos. No me parece, sin embargo, que haya sido observado lo que para mí constituye el asunto de la obra, al que contribuye con igual eficacia el contenido y la significación de la forma, abstracta, metafórica y, en su brutalidad, refinadísima, a la que Seidl nos tiene acostumbrados. Dado que él mismo afirma ser consciente de que su cine deja la posibilidad de que cada espectador vea un filme distinto,[3] me arriesgo a exponer aquí la película que yo he visto.

En primera instancia, Rimini es la historia de una decadencia que Seidl focaliza en Austria y Alemania, corazón de la civilización de Europa y de Occidente, la cual se obstina en negar el propio declive mediante una narración que exalta su superioridad antropológica, moral y cultural de noble ascendencia grecolatina y cristiana y la legitima a dominar el mundo. Es en esta perspectiva que el tema aparentemente extemporáneo de la inmigración árabe-musulmana que puntea todo el relato desde su mismo exordio (inicia con un burlón “¡Alá es grande!”), adquiere su pleno significado, sea por el instintivo rechazo que ella provoca en una sociedad que siendo racista no es consciente de serlo, sea por el temor que suscita la que parece inevitable invasión de “los bárbaros” en un imperio corrupto y decadente.

Seidl se remonta al año 1933, fecha de nacimiento de la madre del protagonista, Richie Bravo (Michael Thomas), y del ascenso de Hitler al poder. A través del personaje clave de la película, y de su ascendencia, se contempla retrospectivamente el inicio de un proceso degenerativo que arranca, en lo inmediato, del nazismo, pero que es debidamente alimentado por el consumismo totalitario que Seidl veía ya insinuarse prepotente al término de la Segunda Guerra Mundial (así, magistralmente, en su Mit Verlust ist zu rechnen (1992)-Hay que contar con pérdidas); consumismo que denuncia en todas sus películas y que está en la base del capitalismo neoliberal del free market y del free desire de nuestros días, del que el turismo de masa es, a sus ojos, emblema eminente. A través del pasado que el protagonista revive en su propia decadencia (años sesenta y setenta) evocando formas cultural-populares “típicamente” austriacas, Seidl nos conduce al periodo en que se fragua una mentalidad y una way of life que cabe leer metonímicamente como características del entero Occidente. La Rímini veraniega,[4] radicalmente negada en la película a través de la cancelación de toda forma de vida, empezando por el paisaje, convoca recuerdos de juventud del protagonista y, según parece, del propio Seidl. Ellos giran en torno al género musical del Schlagel cultivado por Richie, cuyas sentimentales y pegadizas melodías hicieron las delicias de una clase media que aún hoy se identifica con ellas, ofreciendo una versión senil y patética del fanatismo masivo y apoteósico que alienta los espectáculos musicales del presente. Además del arrebato melódico que domina el desarrollo de la acción, Seidl rememora brevemente el éxito que obtuvo en los años gloriosos del cantante la historia de Winnetou, personaje “western” creado por el escritor alemán Karl May, a través de las numerosas adaptaciones cinematográficas y televisivas de sus novelas. En ellas el apache Winnetou, héroe de las más variadas aventuras, anunciaba pomposamente la construcción de un nuevo mundo en una aspiración que volverá al término de la película, pero que, en lo inmediato, apunta a la perniciosa infiltración en Europa de la cultura estadounidense y a su determinante contribución a la homologación consumista que distingue a nuestro mundo globalizado. Concurre a este mismo mensaje el cartel del popularísimo Ben-Hur (1959), de William Wyler, que vemos expuesto en la que fue habitación del joven Richie, en alusión al soft power activado por Estados Unidos a través de la cinematografía destinada a las masas y en particular del género Kollossall, con su mistificada interpretación de la historia. Completa con discreta elegancia la ambientación cultural del momento la voz inesperada del tenor Richard Tauber en la ejecución del lied de Schubert que cierra, con una nota de intensa conmoción y significado, un relato desgarrador e irreverente que, acá y allá, no renuncia a la paródica ironía, como el Dolores que da nombre a una de las casetas playeras de la desolada Rimini descrita.

Si ésta es la línea diacrónica y propiamente histórica del relato, el asunto es el dominio a través del engaño: dispositivo accionado por el mencionado totalitarismo consumista mediante una pertinaz propaganda que al tiempo que promete la felicidad construye la convicción de poseerla, asegurando a los individuos —como ya observara Tocqueville en su época— las gratificaciones que desean a cambio de la promesa de “velar” por ellos. No es casual que Seidl inserte una breve referencia al popularísimo Rumpelstikin (El enano saltarín), cuento que incluyeron los hermanos Grimm en sus Cuentos de la infancia y del hogar (1812), basado en ese mismo engaño.

Paradójicamente, contribuyen a ese dominio que proviene de fuerzas externas la “servidumbre voluntaria” que La Boétie observara atónito en seres humanos teóricamente libres (“arrodillarse es bello”, dice la mujer ante su víctima), así como una ingénita predisposición al autoengaño, al que recurren todos los personajes de la película para aceptar la realidad de la vida, pertenezca ésta al presente o al pasado. No se trata sólo de una reflexión sobre las contradicciones de la existencia humana, sino del desenmascaramiento de un sistema que hace de la mentira instrumento de convicción y dominio.

Seidl retorna aquí a sus temas predilectos: la fragilidad del ser humano, la necesidad de comprensión y de amor, la urgencia de la esperanza… Lo ha dicho egregiamente en su Jesus, Du weist. Pero ello no le exime de dirigir sus dardos a la grosera autosatisfacción de una humanidad que él traza con imágenes grotescas e inclementes, conformando un mosaico despiadado de topoi inconfundiblemente suyos. Sale de ahí una sociedad egoísta e insolidaria, formada por individuos encerrados en una complacencia narcisista que no hace sino acentuar su sentido de soledad y de efectivo abandono. Tipifica esta condición el propio Richie, que ha cubierto las paredes de su demora con imágenes gigantescas de sí mismo mientras ahonda en un aislamiento que no mitiga el arsenal de analgésicos al que recurre, del alcohol al juego. Condición que Seidl extiende a su propio pueblo, enraizado en un catolicismo exhibido (pende del cuello de Richie un gran crucifijo) y en el nazismo, que aparece como manifestación histórico-temporal de un Volkgeist que se perpetúa de una generación a otra, como muestra la continuidad genealógica remarcada en la película. Se transmite así de padres a hijos la convicción de la propia superioridad étnica y el consiguiente derecho al dominio, que asume formas distintas en razón de la variedad de los tiempos. Lo representa emblemáticamente el padre del protagonista (Hans-Michael Rehberg),[5] que en su demencia senil evoca la grandeza del Reich y la aspiración al dominio universal: “aunque todo pueda derrumbarse, marchamos adelante, Alemania va con nosotros como pronto lo hará todo el mundo”, canturrea el padre, siguiéndole con los labios el hijo. Lo indican asimismo los objetos que decoran su antiguo domicilio y que en parte traslada al cuarto que ocupa en la residencia como parte esencial de sí mismo: son los trofeos de caza con que Seidl se autocita (campean ostensiblemente en Safari)[6] y que atestiguan el dominio colonial que Richie evoca en una de sus melodías, justamente la de “mi Winnetou”, la cual se ofrece en una prolongada subjetiva donde el cantante se avecina lentamente a un observador que al fin descubrimos ser su propia hija: un pasado que reaparece una y otra vez y amenaza con asomar de nuevo en formas inéditas: “era el inicio, han masacrado al búfalo y todo lo que han encontrado”… Acervo cultural que el cantante lleva en la sangre y que manifiesta con un racismo inocuo que rezuma desprecio (así cuando recoge con aparente, o quizá auténtica, ternura al niño de la sirvienta negra, cantando con insolencia “aquellos culos negros peludos…”). Un racismo solapado y no reconocido que, como todos los racismos, atribuye inferioridad intelectual a todo un pueblo. Subraya su carácter inconsciente la convicción declarada de no ser racista y el hecho de que el reencuentro con el propio pasado familiar se produzca en el sótano de la casa, topos con que Seidl se refiere, no sólo aquí, a los abismos de la conciencia y del inconsciente humanos. Soberbio, en este sentido, el último sótano de la película que nos ocupa, tortuoso laberinto de escaleras ascendentes y descendentes sumidas en la obscuridad e intermitentemente iluminadas con los móviles de los personajes mientras se adentran en los más íntimos recovecos de su conciencia. No es casual que sea en ese escenario de luces y sombras donde el protagonista comete el obsceno delito de la traición en una escena grotesca y despiadada en la que asoman los pechos siliconeados de la víctima, deformando imágenes felinianas de vitalidad gozosa, aquí transformadas en objeto de irrisión y dominio.

El paisaje invernal, perennemente lluvioso, brumoso y al fin nevado, cancela, en efecto, todo vestigio de vida, que vemos reducida a la esporádica aparición de seres inertes que anuncian en silencio el tema no secundario de la inmigración musulmana y del racismo. Dicha cancelación muestra la realidad real que oculta la euforia coloreada, ruidosa y chabacana del veraneo de masa que invade la costa adriática italiana en los meses estíos al son del consumismo turístico que el sistema alimenta sin tregua por sus sustanciosos beneficios. Numerosos artificios formales vienen a conformar el escenario de muerte en que se desarrolla una acción que gira reiteradamente en torno a sí misma con automatismo mecánico. Un gris opaco uniforma las superficies del cielo, el mar y la arena e impregna el aire neblinoso que envuelve los anodinos inmuebles deshabitados, grises o blanquecinos, así como las instalaciones destinadas al juego y a la diversión veraniegos, ahora en paralizado abandono. El escenario se reanima con las luces mortecinas que van apareciendo al atardecer bajo una lluvia o llovizna persistentes. La banda sonora reproduce el sordo, monótono y apenas perceptible ruido del mar, y se anima de golpe, con bruscos cambios de plano, cuando la cámara penetra en pleno espectáculo musical enfocando el escenario, revestido de azules chillones y luces estridentes, que alterna con la apagada presencia de los espectadores, abandonados a la suavidad meliflua del canto.

La muerte conforma igualmente los interiores, cerrados a toda apertura hacia el exterior. Cortinas y visillos blancos cubren los cristales de las ventanas, algunos esmerilados, otros recubiertos de figuras de pájaros que sirven para ahuyentar a los pájaros, cuando no divididos en cuadriláteros que evocan acaso involuntariamente rejas carcelarias tras las cuales se adivina el paisaje borroso y lluvioso descrito, atravesado por algún que otro solitario vehículo. De cárcel habla sin medios términos la residencia en que se halla materialmente detenido el padre, con puertas y ventanas tapiadas y paredes empapeladas que, en ausencia de un exterior, reproducen plantas, flores y tulipanes de burda factura. De suspensión, o expulsión, de todo lo que es vida hablan las cosas arrinconadas por inútiles o inservibles al lado mismo del escenario donde actúa el cantante, las lavadoras inutilizadas en los sótanos de los hoteles semiabandonados… Blancos neutros y verdes pálidos y mortecinos revisten las mesas y asientos situados en las áreas destinadas al público. Aparece con insistencia la configuración geométrica del espacio, topo que marca inconfundiblemente el estilo de Seidl, y que aquí recurre a la profundidad de campo para disponer mesas y asientos en paralelas convergentes que la cámara recorre con parsimonia o contempla fija y a distancia, mostrando la estática simetría de los elementos escénicos. Simetría que encajona la vida en esquemas dictados por una racionalidad abstracta y que, no por acaso, alcanza su más rígida expresión en el cementerio, con la ambulancia en el centro flanqueada por dos árboles encapuchados y dos empleados de la funeraria, y en la sucesiva ceremonia fúnebre, iluminada por una luz que desciende de lo alto, flanqueado el féretro por otros dos funcionarios; momento en que la cámara levita para contemplar la escena desde un punto de vista omnisciente que acaso evoque una trascendencia. Polivalencia semántica de un rasgo de estilo que se remonta a las leyes de la perspectiva y la simetría establecidas por el Renacimiento europeo en función del racionalismo y el cálculo que distinguen desde entonces a nuestra cultura. Una forma, tal vez, de evidenciar que la presunta objetividad del documental, del que Seidl ha sido maestro y que de una forma u otra interfiere siempre en sus filmes de ficción, está subordinada a la percepción subjetiva, condicionada por una civilización de la que no es ajena el “orden” que impone el sistema contra todo desorden potencialmente desestabilizador.

Ocupa los meses de invierno de la ciudad adriática el escuálido negocio del turismo de masa destinado a los viejos y jubilados centroeuropeos que los autocares descargan como rebaños ante hoteles de medio pelo. En ellos se lleva a cabo el fraudulento engaño de la seducción y de la prometida felicidad con que los organizadores colman falazmente la vida insatisfactoria de la mayoría. A ello atiende la música sentimental y arrolladora interpretada por el que en otros tiempos fuera estrella aclamada por los mismos que ahora le siguen fieles en su desastrada decadencia. Sorpresivamente, Seidl concentra ese tema focal de la película en el lied de Schubert que constituye su magnífico punto final, contraponiendo a la música que imanta a un público petrificado en el sentimentalismo y en la felicidad ficticia, la autenticidad del sentimiento y la “felicidad dolorosa” inherentes a la verdad de la vida, que comprende el dolor, la desdicha, la enfermedad, la vejez y la muerte que nuestra sociedad enmascara, oculta o niega: “Mayo meció para mí sus ramilletes de flores. La niña habló de amores, la madre de matrimonio… mas ahora el mundo es sombrío y el camino está oculto por la nieve… El amor ama el vagar, Dios lo ha dispuesto así, ir de un lugar a otro…” («Gute Nacht», Winterreise, op. 89). La voz de Richard Tauber, cantante que se hizo famoso por su ductilidad y elegancia en la misma época en que triunfaba el Schlager, pone ante los ojos del espectador la condición efímera de la felicidad que la vida promete y la aceptación del dolor como asunción de lo verdadero; dolor que la sociedad en que vivimos —nos recuerda el filósofo coreano Han en su penetrante análisis de la sociedad actual (La sociedad sin dolor)—[7] rechaza con promesas ilusorias de bienestar permanente y con estratagemas con las que las clases dominantes impunemente se enriquecen. Nuestra relación con el dolor (Schmerz), escribe él mismo, revela en qué sociedad vivimos. El miedo generalizado al dolor tiene como consecuencia una anestesia permanente que repercute en lo social y lo político. La sociedad del “pensar en positivo”, del “sé feliz”, del “me gusta” y del “gustar” a toda costa alimenta la cultura de la complacencia, basada en la mercantilización de la misma, fomentando el conformismo y el consenso. Así como los productos culturales deben gustar para ser consumibles, así el ámbito del consumo invade el núcleo esencial de la vida misma, la intimidad del propio ser. El dispositivo neoliberal de la felicidad cosifica asimismo el cuerpo humano, concentrado ya no en su expresión gozosa, sino en su buen funcionamiento con miras a la longevidad, obsesión de nuestro tiempo que Han denomina “histeria de la supervivencia” (no falta, en el filme, la referencia a la eficiencia corporal a través del fitness). De ahí que el dolor esté condenado a callar y se olvide que la felicidad auténtica es dolorosa, pues toda intensidad (la pasión) y todo lo que es verdadero es doloroso. Es lo que dice el lied de Schubert con que Seidl cierra la obra tras haber mostrado el penoso espectáculo de las falsas ilusiones y expectativas.[8]

No es con sarcasmo sino con un auténtico sentimiento de piedad que Seidl trata el legítimo deseo de amor y de vida verdadera que sus personajes ven frustrado en la sociedad individualista e insolidaria de nuestros días y los impele a buscarlos en el engaño, al precio de la negación de su ser auténticos y de la humillación a la que voluntariamente se someten. Siguiendo los dictámenes de un consumismo prometedor e insidioso, convierten sus cuerpos en objetos sexuales y sus almas en mercancía, renunciando a la sensualidad y a la sexualidad verdaderas, condenadas a “no gustar” según el modelo impuesto,[9] y disfrazando la vejez que la sociedad repudia o ignora[10] con la máscara de la juventud, que deviene careta irrisoria de la que se aprovecha sin escrúpulo el actor que fue y no se resigna a dejar de ser lo que fue, víctima de su propio engaño. Como sus patéticas admiradoras, Richie cierra los ojos a la realidad de la decadencia de su cuerpo y a la miseria de sus actuaciones y recurre a la máscara de un rejuvenecimiento que su incapacidad orgánica pone inmisericorde al descubierto, dejándole desnudo ante el amor que le reclama su propia hija y que satisfará a tenor del sistema mercenario en acto, esto es, con el dinero metido en un sobre que lleva impreso un corazón rojo: ese corazón que envuelve las mercancías que invaden el mercado y llevan al cuello o imprimen en sus cuerpos seres que han confundido el amor con un sentimentalismo que pasa por sentimiento verdadero.

Despiadado se muestra Seidl cuando afronta la impostura revestida de buenos sentimientos que caracteriza la sociedad egocéntrica y despiadada en que vivimos y las instituciones que la representan. La ve encarnada en la suya austriaca, que se proclama católica y ensalza las excelencias de la institución familiar, donde, de hecho, los hijos encierran a sus viejos progenitores en residencias en las que “nada falta”, y donde un personal especializado los trata como idiotas, haciendo que repitan maquinalmente cuatro falacias con que inocularles la convicción de ser felices. Con toda la crueldad hipnótica de que Seidl es capaz, espeta al público esa realidad cruel e hipócrita con la impactante escena de apertura. En ella los internos de la residencia, inmovilizados en sus sillas de ruedas, forman un grupo coral que cancela al individuo repitiendo al unísono la letanía destinada a la propia sumisión y encanallamiento. Estamos ante otros de los topoi del cineasta, del que es magnífico ejemplo el coro con que comienza y termina Jesus, Du weist, enmarcando una realidad, individual y social, no menos perturbadora. La residencia en que se consume la vida del padre de Richie tipifica a esa sociedad sin amor que ha encarcelado a los viejos en estructuras de alto rendimiento económico dejándolos en la indiferencia y el abandono. Lo subraya el funeral de la madre celebrado en uno de los tanatorios al uso, del que se subraya la frialdad marmórea y la álgida simetría, y donde el recuerdo del difunto se confía a la profesionalidad de un experto.

Pese a todo ello, Seidl evita cualquier forma de maniqueísmo abstracto y de moralismo otorgando a sus personajes la complejidad de lo real y con ella las contradicciones del ánimo humano, donde se anidan bondad y maldad, autenticidad e hipocresía, generosidad y egoísmo. Lo revela el discurso funeral en que Richie rememora con gratitud y tierna emoción el amor que recibió de su madre y, más adelante, el que descubre dentro de sí en relación con su propia hija. En última instancia, puede decirse que el cancionero sentimental del protagonista y la película toda giran en torno a la falta de amor que atenaza a todos, empujando a un mismo individuo a conductas moralmente contrastantes. Las canciones y la gestualidad seductora con que el intérprete las acompaña tocan las cuerdas íntimas de seres que no esperan sino la voz consoladora de una presencia: “si piensas que estás sola con tu destino estaré a tu lado, amor mío”. La falta de amor que atormenta a las mujeres que Richie seduce con la adulación y el engaño, reflejo especular del mundo en que se hallan insertas, es plasmada de forma brutal y estremecedora en la escena en que Annie (Claudia Martini), mientras compra la ilusión de un amor inexistente, acude a la madre enferma, encerrada en un pequeño cuarto en estado poco menos que vegetativo. Brota en ese momento de dramática tensión el amor auténtico “de madre” (que es el que cierra materialmente la película), aquel que no juzga ni condena, y la gratitud de una hija que halla en sus brazos la comprensión y el calor del amor verdadero. Ni el engaño ni el autoengaño, nos dice al cabo Seidl, pueden sofocar el instinto primordial de amor que mueve a la humanidad toda y que él contempla con ojos desencantados, pero abiertos a la pietas de clásica memoria, como anticipara magistralmente en su Jesus, Du weist.

Aproximadamente a mitad de la película irrumpe en la ficción del engaño que Richie tiene ingeniosamente montada, una hija olvidada, que reclama no tanto el amor del padre como el derecho a un resarcimiento económico que lo compense, fiel a la cosificación de los sentimientos que el mercado impone. Demanda que él intentará satisfacer con todos los medios legítimos e ilegítimos a su alcance, llegando así al intento fallido de robar a su padre y, por fin, al chantaje final que pone al descubierto cómo el dominio y el engaño mediados por el dinero y las apariencias reglamentan las relaciones humanas en una sociedad amoral y deshumanizada. No escapa a ellos el propio mago del engaño, que se ve al fin pagado con la misma moneda con que ha vivido a costa de todos, confirmando el principio que sentencia el padre con el brazo alzado, delatando su ideología nazi: “Cada cual tiene lo que se merece”.

En este punto, se abre el episodio de los emigrantes árabe-musulmanes que se ha ido anunciado sigilosamente a lo largo de todo el relato. Rompiendo la armonía unitaria a la que el director austriaco nos tiene acostumbrados, ese episodio aparentemente extemporáneo ha desorientado o decepcionado a los críticos por su potencial racista y reaccionario. Anticipándose a ello, Seidl, en una entrevista, anuncia con una media sonrisa el modo “políticamente incorrecto” con que afronta un fenómeno fundamental de nuestro tiempo que a su juicio no puede ignorarse: “I refugiati sono la realtà del nostro tempo […] Era importante che ci fossero e in questo modo, in silenzio ma presenti con forza. La generazione di Tessa, la figlia di Richie, ha una risposta diversa”.[11]

Tessa entra en el escenario de degradación y decadencia descrito como portadora de la “ilusión” que algunos albergan de que la civilización musulmana pueda injertar sabia nueva a la sociedad europea, agostada en su decadencia. Ella introduce el debate actual acerca de la agregación o segregación del islamismo en nuestros países y la contraposición entre quienes temen el “contagio cultural” por parte de una “raza” que pone en peligro la propia identidad antropológica y cultural, y quienes, en nombre de cierto progresismo visiblemente aliado del Capital —como explica una experta en la materia—,[12] utilizan a los trabajadores (inmigrantes) “musulmanes” para defender el islam, asimilando el islamismo al antimperialismo estadounidense y éste al anticapitalismo, contra más de una evidencia. Sea como fuere, en la figura de Tessa delineada por Seidl confluyen el consumismo que ya Pasolini imputaba al “tecnofascismo totalitario transnacional”, y los efectos de la civilización que difunde con éxito el islam, especialmente entre los jóvenes, a través del atractivo de la solidaridad que nuestra civilización ha olvidado y de su aparente anticonformismo respecto a los imperativos de la civilización de los mercados. El espíritu de sumisión que muestra la mayoría de los personajes a lo largo de la película y que se manifiesta plenamente en la intimidad de sus relaciones sexuales, donde el masoquismo es explícito, asoma ahora en la hija que de un lado miente a su padre y de otro es manipulada por un hombre al que voluntariamente se somete (“¿tienes que pedírselo?”, le pregunta Richie al ver que le pide permiso para hablar con él), entregándole el dinero que decía destinado a su madre y a sus propias aspiraciones consumistas (comprar el coche, el piso, etc.). De nuevo, un engaño perpetrado con el arma del amor en el que cae ingenuamente el propio Richie y con el que Seidl apunta a una “invasión” musulmana que nuestros países asumen de forma sumisa e irresponsable en obediencia al “políticamente correcto” presuntamente progresista (se ha mencionado, a este propósito, a Houellebecq y a su controvertido Sumisión, traducción de la palabra islam, al que el escritor francés atribuye las peores connotaciones y previsiones). La efectiva invasión física de esos refugiados de origen, contexto y objetivos indeterminados en la casa paterna es vivida por Tessa como liberatoria. La presencia de ellos, siempre muda, cuando no vigilante y visiblemente autoritaria, no parece prometer el diálogo entre civilizaciones que muchos conjeturan o auspician,[13] sino un acatamiento acrítico a seres que vemos ya sumergidos en sus móviles, imantados por el metaverso que homologa a la entera población del mundo y sometidos al valor supremo de la salud que impone el capitalismo globalizado e impone coactivamente Tessa a su padre, ya amaestrada por sus actuales correligionarios, con la tajante prohibición de fumar.

Richie quedará materialmente aprisionado en esa invasión silenciosa, observando a su hija, turbado e impotente, tras una significativa alambrada, desde la que le dirige un tierno “mi Winnetou” en alusión a la quimera de construir un nuevo mundo, como la que animaba al héroe de la serie televisiva con la que creció esa misma generación de austriacos que se deleitaba con los halagos de la música schlager al lado de las severas y minoritarias ejecuciones del tenor Tauber.

Desde la voz schubertiana que cierra de forma sublime la grotesca e indecorosa performance protagonizada involuntariamente por los personajes y por el propio cantante ante un público petrificado en el conformismo, hasta la estremecedora invocación de la madre en boca de un padre abandonado en el desierto afectivo de quienes le rodean, el afán de reconocimiento y de amor que dan sentido a la vida[14] empuja una acción que gira reiterada e inútilmente en el vacío de un mundo donde los sentimientos se han congelado en un invierno eterno, abriendo a inquietantes perspectivas.

  1. Rimini, Alemania, Austria, Francia, 2022, col. 114’. Ulrich Seidl. Guion de Ulrich Seidl y Veronica Franz. Con Michael Thomas, Tessa Göttlicher, Hans-Michael Rehberg, Claudia Martini, Inge Maux, Georg Friedrich. Agradezco a Carlo Petruni, de la casa Vimeo, distribuidora del filme en Italia, haberme facilitado el enlace que me ha consentido estudiarlo detenidamente.
  2. Afirma el propio Seidl: “I miei documentari sfiorano la finzione, e allo stesso tempo la finzione per me ha delle sfumature che guardano al documentario” (en Gian Luca Pisacane, “La Rimini di Ulrich Seidl”, Cinematografo, 16 de agosto de 2022).
  3. “Quello che so è che il mio cinema lascia la possibilità a ogni spettatore di vedere un film diverso” (Luis Enrique Varela, “Cine alemán en la Berlinale 2022”, Rivista Studio, Revista EAM, Berlín, en: https://www.elantepenultimomohicano.com/2022/03/rimini-ulrich-seidl-2022.html).
  4. Son recuerdos de infancia del propio Seidl aunque él mismo precisa que la Rimini veraniega no le interesa lo más mínimo: “Non ho mai considerato però la sua versione estiva “, precisa Seidl a propósito de sus recuerdos infantiles ligados a la ciudad adriática (Cristina Piccino, “La mia ‘Rimini’ d’inverno è una canzone di Richie Bravo”, Il Manifesto, 24 de agosto de 2022, p. 12).
  5. Seidl dedica la película a este actor, fallecido al poco de terminar el rodaje.
  6. He dedicado a esta película un breve artículo publicado en mientrastanto sucesivamente incorporado en http://ulrichseidl.com/en/ulrich-seidl-director/ad-personam/academic-studies, Academic studies: SAFARI by Ulrich Seidl by Maria de Loreto Busquets, Rom 2017- Link to Spanish/English.
  7. Traduzco de Byung-Chul Han, Palliativgesellschaft Schmerz heute (2020), trad. italiana: La società senza dolore, Turín, Giulio Einaudi Editore, 2022.
  8. Lo confirma el propio Han: “También Schubert es un homo doloris. El Viaje de invierno nace del dolor” (Byung-Chul Han, op. cit., p. 44).
  9. “Questi corpi semplicemente non rispecchiano gli ideali di sensualità che abbiamo in testa, non per questo sono meno sensuali. Non esiste uno stato ideale nella sessualità e di ciò che è sensuale, è tutto un chiedere, un dare e offrire, tutto mescolato. Si è spettatori e attori allo stesso modo” (Sofia Mattioli, “La Rimini decadente di Ulrich Seidl”, RivistaStudio, 29 de agosto de 2022, en https://www.rivistastudio.com.
  10. No deja de ser significativo que fue presentada a concurso al mismo festival la película Incroyable mais vrai de Quentin Dupieux, dedicado a la dificultad de aceptar la vejez, que el director considera no ya un “tema” sino un hecho que hoy está en todas partes.
  11. Son palabras de Seidl en Cristina Piccino, loc. cit.
  12. Nazanín Armanian, “Debate ideológico (II): ¿cómo la teocracia capitalista de extrema derecha de Irán puede ser “antimperialista?”, Público, 13 de enero de 2023, en https://blogs.publico.es/puntoyseguido/8187/debate-ideologico-ii-como-la-teocracia-capitalista-de-extrema-derecha-de-iran-puede-ser-antimperialista/.
  13. “[…] la pacifica invasione mediorientale non porta rinnovamenti”, señala Luca Mosso, “A ‘Rimini’ d’inverno, la ballata amara di Richie Bravo”, Il Manifesto, 12 de febrero de 2022.
  14. Ante quienes sostienen que esta película es distinta de las anteriores, Seidl afirma: “Non vedo differenze tra i miei film precedenti e questo. Tutti parlano di desideri insoddisfatti” (Cristina Piccino, loc. cit.).

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2023

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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