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Ramon Boixadera i Bosch

Salir del Euro…

… es deseable.

Desde el Tratado de Maastricht existe un importante debate en el campo progresista, sobre si éste significa o no la necesaria adopción del neoliberalismo como único marco para la política económica en los Estados Miembros, o si bien las instituciones europeas podían ser incluso la única posibilidad de escapar al deje reaccionario de la política económica actual.

Por un lado, se señalaba que la adopción del ecu/euro coincidía con la emergencia de preocupantes fenómenos (los bajos salarios, las deslocalizaciones, los desequilibrios exteriores, la degradación de los servicios públicos, la uniformización a la baja de los derechos laborales), que eran asociados por los críticos al sesgo de las instituciones europeas por el control de precios y del gasto público, en detrimento de una política industrial ambiciosa o un proyecto socialmente inclusivo.

Por el otro lado, se argüía que así sucedía también en países alejados de la UE, tales como EEUU, y que eran el resultado de factores, como la globalización, que podían ser más eficazmente combatidos dentro de la UE al eliminar la competencia entre estados; que en el seno de ésta se mantenían proyectos nacionales heterogéneos en el campo económico (véase Suecia); y que los frenos a las políticas de desarrollo no eran tales, puesto que los acuerdos sobre déficit, que supuestamente limitaban el uso de la política fiscal, eran poco más que papel mojado una vez incumplidos por Alemania y Francia. En cuanto a la política industrial, ésta estaba en el centro de la estrategia Europea (Agenda de Lisboa) como lo estaba también la mejora de las condiciones laborales (Tratado de Ámsterdam) etc.

Las divergencias se mantenían respeto a la política cambiaria y monetaria, núcleo de las reformas introducidas por la UE. En un extremo, se consideraba que la heterogeneidad de los países europeos era tal que una armonización de los tipos de interés y de cambio resultaba catastrófica: prueba de ello era el masivo crecimiento de la deuda, interna y externa, en los países periféricos.

A este análisis se oponían quienes decían que la experiencia de control cambiario pre-UE a nivel nacional había sido esencialmente desastrosa, con enormes fluctuaciones y traumáticas depreciaciones. Era preferible asegurar el equilibrio externo mediante una planificación ordenada del desarrollo, que necesariamente debía coordinarse a nivel europeo. En cuanto a los tipos de interés, éstos eran más bajos que nunca, ¿no debía celebrase la eutanasia del rentista?

Este debate parece haber perdido su sentido con la crisis económica. Los ataques a la deuda pública de los países periféricos han puesto a éstos en manos de las instituciones europeas, quienes han recetado una dolorosa austeridad a cambio de su ayuda. Los partidarios de un europeísmo de izquierdas se resisten a su derrota: el BCE podría intervenir en el mercado secundario para garantizar el valor de la deuda de los países del euro, tal y como han hecho la Fed o el BoE, sin violar los tratados —y tal y como el propio BCE hace con otros activos bancarios, no menos distintos entre sí que las deudas soberanas, para mantener la liquidez de los mercados financieros—. Una intervención de este tipo permitiría, ciertamente, a los Estados que lo desearan desarrollar políticas expansivas sin preocuparse de su recepción en el mercado de bonos.

Pero un cambio en la política del BCE requiere una reforma unánime de los tratados que eliminara su “independencia”, en tanto que es improbable que su staff evolucione a posiciones más ilustradas por sí mismos. Una vez los socialistas alemanes se han declarado favorables a la “regla de oro”, esa UEM “distinta” (¿democrática?) es sencillamente imposible. Bien lo saben los votantes españoles que han preferido elegir un parlamento en mayor sintonía con los nuevos amos —quizá con la esperanza de que sean clementes—.

En cuanto a otros instrumentos (tales como eurobonos o fondos de intervención), que retornarían la confianza a los acreedores, se basan en un razonamiento contradictorio, en tanto que serían los mismos Estados los que recibirían el dinero de los mismos bancos. Salvo que estos nuevos mecanismos reforzaran (si eso es posible) la aceptación de las políticas deseadas por el sector financiero —raramente progresistas— sufrirían la misma suerte que las recientes subastas de bonos del Estado.

Paradójicamente, puede esperarse una convergencia parecida contra el euro en el campo conservador (y es importante señalar que tanto en Grecia como en Italia son las fuerzas parlamentarias de derecha mayoritaria quienes más se han resistido a apoyar los golpes de palacio producidos, lo que no es necesariamente tan sólo un ardid populista), debido al más que probable fracaso de las políticas de austeridad.

Como es sabido, el razonamiento tecnocrático que sustenta el actual consenso es el siguiente: el endeudamiento familiar de los últimos años (así como el endeudamiento público actual, de ahí el énfasis en la contención del gasto) no estaba respaldado por la acumulación de activos productivos, lo que impulsó una burbuja inmobiliaria que debilitó el sector financiero (y, cabría añadir, a las familias) y, en general, indujo tensiones inflacionistas que afectaron negativamente a la competitividad.

Por ello hay que favorecer, por el contrario, el endeudamiento empresarial para invertir, pues el capital fijo sirve de garantía para los créditos y aumenta la renta nacional. Para estimular la inversión se consideran necesarios una mayor tasa de beneficio y un fácil acceso al crédito empresarial, de ahí la importancia de la reducción salarial (o “reformas laborales”) y las ayudas a los bancos (los únicos putativamente capacitados para dirimir el buen y el mal crédito).

Tal diagnóstico ignora que, con las fábricas a medio rendimiento (el uso de la capacidad instalada ha caído un 10%), sería poco razonable que los capitalistas ampliaran sus negocios. Por el mismo motivo, es improbable que el acceso al crédito estuviera limitando su expansión: en 2010 (a diferencia de los seis años anteriores), el flujo monetario de caja de las empresas españolas fue positivo. En estas condiciones, una reducción salarial tendría como principal resultado una caída en el consumo, el principal componente del PIB. La presión añadida en las cuentas públicas (un mayor gasto en prestaciones de desempleo, una menor recaudación de lo previsto), consolidaría, como reacción, el sesgo negativo en el gasto de la Administración en el medio plazo, y amplificaría la caída inicial de la demanda interior, como viene sucediendo desde 2009.

En el sector exterior, la reducción en los costes laborales conseguida en 2009-2010 fue replicada en la eurozona, por lo que las caídas salariales no supusieron ninguna ventaja adicional para las exportaciones. Pese a que el colapso de las importaciones (por la débil demanda interior) ha permitido que la contribución de la demanda exterior al crecimiento en España supere probablemente al de Alemania, la economía sigue en recesión, y seguirá destruyendo empleo en los próximos años (¿6,7 millones de desempleados?) si sigue empeñada en éste camino. Es notable que la contención del gasto ni siquiera puede mitigar la fragilidad financiera del sistema, en tanto que los ingresos caen más rápido que las deudas: por eso tampoco podrán evitarse más desahucios, ni nuevas rondas de quiebras en el sector empresarial.

Tal situación no es socialmente sostenible, y obviamente no está en el interés de los trabajadores, por más que pueda ser maquillada si —como puede esperarse— se extiende el reparto de trabajo vía contratación a tiempo parcial o temporalidad, o se anima a la migración de parte de la población activa.

Pero tampoco está en el interés de los capitalistas españoles: y es que a pesar de que los salarios más bajos podrían permitir un aumento de la tasa de ganancia, ésta se producirá a costa de la desaparición de no pocas empresas y de la reducción de la intensidad de uso de las factorías (lo que implicaría una caída de la tasa de beneficio efectiva), sin un horizonte claro para la recuperación.

El contraste con los experimentos monetaristas de los primeros ’80 en el Reino Unido y Estados Unidos es interesante. Reagan, una vez contenida la clase trabajadora, no tuvo reparo en aplicar un keynesianismo de derechas mediante la expansión del gasto militar, con lo que los beneficios y la bolsa recuperaron rápidamente el terreno perdido. Esta “solución”, basada en impuestos bajos y un exorbitante déficit, es imposible aquí, en cuanto la competencia fiscal y el fraude erosionaron ya la base impositiva —y el déficit no está permitido—.

El experimento thatcheriano, superficialmente menos exitoso, compró los votos con una privatización salvaje de los activos públicos: algo que se está intentando aquí en el sector sanitario, pero que difícilmente podrá emular el apoyo mayoritario que consiguió su programa en Inglaterra, y que fue apuntalado con iniciativas masivas de reparto —como la regresiva privatización del parque de vivienda pública— imposibles de replicar aquí.

La fidelidad al neoliberalismo presenta pues un aspecto paradójico en España, en cuanto el botín que puede ofrecerse a quienes contribuyen al saqueo apenas justifica el coste de manufacturar una recesión. Por supuesto, la “disciplina en las fábricas” es tan importante como el dinero, pero difícilmente podía considerarse que ésta estuviera en riesgo antes de la crisis.

Quienes sí se benefician a pesar de todo son los bancos (con sus indultados y sus ministros), pues ganan directamente con la caída salarial sin que deban temer pérdidas en caso de una nueva crisis financiera cuando el Estado se ha comprometido a garantizar sus pérdidas ante el BCE. Son ellos, naturalmente, el principal freno a una alternativa, pero está claro que incluso en el campo conservador, no existe una base mayoritaria para el status quo.

… es posible.

Recientemente, un grupo de economistas de la SOAS, en un impresionante estudio sobre las medidas de política económica tomadas tras la crisis en Grecia, ha descubierto una paradoja similar: ¿si éstas no benefician a nadie en Grecia, por qué se mantienen?

Sus conclusiones señalan al imperialismo/neo-mercantilismo de la economía alemana. El imperativo de ésta por exportar obliga a Grecia a mantener un déficit exterior elevado, toda vez que recuperar su posición competitiva es imposible con un tipo de cambios fijo. A la vez, la obsesión por mantener una distribución de la renta desigual en Grecia (y que sirva como ejemplo a los obreros alemanes) está dificultando que se repartan los costes de la crisis y ha desencadenado la debacle, cuyo síntoma más notable sería el aumento de los déficits públicos. Romper el diktat europeo saliendo del euro debe ser entonces el objetivo primordial del Gobierno griego.

Esta propuesta ha sido recibida con escepticismo. Se señala, en primer lugar, la dudosa legalidad de que Grecia recupere su moneda sin abandonar la UE —a pesar de que, a efectos legales, el retorno de la dracma no es menos anómalo que la persistencia de la corona sueca, que debía haber ya integrado la UEM—.

Es cierto que la pertenencia al Mercado Común —necesaria para evitar un colapso en las exportaciones— podría estar en riesgo si en futuras reformas se ligara más estrechamente al euro, pero tal posibilidad ha recibido ya el veto del Reino Unido. Si Grecia (o España) aceptara, como es posible, un segundo tratado internacional en el que fija sus compromisos con el euro, su denuncia (siempre posible para un estado soberano) no podría significar su expulsión de las instituciones regidas por el Tratado de Lisboa.

Otra crítica señala al potencial efecto contractivo que la más que probable depreciación de la nueva moneda podría tener sobre la balanza de pagos, y sobre los efectos negativos que una ruptura con el euro (particularmente, como contiene su propuesta, si se acompaña de un default masivo en la deuda en moneda exterior) comportaría en el acceso a divisas.

El primer temor es, a mi modo de ver, exagerado: en 2007-2008, la depreciación de la libra produjo una expansión importante de la demanda exterior británica, a pesar de la especialización particularmente disfuncional (construcción, finanzas, menguante extracción petrolífera…) que presentaba. Por el mismo motivo se explica la resistencia de países como Polonia ante la crisis. Por lo demás, España ha tenido un buen comportamiento exportador (por encima de la media de la eurozona), lo que invita al optimismo.

Es cierto que los pagos de intereses aumentarían (toda vez que los pasivos exteriores seguirían denominados en divisas), pero una bancarrota parcial es posible. En el caso de España, donde el peso de los pasivos privados exteriores es elevado, el Estado probablemente debería refinanciar segmentos del sector privado para evitar su insolvencia (a cambio, naturalmente, de control proporcional en su gestión), pero el aumento de la deuda pública podría ser monetizado sin consecuencias una vez la gestión monetaria retornara a un Banco Central dependiente del Gobierno (lo cual exigiría, sin embargo, una reforma de la Ley de Autonomía, ya se plantea en Hungría).

En cuanto al posible desabastecimiento  temporal de importaciones, los autores aconsejan, con sensatez, que Grecia mantenga reservas de recursos esenciales. Aun así, algunos productos (como medicamentos) no podrían ser comprados en grandes cantidades sin alertar del giro monetario, por lo que la salida debería prepararse con tiempo.

Es este problema, el organizativo, el que ha levantado la tercera crítica: ¿de dónde saldrán las planchas para imprimir billetes, y cómo se evitará el corralito?

La respuesta debe ser: no puede evitarse. Está por ver si esta situación genera o no disrupción social: dependerá de la capacidad del Estado para evitar la ruptura de inventarios en tiendas y en introducir aceleradamente los medios de pago necesarios para las transacciones diarias (electrónicos, billetes de euro reutilizados etc.), aunque no es imposible pensar que sí. Sin embargo, se pone en evidencia que la ruptura con el euro debe ser suficientemente consensual (algo que creo es posible) para evitar el pánico.

Una cuarta crítica merece más atención. Según los autores, la recuperación de la autonomía política debería abrir el paso a una “austeridad” distinta, en la que equilibrio en las cuentas públicas se conseguiría desplazando la carga del impuesto hacia rentistas y empresas, y aumentado el poder adquisitivo de los trabajadores —directamente a través del aumento de salarios mínimos y pensiones complementarias, e indirectamente a través de la defensa de la negociación colectiva, la fijación de condiciones laborales superiores y la disminución del desempleo—. Pero se ha contestado, eliminado el déficit público: ¿acaso no sería esto posible dentro del euro?

… es necesario.

La lógica de este programa económico es estrictamente contraria a la del plan actual: impulsando el consumo y el gasto público, se crearían los ingresos con los que cubrir el déficit y estimular la inversión. En España, un programa expansivo debería al menos recuperar los 3 millones de empleos perdidos durante la crisis.

Este plan no es posible para España dentro del euro. Sin afectar a las previsiones de inflación, exportaciones y productividad del Gobierno, un programa de este tipo exigiría en el corto plazo (dos años) aumentos reales del 6 por ciento en la demanda interna. Para que tal crecimiento fuera intenso en mano de obra, debería probablemente reproducirse la estructura productiva anterior a la crisis —aunque difícilmente puede apoyarse en la ampliación del parque residencial, ya muy elevado—. Eso implicaría un programa de obras públicas pilotado por el Estado, con una carga colosal del presupuesto público (pues se requieren crecimientos anuales de hasta el 30 por ciento en la inversión en construcción, en tan sólo un par de años).

Tal programa podría centrarse en la rehabilitación de viviendas antiguas (o adaptación de las nuevas para hacerlas más eficientes en el uso de energía etc.) y reorganización de espacios urbanos, eliminando el sesgo derechista (o arbitrariamente monumental) que suele tomar la “política urbana” en este país y que facilitó las críticas al Plan E. Del mismo modo, tales fondos podrían destinarse a la construcción de infraestructuras como vías férreas de mercancías o transporte de cercanías, para las que hay ya importantes estudios y proyectos —con el irónico aval de la UE—, lo que debería facilitar su rápida aprobación y licitación.

La combinación de control del déficit y recuperación de las rentas salariales tiene un referente político claro en las sociedades escandinavas, y tiene ya campo abonado en las reivindicaciones tradicionales de sindicatos y partidos de izquierda, lo que debería facilitar su adopción. Estos puntos fuertes son, por desgracia, sus puntos débiles. La recesión actual debería haber movilizado a sus aliados naturales, las clases populares, en su favor: hasta el momento, los resultados no han sido especialmente positivos.

Seguramente hay varias causas: la exclusión de nuestro sistema electoral, la fuerza de los medios de comunicación en defensa del dogma, y la lenta erosión del sustrato tradicional de la clase obrera (hombres en grandes factorías), que ha dificultado la identificación misma de los intereses de la mayoría ciudadana. Vivimos en una sociedad de servicios en la que buena parte de los trabajadores se encuentra físicamente aislado de sus compañeros, cuando no legalmente por una maraña de contratas y subcontratas; donde se ha criminalizado la pobreza y la marginalidad; con aparentes jerarquías introducidas por la educación; con una cultura basada en el consumo, y en el consumo diferenciado; con una inmigración masiva de variopinta procedencia etc. Esto dificulta que un programa “de izquierdas” sea interiorizado como propio por aquéllos a quienes se dirige, a pesar de que la notable desigualdad de la sociedad española representa más una polarización entre bajos salarios y empresariado que no una aguda estratificación de los sueldos privados, lo que a priori debería facilitar la construcción de coaliciones progresistas.

Es probable que tal identificación de las clases populares con la redistribución y lo público deviniera natural una vez el Estado iniciara políticas en su favor, pero lo cierto es que un cambio de políticas exigiría en primer lugar un aumento de la movilización y consciencia política del ciudadano medio. Debemos asumir esta tarea de organización y formación en todos los niveles de participación política, pero con intereses contrarios tan bien defendidos, el éxito no está asegurado.

Y es que los cambios redistributivos que una política de este tipo precisa son de enorme magnitud. Suponiendo que la inversión residencial de los hogares pasara a estar dominada por el Estado, tal y como se ha expuesto, y que la inversión privada se recuperara al ritmo del aumento del consumo final, volver a los niveles pre-crisis implicaría un crecimiento de la masa salarial alrededor de un 15 por ciento en total en los próximos dos años, si deseamos evitar que el consumo privado crezca de nuevo por encima de los salarios (lo que implicaría un endeudamiento que los balances de los hogares difícilmente podrían soportar). Sin embargo, el gasto público debería aumentar, en consecuencia, alrededor del 50 por ciento: incluso manteniendo la subida del IVA y reintroduciendo los impuestos suprimidos desde 2007, y con unas bases impositivas mayores como resultado de la redistribución hacia los salarios (a la par que menores transferencias corrientes por desempleo), debería recaudarse todavía otro 20% del PIB.

Esta recaudación tributaria adicional difícilmente podría venir tan solo de una mayor tributación de las rentas empresariales, pues éstas representan “únicamente” la mitad del PIB. Habría entonces que recurrir a una importante tributación de los activos no productivos y financieros de los rentistas residentes: un campo relativamente inexplorado en términos tributarios (los impuestos de sucesiones, donaciones y patrimonio han tenido siempre tipos efectivos muy bajos) en el que se sustentan, sin embargo, las desigualdades sociales.

La principal dificultad radica en que los activos financieros de las empresas (así como aquéllos de particulares fraudulentamente registrados como “empresariales”) escapan con facilidad a la tributación gracias a la presencia de paraísos fiscales en el interior de la UE. Con ello no sugiero que tales aumentos impositivos no son factibles, sino que recaerían desproporcionadamente en la pequeña burguesía y ahorradores, y serían pues, enormemente impopulares.

Con el tiempo, la recuperación del consumo privado permitiría una reducción del peso del gasto público pari passu con la probable caída de los ingresos por tributación patrimonial y extraordinarios. Pero hay que recordar que en el medio plazo, un programa de estabilización exigiría una tasa de crecimiento real por encima del de la productividad, pues deberían absorberse todavía dos millones de parados. Esta tasa de crecimiento, más elevada que la que probablemente “desearán” los Gobiernos de otros países, y los tipos de cambio fijo limitan severamente las posibilidades de éxito de la política industrial para aumentar suficientemente las exportaciones. Más aún, una política socialmente conflictiva suele generar inflación (en tanto que los productores aumentan los precios para escapar al reparto de costes acordado en la mesa salarial o impulsado desde el Gobierno), lo que también afectaría negativamente la balanza comercial.

Dado que esta deuda externa sería necesariamente privada (una vez el Estado ha renunciado al recurso al crédito), el horizonte es el de otra ronda de insolvencias, causado esta vez por el drenaje externo de recursos. En el entorno actual, el desencadenante podría ser la negativa de los bancos de países con superávits (o de un BCE contrario al expansionismo que se negara a ser prestatario de último recurso) a refinanciar los créditos contraídos por la banca española, lo que probablemente iniciaría otra ronda de quiebras como la actual.

Ante la dificultad de reanudar con el “boom” dentro del euro, parece necesario abrir la cuestión del reparto del trabajo. La fórmula de reorganizar las cargas de trabajo, además de socialmente deseable, permite además un punto de encuentro con los partidarios del decrecimiento, pues reduce no sólo el peso de la producción mercantil en la esfera personal de los trabajadores, sino en la sociedad en su conjunto.

Intentar estabilizar el PIB en los niveles actuales, con una reducción lineal de las jornadas laborales del 20 por ciento es seguramente posible del lado “de la oferta”, en tanto incluso los titulados sufren tasas de desempleo de dos dígitos y los estudios OCDE sugieren la sobretitulación de una cuarta parte de la población laboral. Tensiones puntuales en segmentos específicos de la mano de obra podrían cubrirse con migraciones y cambios regulatorios en el estatus de ciertas profesiones (farmacéuticos, ingenieros superiores etc.). No es improbable que incluso reducciones más osadas fueran necesarias, toda vez que la extracción (la intensidad de uso) de la fuerza laboral tiende a aumentar tras una reforma de este tipo. Sin una caída en los salarios medios netos por trabajador, ni un aumento del producto, esto precisaría una transferencia de magnitud relativa similar que recaería estrictamente sobre las rentas empresariales. No sorprende pues la reacción frente a los tiempos de jornadas laborales máximos, de los que la efímera vida de las 35 horas francesas es un buen testimonio.

De nuevo, la supervivencia de esta estrategia en un horizonte más largo dependería de la buena voluntad de la banca extranjera o del BCE en financiar nuestros déficits externos.

Pero la dificultad central se encuentra en la facilidad con que la burguesía podría crear líneas de resistencia, no ya usando sus recursos para influenciar en otra dirección la política parlamentaria, sino en su propio campo: el pago de impuestos y el control de la inflación.

Cualquier desviación en los pagos privados, incluso meramente diferirlos, pondría una gran tensión en el gasto público, toda vez que el recurso al crédito (o al BCE) sería imposible en este contexto, y dificultaría la implementación de la estrategia trazada. Por otro lado, un aumento de los precios para resistir la caída de la tasa de beneficios podría resultar enormemente impopular incluso si no redujera la competitividad de nuestros productos en el exterior —y si lo hiciera, el desempleo producido por deslocalizaciones y la sustitución de la oferta por importaciones, dificultaría aún más seguir por esta senda—.

Por todo ello, una austeridad “progresista” es imposible dentro del euro: incluso si se conquista el Estado para los trabajadores, la política económica puede fácilmente ser desestabilizada por la patronal, y lo será, en tanto que ésta preferirá los riesgos de la actual austeridad a su expropiación.

no basta.

Salir del euro permite romper el nudo gordiano que se ha planteado. El Estado recuperará la capacidad de fijar sus tipos de interés y de monetizar su deuda, mientras que el tipo de cambio podrá depreciarse para mejorar la posición exterior.

Es éste último dulce el que está escondido tras el optimismo de la SOAS, algo naïf, en las posibilidades abiertas tras la ruptura de la eurozona: Grecia, con una nueva dracma, podrá seguir una estrategia neo-mercantilista à l’allemande, con lo que las ganancias en los mercados externos podrán servir para mejorar la situación de los trabajadores, sin alienar a los capitalistas nacionales. El recurso a la monetización de la deuda pública por parte del Banco de Grecia sería concebible para aliviar la presión que pueda surgir sobre el Estado durante su transición (algo particularmente importante en España, como ya ha se ha dicho), pero no como un recurso habitual del Estado.

Pero en realidad, ésta es sólo una de las posibilidades. Las ganancias exteriores pueden sencillamente canalizarse hacia la patronal, sin mejorar la situación de los obreros. Es cierto que éstos se beneficiarían del empleo adicional (o por lo menos, de la estabilización de una economía en colapso), ¿pero es ésta estrategia viable?

Mi pesimismo nace de la experiencia alemana. Allí, la defensa de la “posición exterior” (una obsesión desde la IIGM), se ha transformado en un brutal sistema de disciplina de los trabajadores, como sucede en los países asiáticos. Por lo demás esta estrategia, de ser seguida por otros países (y es evidente que el énfasis en el desarrollo de las exportaciones está extendido en todos los países europeos) desandaría las mejoras obtenidas en el corto plazo, pues otros países romperían el euro (o seguirían con draconianos programas de reducción de salarios allí donde todavía es posible, como Irlanda) para imitar el éxito aparente de la economía griega (o española). Esto significaría una vuelta a la recesión y a la exigencia de “sacrificios”.

Es por eso que debemos evitar esta retórica, y construir una plataforma política en la que la ruptura del euro sea inequívocamente asociado al desarrollo de la demanda interior, confiando a la flexibilidad del tipo de cambio tan sólo un rol secundario —el de estabilizar, dentro de un amplio margen (aunque necesariamente con un déficit menor), la balanza de pagos—.

Ya se ha señalado que una recuperación de la demanda interior vía impuestos difícilmente puede plantearse en estos momentos, debido a la débil movilización de la ciudadanía española. Del mismo modo, recuperar la demanda interior vía crédito es difícilmente deseable, pues el sobreendeudamiento empresarial ya provocó la crisis de los ’00 y el de las familias la actual. ¿Qué nos queda?

La respuesta es: el endeudamiento público. Esto puede resultar provocativo en cuánto son precisamente los déficits (y déficits modestos en comparación a los que un plan “keynesiano” podría requerir) los que nos han puesto a los pies de la banca y el BCE. Pero fuera del euro, existe una alternativa a la bancarización de las necesidades financieras del Estado: su monetización directa, para la que la Constitución no es un obstáculo, en tanto está claramente en riesgo “la sostenibilidad económica o social del Estado” (135.4).

Ésta es una opción raramente considerada por los economistas, tal es el poder de la teoría cuantitativa de la moneda y los miedos a la hiperinflación. Es difícilmente disputable que el recurso a la monetización ha coincidido en el tiempo con episodios hiperinflacionistas, pero creo que la causalidad debería invertirse: el desmoronamiento del sistema económico (y social) que precede/coincide con la hiperinflación es la que deslegitima el Estado para fijar los medios de pago, vender bonos o recaudar impuestos. Es por eso que la moneda que permanece en circulación no encuentra tomadores (por lo que su valor decae radioactivamente), mientras que el Estado no tiene otra alternativa que emitirla para mantener sus pagos.

Este tipo de experiencias son excepcionales y no describen la situación actual: es precisamente para evitar el desmoronamiento de la economía que se recurriría a la monetización. Un incremento de la masa monetaria en estas condiciones (como la experiencia japonesa, aun siendo demasiado tímida en su uso de la política fiscal, demuestra) no tiene por qué tener impacto alguno en los precios.

El problema del argumento es que se basa en un monetarismo residual: una expansión de la base monetaria sería necesariamente inflacionista, en cuanto aumentaría el poder adquisitivo frente a unos recursos escasos. Esta lógica es falaz: la nueva base monetaria cubriría una expansión del producto real de valor equivalente; el gasto público crea efectivamente un ingreso y un empleo que no existirían de otro modo, impulso que la economía requiere para salir de la depresión actual.

Epílogo: Una tregua

La adopción de un programa expansivo de la demanda pública, financiado por la emisión monetaria, puede conseguir el apoyo mayoritario entre clases que la salida del euro requiere. Por el otro lado, puede ser adoptado beneficiosamente por otros países, lo que lo convierte en firmemente internacionalista. Este programa tiene detractores, especialmente en las finanzas, pero es una resistencia que puede ser vencida sin romper con la UE —o con la sociedad de mercado—.

Naturalmente, es sólo una concesión: no resuelve, por ejemplo, el problema del reparto salarial en España. Aunque la recuperación del empleo es sin duda la demanda social más urgente, es sólo uno de los escollos hacia una sociedad más justa y sostenible.

Pero es una concesión que permite recuperar el Estado para causas progresistas: sin duda, la provisión de mayores servicios sociales y bienes públicos beneficia a los más débiles. Con el tiempo, la recuperación de lo público y la caída del desempleo aumentarán la confianza de los trabajadores en una sociedad distinta y en otro equilibrio de poderes, gravemente erosionadas en las últimas décadas, y servirá de apoyo a sus reivindicaciones.

30 /

12 /

2011

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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