La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Contrahistoria del liberalismo
El Viejo Topo,
Mataró,
Gerardo Pisarello
No es inusual que se atribuyan a la tradición liberal algunas virtudes capitales del legado ilustrado: desde la valorización del individuo, por ejemplo, frente a las jerarquías religiosas hasta la preocupación por la limitación del poder político. Esta identificación entre liberalismo e ilustración ha contribuido a que el primero conserve, a inicios del nuevo siglo, buena parte del vigor normativo con el que irrumpió en el mundo europeo entre los siglos XVII y XIX.
Domenico Losurdo, profesor de Filosofía en la Universidad de Urbino, parte de esta constatación. Pero su visión, lejos de las hagiografías habituales, tiene como propósito mostrar el lado oscuro de la tradición liberal, así como las contradicciones que la han atravesado a lo largo de su historia.
La idea central del libro de Losurdo es que el pensamiento liberal, pese a su declarada defensa de la dignidad y la libertad del individuo, ha convivido con una frecuente hostilidad hacia la democracia y la participación de las mayorías en la vida pública. Esta hostilidad se explicaría por la presencia en dicha corriente de pensamiento de dos elementos patológicos que minan su sedicente compromiso con la emancipación humana: el clasismo y el racismo.
Racistas y clasistas serían, según Losurdo, posiciones como las de John Locke, cuya férrea oposición al absolutismo monárquico y a la intolerancia de la Iglesia católica no le impidió apoyar la esclavitud en América o la presencia imperial de Inglaterra en Irlanda. Pero no sólo Locke. También Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, al tiempo que elogiaban la conquista de libertades en Inglaterra o Estados Unidos, contemplaron con horror la irrupción de las masas parisinas pidiendo la ampliación de la democracia política y social. Incluso reputados republicanos como Thomas Jefferson, pudieron compatibilizar su simpatía por un cierto democratismo agrario con la perpetuación de la esclavitud en su país o con la cerrada condena de gestas libertarias como la revuelta de esclavos de Santo Domingo, a comienzos del siglo XIX.
Naturalmente, Losurdo es consciente de que lo que hoy puede considerarse como “tradición liberal” dista de ser un todo homogéneo y sin fisuras. Y de que el virus del clasismo y del racismo no caló del mismo modo en liberales conservadores a la Benjamin Constant que en liberales igualitarios a la John Stuart Mill. Ello obligaría, en realidad, a distinguir y a resaltar matices en las posiciones de Locke o Kant, de Franklin o Jefferson, de Tocqueville o Spencer. Es más, junto a estos nombres, cabría señalar otros “liberales” —que Losurdo prefiere situar en el ámbito del “radicalismo”— que plantearon serias objeciones al racismo y al clasismo de su época: desde un inclasificable M. de Montaigne, en el siglo XVI, hasta Condorcet, en el siglo XVIII, o el atípico liberal inglés John Hobson, a comienzos del XX.
Lo que Losurdo procura poner de relieve, en todo caso, es que más allá de estas disidencias internas, la tradición liberal dominante ha permanecido presa de dos pulsiones en tensión. Por una parte, la celebración de la “libertad”, el “autogobierno” y el “derecho del individuo a sí mismo”. Por otra, la defensa de estos valores en el marco de una concepción antidemocrática, obsesionada por la “tiranía de la mayoría” o, como mucho, de una Herrenvolk democracy, es decir, de una democracia reducida al “pueblo de los señores”. Esta última concepción, sobre la que Losurdo ofrece numerosos ejemplos históricos, excluye, precisamente, y hasta consiente la opresión y el exterminio, de quienes no forman parte del “pueblo de los señores”: esclavos, siervos, indígenas, campesinos, trabajadores asalariados, minorías (y a veces mayorías) étnicas.
Sólo llevando a la superficie este lado oscuro de la tradición liberal es creíble plantearse el rescate de sus potencialidades. “Es banalmente ideológico —sostiene Losurdo— caracterizar la catástrofe del siglo XX como una especie de nueva invasión bárbara que de improviso agrede una sociedad sana y feliz y arremete contra ella. El horror del siglo XX proyecta su sombra sobre el mundo liberal, incluso si se ignora la suerte reservada a los pueblos de origen colonial”.
Cuando se contempla la indiferencia, cuando no la condescendencia, con la que conspicuos voceros del liberalismo afrontan los crecientes brotes de islamofobia, la existencia de centros de internamiento de inmigrantes o a la descalificación de reivindicaciones indias y campesinas, se toma conciencia de que los viejos demonios continúan sueltos. Por eso la “contrahistoria” de Losurdo es de todo punto pertinente. Porque la única manera de mantener viva la aspiración a la emancipación de toda la humanidad, sin exclusiones, es asumiendo, no el antiliberalismo político, quizás, pero sí la necesidad de ser algo más que simples liberales.
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2008