¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Antón
Debates sobre las izquierdas
Los debates sobre el carácter de las izquierdas o, si se quiere, sobre las fuerzas progresistas y alternativas, es recurrente desde el siglo XIX y, especialmente en las últimas décadas. Es inmenso el reto estratégico, político y teórico para afrontar las grandes transformaciones del capitalismo y los reequilibrios de fuerzas sociales y políticas y, sobre todo, para conformar un proceso transformador igualitario-emancipador. Se ha producido la crisis de la socialdemocracia con su giro centrista o de tercera vía, así como la de la izquierda comunista, tras el derrumbe del Este y el modelo soviético. Por otra parte, se han generado algunas dinámicas renovadoras, por la aparición de la llamada nueva izquierda y los nuevos movimientos sociales, ya en los años sesenta y setenta. En el marco de la crisis socioeconómica y la imposición prepotente de políticas neoliberales regresivas, muchas de ellas compartidas por los partidos socialistas en Europa, se han generado nuevas respuestas populares y democráticas de carácter progresivo. Se está reconfigurando la representación política de las izquierdas o el espacio rojo, verde y violeta, aparte de la temática de la plurinacionalidad o la crisis territorial. En este ensayo he reunido tres reflexiones sobre las izquierdas y la pugna cultural, sus perfiles estratégicos y teóricos y su impacto en sus identificaciones.
1. Izquierdas y guerras culturales
El tema del carácter de las izquierdas y sus guerras culturales es importante y vuelve a estar de actualidad. Está originado por su situación de crisis, su fragmentación y su desconcierto estratégico, así como por la disparidad de sus interpretaciones.
Una aproximación con muchas ideas interesantes es la Ignacio Sánchez-Cuenca (Las guerras culturales de la izquierda), uno de los sociólogos más significativos en España. Parto de ese diagnóstico común para avanzar en lo que considero más sustantivo: en qué sentido se debe promover su renovación para hacer frente a los retos del presente y futuro; por un lado, qué rasgos son válidos y necesitan una simple adecuación y, por otro lado, qué componentes son problemáticos y hay que superarlos.
Hay una primera dificultad sobre el propio concepto y expresión de izquierda. Sintéticamente, es un campo sociopolítico con varios criterios normativos y valores: relevancia de la igualdad social, garantía de la protección social y el Estado de bienestar, regulación del mercado con importancia de lo público, defensa de la democracia, las libertades y el pluralismo, solidaridad popular. Esos ejes, compartidos en la tradición de las izquierdas democráticas (socialdemócratas y eurocomunistas), no son exclusivos de las izquierdas ni todas han sido respetuosas con ellos, por ejemplo, existen prácticas burocrático-antipluralistas. Además cabe citar tres rasgos controvertidos en el encaje de estas corrientes que, aunque antiguas, han ido adquiriendo una nueva relevancia en la pugna social y cultural con distintas sensibilidades: la igualdad de género, la conciencia ecologista y la actitud antirracista y de solidaridad internacional.
A partir de esta posición básica compartida, me permito hacer unas observaciones con ánimo constructivo sobre varios problemas analíticos y de enfoque, algunos vinculados a errores interpretativos de las ciencias sociales dominantes desde los años sesenta y setenta. Me refiero a la clasificación dicotómica de tendencias y valores materialistas y postmaterialistas, derivado de la sociología anglosajona o, en la tradición francesa, la polarización entre posiciones estructuralistas y posestructuralistas (o posmodernas). Solamente cito a un sociólogo prestigioso, el francés Alain Touraine, cuyos límites interpretativos, en el marco de la crisis social actual, señalan el techo de la sociología convencional, tal como explico en el libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015).
Primero, ¿por qué se asocia al movimiento ecologista, el antirracista o el feminista como culturales o postmaterialistas? Su acción colectiva se fundamenta, en el caso del primero, en transformar las estructuras productivas, vitales y de consumo que amenazan la sostenibilidad (física y material, incluido su habitabilidad) del planeta y, en el caso de los otros dos, en la desigualdad de estatus derivada de la raza o grupo étnico y del género, o sea, combaten las desventajas relacionales, distributivas y de poder de las mujeres y grupos subordinados. Por no citar otros problemas de actualidad vinculados a la ‘seguridad social’, como las demandas sobre la vivienda, la protección pública, la sanidad, la educación, lo laboral (paro/ERTES/precariedad), la fiscalidad y las pensiones.
En todos ellos se combina lo distributivo y la seguridad vital con la cultura (popular) de la justicia social y el deseo de un estilo de vida libre y decente. Existe una interacción ‘social’ entre lo material y lo cultural de la gente, y la ‘agencia’ es fundamental. El cambio de mentalidades y costumbres es muy importante, pero también las transformaciones estructurales e institucionales. En esta modernidad tardía existe un reajuste de la combinación entre procesos de individualización y relaciones comunes, de cuidados o solidarias, entre identificaciones colectivas parciales, interseccionales o múltiples y valores universales o cívicos.
Segundo, ese esquema interpretativo material/postmaterial tampoco vale para valorar el proceso de protesta social simbolizado por el movimiento 15-M o la conformación de Unidas Podemos y sus confluencias, aliados y afines… incluso el propio sanchismo, con su reafirmación socialista ante la derecha y a favor de la alianza con UP y el bloque de la investidura y aun con sus inconsistencias estratégicas y teóricas.
Elementos fundamentales de esta década para las izquierdas y el cambio de progreso han sido la justicia social, la democratización, el cambio de sistema de representación política, la plurinacionalidad y la cuestión territorial o la formación de instituciones gobernadas por una coalición progresista. Todas esas transformaciones han tenido un gran componente subjetivo, de conciencia cívica y clima sociocultural y ético, pero no son (solo) culturales: afectan a reajustes distributivos, de relaciones de fuerza y de poder, que las derechas se encargan de recordar con su oposición visceral.
Las cuestiones ‘materiales’ son ‘sociales’, con un componente importante económico-laboral y de bienestar público, que el CIS no deja de confirmar como la preocupación principal de la sociedad. Dando un paso interpretativo podemos afirmar que lo que subyace a esa realidad inmediata es una desigual relación social y de poder que es lo que se difumina en la dicotomía material/postmaterial. Y valorar esa desventajosa relación social es la clave para articular la interacción entre las dinámicas sociales y las condiciones socioeconómicas, las estructuras sociales y de poder y las expresiones culturales.
Ambos campos, empleo-economía y Estado de bienestar, son ‘materiales’ u objetivos, conectados con lo cultural, con la subjetividad, incluida la ética de la justicia social y democrática. La conexión necesaria para una alternativa es una identificación igualitaria-liberadora del grupo subordinado específico y del conjunto de gente subalterna. Pero esa identidad, tal como detallo en Identidades feministas y teoría crítica, no es solo cultural, es relacional; o sea, es reconocimiento público y práctica social para transformar el estatus desigual en las estructuras sociales. Aunque no todas las desigualdades sean directamente económico-distributivas, tienen implicaciones según la clase social, el sexo, la etnia-raza…
Tercero, desde el punto de vista del análisis de clase, también hay que afinar. La mayoría de las élites de esos nuevos movimientos sociales (al igual que del movimiento sindical con el estatus de su alta burocracia), e incluido formaciones políticas como Unidas Podemos (y todos los partidos y la mayoría de las organizaciones sociales), SÍ son de clase media profesional, más o menos acomodada y muchas veces solo aspirante. Pero no lo son sus bases sociales, cuya mayoría es de clases trabajadoras. O sea, hay una variada composición interclasista (popular) en los movimientos sociales y fuerzas progresistas, y es preciso un análisis sociohistórico y relacional, tal como detallo en “Cambios en el Estado de bienestar”.
Por tanto, una vez ajustado el análisis quedaría la dinámica convergente, el proyecto común y la necesaria renovación o innovación. Es el reto de las representaciones progresistas y de izquierdas y su intelectualidad, sin caer en el economicismo de cierta izquierda ni en el culturalismo de otros sectores posmodernos. Pero la solución no viene por simple adaptación socioliberal como ha hecho la mayoría de la socialdemocracia europea, factor relevante de su crisis. En ese sentido, hay que destacar su carácter ambivalente, es decir, su pertenencia a la izquierda (sobre todo su base militante y electoral) y su vinculación con los grupos de poder (parte de su aparato institucional). Ese carácter doble de la socialdemocracia y las estrategias centristas o de tercera vía son factores explicativos de las dificultades para articular una apuesta unitaria y firme entre las izquierdas.
En definitiva, hay que integrar con diálogo y realismo todas las energías sociales progresistas de las capas populares en una articulación compleja y plural, en lo que defino como ‘nuevo progresismo de izquierdas’, de fuerte componente social, ecologista y feminista. Y superar el economicismo determinista o materialismo vulgar y el culturalismo o idealismo discursivo, ambos todavía persistentes, al igual que la vía centrista liberal. Hay que investigar desde la teoría crítica, así como promover la activación cívica y elaborar una estrategia política transformadora para una alternativa, sociopolítica y cultural, igualitario-emancipadora. Es lo que necesitan las izquierdas y los sectores progresistas.
2. Hacia un espacio feminista, ecologista y de izquierdas
En el apartado anterior he abordado la emergencia de los nuevos movimientos sociales y las controversias culturales para la renovación y/o superación de las izquierdas. Ahora me centro en la configuración de una nueva dinámica sociopolítica diferenciada de la socialdemocracia dominante, así como en las características de los tres componentes fundamentales, aparte de la plurinacionalidad y la democratización, que tiene este nuevo proceso en el campo social progresivo, feminista, ecologista y social, y su articulación en un espacio político transformador.
Nueva dinámica sociopolítica
Aunque hay precedentes históricos, podemos situar la emergencia de una nueva izquierda social en los años sesenta y setenta del pasado siglo (mayo francés -1968-, otoño caliente italiano -1969-, transición democrática en España, pacifismo estadounidense…), con los llamados nuevos movimientos sociales (feministas y ecologistas, pero también pacifistas, LGTBI, antirracistas o de solidaridad internacional…) y el impulso o readecuación de los viejos movimientos populares (sindicales, vecinales…), ambos tipos con una significativa renovación cultural y democrática.
Sus trayectorias tienen sus altibajos en las décadas siguientes, hasta el nuevo proceso de protesta social, conocido simbólicamente como movimiento 15-M (2010/2014), con el desarrollo de la activación cívica masiva por la democratización y la justicia social, o sea, frente a las políticas de austeridad y recortes sociales y laborales y las dinámicas prepotentes de las élites gobernantes en la gestión de la crisis socioeconómica e institucional en esos años.
La expresión pública de ese gran proceso de protesta cívica tuvo dos niveles de implicación. Un sector activo de varios millones, con la particularidad de su persistencia y su firmeza reivindicativa, con claridad sobre los adversarios (los poderosos o poder establecido, donde se incluyó al gobierno socialista de Zapatero) y diferenciado del campo propio (la gente popular, los de abajo). Así mismo, demostró su creatividad expresiva en torno a esas ideas fuerza, de más democracia y justicia social. Y obtuvo un nivel muy alto de legitimidad (entre el 60% y el 80%) a su indignación y sus demandas básicas contra la gestión institucional regresiva y por la exigencia de cambios democráticos y sociales reales.
La experiencia de la acción popular progresiva en ese lustro de 2010/2014 tenía tres características: adversarios poderosos claros pero con una gestión antisocial y poco democrática que les restaba credibilidad popular; amplios procesos participativos, con gran cobertura de legitimidad ciudadana de sus objetivos transformadores, y una articulación asociativa de nuevos liderazgos sociales, sobre todo juveniles. Esa conjunción fue lo que conformó las bases sociales del espacio de cambio de progreso, transversal en su contenido reivindicativo y democrático. Se situaba claramente a la izquierda del aparato socialista que practicaba en ese momento el neoliberalismo prepotente con retórica de centrismo liberal, y solo con su fuerte desgaste electoral esos años ha iniciado cierta recomposición de la mano de un sanchismo más firme ante las derechas.
En particular, ya he mencionado el fuerte componente social (o rojo) del movimiento 15-M y el propio movimiento feminista, a los que habría que añadir las movilizaciones sectoriales o parciales como las mareas (enseñanza, sanidad…), la acción contra los desahucios o las movilizaciones de pensionistas. Aparte de diversos conflictos laborales locales, en los grandes procesos de huelgas generales de los años 2010 y 2012, promovidas por las organizaciones sindicales contra los recortes sociales y laborales, participaron en torno a un tercio de la población asalariada, entre cuatro y cinco millones de personas, aunque siguiendo con la diferenciación anterior, en torno a dos tercios de la población compartía la oposición a los ajustes regresivos y las políticas de austeridad y defendían los derechos sociales y una fiscalidad progresiva.
Esa amplia ciudadanía crítica y activa, de entre seis y siete millones de personas, conformada en esos años, todavía tenía una orfandad representativa en el ámbito político-institucional, así como sus propios límites de incapacidad articuladora prolongada, con cohesión discursiva y organizativa. Pero ese campo social ya tuvo una influencia electoral proporcionada a esa cantidad en las elecciones generales de diciembre de 2011. Aparte del ligero ascenso de Izquierda Unida, el principal impacto se produjo en forma de ‘desafección’ de una gran parte del electorado socialista (más de cuatro millones) que se fue hacia la abstención, desde una crítica progresista o de izquierdas a su gestión y que solo ha recuperado parcialmente con la renovación sanchista a partir de 2018.
La paradoja fue que el sistema institucional viró hacia la mayoría parlamentaria del Partido Popular, es decir, más hacia la derecha dura que enseguida practicó el Gobierno de Rajoy, mientras se había producido la mayor movilización progresista y el desplazamiento crítico hacia la izquierda. Sin embargo, esa corriente social indignada necesitaba madurar en el plano político y, dada la ausencia de una élite política suficientemente creíble y representativa, no pudo superar su carácter reactivo y cristalizar en una representación del cambio de progreso.
Es lo que acertó a resolver Podemos, como fuerza prevalente de ese nuevo espacio, y sus convergencias y aliados. A ello se sumó Izquierda Unida tras la cruda realidad de su fracaso en las elecciones autonómicas y generales de 2015, que con realismo y renovación de su liderazgo pasó a conformar el espacio unitario de forma equilibrada partiendo de la evidencia empírica de su menor representatividad electoral.
Por tanto, a todo este conglomerado político de fuerzas del cambio de progreso lo podemos llamar una izquierda nueva y transformadora, vinculada a una amplia izquierda social o campo progresista, aunque es distinta a otras expresiones históricas de nueva izquierda. En ese sentido, hay que admitir la necesidad de la ‘resignificación’ de la izquierda (Chantal Mouffe), aunque no desde el idealismo discursivo sino desde el realismo crítico y un enfoque sociohistórico. Además, se debe diferenciar de las tendencias centristas o de tercera vía dominantes en la socialdemocracia europea y, sobre todo, reformular sus características ante la nueva etapa histórica en la que hemos entrado, partiendo de la multidimensional experiencia popular (E. P. Thompson).
El espacio violeta, verde y rojo
Esos tres colores simbolizan tendencias sociopolíticas y culturales específicas de la población de carácter feminista y ecologista, con fuerte componente social, en lo que vengo llamando nuevo progresismo de izquierdas. Aunque tenga elementos transversales, ideológico-culturales y de composición sociodemográfica, ese espacio se diferencia del centrismo liberal, así como de la vieja izquierda economicista, está confrontado a las inercias conservadoras y de derechas y tiene unos rasgos democráticos y populares. Su combinación expresa un campo sociopolítico diferenciado de la socialdemocracia, y supone una renovación y superación de las izquierdas tradicionales. Se trata de una nueva y pujante corriente sociocultural y/o político-electoral de carácter progresivo y democrático.
Dejo al margen otras dinámicas participativas, también con apoyos populares, pero que son de carácter nacionalista (en particular el procès catalán), o bien de tipo conservador y reaccionario. Me centro en esa activación social progresista, con sentidos de pertenencia específicas, que se combinan en intersecciones múltiples y con una identificación sociopolítica e ideológica predominante de izquierdas.
Según detallo en el libro Cambios en el Estado de bienestar (2021), con datos del CIS y para dos opciones preferentes, el 47,4% del electorado de Unidas Podemos se define como feminista o ecologista y solo del 19,5% en el caso del Partido Socialista; es decir una diferencia de casi treinta puntos. La otra mayor opción complementaria es definirse progresista (39,6%) en el caso del primero y socialista/socialdemócrata (69,7%) en el caso del segundo. Sin embargo, respecto de su autoidentificación ideológica, y de forma compatible con las anteriores pertenencias colectivas, la gran mayoría de ambos electorados se consideran de izquierdas: 87% en Unidas Podemos (92% para En Comú Podem), y 68% en el PSOE, aunque en el caso del primero tiene más peso el segmento de izquierda transformadora y en el del segundo el de izquierda moderada.
Pero según los datos del CIS sobre las recientes elecciones en la Comunidad de Madrid, tenemos los siguientes resultados sobre la autoubicación ideológica del electorado en el eje izquierda/derecha (en la escala hasta 1-10); selecciono las tres principales fuerzas progresistas, Partido Socialista, Unidas Podemos y Más Madrid, de especial relevancia en esta región.
En esta escala el centro puro es 5,5; es decir, se considera izquierda los segmentos que hay por debajo de ese punto y derecha los que están por encima. Así, acumulados los cinco primeros (1 a 5) la suma de la identificación de izquierda es: PSOE, 89,6%; MM, 96,6%, y UP, 97%. Pero, incluso, si no contamos el segmento cinco del llamado centroizquierda (o izquierda moderada), que en el contexto actual supone un centro ideológico ambivalente, tenemos que el sentido nítido de pertenencia a la izquierda sigue siendo ampliamente mayoritario en sus electorados respectivos: 70,9%; 85,2%, y 92,8%.
Significa dos cosas, especialmente en las dos fuerzas del cambio de progreso. Una, en sus electorados no hay apenas transversalidad ideológica; se definen claramente en este eje político-ideológico por su identificación de izquierdas, y apenas tienen electorado de centro derecha (7,5%, 2,9% y 2,3%), con un escaso No sabe/No contesta (3%, 0,6% y 0,7%.). Dos, esa pertenencia de izquierdas la hacen compatible con una actitud feminista, ecologista y progresista, en una combinación mixta.
Por tanto, esos electorados tienen un perfil sociopolítico múltiple, que he definido como violeta, verde y rojo. Dicho de otra forma, esos tres rasgos son complementarios en una izquierda nueva y transformadora, aunque tengan sus dinámicas específicas y sus equilibrios e intersecciones entre ellas en el plano social, o bien, distintas prioridades en su combinación y su representación en el plano político e institucional.
O sea, la gran mayoría de las personas autodefinidas ecologistas o feministas se identifican con las izquierdas, siendo compatible y mayoritaria la triple pertenencia, particularmente en UP. Sin embargo, hay personas de ambos grupos, violeta y verde, que se autoubican en el centro liberal (incluso en el neoliberalismo), al igual que ante el conflicto socioeconómico en que algunos segmentos prefieren la tercera vía socioliberal o centrista (rosa, mejor que rojo). Ello significa que la actitud feminista y medioambientalista, así como la demanda socioeconómica popular, solo es transversal parcialmente en el eje izquierda/derecha, y que en el sentido sociopolítico e ideológico, especialmente la gente joven, mayoritariamente participan de esa amplia corriente multidimensional del nuevo progresismo de izquierdas.
Lo violeta expresa una conciencia y actitud feministas, con la que se identifica la mitad de la sociedad, especialmente joven y con un sesgo de género: cerca de dos tercios de mujeres y un tercio de los varones; aunque una posición favorable a la igualdad relacional y de estatus entre mujeres y hombres la avala en torno al 80% del conjunto, es decir, solo el 20% mantendría posiciones conservadoras machistas que legitiman los privilegios de los hombres. La actual cuarta ola feminista, con una amplia participación cívica desde 2018 que se puede cifrar en unos cuatro millones de personas -mayoría mujeres-, se ha activado contra la violencia machista y la desigualdad de género; expresa la firmeza y masividad de un feminismo transformador de las desventajas de las mujeres y, en general, de las personas discriminadas por su opción sexual y de género.
Lo verde representa la preocupación por la conservación del medio ambiente, que es superior al 70% (hasta el 90% por el cambio climático). En este caso, aparte de algunas movilizaciones masivas ocasionales y de una mayor cultura medioambiental y un comportamiento individual más cuidadoso, predominan múltiples actividades locales y descentralizadas, aunque existan varias organizaciones ecologistas de ámbito estatal (e internacional). La conciencia ecologista también es muy mayoritaria, particularmente entre gente joven.
Lo rojo se refiere, fundamentalmente, a la justicia social, ya significativa desde el siglo XIX y referencia clásica para las izquierdas. La nueva cuestión social, en sentido amplio, ha adquirido gran relevancia, especialmente, tras la crisis socioeconómica de 2008 y la derivada de la actual crisis sanitaria. Las exigencias de empleo decente y protección social, incluido el sistema público de pensiones, sanitario y de cuidados, y frente a la precariedad laboral, vital y habitacional, son avaladas hasta por el 80% de la población. Las demandas sociales de servicios públicos, la acción contra la pobreza y la desigualdad y una mayor fiscalidad progresiva, es decir, un modelo social avanzado con garantías de un Estado de bienestar suficiente está avalado por dos tercios de la población.
Espacio social y articulación política
Conviene distinguir entre formación de un espacio sociopolítico y la articulación político-institucional de su representación a través de las formaciones partidistas. Interactuando entre ambas está el comportamiento electoral de sus respectivas bases sociales, con sus desplazamientos y fluctuaciones.
Para explicar las tendencias sociopolíticas de fondo conviene diferenciar también dos planos del nivel de implicación en la acción colectiva: uno, el de la participación activa con cierto sentido de pertenencia a un movimiento social, con sus repertorios de acción, sus objetivos y sus referencias expresivas y representativas, incluido la vinculación con el amplio y fragmentado tejido asociativo y de voluntariado social; dos, la vinculación con sectores más amplios que legitiman y avalan a ese sector activo, pero sin una involucración directa en los procesos de movilización social y con una definición partidista más abierta y ambivalente.
Pues bien, para hacerse una idea comparativa, tenemos dos niveles que interactúan entre ellos: uno, el nivel más restringido que apenas llega a un 20% de la población adulta (algo más si descontamos la mayoría de las personas mayores de 65 años, más pasivas), en los momentos más participativos y favorables; dos, el nivel más amplio que avala la acción colectiva del anterior y comparte muchos de sus objetivos y demandas, y que llega a los dos tercios, o sea acumula casi la mitad intermedia al sector más activo. Es el campo progresista en este plano de lo social, de legitimidad popular de las demandas inmediatas de seguridad y bienestar públicos, junto con las garantías básicas de democracia participativa e institucional.
Traspasado al ámbito político ese doble nivel participativo en lo social se mezcla con otros intereses y la credibilidad de cada representación política, y da lugar a una tendencia transformadora y otra moderada, referencias de las bases sociales de las fuerzas del cambio y las del Partido Socialista. Veamos algunas particularidades de esa interacción.
El espacio político-electoral violeta, verde y rojo, con su carácter transformador de las relaciones sociales, y no solo cultural, se fue reafirmando en ese primer lustro de experiencia cívica y democrática a gran escala. Se diferenciaba del aparato institucional socialista y sus políticas centristas y se confrontaba abiertamente con las dinámicas reaccionarias, autoritarias y corruptas de las derechas. Por tanto, su experiencia básica fue doble: por un lado, de oposición (o resiliencia) a una gestión regresiva en lo social y lo democrático, así como a un simple continuismo socioeconómico e institucional; por otro lado, de defensa de un proyecto fuerte de cambio de progreso con sus ideas clave de más democracia y justicia social, con gran capacidad expresiva y de legitimidad, aunque difuso en su concreción e inconsistente en su articulación organizativa.
Dicho de otra forma: en el siguiente lustro, Podemos (y su liderazgo) se encontró con la existencia de ese espacio popular, prácticamente formado. No lo construyó, sino que consiguió erigirse como su representación política y lo consolidó como corriente político-institucional reformadora. Es el motivo de su acoso visceral por las derechas y sus instrumentos mediáticos y diversos grupos fácticos.
Utilizando una metáfora, la configuración de esa ‘marea’ (olas o corrientes) se produjo por la confluencia de esos factores sociohistóricos, estructurales, culturales y asociativos. El mérito de la dirigencia de las fuerzas del cambio fue construir una representación político institucional, con una vinculación simbólica y discursiva con ese campo social, que facilitaron su expresión electoral y luego institucional.
Siguiendo con la metáfora, su liderazgo no construyó el ‘pueblo’, sino su representación, una tabla de surf adecuada para instalar unos buenos surfistas (la estructura superior del conglomerado) que consolidasen y representasen ese campo sociopolítico (la marea). Debía expresar las profundas señas de identidad de su experiencia crítica y sus demandas de transformación sustantiva, así como su continuidad en el ámbito institucional. El modelo de partido se concentraba en esa función representativa y discursiva, cuya insuficiencia, aun con sus aciertos estratégicos, es más notoria cuando se trata de impulsar la activación cívica desde el arraigo popular de base y la articulación compleja de múltiples élites asociativas y sensibilidades político-culturales que requieren una actitud integradora, de respeto y regulación del pluralismo y un debate más abierto, profundo y plural.
No obstante, la marea social, con su acción colectiva autónoma, se ha debilitado (salvo con la cuarta ola feminista), entre otros factores estructurales, por la recomposición y ofensiva del poder establecido, la mayor competencia por la relativa renovación del Partido Socialista y las divisiones y limitaciones propias. Nos encontramos con la actual fase de perplejidad y búsqueda de alternativas de recomposición y refuerzo de ese espacio en los dos planos: en el ámbito sociopolítico y cultural, con la correspondiente activación cívica y sindical, y en el de la articulación de la representación político-institucional, con la experiencia de las tensiones acumuladas. La reflexión es doble, porque la solución viene del acierto y la interacción de ambas dinámicas.
En definitiva, ahora que se ha culminado la IV Asamblea Ciudadana de Podemos y se inician nuevos liderazgos, permanece el reto colectivo, junto con los Comunes, Izquierda Unida y el conjunto de fuerzas del cambio, incluido Más País-Compromís, de cómo ampliar el espacio violeta, verde y rojo y avanzar en su articulación unitaria. Habrá que volver sobre cómo se expresa esa dinámica y su orientación, con la vista puesta en los procesos electorales de 2023, el proyecto de país a desarrollar y el carácter de la siguiente legislatura.
3. Ambivalencia de las identidades
El tema de las identidades ha cobrado una nueva relevancia, con nuevas formas y lenguajes, por las grandes transformaciones de las viejas identidades y la reconfiguración de otras nuevas. Se produce en el marco de la pugna sociopolítica y cultural por la prevalencia hegemónica de unos grupos sociales, con su estatus y privilegios de poder, frente a otros emergentes. En particular, se trata de la pugna representativa y de legitimidad entre élites tradicionales y nuevos liderazgos, así como en qué sentido hay una renovación y fortalecimiento de las fuerzas progresistas o de izquierdas frente a la involución conservadora que se reafirma en sus propios procesos identitarios.
La cuestión es que esos procesos de identificación sociopolítica (nacionales, étnicos-culturales, de clase social, sexo…) son diversos y ambivalentes (reaccionarios y progresistas, machistas y feministas…), así como más o menos densos o fluidos e integradores o excluyentes. Por tanto, no todas las identidades colectivas son iguales y hay que analizarlas según su papel específico en un contexto determinado y desde referencias universalistas de una ciudadanía libre e igual o la ética de los derechos humanos.
El vivo debate suscitado en torno a la novela Feria, de Ana Iris Simón, es sintomático del entrecruzamiento de las distintas identificaciones y su contradictorio sentido sociopolítico y cultural. Es muy variada la interrelación de tendencias y movimientos sociales, así como de identidades, pertenencias colectivas, autopercepción ideológica o perfiles sociopolíticos a la hora de conformar sujetos transformadores.
En la sección anterior he expuesto una aproximación de carácter estratégico y en un reciente ensayo, “Desventajas de género y nueva ola feminista”, una aportación de tipo teórico sobre las identidades colectivas. Aquí complemento la reflexión con unos comentarios a raíz de una aportación del sociólogo Jorge Lago, “Identidad y reacción”, que tiene interés para debatir. Su contenido critica a lo que denomina vieja izquierda esencialista y cierta fragmentación posmoderna y defiende un sujeto superador de ambas tendencias, aunque no evalúa la versión socioliberal. Expongo algunos problemas y valoraciones desde la sociología crítica.
El enfoque teórico es unilateral y se basa en el idealismo discursivo, aun con cierta aproximación realista al recalcar la importancia de la acción humana: Lo que construye y unifica la dinámica sociopolítica sería el proyecto, las ideas y emociones que conceptualiza como ‘horizonte’, que se convierte en la tarea primordial para las fuerzas progresistas y referencia diferenciadora.
No valora lo fundamental de un enfoque realista y crítico: priorizar la experiencia relacional popular con su interpretación, las relaciones de fuerza social, incluidas sus capacidades asociativas y comunicativas. Esa realidad no es esencialista ni previa a la política. Es el nexo para desarrollar interacciones sociopolíticas y estrategias universalistas igualitarias-emancipadoras, con procesos identificatorios múltiples e interseccionales que conforman el sujeto liberador: un proceso unitario superador de las identidades parciales y fragmentarias, en este caso, de carácter progresivo.
Es adecuado combatir la naturalización o legitimación de la realidad social (desigualdad…), pero es problemático ver la dinámica sociopolítica como inerte y que solo se activa por la subjetividad de un liderazgo. Esa separación sociedad/cultura, sin una buena interacción, lleva al materialismo vulgar (determinista) o al culturalismo (con la prevalencia articuladora de las ideas), ambos unilaterales. Además, esa prevalencia de lo discursivo (de una élite) lleva a infravalorar las dinámicas sociales y el imprescindible arraigo popular de su representación política e intelectual, condición fundamental para fortalecer las opciones de progreso. En la experiencia relacional se combinan condiciones sociales, prácticas sociopolíticas y culturales, demandas transformadoras y proyectos de cambio.
Por otra parte, hay que diferenciar la identidad de un sector social por sus características sociodemográficas o estructurales (por ejemplo las clases trabajadoras o las mujeres) de la identidad como agente o sujeto activo de un proceso igualitario emancipador (por ejemplo, el movimiento obrero o sindical y el feminismo). Las identidades colectivas (progresivas, integradoras y pluralistas) no necesariamente restringen los procesos transformadores colectivos y el desarrollo individual sino que constituyen una condición social y una expresión de experiencia relacional. Conforman la activación cívica que favorece ambas trayectorias.
No todas las identidades son reaccionarias, las hay progresistas, y también neutras desde el punto de vista ideológico o ético. Es decir, como característica grupal de unos rasgos compartidos y reconocimiento público de su estatus, las identidades colectivas reflejan la diversidad de los distintos grupos sociales y la ambivalencia de su sentido sociopolítico y cultural.
El feminismo como identificación con unos procesos liberadores contra la opresión y la discriminación y unos objetivos igualitarios es una dinámica progresiva y positiva; el machismo como identidad conservadora basada en privilegios y dominación es reaccionaria y negativa. No tienen igual valor moral y político, aunque ambas sean identidades o, si se prefiere, actitudes y mentalidades colectivas dentro de un orden de género institucionalizado y jerarquizado. Son dicotómicas, no transversales, por tanto hay que elegir y por eso decimos: ¡Feminismo pa’ lante y machismo pa’ atrás!.
Para conformar un proceso de emancipación hay que partir de las condiciones de subordinación de los diferentes segmentos de la población para superarlas, y articular un proceso complejo, solidario y unitario con un proyecto compartido vinculado con unos valores universales. El discurso, las ideas o el horizonte son componentes complementarios e interactivos con la práctica social, no son el fundamento creador y unificador de un sujeto, llámese pueblo, nación o ciudadanía.
Las relaciones sociales son interactivas y sociohistóricas. No están encima de las personas, sino son condiciones de existencia o realidad procesual desde la que hacemos la política como práctica relacional igualitaria, con la correspondiente subjetividad. Entre ambas se conforma la identidad realista y transformadora y el sujeto emancipador, las fuerzas de progreso o, si se prefiere, de izquierdas. Es positiva la crítica al esencialismo estructuralista y la valorización de la acción humana, pero no hay que infravalorar la realidad estructural o las relaciones de fuerza desde las que implementar la acción política.
Por tanto, junto con aportaciones interesantes, ese texto mantiene otras posiciones idealistas, con la preponderancia del ‘horizonte’ para crear fuerza política, similares al discurso voluntarista del populismo de Laclau, inadecuado para forjar un sujeto emancipador, con fuertes pertenencias colectivas progresivas. Al rechazar a las identidades colectivas, tachadas de reaccionarias, se queda sin las energías sociales necesarias que implementen una dinámica transformadora. Su alternativa de crear un horizonte, como proyecto discursivo, es insuficiente. Bienvenido sea el debate teórico para clarificar el proceso de conformación unitaria de las fuerzas del cambio, con un enfoque más realista y crítico.
[Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid]
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2021