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Alejandro Pérez Vidal

Nota sobre los Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov

En Kolimá, «el léxico de Sajalín, el viaje únicamente en barco, los muchos días de travesía por mar creaban la ilusión de una isla». En aquella vasta región del extremo nororiental de Siberia, a lo largo del río que le daba nombre y que desembocaba en el océano Ártico a más de dos mil kilómetros de la cabecera, Stalin había mandado organizar a partir de 1932 una serie de campos de trabajo, para explotar los recursos mineros de los que se tenía noticia y los que pudieran explorarse. Por aquellos centros llegaron a pasar hasta 1956 casi 900.000 reclusos, y en ellos murieron por hambre, frío, agotamiento o enfermedad alrededor de 140.000 y fueron ejecutados sumariamente algo más de 11.000.

Los cautivos tomaban el barco en Vladivostok y, hacinados en las bodegas, entre vómitos y pestilencias, llegaban a la ciudad de Magadán al cabo de cinco días. Antes, el viaje en tren desde Moscú podía llevar más de un mes. Shalámov menciona en los Relatos [*] los «vagones de ganado», y en otro lugar cuenta que él había tardado cuarenta días en llegar al Extremo Oriente. «El mulá tártaro y el aire libre» (I) y «El muelle del infierno» (IV) se refieren a aquel traslado. Los condenados terminaban en un mundo aparte.

Shalámov estuvo en Kolimá desde mediados de agosto de 1937 hasta principios de noviembre de 1953. Llegó sentenciado a cinco años por «actividad contrarrevolucionaria trotskista». A mediados de octubre de 1951 había acabado de cumplir una nueva condena, pero siguió trabajando en la región para pagarse el viaje de regreso. El 11 de noviembre de 1953 regresó a Moscú, «la ciudad que yo más quería entre todas las ciudades del mundo», donde le esperaba su mujer («El tren», III). Pero no pudo quedarse, porque tenía prohibido residir en la capital y alrededores. Encontró un trabajo lo más cerca posible, en las proximidades de Kalinin (la actual Tver), y hasta su rehabilitación penal en 1956 vivió en aquella zona. Muy pronto, en 1954, empezó a componer las prosas que formarían los seis ciclos de Relatos de Kolimá, los últimos de los cuales se han fechado en 1973. En 1962 escribía: «Hace tiempo que he decidido dedicar el resto de mi vida a esa verdad», y señalaba que por entonces había compuesto ya «mil poemas, cien relatos».

Para recrear el mundo de Kolimá, Shalámov tuvo presente toda una tradición de evocaciones literarias de los penales y las colonias penitenciarias zaristas, desde la Vida del protopope Avvákum escrita por él mismo hasta La isla de Sajalín, que Antón Chéjov escribió después de viajar a aquel lejano territorio en 1890, una tradición en la que destacaban los Apuntes de la casa muerta de Dostoyevski, mencionados varias veces en los Relatos. Pero insistió en que lo que había vivido él en los tiempos de Stalin era distinto.

Mientras escribía sus textos empezaron a circular los de otros autores sobre algunos de los centenares de campos del Gulag (abreviatura de Glávnoye Upravléniye Lagueréi, la Administración Principal de los Campos). Gracias al apoyo de Jruschov, una de aquellas narraciones, «Un día en la vida de Iván Denísovich», de Alexandr Solzhenitsyn, incluso se pudo publicar en una revista de amplia difusión, en 1962. Shalámov escribió entonces una larga carta al autor con grandes elogios de la obra, pero también alguna crítica: «Simplemente, tengo otros criterios.» Con el tiempo se distanció aún más de Solzhenitsyn.

En «El guante», el relato inicial del quinto ciclo de los Relatos, el narrador dice de sí que «soy ‘factógrafo’ de profesión, soy cazador de hechos», y nos invita a esperar que los exponga «con toda la elocuencia de un acta, con la responsabilidad y la precisión de un documento». La narración muestra cómo el primero de aquellos «hechos» es la piel que el protagonista se deja físicamente, con la forma de un guante, en el trabajo del campo, por la enfermedad de la pelagra y por el frío, un «guante» con huellas dactilares que acaba simbolizando la obra del escritor.

La intención «documental» de la prosa de Shalámov no debe confundirse con un realismo ingenuo. Su estética «factográfica» entronca con las vanguardias rusas de los años veinte (el constructivismo, la estética del LEF –Frente de Izquierdas de las Artes–, el movimiento de «las blusas azules» o “batas azules”); sus manuscritos tempranos se perdieron con la detención de 1937, pero los textos autobiográficos sobre sus primeros años moscovitas muestran la proximidad del joven poeta a aquellas corrientes, a la vez que la distancia con la que las veía en su madurez. Cuando se estrena en 1965 La instrucción de Peter Weiss, ejemplo de un nuevo «teatro documental», Shalámov manifiesta de inmediato su interés por la obra, aun señalando que él se propone otra cosa. Para sus fines, y pensando en «el lector que ha vivido Hiroshima, las cámaras de gas de Auschwitz, los campos de concentración, que ha sido testigo de la guerra», cree que es necesaria una «nueva prosa», que inevitablemente tiene sus raíces en Chéjov y toda la gran narrativa rusa, pero asimila además los hallazgos de autores recientes de otro origen, entre los cuales él destaca a Faulkner.

Lo que Shalámov recrea en sus relatos es la experiencia de los campos tal como la vivieron inmediatamente sus víctimas, empezando por él mismo. Un aspecto central de aquella experiencia era la destrucción del individuo, empezando por el lenguaje y la memoria. En muchas de las narraciones domina la perspectiva de un yo autobiográfico, pero además, en varias de ellas, el autor se desdobla visiblemente en otros personajes: principalmente Krist y Andréyev (homónimo de otro Andréyev, Alexandr, igualmente cautivo), pero en parte también otros como Gólubev, Sazónov y Potáshnikov. El mosaico de los seis ciclos de Relatos muestra la dislocación de la conciencia y la difícil recomposición de la integridad individual a partir de la degradación que impone el cautiverio.

Una realidad omnipresente en la vida de los campos representada en los Relatos es la violencia física ejercida sobre los reclusos, que culmina a menudo en el homicidio. Violencia para robar, violencia de los reclusos mejor situados –casi siempre delincuentes comunes– para obligar a los más débiles –a menudo presos políticos– a realizar los peores trabajos, a prestar servicios personales en la vida cotidiana o a mantener relaciones sexuales, violencia para obtener los mejores lugares en los barracones y para imponer un reparto desigual de los escasos alimentos. Los jefes de los campos y sus subordinados, los vigilantes armados, eran los primeros en usar todas las formas de violencia, pero se muestra también repetidamente la brutalidad de los jefes de brigada y otros reclusos privilegiados. El narrador expresa la negativa a participar en ninguna de aquellas formas de poder: «Había rechazado la idea de llegar a ser jefe de brigada, cargo que me hubiera permitido conservar la vida, pues lo peor de un campo de trabajo era imponer tu voluntad (o la de otro cualquiera) a otro hombre, a un preso como tú».

La dureza del trabajo en las minas de oro y de carbón de Kolimá, con jornadas de hasta dieciséis horas, combinada con la insuficiente alimentación, provocaba la postración corporal de los presos. Shalámov logra evocar en múltiples relatos las acciones, las actitudes, las percepciones y las fantasías que ese estado puede provocar. A la fatiga se añadían las lesiones, las heridas, las fracturas y quemaduras y sobre todo, durante nueve meses al año, un frío extremo. Los termómetros escaseaban, pero había otros modos de medirlo: «Por debajo de los cincuenta y cinco un escupitajo se helaba en el vuelo»; las muertes por frío, las congelaciones de miembros con secuelas dolorosas y permanentes y la lucha constante para evitarlas son un hilo conductor que caracteriza variada y expresivamente a muchas de las situaciones narradas.

El primer destino de Shalámov fue la mina de oro de Partizán, desde agosto de 1937 hasta diciembre de 1938; en «La carretilla» (V) relata las penalidades que sufrió allí, y en «Dos encuentros» (IV) el horror de las ejecuciones durante aquellos meses, los peores de la represión estaliniana, que repercutió directamente en los campos. Luego tuvo un respiro, trabajando al aire libre como ayudante de topógrafo para demarcar nuevos yacimientos. Desde finales del 39 hasta finales del 41 estuvo en la mina de carbón de Arkagalá, y hasta mediados del 43 en el campo disciplinario de Djelgalá. En enero de 1942 terminaba la condena que le habían impuesto en 1937, pero, con las arbitrariedades habituales de la época, le abrieron una nueva causa, que condujo en junio de 1943 a una nueva condena de diez años; entre los numerosos cargos que recogía la sentencia figuraba el de haber «elogiado la plataforma contrarrevolucionaria de Trotski». En los meses siguientes alternó diversos trabajos y protagonizó una fuga. Al límite de sus fuerzas, ingresó varias veces en el hospital de Belichá, y allí tuvo la fortuna de que un sanitario y una médica lo protegieran, le ayudaran a rehacerse y le dieran algún libro. Finalmente, otro médico compasivo le facilitó el acceso a una formación de enfermero, en 1946, y a partir de entonces su vida mejoró considerablemente y pudo incluso empezar a escribir poemas.

Alinear esos pocos elementos autobiográficos de los Relatos traiciona en cierto modo el sentido de la composición. La voz narrativa principal y el personaje que la encarna son sólo elementos deslavazados de un retablo en el que aparecen con vida propia decenas de otros protagonistas, desde los que sufren las distintas formas de explotación y violencia, sin fuerzas para resistirse, hasta los que reafirman con algún acto aislado su dignidad humana a costa de la vida (por ejemplo en «El último combate del mayor Pugachov», II), desde los pequeños delincuentes que ejercen su poder sobre los presos políticos hasta el hampón apodado el Rey («El dolor», IV), que con sus cómplices directos impone brutalmente su fuero a los demás presos e incluso a los vigilantes del campo, pasando por algún animal conmovedor, como el oso que gesticula para atraer la atención de los cazadores y permitir que huya la hembra a la que acompaña, o el pino siberiano, que supera al hombre en su capacidad para anticiparse al futuro y anunciarlo. Para caracterizar el conjunto de estas prosas quizá sería más apropiado hablar de una arquitectura compleja, que no aspira a la regularidad o la armonía y rehúye todo adorno idealizante. El mismo «yo» que había rechazado funciones de jefe de brigada, convertido en enfermero responsable de todo un hospital, relata haber causado el suicidio de un recluso al decidir no admitirle, y lo hace tan escuetamente que ni siquiera se expresa el imaginable arrepentimiento («Hielos perpetuos», V).

Entreverados en los Relatos aparecen retazos de la vida de Shalámov anterior a Kolimá. De su infancia en Vologdá el narrador recuerda, por ejemplo, la muerte de su profesor de química en la escuela, «fusilado durante la liquidación del complot de Noulens» en 1918 («Los cursos», III), y un episodio que refleja la miseria en la que vivió su familia a partir de 1917 («La cruz», III).

Cabe señalar los recuerdos de la primera condena de Shalámov a trabajos forzosos, que cumplió de abril de 1929 a octubre de 1932 (la pena era de tres años, pero redimió algunos meses), así como algunos aspectos de aquella experiencia que no aparecen en los Relatos. La sentencia recogía únicamente su imputación como «elemento pernicioso para la sociedad», es decir, como delincuente común, pero ya en el primer campo de trabajo, en julio de 1929, Shalámov se permitió escribir una carta de protesta en la que alegaba que su condena era política, reivindicando su pertenencia a la «oposición leninista» y remitiéndose para ello a las tesis de Trotski en «La crisis del bloque de centroderecha»; en el expediente conservado no consta que la carta tuviera respuesta.

Como trabajador forzoso, en aquel primer destierro Shalámov participó en dos grandes proyectos industriales del Primer Plan Quinquenal estaliniano en la zona de Víshera. Allí sí que aceptó responsabilidades, y quizá ese hecho, el haber observado de cerca el funcionamiento del poder en grandes empresas, le lleva en «Junto al estribo» (IV) a una curiosa digresión que relaciona aquellos proyectos y a quien los había dirigido, Eduard Berzin, con la fabricación de las bombas nucleares norteamericanas durante la guerra mundial y el papel que desempeñó allí el general Groves. Berzin, personalidad ambivalente, «escultor de talento», fue quien recibió de Stalin en 1932 el encargo de organizar los campos de Kolimá, para ser ejecutado luego en las grandes purgas de 1937-1938. Sobre él escribió más tarde Shalámov un Esquema de novela-ensayo, y sobre toda la experiencia del primer destierro dejó sin terminar una obra autobiográfica, Víshera. Antinovela.

En cada uno de los seis ciclos de los Relatos de Kolimá (ciento cuarenta y cinco en total) puede apreciarse una cierta estructura interna. Los textos iniciales tienen una dimensión autorreflexiva, sobre la escritura, la memoria del mal, la recuperación de la voz poética en el campo. En los últimos de cada volumen se vislumbran salidas del infierno. En medio predomina el horror, pero hay también momentos de calidez y temas y tonalidades muy variados; una narración como «El encantador de serpientes» (I) vuelve a la autorreflexión, y «El dominó» (I), en la que aparece de forma particularmente conmovedora el personaje del médico que acabó salvando al protagonista, podría quizá haber figurado también al final de un ciclo.

Shalámov no pudo ver publicados en Rusia sus Relatos de Kolimá. Por lo que se sabe sólo «El stlánik» (I), ya mencionado, sobre el pino enano siberiano, una lírica evocación del paisaje de la región, sumamente expresiva y con una fuerte dimensión simbólica pero nada típica del conjunto, pudo aparecer en una revista legal (antes había escrito un poema con el mismo título). En 1965, en un homenaje al poeta Ósip Mandelstam organizado por Iliá Ehrenburg en la Universidad de Moscú, el autor pudo leer con éxito «Sherry-Brandy» (I), que narra sin nombrarle la muerte de Mandelstam en un campo de tránsito cerca de Vladivostok. Por otra parte, desde principios de los años sesenta muchos de los textos se difundieron por el circuito de copias artesanales conocido como samizdat, sin que esté claro si el autor intervino para fomentar ese modo de distribución. A partir de 1966 algunos de ellos empezaron a publicarse por separado en Estados Unidos, en Alemania Occidental y en Francia, en revistas del exilio ruso, y desde 1968 en recopilaciones parciales en volumen, en traducción, y de 1978 data la primera edición en ruso del conjunto de relatos, publicada en Londres. En la propia Rusia no se publicaron así hasta 1989.

La fortuna de los Relatos de Kolimá entre el público lector va siendo cada vez mayor. Al principio había intervenido contra ellos la censura, ya en la época de Jruschov y más aún en la de Brézhnev. Luego la personalidad del autor, al que además la experiencia de los campos, las dificultades para ganarse la vida y los problemas de salud habían alejado de la sociabilidad literaria, no favoreció quizá la difusión de su obra en vida suya y en los años inmediatamente posteriores a su muerte. Seguramente tampoco ayudó su toma de postura pública en 1972 contra la difusión no autorizada de los relatos en el exterior, con una carta abierta a la Literaturnaya Gazeta en la que se declaraba «honesto escritor soviético». Al parecer los ambientes de la disidencia tomaron muy a mal aquella carta y, habiendo sido víctima sobre todo del estalinismo, con indudable exageración se ha llegado a escribir que la reputación de Shalámov lo fue luego también del «terror liberal». Pasadas aquellas polémicas van imponiéndose el extraordinario interés literario de la obra y su valor documental.

Los campos de trabajo fueron una de las facetas más terribles del régimen estalinista y ponen de manifiesto como ninguna otra su verdadera naturaleza. Los Relatos de Kolimá los presentan con autenticidad insuperable. Las realidades que nos revelan pueden interesarnos no sólo retrospectivamente, sino también para entender formas actuales de autoritarismo y totalitarismo, de injusticia, explotación y crueldad en la vida social. Escritos como los de Shalámov nos muestran situaciones extremas y lejanas en el espacio y en el tiempo, que pueden parecer hoy imposibles pero que en formas distintas siguen existiendo y amenazan con reproducirse en el futuro.

Nota

[*] Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá, 6 vols., I [sin subtítulo], II. La orilla izquierda, III. El artista de la pala, IV. La resurrección del alerce, V. El guante o RK-2, VI. Ensayos sobre el mundo del hampa, traducción y posfacio de Ricardo San Vicente, Barcelona, Minúscula, 2007-2017. Cuando se mencionan relatos concretos se indica en números romanos en qué volumen se encuentran.

 

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