La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Giménez Merino
La ley trans que viene
La expresión de la identidad sexual y de género entre fuegos cruzados
1. Un Capitán América gay
La multinacional Disney, a través de su marca Marvel, acaba de presentar el primer personaje gay de la saga de cómics de El Capitán América, una publicación que desde 1941, en plena escalada bélica, irradia por el mundo la particular concepción de la libertad del patriotismo yankee.
El nuevo personaje es un héroe punk engendrado por un artista transgénero y cuya misión, según anuncia la marca, consiste en la defensa de la comunidad LGBTI. “Un adolescente que lucha por los oprimidos y los olvidados».
El anuncio resulta chocante para quien guarda recuerdo de los valores conservadores expandidos desde la factoría Disney a lo largo de su historia. Su creador, Walt Disney, testificó en los años 40 ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses de McCarthy, inculpando como comunistas a aquellos de sus trabajadores que trataron de organizarse sindicalmente, y a continuación fue reclutado por Hoover como “agente especial” del FBI, es decir, como topo de actividades disidentes.
La noticia traída a colación viene a engordar la sospecha general de que los movimientos queer, inicialmente disruptores, han terminado siendo presa de la industria cultural. En una época marcada por la despolitización de masa y la individualización de los problemas, y a falta de grandes proyectos políticos transversales, la identidad sexual ha acabado convirtiéndose en un eje importante sobre el que pivota la vertebración social a la par que en materia vendible. O dicho de otro modo, “la lucha por los oprimidos y los olvidados» ha dejado de entenderse vinculada al mundo del trabajo y a la desigualdad que define nuestro tiempo para pasar a tener un componente eminentemente individual, segmentado.
No es ocioso, por tanto, preguntarse por el sentido político de esta nueva normalidad plural que pretende simbolizar (y rentabilizar para sus amos) el héroe gay de Disney. La ocasión viene brindada, dentro de nuestras fronteras, por la reforma en curso de la ley de identidad de género, objeto de amplias disputas.
2. Una prueba de fuego: la ley trans que viene
Un observador externo y con perspectiva de género ajeno a la realidad española podría llevarse a engaño al aterrizar en nuestro país. Se encontraría con que en las cortes van a coincidir dos propuestas de ley, a primera vista avanzadas, sobre transexualidad (la de Podemos, estancada por el desacuerdo con el PSOE, y la de las propias activistas, quienes, tras iniciar una huelga de hambre por la paralización de la ley han recibido el apoyo para su tramitación en el Congreso por parte de ERC, Más País, CUP, Compromís, Nueva Canarias y Junts). Sin embargo, a poco que se familiarizara con la sociedad española, dicho observador caería en la cuenta de que esta agitación parlamentaria contrasta con un gran desconocimiento general acerca de los aspectos centrales de esas propuestas regulatorias (la identidad y la autodeterminación de género, el género fluido, el sexo no binario, etc.).
Y ello a pesar de que España fue pionera en la regulación de la transexualidad con la Ley de identidad de 2007 (en pleno boom regulatorio en materia de género), la cual, hasta la fecha, autoriza el cambio de nombre y de sexo a aquellas personas que no se identifican con los que se les había asignado al nacer, sin necesidad de pasar por una reasignación quirúrgica. La ley en vigor, sin embargo, establece un modelo tutelar ignominioso hacia las personas ‘trans’, al hacerlas pasar por un diagnóstico psicológico dictaminador de su “disforia de género” como paso previo al ejercicio de sus derechos. La eliminación de este requisito en las nuevas propuestas legislativas es fruto de una lucha sostenida por parte de las organizaciones ‘trans’.
Algunas leyes autonómicas, por ejemplo la andaluza, habían relajado ya este sistema, permitiendo cambiar el nombre en la tarjeta sanitaria sin necesidad de acreditar la situación de disforia. Pero la estocada definitiva vino de la mano de la Organización Mundial de la Salud, que desde 2018 ha dejado de considerar la transexualidad como una patología. Sin embargo, cuando el camino para la nueva regulación parecía por fin allanado (discordancias entre los socios de gobierno y oposición de la derecha social aparte), ha aparecido un nuevo escollo, imprevisto, procedente esta vez del campo interno a los movimientos feministas. Un sector del mismo se aferra a la vieja idea esencialista de que las mujeres padecen discriminación por el hecho de ser mujeres y que, en consecuencia, no hay que mezclar churras con merinas: lo que se necesita son leyes específicas para las hembras, homogaméticas, y leyes específicas para las personas heterogaméticas, nacidas con el acompañamiento del cromosoma Y, que desean ser reconocidas como mujer. En otras palabras: las leyes ‘trans’ deberían afectar a los varones que han decidido cambiar su sexo biológico (nada dice esa corriente ensimismada acerca de las mujeres que experimentan el recorrido inverso), mientras que las leyes feministas deberían amparar con exclusividad a las personas ya nacidas como mujeres. Lo contrario, sostienen, afectaría directamente a legislaciones específicas en vigor como la de igualdad o la de violencia de género, pero también a otros ámbitos como el del deporte.
El problema de fondo que fundamenta la oposición a la consideración de las mujeres ‘trans’ como personas con los mismos derechos que las que no lo son lo ha expresado muy claramente una de las principales valedoras de esta corriente de opinión, Rosa Cobo: “Me preocupa mucho que ahora que el feminismo es más fuerte y tiene más legitimidad social se le pida que se haga cargo de otras opresiones, a veces con el argumento de que es la misma opresión”. En términos similares se ha expresado Lidia Falcón en un acto reciente organizado por HazteOir, en el que ha acusado a los responsables del proyecto del Ministerio de Igualdad de haberse metido «en competencias feministas” y de vulnerar así el principio de “igualdad ante la ley”. Lo que en el fondo se lidia, por tanto, parece ser un problema de parcelas de poder.
Para alejar cualquier fantasma de aproximación del feminismo al movimiento LGBTI, Cobo especifica algunos aspectos nada inocuos que serían exclusivos del segundo: “Las instancias ideológicas partidarias de los vientres de alquiler, de la prostitución y de la pornografía están fabricando un discurso en el que las mujeres trans son utilizadas para representar esas criminales demandas. [La práctica de los vientres de alquiler], en el caso de los varones gays, lleva consigo la desaparición de las mujeres como madres, las borra de sus vidas […]. Este fenómeno social está lleno de implicaciones simbólicas, de las que no se puede excluir la gran misoginia que caracteriza a algunos sectores del movimiento lgtb”. Además de mistificar asuntos serios y de arrastrarlos al terreno de lo que considera como rivales políticos, Cobo pone un acento muy puritano en la maternidad como signo distintivo de la identidad de las mujeres, en la senda de un identitarismo femenino esencialista claramente desfasado.
3. Lejos de la autodeterminación de género
El aspecto central del proyecto de ley trans planteado por el Ministerio de Igualdad (como también del proyecto de ley de libertad sexual conocido como “la ley del sí es sí”) es el concepto que utiliza de autodeterminación. El borrador del proyecto lo usa en un sentido positivo y en un sentido negativo. Positivamente, permitiendo a cualquier persona (incluidas las menores entre 16 y 18 años sin autorización de sus progenitores y las de 12 a 16 con autorización) acudir a un registro civil y cambiar su sexo en el DNI aunque mantenga su genitalidad, su aspecto físico y el nombre que le fue dado al nacer (con la consiguiente adquisición de los derechos que implica en España ser hombre o mujer, como recurrir a la reproducción asistida). Y en negativo, permitiendo a las personas no binarias (las que no se identifican con ningún género) solicitar que en su DNI no aparezca ninguna letra, aunque en este caso, como han señalado Ruth Mestre y Blanca Ruiz, la voluntad libremente expresada no es ejercitable en el registro civil, por lo que se trataría de una disposición más cosmética que práctica. Por otro lado, el borrador no contempla la realidad del 1,7% de personas intersexuales cuantificadas por la ONU (las que nacen con características sexuales masculinas y femeninas), con un efecto claramente discriminador para este grupo.
Los avances previsibles que comportará la legislación que finalmente se apruebe saltan a la vista, al ensanchar la forma tradicional por la que nuestra sociedad viene asignando unos determinados estereotipos y roles a las personas en función de su sexo biológico. Ahora bien, esto no significa necesariamente que vaya a comportar un cambio de calado en el pensamiento clasificatorio incrustado en la sociedad y en las instituciones por el que se da relevancia a las diferencias a la hora de representarnos. Empezando por el problemático mantenimiento del requisito de exponer nuestra identidad sexo-genérica en documentos oficiales, que como muestran también Mestre y Ruiz constituye una limitación de los derechos a la intimidad y a la protección de datos personales.
Culturalmente, no hay indicios suficientes que hagan pensar que nuestras relaciones recíprocas vayan a dejar de estar condicionadas a corto plazo dentro del marco de poderes asimétricos modulados por el sistema sexo-género. Y no sólo por la persistencia material del sexismo en la realidad social, sino por las propias contradicciones que revela el proceso legislativo. Así, mientras se tramitan los proyectos de leyes ‘trans’, el de la ley de libertad sexual contempla una criminalización de las mujeres que alquilan y/o comparten inmuebles con compañeras en “contextos de prostitución”, lo que puede resultar contradictorio con el derecho a la autodeterminación de las que han optado por la prostitución voluntaria. Se trata, lamentablemente, de una situación que afecta a muchas personas ‘trans’, en su mayoría migrantes, pues se estima que el 88% de éstas no encuentran empleo, lo que las arrastra a la prostitución como opción de supervivencia y comporta para ellas un estigma por partida doble (en su condición de transexuales y prostitutas). Esto ya ha motivado campañas de denuncia contra el proyecto de ley de libertad sexual, como el manifiesto firmado recientemente por cien organizaciones feministas y más de 900 personalidades del mundo de la cultura.
En un contexto más amplio, la libertad de las mujeres para tomar decisiones es asimismo una realidad que está lejos de ser alcanzada desde el punto de vista clásico del feminismo. Así lo ejemplifica la intención del Ministerio de Sanidad de modificar la normativa para priorizar el aborto farmacológico (una alternativa actualmente elegida sólo por el 22% de las mujeres) sobre el instrumental antes de la novena semana de embarazo, en vez de eliminar de una vez los obstáculos que presenta el sistema público para practicar las intervenciones voluntarias del embarazo (v. el escrito enviado a los ministerios de Sanidad e Igualdad por accionenred Andalucía). La falta de formación práctica del personal médico, el acoso ejercido contra las clínicas o la objeción de conciencia que la ley permite al personal sanitario en esta práctica son aspectos que ponen de manifiesto la inconsistencia en España del derecho de las mujeres a tomar libremente sus decisiones, también en este ámbito.
4. Cada uno por su lado y la casa sin barrer
La emergencia del sujeto queer se remonta a los años 60 del siglo pasado. Al impulso de gays, lesbianas y bisexuales debemos la brecha que se ha ido abriendo hasta nuestros días en el patrón social de la heterosexualidad normativa. A travestis y transexuales, haber vuelto visible la inconsistencia de la asociación simple entre sexo y género. A unos y a otros, haber puesto en cuestión la “ortosexualidad” (el vivir la sexualidad de acuerdo con lo establecido, o lo que es o mismo, con una heterosexualidad rígida), la cual sigue condicionando negativamente la vida afectiva de la mayoría de las personas al limitar la expresión de sus afectos y emociones.
Sin embargo, como ya han destacado muchas críticas internas al movimiento feminista, el largo periodo neoliberal iniciado en los años 80 ha traído consigo un deslizamiento de las luchas contra el sistema de sexo-género hacia su independización en relación a otros factores sociales opresivos, como veíamos al principio. Para muchas gentes, las cuestiones identitarias han pasado a ser un (el) nuevo patrón interpretativo de la realidad.
Lo ha señalado muy bien Carme Bernat en un artículo que reproducimos este mismo número, haciéndose eco de la opinión de feministas tan distantes de los discursos institucionales como Angela Davis u Ochy Curiel: “El problema es que las identidades pueden hacer pensar las opresiones en términos individuales sin incluir dos elementos clave: su condición sistémica y su carácter relacional con el resto de estructuras de poder”. Convertido en ideología, el identitarismo pierde a menudo de vista la dependencia recíproca de todas las personas, nuestra coexistencia en un espacio social compartido atravesado por otros factores diferenciadores y a la vez mucho más susceptibles de agregar esfuerzos, identidad colectiva, que las identidades sexuales. La búsqueda de la identidad propia acaba cristalizando así —como parece estar sucediendo en el propio seno del feminismo— en una diáspora de discursos herméticos que dificultan un diálogo horizontal no sólo entre los minorados por su sexo, sexualidad o género, sino entre todos a la hora de afrontar las preocupaciones que, por sernos comunes, más deberían importarnos y asociarnos, como la pobreza o el desastre medioambiental en que estamos cada vez más sumidos.
Por todo ello, el objetivo de cualquier lucha identitaria, más allá de la aplicación efectiva del principio de no discriminación, no debería ser otro que lograr la indiferencia institucional en relación al hecho elemental de vivir en espacios compartidos de personas diferentes (por su identidad sexual, pero también por su diversidad racial, religiosa o étnica). La identidad no puede ser tomada como un campo de batalla aislado de los problemas más inmediatos y urgentes que nos deberían unir.
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2021