La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Elecciones catalanas, líos, trampas y riesgos
I
El teatro político catalán tiene una enorme capacidad de renovación. Cada temporada nos ofrece un nuevo espectáculo, o una nueva versión reciclada del anterior, o una saga, tan del gusto de la industria cinematográfica. La cuestión es tener entretenido al personal y que no se preocupe de los problemas reales. La nueva producción de esta industria se titula “Eleccions 2021”. Cuando se publiquen estas líneas estaremos a catorce días de los comicios, en plena campaña electoral. Finalmente, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya ha tumbado el intento de posponerlas, pero difícilmente ha podido evitar un nuevo lío.
A este embrollo hemos llegado, fundamentalmente, por las manipulaciones y triquiñuelas del propio Govern, aunque, como comentaré después, nadie va a salir indemne. Hacía mucho tiempo que la legislatura estaba agotada, lastrada por una guerra a muerte entre los socios de gobierno (Esquerra Republicana y Junts per Catalunya), enfrascados en su pugna por tener la hegemonía del nacionalismo catalán, la difícil digestión del fracaso del procés y su probada ineficacia en la gestión de lo público. Pero, en lugar de resolver el problema de la hegemonía por la vía electoral, han ido jugando con la fecha de las elecciones en función de la información que les daban las encuestas. Primero Torra anunció que iba a convocarlas cuando se aprobara el presupuesto. Después alegó que era prioritario resolver la pandemia. Cuando los datos de esta mejoraron, volvió a dilatar la decisión a la espera de que su más que probable inhabilitación le diera a su formación el plus de victimismo que siempre le ha funcionado como refuerzo electoral. Luego, la inhabilitación obligó a la convocatoria en fecha fija; una convocatoria que se aprobó en plena segunda ola pandémica y cuando casi todo el mundo estaba seguro de que después de Navidad tendríamos un tercer rebrote, y que en todo caso exigía preparar un proceso seguro, con una buena promoción del voto por correo y una organización eficiente de los colegios electorales. A continuación se produjo el golpe de efecto del nombramiento de Illa como candidato del PSC y ello suscitó un cierto temor en el campo independentista, lo que, unido al rebrote de la pandemia, justificó la propuesta de aplazamiento electoral y una sobreactuación del Govern sobre el riesgo de votar el 14 de febrero. Después vendría la decisión judicial que nos ha conducido a la situación actual. Parece que, como viene siendo la norma, el decreto de aplazamiento era básicamente una chapuza y las posibilidades de que cualquier tribunal lo tumbara eran elevadas. La suma de maniobras, chapuzas y apaños nos ha conducido a una situación sumamente complicada en muchos aspectos.
Hay, además, una subtrama menor que puede haber desempeñado algún papel en todo este juego de idas y venidas. Me refiero a las elecciones del F.C. Barcelona, una cuestión en sí misma trivial, pero que, dado el impacto y la influencia emocional que el Barça tiene en Catalunya, no puede pasarse por alto. Desde siempre el independentismo ha tratado de que el club de fútbol sea uno de sus principales estandartes políticos, aunque, excepto en el caso de Laporta, nunca ha conseguido que la presidencia esté controlada por afines. Para el sector más radical del independentismo, se consideró una traición que el Barcelona jugara a puerta cerrada el partido del 1 de octubre. La abultada derrota sufrida en la Champions facilitaba un nuevo acceso al poder. Un oscuro candidato organizó una exitosa recogida de firmas para plantear una moción de censura, favorecida por el momento de elevado impacto emocional (con un Messi que quería salir corriendo). A pesar de que las nuevas elecciones ya estaban anunciadas, toda la presión de la Generalitat estuvo orientada a provocar el cese de la junta y a adelantar la celebración de elecciones, en las que el independentismo esperaba imponer a un candidato afín, o Joan Laporta o Víctor Font (curioso lo del independentismo: es un empresario con el centro de operaciones en Emiratos Árabes). Además, había un timing interesante: las elecciones del club se celebrarían antes que las autonómicas y, previsiblemente, el vencedor daría su apoyo a algún candidato independentista (algún comentarista sugería que habría un viaje a Waterloo). Con la tercera ola, esta parte de la campaña se ha ido al garete. Finalmente las elecciones futboleras se han aplazado y esta parte de la campaña ha quedado tocada. Algo que no hubiera ocurrido de haberse aceptado la postergación que querían Junts per Catalunya y ERC.
II
Este proceso puede leerse en clave de comedia: como una variante más de la farsa que llevan años representando las diferentes familias del independentismo (a costa de crear una enorme tensión emocional entre sus propias bases y sus detractores); como un ejemplo adicional de su manifiesta incompetencia en la gestión de lo público, puesta de manifiesto de forma exasperante en la gestión de la pandemia. Pero los costes que va a acabar generando obligan a tomárselo mucho más en serio.
En primer lugar, generan una enorme distorsión en los resultados electorales, fundamentalmente porque afectan al nivel de movilización de los votantes, algo que a menudo es una cuestión más determinante del veredicto de las urnas que los trasvases entre espacios políticos. El triunfo de los nacionalistas en las autonómicas se ha cimentado históricamente en un sistema electoral que da un plus a sus votantes y, sobre todo, da lugar a una movilización asimétrica de sus bases. Por esto durante muchos años había en Catalunya un resultado dual: victoria nacionalista en las autonómicas y socialista en las generales. Quizás es difícil prever como afectará el miedo al contagio a la movilización de las respectivas bases, lo que puede alterar de forma significativa el resultado en cuanto a escaños. Mi intuición me lleva a pensar que la situación favorece más a los independentistas que a la izquierda, por varias razones. Tienen una mayor organización capilar, que pueden activar para organizar el voto por correo. Tienen más consolidadas a una parte de sus bases, a las que muchas de las actuaciones judiciales han reforzado en sus convicciones. Están más implantados en poblaciones menores, donde el contagio está más controlado y los colegios electorales reúnen menos gente. En cambio, la izquierda tiene mayor implantación en los barrios y las ciudades, donde la pandemia ha sido más feroz, donde los colegios electorales son más grandes y las colas para votar, más habituales. Y se trata de una situación que está lejos de la tensión ambiental que imperaba en las anteriores. Hay, además, mucha gente cuyas condiciones de vida han experimentado un importante deterioro y que puede ver estas elecciones como un paripé innecesario, un riesgo, por lo que tal vez dejará de votar. Puede que me equivoque, que las cosas sean al revés, que la indignación de las bases independentistas les lleve a abstenerse. Pero la experiencia anterior apunta a lo contrario, y la última encuesta del CIS, que prevé una cierta debacle independentista y un crecimiento de la izquierda, me genera una enorme perplejidad.
En todo caso, sea cual sea el balance final de movilizaciones y desmovilizaciones de votantes, el resultado va a ser nefasto en términos de política postelecciones. Si mis predicciones son acertadas, corremos el peligro de tener una clara hegemonía parlamentaria del independentismo en sus diferentes versiones, lo que garantiza a la vez la continuación de su nefasta acción política cotidiana y un nuevo impulso a los llamamientos épicos a la independencia unilateral y a la república ficticia. Si, por el contrario, el resultado fuera una victoria socialista con un elevado grado de abstención, podemos esperar una sostenida campaña de deslegitimación de los resultados y un previsible bloqueo de las instituciones. Si Trump no pudo imponer sus maniobras, fue en parte porque Biden ganó con una importante movilización del electorado.
Sin embargo, hay un segundo impacto posiblemente aún más nefasto: el de reforzar la cultura antipolítica de una parte importante de la población. Hace ya mucho tiempo que para mucha gente la política es uno de los principales problemas del país (posiblemente en esto no somos los únicos). Aunque persiste una demanda de bienes y recursos públicos, para muchas personas no hay una relación clara entre la actividad política y las políticas públicas. A esta incomprensión han contribuido muchos factores, desde el poso de tradiciones antidemocráticas hasta el bombardeo ideológico neoliberal (no sólo explícito; mucho de él está encubierto en los mensajes de la publicidad y las técnicas de marketing), las formas de vida individualistas, lo alejada que está la política de la vida cotidiana de la gente (mayor cuanto más bajo se está en la escala social) e incluso el sano recelo de la gente normal frente al poder. A este desprestigio han contribuido con diligencia las propias organizaciones políticas y sus líderes: corrupción, ineficacia, uso reiterado de eslóganes, regresión del debate político al nivel de las tertulias televisivas, falta de democracia interna, puertas giratorias y sometimiento a los poderes económicos, etc. Mucha gente anda escamada, y la gestión de la pandemia no ha hecho más que aumentar justificadamente sus recelos. El debate confuso en torno a la fecha de las elecciones, o la insistencia de algunos partidos (fundamentalmente los del Govern) en organizar mítines con movilidad entre municipios, suponen acrecentar aún más este temor.
Defender una cultura democrática en el contexto actual obliga a organizar con mucho esmero el proceso. Facilitar al máximo el voto por correo. Incrementar el número de colegios electorales, reforzar las medidas de seguridad, quizá organizar turnos. Suministrar equipos y atención a las mesas electorales, etc. En vista de cómo se han gestionado la crisis sanitaria y la crisis social —la falta de rastreadores, el bloqueo de la sanidad privada, los problemas de gestión en las escuelas—, no hay ninguna garantía de que las cosas vayan a ir bien. Y, para la gente menos politizada (que posiblemente sea la mayoría), estas elecciones pueden equivaler a la obligación de asumir un riesgo simplemente para legitimar a las élites políticas.
Es una situación que tiene su máxima expresión en los miembros de las mesas electorales. Cualquiera que alguna vez haya formado parte de una mesa o haya sido apoderado habrá constatado tres cosas contradictorias a la vez: la importancia que tiene el buen hacer de las mesas en la existencia de unas elecciones limpias, la dedicación y seriedad con que la gente se toma la tarea y, al mismo tiempo, el cabreo y la sensación de injusticia con que viven el hecho de tener que dedicar un domingo entero a algo que no acaban de entender. Este tercer elemento sale muy reforzado en el momento actual. Hay mucha gente que ha pasado miedo, que se ha aislado para evitar el contagio y que ahora se siente expuesta a un riesgo forzado por un deber democrático que nadie nunca le ha explicado adecuadamente. Es cierto que hay en ello una cierta dosis de doble moral, pues a lo largo de toda la pandemia nadie ha cuestionado el riesgo que han corrido, y corren, millones de personas trabajando en actividades en las que los contactos son mucho más continuos y frecuentes que en una mesa electoral. Pero hay circunstancias muy complejas, y superar estos temores requería una buena campaña pública de información y el despliegue de unos medios que están por ver. Todo el lío previo de las fechas, el enfrentamiento judicial, etc. no ha hecho más que empeorar la comprensión de la situación y la sensación de inseguridad. Tal como se plantean los comicios, corremos el riesgo de que este proceso electoral ahonde en reforzar tendencias antidemocráticas de fondo, la despolitización y la incapacidad de generar acción colectiva.
III
La izquierda —entendiendo por ello el espacio de Els Comuns; el Partido Socialista hace demasiado tiempo que renunció a las políticas socialdemócratas— llega mal colocada a estas elecciones. Lo vemos en sus planteamientos a nivel estatal y lo constatamos en Barcelona en las parcelas municipales que gestiona. Lo cual no quiere decir que sea lo mismo que la derecha (la local o la estatal) y que dé lo mismo quién ocupe el poder. Pero la única forma de que las cosas cambien un poco depende de que exista un espacio político a la izquierda que fuerce, anime, genere debate y altere en la medida de lo posible la lógica de las políticas dominantes. Lo hemos visto a nivel estatal con el papel jugado por los ministros de Unidas Podemos en temas como los ERTE o los alquileres, y lo constatamos a escala local: que Barcelona sea una de las ciudades con mayor gasto social per cápita tiene que ver con que hace años que esta área ha sido gestionada por ICV primero y Els Comuns ahora. Por esto el resultado que puedan obtener es un motivo de reflexión.
Consolidar un espacio a la izquierda es difícil en todas partes. Hacerlo en Catalunya tiene añadida la cuestión nacional, un tema en el que las emociones juegan un papel tan importante y en que cualquier toma de posición corre el riesgo de generar respuestas radicales. Llevo meses leyendo textos inflamados de amistades que se sitúan en uno u otro bando. ICV tuvo el gran mérito de surfear durante muchos años la situación y mantener una cuota electoral de entre el 6 y el 10%. La llegada de Els Comuns, a rebufo de la oleada generada por el 15-M, que incorporaba un buen puñado de gente joven, con energía y con un liderazgo de un carisma social imponente, fue una oportunidad enorme para reforzar este espacio. Pero, al menos de momento, ha sido una oportunidad perdida. O se produce un resultado inesperado, o las próximas elecciones van a situar la cuota electoral en la banda baja.
Els Comuns han cometido muchos errores y han sido víctimas de una situación difícil de manejar. Han visto como una parte de su base potencial (curiosamente ligada a las culturas marxistas más tradicionales, tanto prosoviéticos ortodoxos como trotskistas) era abducida por el encanto del procés y en algunos casos por sus prebendas. Han tenido que hacer frente a un competidor en el espacio alternativo (la CUP) que practica un radicalismo escenográfico y tiene a la vez una enorme proximidad a Junts per Catalunya, pero que es capaz de atraer a gente joven poco experta. Han padecido la dificultad de elaborar una línea clara que les desmarcara tanto del procesismo como del falso constitucionalismo de la derecha y las actuaciones de muchos jueces conservadores. Pero, sobre todo, han fracasado a la hora de construir una verdadera organización política capaz de trabajar a largo plazo, de consolidar relaciones estables con su entorno social, de crear espacios de reflexión que ampliaran su presencia y mejoraran el proyecto. Y es que en el trabajo político las cuestiones organizativas son cruciales. Y consolidar un proyecto solo es posible si existe un marco de relaciones internas que posibilita, a la vez, el sentido de pertenencia y la posibilidad de participar libremente. Y esta falta de estructura organizativa bien diseñada genera en mucha gente una sensación de extrañamiento que no favorece la movilización. Las circunstancias tan dramáticas y complejas en las que se van a celebrar las elecciones constituyen una prueba de fuego para ver si, a pesar de todo, hay una base de cambio o, por el contrario, constatar un fin de ciclo. Nunca me gusta hacer de agorero. Siempre hay que tratar de mejorar lo que sea factible. Simplemente, me parece necesario poner de relieve los muchos interrogantes que plantea una cita electoral largo tiempo esperada pero al mismo tiempo complicada.
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2021