La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Izquierdo Escribano
El Covid-19: la inmigración y la integración
La tesis del artículo
Desde hace medio siglo son malos tiempos para los inmigrantes, y probablemente, sean aún peores los que vendrán después de la pandemia. Esta enfermedad les inmoviliza y descapitaliza, y, según los primeros datos recabados por la OCDE, sus tasas de contagio y de mortalidad, superan a las de los autóctonos. Las enfermedades infecciosas, como demostró Mackeown, hacen más daño a los más vulnerables (OECD, 9-10-2020).
Lo cierto es que la pandemia agrava la precariedad laboral y, como consecuencia, repercute negativamente en el estatus legal de los foráneos. Como resultado de lo anterior, la integración de ellos y de sus hijos, es decir, su equiparación con los ciudadanos nativos, va a experimentar un claro retroceso. El impacto de la crisis provocada por el Covid-19 en el ámbito jurídico, laboral y cultural producirá más irregularidad, marginación y racismo. En definitiva, lo que se va a resentir, más profundamente, es la integración de los inmigrantes que ya están aquí.
Sin embargo, la quiebra de los flujos no será tan duradera. El caudal se debilitará mucho en los años inmediatos, pero, se recuperará antes de que lo hagan los indicadores de integración. Desde luego se dificultará, aún más, la entrada de los inmigrantes menos cualificados añadiendo más medios para el control. Lo cual va a encarecer los costes de la migración. Sin embargo, las personas que estén decididas a emigrar, – que son menos de las que cualquier europeo se imagina-, y dispongan de medios para emprender el viaje, no van a desistir por miedo al virus.
La tesis que se argumenta en este artículo es que el Covid-19 va a implicar sacrificios mayores para los inmigrantes establecidos, pero va a minar menos a los flujos. Los retornos no se espera que sean masivos y, tras un lapso de tiempo, la naturaleza de las entradas seguirá ahondando su desconexión respecto del crecimiento económico y diversificando los motivos que empujan al desarraigo. En definitiva, la crisis del Covid-19, va a pesar más, y durante más tiempo, en la integración de los inmigrantes que en la renuncia de los decididos a emigrar.
La pandemia de la inmovilidad geográfica y de la rebaja social
El capital de los migrantes es la movilidad, y, de ahí, que esta pandemia sea su ruina. Su principal riqueza reside en la valentía de enfrentarse a la vida en un país extraño con el fin de dar comienzo a otro ciclo de su existencia. Impedirles salir de dónde no hay para dirigirse hacia donde hay, es, una suerte de prisión. Los que emigran lo hacen porque allí donde viven no son libres de desarrollar sus capacidades. Un buen número de los que se desplazan están dispuestos, al menos en los primeros años, a sufrir el desclasamiento en el empleo y a empeorar la calidad de su vida social, pero todo eso, a cambio, de más libertad, seguridad y esperanza de vida.
Lo que puede salvar a los inmigrantes en esta pandemia es ser los primeros en engancharse a la recuperación cuando den los primeros pasos. Ser la mano de obra que levante los servicios aún tambaleantes y desempeñe los empleos más precarios. La condición para que ejerzan de “cobayas” en los inicios de la recuperación es que no se les discrimine de antemano apoyándose en una información errónea o en la cruda discriminación. Eso es lo que ocurre cuando no se les contrata porque se cree que compiten con los españoles no cualificados. Bien pudiera ser que ese inmigrante haya llegado recientemente y no sepa el idioma, y que el joven nativo sea promocionado por ese motivo a tareas de coordinación y de comunicación dentro de la misma rama de actividad. En otras palabras, los inmigrantes pueden aupar laboralmente a los nativos poco cualificados.
No disponemos, en el momento de redactar el artículo, de datos consolidados y desagregados respecto de los flujos exteriores ni tampoco sobre los desplazamientos intraeuropeos. Verosímilmente, unos y otros, se han hundido. El virus sigue estando muy presente. De modo que sólo cabe hacer hipótesis más o menos plausibles. Habrá que esperar aún un par de años para poder refutarlas, confirmarlas o matizarlas. El margen de error en esas predicciones va a depender de la situación en las comunidades de origen; del coste del viaje hacia la UE; y de las políticas de control en el acceso. Pero también de la calidad de los datos. Así que para hacer pronósticos sobre el futuro de la inmigración sólo podemos apoyarnos en los antecedentes [1].
Sabemos más de cómo está influyendo esta pandemia en la integración de los inmigrantes que están viviendo en los países de la UE. Y sobre la tendencia que observamos en las actitudes de los nativos respecto de la instalación de nuevos inmigrantes. También se dispone de datos sobre las políticas públicas emprendidas contra la discriminación y para evitar el racismo. Desde luego hemos acumulado más conocimiento sobre los resultados de las políticas de integración laboral, residencial, lingüística y cultural respecto de los inmigrantes que llevan años residiendo en los países europeos. También hay suficiente evidencia sobre el aumento de la irregularidad y el retroceso en materia de derechos [2].
La tendencia que se seguía, antes de la pandemia, era la de la reducción de los fondos públicos para la integración de los foráneos. Es previsible que, como consecuencia del Covid-19 y del incremento de gasto social en otras necesidades, se amplíe el recorte presupuestario en materia de integración de la población extranjera [3].
Dos preguntas de distinta naturaleza
Vamos a reflexionar alrededor de dos cuestiones. En primer lugar, nos preguntaremos quiénes son, previsiblemente, los que van a venir, y si coinciden con quiénes queremos que vengan. El otro interrogante indaga respecto del recibimiento que, probablemente, se les dispense. Así pues, una pregunta mira hacia los flujos, y la otra se fija en la integración.
La pregunta científica
¿Esta pandemia va a quebrar la estructura de las migraciones en la UE? Es decir, romperá con su naturaleza que es, eminentemente, de fuga, y no de encandilamiento. ¿El perfil de los decididos a emigrar será otro distinto? O, por el contrario, acelerará y agudizará las tendencias que se venían produciendo. En definitiva, se trata de una crisis que afecta al motivo del desplazamiento o, más bien, influye en la oportunidad del mismo.
Ocurre que, al contrario de lo que se suele creer, la razón que domina a la hora de emigrar, en los últimos tiempos, no es el laboral. A la mayoría de los que emprenden el viaje no les atrae las ofertas de empleo que se abren en los países europeos. O, al menos, esa atracción no les resulta tan irresistible en comparación con los riesgos que implica la emigración. La razón principal de su migración hacia Europa es la carencia de libertad, la inseguridad vital y la imposibilidad de poder desarrollar las capacidades en el país de origen. No es el hambre.
Este cambio de acento en los motivos para emigrar se concreta en dos tendencias. Una es el protagonismo que han adquirido la emigración familiar y la basada en razones humanitarias. Esas dos rúbricas copan, en los cinco últimos años, más del 50% del volumen de los flujos hacia los países desarrollados. La vía familiar sobresale en la migración hacia los EEUU de Norteamérica; y la causa del refugio lo ha hecho en la migración que recibe la UE. La segunda tendencia es el reclamo de inmigrantes muy cualificados (y la demonización del no cualificado) con la esperanza de que nos conduzcan a otro período de crecimiento. Esto es lo que significa forzar la naturaleza de las migraciones, a saber: atraer a los que no necesitan desplazarse e impedir que entren los que huyen de los desastres.
La pregunta política
El intento de forzar las tradiciones migratorias se apoya en la segmentación de la estructura social en los países de la UE. La destrucción, primero, de la clase obrera industrial, y, después, de la clase media servicial, producen una airada reacción antiinmigrante. Y surgen partidos políticos que canalizan la ira contra el forastero pobre. La estructura económica también se ha transformado, pero continúa demandando mano de obra para trabajos poco cualificados. Así que la gestión capitalista de las migraciones habría de contemplar las conveniencias coyunturales y las necesidades en un plazo más largo. Sin embargo, las elecciones se mueven entre los espasmos sociales y escándalos políticos, y, es de todo punto evidente, que no hay lugar para pensar más allá de la refriega instantánea.
Los miedos que atribulan ahora a un espectro cada vez más amplio de trabajadores y familias en los países de destino se resumen en la siguiente pregunta: ¿Acudirán todos los parias africanos a disfrutar del bienestar europeo? La respuesta que podemos dar es que no serán los pobres que genere esta pandemia los que vayan a emigrar. No emigrará la mayoría de los arrojados a la exclusión en los países ricos, ni tampoco los desheredados del resto del mundo. No querrán hacerlo ni, previsiblemente, podrán hacerlo. La mayoría carece de medios, de información y, además, teme al fracaso y al riesgo. Dejemos sentado desde ahora que no emigran todos aquellos que pueden hacerlo, sino, únicamente, una parte de aquellos que lo desean con fuerza. Son muchos más los que no quieren dejar su comunidad que los que no pueden hacerlo.
Sin duda el vocabulario que se ha instalado en los medios (avalancha, invasión, oleadas) dan forma a las inquietudes de las atemorizadas clases “medias” europeas y a la desesperación de los empobrecidos obreros manuales. A los primeros les inquieta que los “venideros” les disputen la atención sanitaria y la plaza en el colegio al que acuden sus hijos. Y si, por ese motivo, aumentará aún más el deterioro de la sanidad y de la educación. A los segundos, les agobia el avance de la precariedad laboral. Hace décadas que las clases proletarias de Francia, Inglaterra o Italia se manifiestan al respecto. En definitiva, los partidos clásicos temen la revuelta electoral de los ocupados que entonces, no tenían miedo a la presencia inmigrante, y que, ahora, ante la experiencia de su descenso social, se revuelven contra los foráneos.
Del final del crecimiento (1973) y la independencia relativa de las migraciones respecto de la evolución de la economía
Los datos anuales de las migraciones internacionales han de tomarse con suma prudencia. Un análisis equilibrado requiere contemplar la evolución durante un período de tiempo más prolongado. Una década, sin crisis podría valer, pero vivimos un decenio catastrófico. Las graves consecuencias que, en materia de desigualdad, tuvo la recesión de 2008-13, aún colean. Y no hemos levantado la cabeza cuando aparece súbitamente una pandemia global que nos precipita en la miseria política y la depresión económica. Nos comportamos como el homo clausus de Norbert Elias o como gregarios insensatos. Pensar las migraciones en las actuales circunstancias exige echar la vista más atrás.
Los flujos migratorios que tuvieron lugar en la época dorada del crecimiento (1945-73) estuvieron protagonizados por mano de obra, principalmente europea, que fu reclutada para la reconstrucción de las economías industrializadas [4]. En ese contexto de fuerte aumento del empleo se produjo una intensa movilidad en la que los retornos y las reemigraciones fueron frecuentes y masivos. He aquí dos ejemplos que evidencian aquella fluidez de movimientos: el 66% de los trabajadores invitados en Alemania retornaron a sus países de origen entre 1961-76 y, por otra parte, la libre circulación de los argelinos se tradujo en 740.000 entradas y 561.000 salidas entre 1947 y 1953 (Sopemi, 2009).
En otras palabras, los países de la Europa meridional y del Este abastecían de mano de obra a los de la Europa occidental. Eran los años en los que los turcos, griegos, españoles, portugueses, italianos, polacos o yugoslavos se dirigían, entre otros países, hacia Alemania, Francia, Suiza, Reino Unido o Bélgica. Esos tiempos han quedado inmortalizados en el libro titulado Un séptimo hombre. Una obra extraordinaria, ilustrada con fotografías de Jean Mohr y texto de John Berger, en la que resulta claro que “el sistema económico ya no puede seguir existiendo sin la mano de obra inmigrante”. En resumen, durante los treinta gloriosos dominaron los flujos laborales europeos con una alta movilidad [5].
A partir del crack de 1973 se aplican políticas restrictivas para las migraciones laborales. Sin embargo, las migraciones continúan, pero cambiando su procedencia y naturaleza. Se inicia un período en el que dominan las migraciones familiares, extracomunitarias, y por razones de refugio. De modo que hasta finales del siglo XX la inmigración ha estado liderada por las corrientes no discrecionales, es decir, las sostenidas por los derechos humanos. La excepción laboral durante estas dos décadas fue la del mercado laboral suizo que aceptaba mano de obra; y la migración étnica que, desde finales de los 80, protagonizaron tres millones de “descendientes” que ingresaron en Alemania. En el último cuarto del siglo XX destacan las migraciones que son relativamente “independientes” de la dinámica económica.
Las migraciones laborales han desempeñado, sin embargo, un papel importante desde 1995 hasta 2007. Y lo han hecho en dos direcciones opuestas. Por un lado, la masiva inmigración de mano de obra (que se ocupa en empleos poco cualificados) hacia los países de la Europa meridional, así como el impacto migratorio que ha tenido la ampliación de la UE. Una parte de la corriente inmigratoria que recibió la Europa del Sur y también de la que procedía de la ampliación comunitaria engrosaron la inmigración en situación irregular. La otra dirección que ha tomado la demanda laboral ha sido la decidida apertura a los inmigrantes altamente cualificados.
Se han tomado medidas para atraer a profesionales muy cualificados que se cree que serán capaces de impulsar otro ciclo de crecimiento rápido y sostenido en las economías avanzadas. En cambio, se considera que los inmigrantes poco cualificados son los que generan un amplio rechazo social por su (mal calculado) impacto entre los no cualificados nativos y, sobre todo, debido al escaso éxito en la integración de ellos y de sus hijos. El análisis que ofrecen Banerjee y Duflo matiza su repercusión (en el caso de los no cualificados) y cuestiona (cuando analiza el impacto de los cualificados) las creencias más extendidas. Por otro lado, estando acreditado que los menos formados padecen durante mucho tiempo la precariedad laboral, así como el aislamiento social y residencial; el encaje laboral de los excelentes tampoco está a salvo de contrariedades y obstáculos a su llegada, tales como la de la homologación de sus titulaciones o la no disponibilidad de un empleo que se adecue a su especialización.
La desconexión: el auge de las migraciones comprometidas frente a las discrecionales
Las tendencias registradas en las últimas décadas confirman la tendencia hacia la desconexión y evidencian el predominio de las corrientes no discrecionales respecto de aquellos flujos que se pueden controlar sin cortapisas. En otras palabras, las migraciones sostenidas en los derechos, como ya se ha apuntado, han prevalecido sobre las corrientes estrictamente laborales. Esa evidencia empírica demuestra la insuficiencia de la explicación que se basa en la ley de la oferta y la demanda y la necesidad de echar mano de enfoques socioculturales y de argumentos políticos para comprender el grueso de los actuales movimientos migratorios. La perspectiva de las redes de afectos y de paisanaje o el de la acumulación de motivos que empujan a las gentes (de modo individual o colectivo) a salir de lo conocido y aventurarse hacia lo desconocido nos aconseja pensar en los fundamentos sociales del hecho migratorio.
Con los mejores datos en la mano se puede comprobar que el grueso de los flujos ha estado protagonizado por las migraciones familiares para la permanencia. Empezando por el reagrupamiento de los familiares (35%) que se quedaron a vivir en el país de origen; y siguiendo por el trabajador permanente que entra ya acompañado por su familia (6%). El otro flujo significativo es el debido a razones humanitarias. Entre un 16 y un 11 por ciento de las entradas han estado a cargo de los refugiados que piden protección (OCDE, 2019).
Concretamente, en el sexenio que transcurre entre el final de la última crisis financiera y la irrupción de la Pandemia, alrededor del 55% de los flujos los protagonizan inmigrantes cuya acogida es obligada. Se trata de acogidas enmarcadas en los convenios de derechos humanos y los compromisos internacionales, en particular, del derecho a vivir en familia, y del deber de acoger a los perseguidos. El resto de las entradas en los países de la UE están vinculadas a corrientes discrecionales, es decir, sometidas a la voluntad y conveniencia de los estados miembros del club comunitario. Nos referimos a los desplazamientos de trabajadores temporales, a los flujos de estudiantes y a los movimientos de personas destinadas por sus empresas a otros países de la UE en el cuadro de la libre circulación.
El panorama pre-Covid
En los tres años previos a la crisis del Covid-19 aumentaron las migraciones permanentes, disminuyeron las humanitarias, pero, sobre todo, crecieron las migraciones temporales para desempeñar un trabajo y las entradas de estudiantes universitarios. Es decir, tras el crack económico y financiero se ha vuelto a autorizar la entrada de inmigrantes para trabajar temporalmente en la construcción, la agricultura, manufacturas y transporte de mercancías. Y también se impulsa la incorporación de los trabajadores altamente cualificados (ingenieros informáticos, médicos y enfermeros) así como de aquellos profesionales y cuadros que son enviados por las empresas multinacionales. Ciertamente durante estos años se produjeron algunos avances en la integración laboral de los inmigrantes, aunque fueron desiguales y de menor calado. La integración es un proceso más complejo, lento y multifacético que la incorporación al mercado de trabajo.
La inclusión en el mercado laboral de los inmigrantes que han entrado en los últimos cinco años, aunque sea en condiciones laborales de mayor precariedad (temporalidad, desempleo, trabajo involuntario a tiempo parcial) que los nativos, se ha visto beneficiada por la reactivación económica que siguió a la recesión de 2008-2014. Pero sus desventajas en cuánto al dominio del idioma, los derechos adquiridos, la calidad de sus viviendas y el menor poder de sus contactos, son un lastre demasiado pesado para ser neutralizado en un sólo lustro. Antes de la pandemia sus tasas de pobreza superan el 30%, el hacinamiento dobla el de los autóctonos y la brecha digital está asociada a su vulnerabilidad. A todo ello se une su concentración en sectores productivos intensivos en mano de obra y, en las crisis, muy expuestos a la destrucción de empleo.
El escenario quedaría incompleto si a ese catálogo de desigualdades no se añade el creciente rechazo de las opiniones públicas. Los primeros en reaccionar fueron los trabajadores menos cualificados, a los que ahora se suman crecientes franjas de las clases medias dañadas, primero, por la crisis financiera, y, ahora, por la pandemia. La evidencia de que los inmigrantes menos y más cualificados (jornaleros agrícolas, repartidores, médicos y enfermeros) estuvieron trabajando durante el confinamiento recogiendo las cosechas, transportando los alimentos y cuidando a los enfermos no ha sido capaz de neutralizar el rechazo.
El panorama que se acaba de describir abunda en la diferente naturaleza de los flujos, en las inercias de su acumulación y en su relativo desapego respecto del crecimiento económico. La hipótesis que aquí se sostiene es que con la pandemia se desplomarán los flujos, pero aún será mayor su incidencia en la integración de los refugiados, de los trabajadores temporales, de los inmigrantes permanentes con menos años de residencia y de las familias. En otras palabras, los flujos no discrecionales y, por tanto, en cierta medida “desconectados” del fluir económico se recuperarán antes de lo que lo hará la inclusión social. La inmovilidad impuesta por el Covid-19 va a producir, con toda probabilidad, un aumento de la irregularidad documental entre los trabajadores más recientes, los refugiados y los estudiantes.
Regularizar sin presumir
El Covid-19 ha cerrado las fronteras de los países y ha encerrado en sus domicilios a los ciudadanos. Sin embargo, hay diferencias notables entre ellos. Las familias y personas acomodadas han podido confinarse durante más tiempo y en mejores condiciones que los “no ciudadanos” y los más vulnerables. Los no ciudadanos, es decir, los inmigrantes no comunitarios, se cuentan también entre los más expuestos a la enfermedad porque son los que menos tiempo pueden resistir confinados (Izquierdo, 2020). Durante la pandemia ellos han recogido las cosechas, repartido las compras, limpiado y cuidado en los hogares, en definitiva, han trabajado en el mantenimiento de servicios básicos.
El resultado de maniatar la movilidad y la imposibilidad de traspasar las fronteras ha supuesto que los retornos a los países de origen no se hayan producido y, por lo tanto, los inmigrantes recientes y los trabajadores con una autorización temporal se han quedado en los lugares de destino más allá de lo que autorizaba el permiso oficial. En tales circunstancias es muy probable que aumente la irregularidad, así como la exclusión laboral y social. En particular entre los inmigrantes que llevan menos tiempo y que no tienen acceso a las ayudas sociales, seguros de desempleo u otras medidas públicas que han tratado de paliar la pérdida de ingresos para sobrevivir. Las organizaciones civiles solidarias han sido el soporte más efectivo para la población inmigrante que ha caído en la pobreza y en la indocumentación.
En este escenario de vulnerabilidad es en el que aparece la reclamación de regularizaciones de inmigrantes sobre todo en aquellos países cuyo mercado de trabajo (como ocurre en España) se ha visto más golpeado por la pandemia. Dos naciones del sur de Europa (Italia y Portugal) han puesto en práctica esta medida, aunque con un diseño distinto.
La regularización en Italia ha sido más canónica que la de Portugal. Las estimaciones más bajas hablaban de 200.000 irregulares, pero han acudido poco más de 30.000 solicitantes. Los requisitos para regularizarse incluían un compromiso del empleador de completar las cotizaciones e implicaba un gasto de unos 400 euros. Ha sido una regularización publicitada (y acotada a ciertos sectores productivos) que, por eso mismo, se enfrentaba a las reticencias de la opinión pública. El compromiso del empleador y los gastos a los que tenía que hacer frente, ayudan a explicar el magro resultado.
Por el contrario, la “regularización portuguesa” no ha sido tal o al menos no ha transitado por las vías canónicas. Ha sido más flexible y discreta. En realidad, se ha tratado de una prolongación de los permisos de residencia y trabajo para sostener la legalidad de los inmigrantes y permitirles acceder a los servicios sanitarios. Se ha tratado, ante todo, de garantizar la salud de los inmigrantes indocumentados y, con ello, de reducir el impacto de la pandemia en el conjunto de la población.
Hay argumentos a favor y en contra de las legalizaciones masivas y también experiencias de las que se pueden extraer provechosas enseñanzas.
El primero de los argumentos que rechazan las legalizaciones masivas es que la amnistía premia e indulta a los que transgreden las leyes. Esta objeción menosprecia las limitaciones legales, y la inadecuación de la política migratoria, para que los inmigrantes menos calificados puedan acceder a un empleo en condiciones legales. En realidad, la mayoría de los regularizados, a tenor de los datos obtenidos en el estudio comparado de las regularizaciones, han entrado legalmente con visados de turistas, han encontrado empleo y han prolongado su residencia más allá de lo estipulado en la visa inicial.
Una segunda objeción afirma que las regularizaciones atraen a nuevos inmigrantes de modo que el contador de irregulares sigue en el mismo punto que antes de la legalización. Las enseñanzas extraídas de las encuestas levantadas con motivo de las regularizaciones en EEUU, Italia o España, muestran que esa medida pesa poco en la decisión de emigrar. Afecta, más bien, al calendario de los que ya estaban resueltos a marchar, es decir, les apremia a hacerlo.
Además, no hay un solo procedimiento de regularización, ni un solo modo de afrontar el aumento de la inmigración en situación irregular. Frente a las regularizaciones masivas, están las practicadas caso por caso que se realizan con más discreción. Pueden ir dirigidas hacia los sectores deficitarios en mano de obra o a aquellos con necesidades más estratégicas. La clave del éxito reside en los criterios para quedar incluido en la operación, y, desde luego, en la verificación de los datos que deben reunir los candidatos. También se puede enfocar la regularización hacia los solicitantes de asilo que han sido rechazados y se han quedado en el país. E incluso disponer de un procedimiento permanente de regularizaciones “merecidas” para los inmigrantes que dominan el idioma y desempeñan un trabajo, aunque el empleador no lo haya declarado.
En realidad, el volumen de inmigrantes en situación irregular se debe a varios factores tales como: la insuficiencia de las vías para la contratación legal; la presencia de una “cultura de la informalidad” en determinados sectores del empresariado; la falta de experiencia y de implicación de los agentes privados para la contratación en origen de los trabajadores extranjeros; la sensación de impunidad debida a la insuficiencia de las inspecciones laborales con el fin de controlar las condiciones de trabajo; y, por último está la prueba de que eludir la legalidad conlleva, en el peor de los supuestos, una penalización menor que el coste de observar escrupulosamente la legalidad.
Integración: la tarea más importante
Si la tasa de paro de los inmigrantes es mayor que la de los nativos. Si también su vivienda en alquiler está en peores condiciones de habitabilidad. Y si, por fin, sus hijos no obtienen unos resultados escolares equivalentes a los de los autóctonos, entonces, es que la integración social de los inmigrantes y de sus familiares es insatisfactoria. Si a eso añadimos que después de una década de vida en el país de destino no dominan bien el idioma, ni participan en asociaciones cívicas, ni votan en las elecciones políticas, entonces, podemos concluir que la integración en la ciudadanía tampoco se ha producido. Si, por fin, comprobamos que, durante la pandemia, los inmigrantes jubilados se han visto más afectados por la enfermedad debido a limitaciones lingüísticas, a falta de información, de recursos materiales y de habilidades informáticas y han experimentado serias dificultades para el acceso a los servicios sanitarios, entonces, tenemos que pensar que la integración ha fracasado.
Ha quedado claro que no podemos prever el tiempo que van a tardar algunos flujos en reactivarse. No sólo por carecer de precedentes equiparables, sino porque son varios los países de la UE que no miden los flujos de manera fiable y desagregada. Sin embargo, adelantarse a lo que está por venir, es una de las claves de una integración exitosa. La anticipación del caudal, pero sobre todo de la composición y de la naturaleza de la inmigración. En efecto, la capacidad de prevenir nos ayuda a disponer de los medios humanos y materiales que, presumiblemente, serán necesarios para no verse desbordados en la acogida. Pero lo más importante es que una intervención precoz influye sobremanera en el curso que va a seguir la integración (OCDE, 1-1 2020).
Hasta la fecha de los flujos sólo hay indicios e hipótesis. En cambio, son muchas las certezas respecto de los inmigrantes que viven en los países europeos desde hace años. Sabemos, para empezar, que cada año que pasa son más numerosos. En efecto, el censo de personas nacidas fuera de la UE no ha hecho más que crecer en las últimas décadas. Y esa es la población foránea sobre la que se aplican las políticas de integración. Son personas asentadas y familias que han decidido echar raíces. Además, conocemos con bastante exactitud y perspectiva cuál ha sido la evolución de la integración social y política de los inmigrantes y de sus hijos. Es decir, cuál ha sido el resultado de las acciones públicas emprendidas con el objetivo de reducir las desigualdades y de convertirlos en ciudadanos de pleno derecho en las sociedades receptoras.
No sólo sabemos que ha aumentado su número, sino también que proceden de un abanico más amplio de países. Es decir, que son más diversos étnica y culturalmente. Y conocemos algo más importante desde el punto de vista de la igualdad, a saber: que una gran cantidad de los más recientes, de aquellos que han llegado huidos, tienen menos recursos educativos y son más frágiles física y mentalmente. Por lo cual se encuentran en desventaja desde el comienzo del proceso de integración. Sabemos, también, que los descendientes de los migrantes son más numerosos. Y disponemos de abundantes estudios que prueban que estos descendientes siguen estando en desventaja respecto de sus pares nativos debido a su crianza en hogares pobres y marginados. Es decir, las cargas que pesan en su desarrollo son una herencia familiar. La exclusión social se transmite de una generación migratoria a la siguiente como rigurosamente han demostrado Telles y Ortiz. Y las políticas de igualdad no han sido capaces de neutralizar este hándicap.
En resumen, la integración social de los inmigrantes más vulnerables ha resultado fallida, tanto en lo que respecta a los mayores como en lo que se refiere sus descendientes. A eso se añade, en esta década de crisis, que las opiniones públicas de los países que los han acogido vuelcan sobre los foráneos sus frustraciones laborales y culturales (aunque tengan otra raíz) y presionan para que se reduzcan los gastos en la integración. Pero es ahora, en medio de la pandemia provocada por el Covid-19, cuándo más importancia adquiere esta inversión a largo plazo. El error está en creer que desenganchar a una parte de la sociedad no repercute en el resto.
Invertir en formación y comprometer a los ciudadanos más despiertos
Otro hecho comprobado es que las migraciones van cambiando a lo largo de la historia tanto en sus motivaciones como en su perfil social. El notorio fracaso cosechado en la integración de las generaciones “invitadas” para la recuperación en los treinta gloriosos, no tiene necesariamente que repetirse en las generaciones más recientes, incluidas las huidas por razones humanitarias. Si se analiza con cuidado todo lo hecho, se puede aprender de los errores que se han cometido. Vamos a reflexionar, para no tropezar en la misma piedra, acerca de los fundamentos tradicionales y las inquietudes actuales al respecto de la integración [6].
Los tres pilares básicos de la integración han sido el desempeño en el mercado trabajo, el dominio del idioma y la educación de los descendientes. En lo que respecta al desarrollo en el trabajo hay tres frentes que atender: el desclasamiento, la formación continua y el reconocimiento de las competencias profesionales. En otras palabras, se trata de reducir la desviación entre la titulación del inmigrante y el empleo ocupado. Para ello hay que verificar cuál es la formación reglada del inmigrante y no presuponer que sólo es apto para ocupar un empleo descualificado. Ignorar la instrucción formal o desvalorizarla por haberse alcanzado en otro país no sólo es una pésima decisión económica, es, sobre todo, una discriminación basada en un punible prejuicio cultural.
Sucede, como antes se ha apuntado, que las últimas inmigraciones masivas que ha recibido la UE han estado integradas por huidos de las catástrofes bélicas, de enquistadas violencias étnicas o religiosas, y de frecuentes desastres ambientales. El caso es que estos huidos llegan con escasos títulos educativos y un gran desconocimiento del idioma. Ante estos flujos humanitarios caben, en esencia, dos posiciones. La primera es la de, una vez cubierto un mínimo de acogida, abandonarlos a su suerte y que se busquen la vida. Esta vía conduce con frecuencia a la irregularidad. La segunda opción, la que ha tomado Alemania, es la de considerarlos una población en la que hay que invertir recursos para su formación lingüística con el fin de aumentar y acelerar su inserción en el mercado de trabajo. Esta opción lleva aparejada el reconocimiento de sus competencias, así como de su experiencia laboral real, aunque no dispongan de una titulación formal que lo acredite.
De modo que para achicar el espacio de la descualificación y conectar la titulación (o la experiencia) del migrante con los cambios del mercado de trabajo es preciso invertir en el aprendizaje del idioma y en la formación continua. Por lo general, los foráneos, y más los recién llegados, tienen más necesidad de formarse que los nativos debido a que arrancan desde una posición más frágil y se enfrentan a más obstáculos en su promoción laboral. Sucede, como ya se ha dicho, que los empresarios desconfían de la calidad y contenidos de sus titulaciones obtenidas allende el país de acogida. Dos buenas iniciativas al respecto son la comprometer a las empresas en la evaluación y la comprobación práctica de las destrezas profesionales; y la de implicar a los inmigrantes más exitosos en la formación de los más recientes. En resumen, para vencer la desconfianza en las cualificaciones, y evitar en lo posible el desclasamiento, conviene invertir en formación de los inmigrantes recientes e implicar a la sociedad civil.
Y respecto a los que están decididos a emigrar es menester anticiparse proporcionándoles buena información sobre las ofertas de empleo y las condiciones de las mismas. Así como vincular la empresa, el puesto de trabajo y las competencias del candidato. En resumen, hay que diseñar una estrategia de información y de coordinación entre los agentes del mercado de trabajo en el país de destino y los decididos a emigrar en el país de origen.
Consideraciones sobre la inmigración en España
En la comparación con los países más desarrollados de la UE, España ha llegado con retraso a la transición migratoria. Hasta el final de los treinta gloriosos fue un país de emigración con un saldo migratorio negativo. A mediados de los ochenta se inició el necesario viraje político y psicológico para adecuarse a la inversión migratoria. La última década del siglo XX estuvo dedicada a realizar probaturas y a dar algunos traspiés en la gestión de las migraciones. Por fin, el primer decenio del siglo XXI nos despertó súbitamente a la inmigración “inesperada” convirtiéndonos en el segundo país de destino del mundo desarrollado.
Durante la década de los noventa se probaron (y mezclaron) las regularizaciones y los cupos anuales de trabajadores inmigrantes. Las cuotas estaban destinadas a encauzar las necesidades de mano de obra y las legalizaciones masivas eran una medida reparadora del desajuste entre la ocupación de los inmigrantes y su indocumentación. Las regularizaciones sirven para zurcir los agujeros de la política migratoria. En paralelo a los traspiés en el ámbito de la gestión, se demostró la falta de adecuación entre la Ley de extranjería, el reglamento para su aplicación, y la realidad migratoria.
En resumidas cuentas, en nuestro debe como país de inmigración está el hecho de la bisoñez. Es cierto que apenas sumamos tres décadas de experiencia como espacio fronterizo, país de paso y, al tiempo, de permanencia y arraigo. En cambio, en nuestro haber está el hecho de disponer de una intensa y dilatada experiencia anímica como sociedad emigrante. La cuestión ahora es determinar qué va a prevalecer en la orientación de la política migratoria, si la pertenencia al club de los ricos o la memoria del desarraigo.
Aumento de la movilidad e indicios de desconexión
A lo largo de los últimos treinta años hemos comprobado que las corrientes de inmigración reaccionan, sobre todo, al clima económico, pero también a la cercanía geográfica y cultural, a los vínculos históricos y a las decisiones políticas. Los flujos no responden a una sola causa ni son monocromáticos. Mandan las circunstancias que empujan a emigrar en el origen y no el encandilamiento que despierta España como un destino ansiado.
Fue una circunstancia política la que estimuló a venir a los rumanos, y otra, de carácter distinto, la que ha empujado a emigrar a los venezolanos en los últimos cinco años. Una mayoría de la migración latinoamericana ha respondido a los cambios de gobierno y a las consecuencias de las políticas económicas adoptadas en los países de origen. Los vínculos históricos y culturales ayudan a comprender otra parte de los flujos que recibimos. No hay un solo motivo que dé cuenta de la afluencia de europeos de países más y menos desarrollados para venir a trabajar y a vivir.
Lo cierto es que la inmigración hacia España ha transitado, en los treinta últimos años, entre el dominio de la corriente marroquí, la intensa latinoamericanización que tuvo lugar durante el primer lustro del siglo XXI, y la cuantiosa inmigración rumana en la segunda mitad de esa misma década. La gran recesión económica produjo una fuga migratoria, pero, a partir de 2014, los flujos latinoamericanos han vuelto a dominar la escena hasta el crack de la pandemia. Las redes de contactos siguen regulando una parte de los flujos extracomunitarios y la inmigración en frágiles embarcaciones no se detiene.
Durante los años más duros de la recesión económica (2010-2014) el saldo migratorio con el exterior fue negativo, aunque nunca dejaron de llegar cientos de miles de inmigrantes. Las llegadas superaron las 300 anuales y las salidas alcanzaron, también como promedio, las 380.000. De modo que, durante la crisis financiera y laboral, la emigración superó a la inmigración. A partir de 2014, el saldo migratorio anual de España con el exterior ha vuelto a ser crecientemente positivo. En efecto, en el año pre-Covid, hubo más de 700.000 llegadas y 300.000 salidas de modo que el saldo positivo superó los 400.000 inmigrantes. El resumen de la última década nos deja un intenso tráfico de entradas y salidas que vienen a confirmar que somos un país de inmigración y también de cruce (CES, 2019).
En otro orden de cosas, la reagrupación de familiares durante esta década y el brusco aumento de la inmigración de perseguidos que se ha registrado en los tres últimos años (118.000 solicitantes de asilo sólo en 2019) refuerzan la hipótesis de la relativa desconexión entre la marcha de la economía y los flujos internacionales que recibimos. España ha sido (por este orden) un país de inmigración laboral, de instalación de familias y ahora de huidos. Todo eso cuanto se podía circular con algunas cortapisas, pero la pandemia ha cortado en seco la movilidad. Así que los flujos han caído a plomo y, como consecuencia de la imposibilidad de salir es previsible que aumente el stock de inmigrantes extranjeros y la irregularidad (Garzón y Fernández, 2020).
País de instalación, pero de integración frágil
En 2019 la población de España creció, exclusivamente, debido a la instalación de extranjeros. El saldo “natural” (nacimientos menos defunciones) fue negativo (- 57.000 personas), pero el saldo “social” con el exterior (inmigrantes menos emigrantes) fue altamente positivo (+ 444.000 personas extranjeras). El resultado es que aumenta el número de habitantes debido a la inmigración. Ese hecho es independiente de que se sea (o no) partidario del aumento de la población (INE, junio de 2020).
En números redondos el censo de empadronados extranjeros ronda los 4,7 millones, y el de inmigrantes supera los 6,5 millones. Por tanto, hay 2 millones de inmigrantes que ya han obtenido la nacionalidad española. Lo cierto es que, sea cual fuere la fuente estadística que utilicemos, entre el 11% y el 14% de la población de España tiene otras raíces. A su crecimiento anual se suma que sus orígenes son, cada año, más diversos. Estos dos datos, el aumento de la cantidad y su creciente heterogeneidad cultural avalan la necesidad de evaluar, revisar y reforzar las políticas de integración.
Otras tres tendencias de fondo sostienen nuestra recomendación. La primera es que se amplía el abanico de motivos para venir a España. Como se ha repetido, las entradas laboralmente motivadas ya no lo explican todo, y ni siquiera son las más numerosas. Las residencias de larga duración, los flujos de reagrupación familiar y las llegadas por razones humanitarias han reducido el peso de los flujos directamente laborales. El segundo anclaje empírico que refuerza la importancia de la política de integración es que el 85% de los extranjeros no comunitarios dispone ya de una autorización de residencia permanente. Es decir, que demuestra la voluntad de quedarse. Y, la tercera tendencia para impulsar la inclusión sociopolítica es que el stock de la población naturalizada va en continuo aumento. En resumen, motivos más variados para venir a España y un peso incontestable y creciente de la permanencia y de la nacionalización.
La composición de la población es favorable a la integración dado el predominio europeo y latinoamericano. Esa distribución aceleraría la tasa de absorción de Collier. Por un lado, está la mejora jurídica que se deriva de la condición de comunitario y, por el otro lado, el dominio del idioma y la fácil naturalización que beneficia a los hispanoamericanos. Sin embargo, los frágiles fundamentos de la economía y del mercado de trabajo español, así como la superficialidad del discurso público lastran nuestra capacidad de integración. Es muy conocido que la pandemia ha cercenado las actividades de servicios y de ocupaciones no cualificadas en las que se emplea la mayoría de los trabajadores inmigrantes. No es necesario detenerse en ello. En cambio, el otro cabo de la ecuación integradora, es decir, la ligereza del discurso público sobre los inmigrantes resulta menos analizado.
Un país de encrucijada migratoria
La superficialidad del discurso público al respecto de la inmigración se deriva del hecho de vivir en una doble condición. Por un lado, somos una puerta de entrada para acceder al selecto club europeo, pero, al mismo tiempo, como sociedad, seguimos experimentando la emigración. La conciencia de las elites políticas se ha mostrado incapaz de integrar esa doble condición, y mucho menos de articular una explicación hegemónica al respecto de la integración de los extracomunitarios.
En efecto, por un lado, la sociedad española no solo tiene memoria, sino vive en un presente de emigración. Durante el período de recesión que se inició en 2008, la salida de españoles (de nacimiento o naturalizados) fue un hecho muy publicitado. De esa experiencia también se deriva el escaso rechazo explícito de los nativos hacia los inmigrantes. La actitud comprensiva hacia los foráneos era aún más encomiable en el contexto de un mercado laboral altamente precario. En resumen, sobre unos fundamentos materiales frágiles se ha alzado una conciencia social empática. De hecho, hasta la irrupción de Vox en las elecciones andaluzas de 2018, no se ha configurado de un modo airado y potente el racismo político.
En el otro platillo de la balanza ha pesado la presión europea y los recursos que se han arbitrado para ejercer el papel de guardián de la frontera. Esta encomienda ha llegado a ser una obsesión en el discurso político sobre el control de los flujos y la inmigración ilegal. España, ya se ha dicho, es un país de paso, pero también lo es de inmigración y de emigración. Vivimos una encrucijada migratoria. Los datos de stock y de flujos antes mencionados certifican que vienen personas foráneas con la intención de quedarse, pero también dan cuenta del alto nivel circulatorio que se ha alcanzado.
Si de verdad la sociedad y los sucesivos gobiernos hubieran tomado conciencia de ello, se trabajaría en la previsión y se invertiría en la integración. Anticiparse a los flujos requiere disponer los medios para la acogida, arbitrar vías razonables para encauzar la inmigración legal e incrementar los medios humanos y materiales para resolver con celeridad las solicitudes de asilo. Habría que informar con continuidad a la OP e invertir recursos en el aprendizaje del idioma, en la formación, en el reconocimiento de los títulos y de la experiencia laboral y, desde luego, en la educación de los hijos.
Coda final
Sostenemos que, en materia de desigualdades, y este es el caso, sobre todo de la inmigración extracomunitaria, estamos ante una crisis que suma, no ante una ruptura con la dirección anterior. Una crisis que agudiza las tendencias, pero que, por ahora, no tiene la suficiente fuerza cultural para detenerlas y engendrar otras. Añadiré que se trata de una crisis que llueve sobre mojado en lo que a la misantropía de la política migratoria se refiere.
En Coruña a 23 de octubre de 2020
Notas
[1] Una parte significativa de los estados más desarrollados no están recopilando de manera fiable los datos sobre el impacto del Covid-19 en la morbilidad y tampoco en la mortalidad para el conjunto de la población autóctona. Hay evidencia anecdótica que induce a pensar que los inmigrantes resultan infraestimados en los test. Están menos informados y tiene miedo a ser expulsados o a perder el trabajo. En general, llama la atención que los datos que igualan a los ciudadanos (las estadísticas públicas) están siendo sustituidos, a toda velocidad, por los datos de consumos (principalmente en manos de empresas privadas) que excluyen a una parte de la población más vulnerable.
[2] Más adelante se hablará del incremento de la irregularidad. Sobre el retroceso en materia de derechos hay abundantes imágenes, pero basta con las del campo de refugiados de Moria en Lesbos. Por ejemplo: Crecen los extranjeros atendidos por CCOO que trabajan de forma irregular, La Vanguardia, Redacción, 28-08-2020. O, El campo de refugiados de Moria queda destruido en un incendio. Diario vasco 15-09-2020.
[3] En algunos países europeos se está implicando al capital privado en proyectos para financiar actividades de integración en el ámbito laboral (OCDE, 1-1-2020).
[4] Desde luego en esa época de fuerte crecimiento económico las MI reaccionaron también a los acontecimientos políticos. Lo hicieron siguiendo el fin de las guerras de Argelia o la posterior caída del muro de Berlín. Este epígrafe se nutre de la información que ofrece el capítulo 2 del informe Sopemi, de 2009.
[5] La revista de negocios Fortune expresó esa misma idea del siguiente modo: “lo que empezó siendo un recurso temporal se ha convertido en algo muy cercano a una necesidad permanente” (Berger y Mohr, p. 30).
[6] Este apartado sigue las reflexiones del documento ¿Cómo elaborar políticas de integración orientadas hacia el porvenir? redactado por la división de las migraciones internacionales de la OCDE. En ese documento de debate sobre las políticas migratorias se repasan algunas iniciativas puestas en práctica por diferentes países.
Bibliografía
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[Fuente: Gaceta Sindical: Reflexión y Debate nº 35. Diciembre, 2020.]
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