¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
María Luisa Maqueda Abreu
Cómo construir «víctimas ficticias» en nombre de las libertades sexuales de las mujeres
1. Introducción
El reciente Anteproyecto de ley integral de libertad sexual plantea un desafío en nombre de las libertades sexuales de las mujeres. Las oportunidades de vivir sin violencia descansan formalmente en el valor de su consentimiento. Así es como la exposición de motivos del texto describe el acceso efectivo de las mujeres a un conjunto de derechos humanos íntimamente relacionados con la capacidad de decisión sobre el propio cuerpo. Y define el daño a su libertad a partir de los actos de naturaleza sexual no consentida o que condicionan el libre desarrollo de la vida sexual. Estos constituyen la esencia de las violencias sexuales, simbolizadas en la agresión sexual y la explotación de la prostitución ajena… «aún con el consentimiento de la persona».
A partir de esa iniciativa legislativa, propongo examinar las expresiones de violencia sexual aplicadas a la prostitución: las que el Anteproyecto llama proxenetismo coactivo y no coactivo, o —como prefiero llamarlas yo— las de prostitución forzada y prostitución voluntaria. En ambos contextos —en el coercitivo y en el libre— pretendo encontrar a esas «víctimas ficticias» que se alojan en el título de este escrito. Empecemos por las trabajadoras del sexo.
2. La victimización de las trabajadoras del sexo
La indiferencia ante el consentimiento de las trabajadoras de sexo es un signo distintivo del pensamiento abolicionista acerca de la prostitución. Constituye una poderosa excepción al reconocimiento de las libertades sexuales de las mujeres que no puede ser entendida más que sobre bases estrictamente ideológicas. Sus pilares se sustentan, esencialmente, en la negación de la autonomía de las prostitutas y la afirmación de una sexualidad victimizada que se nutre de elementos de involuntariedad y de degradación.
Son representativas las famosas palabras de Marcela Lagarde: «por definición las mujeres que ejercen la prostitución no son autónomas. Por definición son cuerpo objeto para el placer de otros. Su cuerpo subjetivo, su persona, está cosificada y no hay un “yo” en el centro. En esta situación no hay posibilidad de construir una persona que se autodefine, que se autolimita, que se protege y desarrolla a sí misma».
Se justifica así una subjetividad deficiente de algunas mujeres para poder negar su condición de libres y afirmarlas como víctimas. Se las describe como frágiles, con carencias afectivas, una socialización defectuosa, un rastro de violencias físicas o sexuales vividas en la infancia… El Informe oficial de la Ponencia acerca de la situación actual de la prostitución en nuestro país, publicado en 2007, lo afirmaba expresamente: «la prostituta ha de tener la condición de víctima. Son víctimas del sistema, víctimas de sus proxenetas y víctimas de sus clientes. Se les atribuye graves secuelas psicológicas (como el estrés post-traumático), violencia, abuso, etc…».
Si bien se piensa, la victimización de las prostitutas se ha convertido en el primer mandato normativo de género no impuesto por el patriarcado. Se configura como una estrategia ideada desde las filas feministas —desde lo que hoy se autodenomina «feminismo radical»— para eximirlas de cualquier responsabilidad por el mal uso de sus cuerpos, por su complicidad con el patriarcado o por la mercantilización de su sexualidad bajo la ofensiva depredadora del capitalismo neoliberal. Distintos discursos sobre el significado de sus transgresiones —de la inmoralidad a la indignidad— que han ido cambiando con el tiempo mientras dejaban inalterada su condición de víctimas.
Se está, pues, ante todo un argumentario conformado por una serie de imperativos para abolir la prostitución. No es que se desconozca la libertad de las prostitutas sino que se ignora a conciencia para evitar que pueda manchar la imagen ideal que se ha construido de lo femenino. Quienes las privan de su posición de sujetos minimizan de esta manera la afrenta a sus leyes de género, empezando por la que dispone que no hay sexualidad libre si media precio. Desde Carole Pateman, existe una confusión entre la venta de servicios sexuales y la venta del «yo» de quien se prostituye. «Cuando una mujer es prostituida no vende su cuerpo, vende su alma», recordaba Falcón hace unos años en el debate de la Ponencia sobre la prostitución en el Estado español. El comercio sexual se evidencia como una práctica atentatoria contra los derechos humanos de las mujeres.
Pero las leyes de género no siguen la misma lógica que rige en las leyes penales. Las primeras asientan principios que no encuentran razones capaces de legitimar la intervención punitiva. Como el del bien jurídico en los delitos contra la libertad sexual, que pone énfasis en la voluntad y en la autodeterminación sexual de las actoras. Ellas figuran entre quienes consienten libremente en las relaciones comerciales de su entorno de modo que no hay justificación penal para poner veto al trabajo sexual por cuenta ajena cuando se sustenta en el acuerdo de las partes. Si hay consentimiento, ¿dónde encontrar razones para castigar con penas a quienes pactan y obtienen provecho económico sin abusos como empresarios del sexo, intermediando, negociando, alquilando habitaciones…?
Ya en la sentencia de 6 de junio de 1990 —años después de que se hubiera cambiado la rúbrica de «los delitos contra la honestidad» por la actual de «delitos contra la libertad sexual»— el magistrado del Tribunal Supremo, Martín Pallín, afirmaba explícitamente la ausencia de bien jurídico alguno en la prostitución: «la actividad sexual retribuida realizada por personas mayores de edad resulta atípica por no afectar a la libertad y capacidad de la persona para disponer de sus relaciones sexuales como estime conveniente».
Y no hay tampoco otro bien jurídico que pueda explicar ese concepto de explotación que emplea el Anteproyecto. Porque carece de cualquier contenido razonable de ilicitud penal, a diferencia de lo que sucede con la regulación vigente del delito de explotación de la prostitución, que exige abuso en la imposición de condiciones laborales «gravosas, desproporcionadas o abusivas» (art. 187 b CP) —un bien jurídico que poco tiene que ver con la libertad sexual, al situarse entre los que amparan a los trabajadores (art. 311 y ss. CP)—. En ausencia de cualquier forma de abuso, la criminalización de un «aprovechamiento» como lucro no ilícito incumple, por tanto, las exigencias materiales que pueden justificar la existencia de algún fundamento punitivo. Al cuestionar la aptitud del bien jurídico para marcar los límites de la prohibición penal, la reforma en curso lo desnaturaliza, incurriendo en un verdadero disparate jurídico.
3. Una victimización degradada
Lo que podríamos llamar «prostitución coercitiva» entiendo que malversa el concepto de prostitución porque, como la misma jurisprudencia la define, ésta consiste en «la prestación de servicios de carácter sexual a cambio de una contraprestación de carácter económico durante un tiempo más o menos temporalmente extenso» (STS de 26/07/2016). Mal puede invocarse aquel concepto cuando la remuneración no beneficia a quien realiza la prestación sexual y ni siquiera opera como motivo de la decisión de llevarla a cabo, quedando la ocasión o la duración también a merced de la voluntad de terceros. Tal pretendida «prostitución coercitiva» sólo se daría en un contexto comercial en el que «otros» se benefician económicamente a costa de quien carece de capacidad de agencia y no tiene oportunidad de decidir, negociar u obtener dinero. En el concepto de «prostitución forzada» no hay, pues, reciprocidad alguna que pueda recordar a la prostitución, por lo que se trata de un concepto imposible.
Con otras palabras, si hay imposición, si media coerción o abuso y, por tanto, ausencia de consentimiento, no existe prostitución sino violencia sexual. Y la figura penal que más se le aproxima es la del delito de agresión sexual, que identifica con su autor a quien «realice cualquier acto de contenido sexual que atenta contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento» (propuesta de la reforma del art. 178 CP). No se explica entonces que se discrimine una figura penal e infravalore a sus víctimas, llamando prostitución (forzada) a atentados sexuales —es decir, a verdaderas agresiones sexuales— de entidad especialmente agresiva e intensa por su continuidad en el tiempo, como si la mediación de un precio que otros imponen y cobran pudiera pervertir el significado que tiene para la víctima la suma de actos sexuales diferenciados que ha de soportar y para nada difieren —si no es en su mayor gravedad— de un ataque puntual y concreto a su libertad sexual. Cuesta creer no ser conscientes del menosprecio que supone para las víctimas de lo que llaman «prostitución forzada» ver infravalorado el estado de degradación y cosificación a que se ven sometidas en ese ataque continuado a su autodeterminación sexual. No en vano alguna sentencia lo define muy bien cuando se refiere a «una actividad en la que el afán de lucro lleva a convertir en mercancía a la persona con absoluto desconocimiento de su dignidad…, quebrantando su libertad con especial incidencia en la dimensión sexual de la misma» (STS de 04/02/2015).
Las respectivas penas que propone el Anteproyecto evidencian ese dislate valorativo, a pesar de que el texto ha revisado las penas actuales. Para quienes determinan a una persona mayor a ejercer o a mantenerse en la prostitución empleando violencia, intimidación o engaño o abusando de la situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, el nuevo artículo 187.1 prevé penas de 3 a 6 años y multa, mientras que cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento constituye una agresión sexual en el Anteproyecto (art. 178.1) y se convierte en violación cuando hay acceso carnal (art. 179), con penas de 4 a 10 años de prisión para cada delito (con agravaciones hasta 12 años): ¿cuántos años podrían alcanzar las condenas por violación cuando suman no un acto sino una reiteración de actos sexuales que tienen que soportar las víctimas de esa mal llamada «prostitución coercitiva»? A ellas se les priva intemporalmente de su capacidad de decisión sobre sus propios cuerpos, por el solo hecho de que el delito se sitúa en un contexto mercantil donde otros obtienen ese lucro ilícito a su costa.
Se les ha negado la oportunidad de ser consideradas víctimas genéricas de violencia sexual y hay más desatinos todavía. La reforma, por ejemplo, prevé en su art. 187.2, 2º la ocasión de que se impongan penas agravadas para los casos de «proxenetismo no coercitivo» cuando la prostitución se ejerza a partir de un acto de violencia, intimidación, engaño o abuso (?) y, poco más adelante, el párrafo 4 del art. 187 contempla la posibilidad de sumar las penas de la prostitución coercitiva a las que respondan a las agresiones o abusos sexuales cometidos sobre la persona prostituida. Me pregunto: si en el propio texto de reforma la definición de agresión sexual se refiere, como hemos visto, a quien atenta contra la libertad sexual de una persona sin su consentimiento (art. 178.1), ¿para qué casos reserva, dentro de la prostitución, esas penas agravadas descritas más arriba, o bien las correspondientes a la agresión sexual, cuando todas ellas están pensadas para comportamientos violentos, intimidatorios o abusivos que se limitan a reproducir precisamente la esencia de los delitos de agresión sexual? No se entiende.
4. Concluyendo
Quienes representan al feminismo abolicionista han pasado tanto tiempo negando la capacidad de decisión de las mujeres cuando consienten a la prostitución que no saben qué hacer con las que muestran su voluntad de no consentir (!). La ceremonia de confusión que ese feminismo impone sobre su consentimiento lo devalúa todo: porque el consentimiento de las trabajadoras del sexo carece de valor y quienes lo niegan, en tanto que «prostituidas» (¡), no conservan más que un valor depreciado, abaratado de su falta de libertad, sin alcanzar el rango de víctimas «genéricas» de violencia sexual. Poco les importa a las creadoras del Anteproyecto carecer de fundamentación material para castigar el entorno de quienes consienten en la prostitución, como tampoco discriminar a quienes soportan un daño redoblado a su libertad sexual. La falta de sensibilidad social y jurídica del Anteproyecto es demasiado patente.
Su tarea de heterodesignación impone a todas la condición de «víctimas ficticias»: a unas porque, consintiendo, son concebidas como seres alienados, de una identidad deteriorada, simples cuerpos sin alma asimilables a una mercancía; a otras porque, a fuerza de ser vinculadas con la prostitución, se les acaba por imponer la minusvaloración de su estatus. No en vano conservan el nombre de «prostituidas».
[María Luisa Maqueda es profesora de Derecho Penal en la Universidad de Granada]
29 /
11 /
2020