La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Ángel Viñas
¿Tiene futuro la monarquía borbónica en nuestro tiempo?
Esta es la pregunta del millón. Debería dirigirse más bien a diseñadores de potenciales escenarios futuros que a un historiador. Por dos razones: la primera es porque es el oficio de los primeros, con el que se ganan la vida y logran mayor o menor prestigio (luego, a muchos les pasa lo que a Herman Kahn); la segunda, porque es posible que entre quienes los lean hoy no estarán probablemente en condiciones de refutarlos cuando no se hagan realidad. La experiencia muestra que son decenas los escenarios aventurados por eminentes autores e instituciones que luego no se han materializado.
La historia, por el contrario, es el registro, análisis y explicación de acciones pasadas. ¿Sirve para predecir el futuro cuando no se conocen las condiciones materiales, técnicas, sociales, políticas, psicológicas que en él prevalecerán, o la configuración de los marcos dentro de los cuales se organizará la vida colectiva? Desde los tiempos de la Antigüedad clásica se la ha considerado como “maestra de la vida”. Hay gente, hoy, que discrepa de tal característica pero no cabe ignorarla como punto de partida. En este sentido, ¿qué nos enseña nuestra historia en cinco grandes rasgos respecto a la cuestión planteada?
En primer lugar, que hubo un fracaso absoluto de la Monarquía borbónica en el siglo XIX tras el paulatino agostamiento de la Restauración. Lo reconoció el propio rey cuando huyó al extranjero e hizo una cosa muy característica: evadir sus responsabilidades y ponerse a complotar desde fuera.
En segundo lugar, que hubo un asalto monárquico a la República con la ayuda de la Italia fascista para establecer un régimen parecido en España. Casi siempre ocultado en su aplicación práctica durante los años que antecedieron al golpe de Estado de 1936 pero que Alfonso XIII es difícil que ignorase.
En tercer lugar, que hubo un fracaso de los planes monárquicos y el “coladero” de un personaje imprevisto como fue el general Franco, ante el cual los generales dinásticos no tardaron en hincar la rodilla. Y que, con oscilaciones de naturaleza más bien retórica, mantuvieron bien hincada mientras duró la dictadura.
En cuarto lugar, que tras la muerte de Franco hubo un temor a someter a la opinión pública española la cuestión de la naturaleza del régimen. Se afirma que fue porque Suárez pensaba que los españoles se inclinarían por la República.
En quinto lugar, que hubo una “desaparición” de la cuestión en tiempos de bonanza y de respeto a la figura del sucesor de Franco, “a título de rey”, en la figura de Juan Carlos I, transfigurado por la asunción de la legitimidad dinástica, la constitucional y del ejercicio de su responsabilidad como cabeza del Ejército en el 23-F.
En la actualidad los tiempos de bonanza han desaparecido. Juan Carlos I también. Con independencia de sus cualidades personales que han salido a la luz pública y que son todo menos ejemplares y chocan con el sentido común de una gran parte de la ciudadanía, la cuestión se ha avivado. Sobre el diagnóstico de las causas por lo que ha acontecido las opiniones son múltiples y la mía no tiene la menor importancia. Muchas pondrán de manifiesto los efectos de las crisis económicas y sociales, el desafío catalán, la presencia de nuevas fuerzas políticas, la pandemia… Lo que me parece difícilmente negable es que en estos momentos si el PSOE se inclinara decididamente por poner la cuestión ante la opinión pública, nadie sabe lo que de ella resultaría. Cabe imaginar fórmulas con las que podría hacerlo sin violentar la Constitución.
No se me oculta que en los planos subyacentes al político (coyuntural o estructural, sobre esto no atrevo a pronunciarme), las circunstancias han cambiado radicalmente. España hoy no es un país aislado en la periferia europea con un régimen despreciado. Tampoco tiene ya una economía medio desarrollada o subdesarrollada. La sociedad se ha modernizado y es bastante equiparable a las de otras democracias europeas. La interacción económica, política, social e intelectual de los españoles con su entorno próximo es intensa. Las libertades civiles y políticas están garantizadas. Nada hace pensar que estas circunstancias no subsistirían en el futuro. Es tarea de los sociólogos o politólogos explicar por qué un sector amplio de la sociedad española desea, a pesar de todo, ser consultada sobre la opción monarquía-república.
Para mí una de las respuestas posibles gravita en torno a dos ejes: la democracia española no ha sabido, no ha querido o no ha podido sentar las bases culturales e ideológicas para confrontar a la sociedad con el pasado colectivo. Ha fracasado en extraer las enseñanzas que de él se derivan. No ha creado una visión más o menos aceptable sobre nuestra historia y sus condicionantes. NO HA CREADO CIUDADANOS. Se ha mecido en los laureles. O, también se dirá, la clase política se ha negado, y se niega, a echar la vista hacia atrás, prisionera de ensueños y una parte de ella cautivada por la recuperación del poder sea cómo sea. (La España que no era de todos sino de algunos).
Temor al conocimiento crítico
Lo que antecede podía explicarse en los años que siguieron a la consolidación de la democracia. Es menos explicable hoy. El temor al conocimiento crítico de un pasado escasamente brillante y a la educación en los valores cívicos, críticos y democráticos propios de las generaciones que conviven en estos momentos en el espacio europeo occidental ha resultado paralizante. Dejo de lado gran parte de la Europa central y oriental, con sus propios e inexportables vivencias.
¿Consecuencia? La idealización de la República en amplios sectores de la población, en especial entre los jóvenes. Un régimen que, en su momento, fue la respuesta a una Monarquía reaccionaria, sostenida por una Iglesia trentista (en el sentido literal del término), un Ejército de ocupación anquilosado y una estructura de la propiedad de la tierra y de amplios sectores de la economía oligarquizados. Se pasan por encima sus insuficiencias. No es de extrañar el resultado.
Todo historiador es hijo de sus circunstancias. Llevo viviendo algo más de treinta años en un país monárquico, con una Constitución que data de 1831 y que se ha ido adaptando a los cambios económicos, sociales y políticos en el transcurso del tiempo. Desde finales de los años sesenta del pasado siglo hasta la actualidad ha habido seis reformas del Estado que han hecho de una Monarquía unitaria una Monarquía federalizada. Hoy ya se habla de la séptima reforma. A lo largo de los casi doscientos años la Monarquía no se ha puesto en cuestión. Por algo será.
Personalmente no veo por qué la Constitución española, que ha hecho sus pruebas durante más de cuarenta años, ha de permanecer inmutable (salvados dos retoques técnicos) por los tiempos de los tiempos. Un país que no se atreve a enfrentarse con el cambio es un país condenado, porque el cambio es impulsado por fuerzas tecnológicas, económicas, sociales y culturales que están fuera del control de las autoridades. Al cabo del tiempo, estas fuerzas presionan por inducir un cambio político. Si no se suelta cuerda (puedo equivocarme y muchos de los lectores de estas líneas podrán criticarme todo lo que quieran) tarde o temprano la cuestión de la forma del Estado es verosímil que gane en tracción. Solo una Monarquía que se base en el asentimiento popular podrá sostenerse. El caso británico es paradigmático. También el del resto de las escasas monarquías europeas.
¿Salvaría un eventual cambio de régimen la democracia española? No necesariamente. La democracia se basa en condiciones económicas, culturales y psicológicas profundas. Lo que sí se puede aventurar, con todas las reservas, es que no la salvará la resistencia a ultranza a los cambios constitucionales que pocos políticos se atreven a proponer por miedo a “abrir el melón”. Sin embargo, una democracia avanzada no podría sostenerse indefinidamente en contra de la voluntad de una parte sustancial de sus ciudadanos. En la conformación de esta mayoría el papel del PSOE es absolutamente fundamental.
Se equivoca el PP al autoproponerse como el bastión monárquico por excelencia. No lo es. El auténtico bastión monárquico en España en estos momentos es, en mi modesta opinión, el socialista. ¿Y de VOX? Basura. Como lo fue Falange antes del golpe de 1936.
Naturalmente, puedo equivocarme. No intento predecir el futuro. Bastante hago con tratar de comprender el pasado. Hace años que me dedico a la inacabable tarea de entender qué pasó con la Segunda República española y por qué fracasó, antes de la guerra civil, en la guerra civil y después de la guerra civil. Creo que mi próximo libro, como el resto basado en documentos primarios de la época en cuestión, me ha permitido entender ese pasado algo mejor. Lo suficiente para saber que el futuro ni estaba entonces ni está hoy escrito.
[Fuente: Tinta Libre, reproducción autorizada por el autor; Ángel Viñas (Madrid, 1941), economista, historiador y catedrático emérito de la Universidad Complutense, es autor de libros recientes como ¿Quién quiso la Guerra Civil? o La otra cara del Caudillo (Crítica)].
17 /
11 /
2020