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Rosa Ana Alija Fernández

A propósito del archivo de la querella por la ejecución de Puig Antich

La fundamentación política de la impunidad de los crímenes del franquismo

 

Pese a todas las decisiones judiciales que a lo largo de más de una década han apuntalado la impunidad de los crímenes del franquismo, las víctimas no han desistido en su afán por que se haga justicia, aunque los resultados sigan siendo decepcionantes. El último ejemplo es el reciente archivo por la Audiencia Provincial de Barcelona de la querella presentada por las hermanas de Salvador Puig Antich y el Ayuntamiento de Barcelona contra Carlos Rey González, redactor de la sentencia que condenó a muerte a Puig Antich. En la querella se le acusaba de un presunto delito de lesa humanidad con resultado de muerte (previsto en el artículo 607 bis del Código Penal), consistente en causar la muerte de alguna persona como parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil o contra una parte de ella, o bien por haberse cometido ese hecho “por razón de pertenencia de la víctima a un grupo o colectivo perseguido por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género, discapacidad u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional”. Subsidiariamente, los querellantes solicitaban que se promoviera cuestión de inconstitucionalidad contra la Ley de Amnistía de 1977 por ser contraria a diversas disposiciones de la Constitución.

Para fundamentar el archivo, la Audiencia Provincial despliega la batería de argumentos marcados por el Tribunal Supremo y aplicados de manera rutinaria por los órganos judiciales españoles para excluir la posibilidad de juzgar y, en su caso, castigar crímenes cometidos durante la guerra civil y la dictadura: 1) los hechos no estaban previstos en la legislación penal española cuando ocurrieron y, por tanto, no eran delictivos (principio de legalidad penal); 2) se aplica la ley de amnistía, y 3) dados los años transcurridos, los posibles delitos cometidos habrían prescrito. El auto se centra sobre todo en el análisis de los dos primeros aspectos (el tercero estima que no es necesario examinarlo), esgrimiendo en ambos casos razones para el archivo que resultan muy cuestionables. Y lo son precisamente porque siguen una jurisprudencia que se ha ido consolidando pese a apoyarse en argumentos más políticos que jurídicos y que, de hecho, contradice criterios previos del propio Tribunal Supremo.

Si bien no es la primera vez que se aborda en esta revista el tratamiento judicial de los crímenes del franquismo [1], el auto en el caso contra Rey González ofrece una excusa para hacer un repaso del estado de la cuestión en relación con los dos aspectos objeto de examen en el mismo —el principio de legalidad y la vigencia de la ley de amnistía—. Para intentar que el análisis de conceptos jurídicos que pueden resultar tediosos y densos resulte más claro, en relación con cada punto se resumirá el problema jurídico objeto de discusión, se presentará el argumento del auto y se señalarán los aspectos que se consideran criticables.

Sobre el principio de legalidad penal

¿Cuál es el problema jurídico?

En esencia, para poder castigar la comisión de un delito, el principio de legalidad penal exige que la conducta objeto de castigo, y la pena que merece, estén previstas en una norma anterior a su comisión, de manera que quien realiza esa conducta haya podido prever que podía ser castigado/a por ello. En derecho interno, esa norma debe ser una ley, estar puesta por escrito y ser precisa (lo que se resume con el aforismo lex praevia, scripta et stricta). Ahora bien, en diferentes instrumentos internacionales de derechos humanos (como el artículo 11.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 15.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o el artículo 7.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) se dispone que el principio de legalidad penal se respetará si, en el momento de su comisión, los hechos se consideraban delictivos en el derecho nacional o en el derecho internacional. En efecto, no solo los ordenamientos jurídicos internos tipifican delitos, sino que también lo hace el derecho internacional, conforme al cual son delictivos y deben ser castigados distintos comportamientos que ponen en peligro la paz y seguridad internacionales y son por ello considerados los crímenes más graves que alguien puede cometer: genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, agresión.

Para determinar cuáles son los crímenes vigentes conforme al derecho internacional se suele tomar como referencia el Estatuto de la Corte Penal Internacional (1998), pero no porque constituya una suerte de “código penal internacional”, sino porque refleja el consenso de los Estados sobre el carácter delictivo de —y la necesidad de reprimir— tales comportamientos, algunos de los cuales no están regulados con carácter general en un tratado internacional, sino mediante la costumbre internacional, esto es, a través de normas no escritas fruto de la práctica reiterada de manera uniforme por la generalidad de los Estados, al considerar estos que es jurídicamente obligatorio para ellos comportarse así. Es el caso de los crímenes contra la humanidad, consistentes en la violación de derechos humanos fundamentales (por ejemplo, privación de la vida, tortura, desaparición forzosa, esclavitud, …) en el marco de un ataque sistemático o generalizado contra una población civil. Desde la segunda posguerra mundial, no solo se ha puesto de relieve en numerosas ocasiones el consenso de los Estados sobre la necesidad de que los crímenes contra la humanidad no queden sin castigo, sino que muchos han obrado en consecuencia, persiguiéndolos y reprimiéndolos penalmente.

Esta categoría criminal es la invocada ante los tribunales por las víctimas de la represión franquista. No cabe demasiada discusión respecto de si los crímenes contra la humanidad eran un comportamiento penalmente reprobable conforme al derecho internacional cuando Puig Antich fue ejecutado, en 1974. Lo eran, como lo demuestran las referencias a los mismos en la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, de 1968, o en la Convención internacional sobre la represión y el castigo del crimen de apartheid, de 1973. Ciertamente, no estaban recogidos en un tratado internacional que los definiera con carácter general; de hecho, siguen sin estarlo, y no por ello se discute si están tipificados en la actualidad.

¿Cuál es el argumento del auto?

De acuerdo con el auto, los crímenes contra la humanidad no estaban tipificados en el derecho español en el momento de su comisión: no existía en el Código Penal un artículo equivalente al actual artículo 607 bis, incorporado en una reforma de 2003 y en vigor desde 2004. Aunque los crímenes contra la humanidad estuvieran tipificados por el derecho internacional, al no estar regulados en un tratado internacional hasta la adopción del Estatuto de la Corte Penal Internacional en 1998, no se pueden aplicar en España si no han sido recogidos en una ley interna; dicho de otra forma, se requiere su transposición al derecho interno.

¿Cuál es la crítica?

Aunque aceptemos que, en materia penal, solo se pueden aplicar directamente los tratados internacionales, pero no la costumbre internacional, es muy discutible la afirmación reiterada en el auto de que “en el momento de los hechos no existía un artículo similar [al artículo 607 bis] en nuestro ordenamiento jurídico” por dos razones.

La primera es que los órganos judiciales españoles, con el Tribunal Supremo (TS) al frente, se han desviado de la doctrina sentada por este mismo tribunal al examinar en 2007 el recurso que presentó el exmilitar argentino Adolfo Scilingo después de que la Audiencia Nacional lo condenara por crímenes contra la humanidad a resultas de actos realizados durante la dictadura argentina. El TS defendió entonces que, si bien los crímenes contra la humanidad como tales no estaban previstos en el Código Penal español en el momento de los hechos, sí lo estaban —tanto en España como en Argentina— el asesinato y las detenciones ilegales, de manera que Scilingo podía prever que su conducta podía ser castigada; además, el contexto propio de los crímenes contra la humanidad (el ataque sistemático o generalizado contra una población civil) estaba ya bien delimitado en el derecho internacional, lo que tenía dos consecuencias: 1) podía ser tenido en cuenta a la hora de determinar la gravedad de la conducta, y 2) revelaba que en el momento de los hechos el derecho internacional preveía la voluntad de los Estados de que esos crímenes fueran castigados. Esos argumentos, perfectamente extrapolables a los hechos en torno a la ejecución de Puig Antich, dada la época en la que ocurrieron, no son recogidos por el auto.

En segundo lugar, hay que tener presente que, tres años antes de la condena a muerte de Puig Antich, se había aprobado la Ley 44/1971, de reforma del Código Penal, en el que introdujo el artículo 137 bis. Este disponía lo siguiente: “Los que, con propósito de destruir, total o parcialmente a un grupo nacional étnico, social o religioso, perpetraren alguno de los actos siguientes serán castigados: 1.º Con la pena de reclusión mayor a muerte, si causaren la muerte de alguno de sus miembros. 2.º Con la reclusión mayor, si causaren castración, esterilización, mutilación o bien alguna lesión grave. 3.º Con la de reclusión menor, si sometieren al grupo o a cualquiera de sus individuos a condiciones de existencia que pongan en peligro su vida o perturben gravemente su salud”. De esta forma se pretendía incorporar en el derecho español el crimen de genocidio, recogido en el Convenio para la prevención y la sanción del delito de genocidio, de 1948, al que España se había adherido en 1968, aunque con una diferencia notable con respecto al convenio: mientras que este define el genocidio como la destrucción total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal, el artículo 137 bis castigaba también los actos destinados a destruir los grupos sociales.

Por qué se incluyó en el Código Penal una categoría lo suficientemente amplia como para abarcar tanto a opositores/as políticos/as como a las personas reprimidas por el franquismo por su orientación sexual o su identidad de género —por ejemplo— es una incógnita, aunque es evidente que no se prestó atención a lo que estaba pasando dentro de las fronteras de España. A tenor de la exposición de motivos, la ley de 1971 se habría inspirado tanto en el convenio como en la resolución 96 (I), adoptada en 1946 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde se hace referencia a grupos “raciales, religiosos o políticos”. Pero es que, además, un rápido repaso a la historia de la prohibición de los crímenes contra la humanidad en derecho internacional permite constatar que, durante muchos años, su relación con el crimen de genocidio no estaba clara. Así lo pone de manifiesto el proceso de redacción de un Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad acometido por la Comisión de Derecho Internacional de la ONU entre 1949 y 1996. Si ya en las discusiones durante los años 50 se hizo patente la reticencia de algunos miembros de la Comisión a considerar los actos inhumanos como un tipo distinto del genocidio, treinta años después los trabajos en esta materia seguían partiendo de una concepción unitaria del genocidio y de los actos inhumanos, ambos integrados en la categoría de crímenes contra la humanidad. Incluso tras la adopción del Estatuto de la Corte Penal Internacional en 1998, donde genocidio y crímenes contra la humanidad aparecen recogidos en artículos distintos y quedan por tanto bien diferenciados, parte de la doctrina ha seguido defendiendo que el genocidio es una modalidad de crimen contra la humanidad.

Es más: la descripción del delito de crímenes contra la humanidad actualmente contenido en el Código Penal emparenta con la del antiguo artículo 137 bis mucho mejor de lo que lo hace el delito en su definición internacional. En efecto, conforme al derecho internacional, los crímenes contra la humanidad consisten en la comisión de determinadas violaciones de derechos humanos fundamentales (por ejemplo, causar la muerte) en el marco de un ataque sistemático o generalizado contra una población civil; en cambio, el artículo 607 bis del actual Código Penal no exige necesariamente que se produzca un ataque con esas características, ya que dispone que, en todo caso, se considerará delito de lesa humanidad la comisión de tales violaciones de derechos humanos “por razón de la pertenencia de la víctima a un grupo o colectivo perseguido por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional”. Recapitulando: en 1974 era delito causar la muerte de alguien con el propósito de destruir total o parcialmente a un grupo social (por ejemplo, la oposición política); en 2020 es delito causar la muerte de alguien por razón de su pertenencia a un grupo o colectivo perseguido por motivos políticos. No hay demasiada diferencia.

La inclusión de los grupos sociales en el art. 137 bis se mantuvo en el texto refundido del Código Penal de 1973, donde permanecieron hasta la reforma operada por la Ley Orgánica 8/1983, que eliminó ese supuesto. Por tanto, estuvo vigente durante los últimos años del franquismo, y, más allá de la denominación que se quiera dar al comportamiento delictivo que describía, lo cierto es que en sustancia hay coincidencias con lo previsto en el actual artículo 607 bis.

Sobre la vigencia de la ley de amnistía

¿Cuál es el problema jurídico?

La ley de amnistía, adoptada en octubre de 1977, no solo sacó de la cárcel a los presos políticos, sino que además liberó de responsabilidad penal a autoridades, funcionarios y agentes del orden público que hubieran cometido tanto delitos con motivo de la investigación y persecución de la oposición política como delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas (artículo 2 de la ley). En la práctica, esta ley se utiliza como una ley de punto final que impide castigar las graves violaciones de derechos humanos cometidas por los agentes estatales durante la dictadura, lo que no es compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva recogido en el artículo 24 de la Constitución de 1978, por lo que los tribunales deberían o bien inaplicarla por entenderla derogada en virtud del apartado 3 de su disposición derogatoria (“quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución”) o bien solicitar al Tribunal Constitucional que la declare inconstitucional. A mayores, tampoco respeta el derecho a un recurso efectivo previsto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en vigor para España desde el 27 de julio de 1977.

¿Cuál es el argumento del auto?

La ley de amnistía fue dictada por un Parlamento democrático y benefició a ambos bandos. En el contexto histórico en el que se dictó, buscaba la reconciliación nacional. La Constitución española efectuó una derogación expresa de determinadas normas, entre las que no estaba la Ley de Amnistía porque formó parte del conjunto de normas que tenían como objetivo finalizar con el régimen anterior. En años recientes ha habido propuestas parlamentarias de derogar la ley de amnistía, y los dos partidos mayoritarios han expresado argumentos de fondo para rechazar tal derogación, aduciendo su carácter reconciliatorio.

¿Cuál es la crítica?

Hay varias, comenzando por que los argumentos expuestos (que siguen la posición marcada por el Tribunal Supremo en 2012) son más políticos que jurídicos. En primer lugar, la equiparación de los efectos de la ley respecto de ambos bandos es falaz porque: 1) mientras que la oposición política estaba en la cárcel, los agentes del Estado nunca la pisaron por los hechos amnistiados; 2) la mayoría de las personas presas lo estaban por el ejercicio de derechos humanos consagrados internacionalmente, como la libertad de expresión o la libertad de conciencia, por los que nunca deberían haber sido encarcelados, mientras que los agentes del Estado acumulaban en su haber violaciones graves de derechos humanos, como la privación arbitraria de la vida o la tortura; 3) la amnistía benefició a todos los agentes del Estado franquista, pero solo a una parte de las víctimas del franquismo: la amnistía no aportó nada a quienes, habiendo sufrido las agresiones de los funcionarios (torturas, violaciones,…), no fueron a la cárcel, ni a aquellas personas reprimidas por motivos distintos a los de intencionalidad política (por ejemplo, por la orientación sexual) o a los familiares de las personas asesinadas o desaparecidas.

En segundo lugar, el último aspecto señalado (las numerosas víctimas para las que la ley de amnistía no supuso más que un obstáculo a cualquier intento de que se hiciera justicia) revela también el mito que presenta a la ley de amnistía como una herramienta de “reconciliación”, una palabra que, por cierto, no aparece en toda la ley. De hecho, en buena medida dicho mito se empieza a construir a la sombra del Valle de los Caídos, una vez que Franco decide justificar con las siguientes palabras el traslado a su monumento megalómano, desde cementerios de toda España y sin autorización de las familias, los restos de quienes habían caído luchando contra él: “[…] los lustros de paz que han seguido a la Victoria han visto el desarrollo de una política guiada por el más ele­vado sentido de unidad y hermandad entre los españoles. Este ha de ser, en consecuencia, el Monumento a todos los Caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz” (Decreto-ley de 23 de agosto de 1957 por el que se establece la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos). Esta narrativa, conforme a la cual el gobierno dictatorial había sido clemente y otorgado su perdón en aras de la reconciliación, se retoma en la transición, en concreto en el Real Decreto-ley 10/1976, sobre amnistía, cuando afirma que con la promoción de la reconciliación (ahora como misión de la Corona) se culminan “las diversas medidas legislativas que ya, a partir de la década de los cuarenta, han tendido a superar las diferencias entre los españoles”. ¿Reconciliación de dos partes enfrentadas o culminación de un proyecto sociopolítico que había empezado décadas atrás con la eliminación de la oposición?

En tercer lugar, lo apenas indicado enlaza con la alegación de que la ley de amnistía tuvo por objetivo finalizar con el régimen franquista, una afirmación de nuevo falaz, ya que supone obviar que la transición española no pretendió romper con la dictadura, sino que optó por un planteamiento declaradamente reformista que utilizaba las bases del régimen franquista para sustentar la naciente democracia. Y lo que es peor: al estimar que la finalidad de la ley impide considerarla contraria a la Constitución (y, por tanto, derogada en aplicación del apartado 3 de su disposición derogatoria), en lugar de atender a la lesión de derechos fundamentales que ocasiona su contenido, los órganos judiciales le están atribuyendo un carácter materialmente constitucional por haber sido aprobada por mayoría en el parlamento, pero sin necesidad de refrendo popular.

En último lugar, para no incurrir en el mismo vicio de dar solo argumentos políticos, van dos jurídicos. Uno: según el derecho internacional de los derechos humanos, la gravedad de las violaciones cometidas exige que el Estado investigue los hechos, de manera que aplicar automáticamente la ley de amnistía para no entrar a examinarlos supone incumplir las obligaciones asumidas por España en el plano internacional. Dos: en 1997, el Tribunal Supremo no tuvo en cuenta la ley de amnistía a la hora de examinar el recurso por la absolución de los policías acusados de la muerte de Enrique Ruano; por tanto, al igual que en el caso Scilingo, se ha separado de su jurisprudencia previa sin que hubiera motivos jurídicos para ello. (Que los hubiera políticos es otro tema.)

Notas:

[1] Véanse las contribuciones de Ramón Saez, “Los jueces y el aprendizaje de la impunidad, a propósito de los crímenes del franquismo” y Antonio Doñate Martín, “Jueces y fiscales ante crímenes del franquismo”, ambas en mientras tanto, 114, 2010; Raül Digón Martín y Oriol Dueñas Iturbe, “La responsabilidad del Estado ante las víctimas del franquismo y el papel del poder judicial”, mientrastanto.e, 109, 2012; Rosa Ana Alija Fernández, “Contra la impunidad del franquismo, segunda vuelta (II)”, mientrastanto.e, 159, 2017.

31 /

8 /

2020

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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