Skip to content

Antonio Antón

Polémicas sobre las rentas básicas

En un reciente e interesante sondeo (ver “Dos de cada tres españoles piden más impuestos a los ricos y la renta básica, en Público, 12/05/2020), se destaca el gran apoyo ciudadano a la justicia fiscal, con mayor gasto público en sanidad y educación (86%), y a las rentas básicas (73%). En este caso, es significativa la gran diferencia entre las personas partidarias de una renta básica universal (el 10%) y una renta social como el Ingreso Mínimo Vital (63%). La proporción es de más de seis a uno, con un gran apoyo al segundo modelo que prioriza a la gente vulnerable y la acción por la igualdad, tal como vengo defendiendo. O sea, la primera, además de inadecuada por su distribución generalizada al margen de las necesidades sociales, es muy minoritaria y tiene poca legitimidad social.

Por mi parte, acabo de publicar un amplio estudio teórico sobre los tres tipos de rentas básicas, con una valoración crítica al modelo ortodoxo de Renta Básica Universal (RBU), que defiende la Red Global de Renta básica, inspirada en su presidente internacional Van Parijs, y la defensa de una renta social contra la vulnerabilidad socioeconómica, la gran prioridad del momento (ver Rentas sociales: igualdad, libertad y reciprocidad).

Ambos modelos se presentan como una superación del actual e insuficiente sistema de Rentas Mínimas de Inserción de las Comunidades Autónomas, ante lo que el Gobierno va a aprobar una propuesta de mejora con el citado IMV, complementaria con ellas, centrada en la acción contra la pobreza y cuya orientación integradora e igualitaria comparto, aunque su dimensión y su desarrollo en un plan articulado y convergente está por concretar y habrá que analizar.

En este ensayo pretendo clarificar los fundamentos teóricos y éticos de los distintos modelos de rentas básicas o sociales y las principales controversias y polémicas. Está dividido en tres partes. La primera explica los “Tres modelos de rentas básicas” y enmarca el criterio de su incondicionalidad; la segunda analiza “La reciprocidad en las rentas sociales”, y la tercera profundiza en “Los debates sobre las rentas básicas”, desde un enfoque social, relacional y contractualista.

1. Tres modelos de rentas básicas

Hay tres modelos de rentas básicas. Por una parte, los sistemas de Rentas Mínimas de Inserción, desarrollados por las Comunidades Autónomas y en la mayoría de los países europeos. Salvo en algunos casos (País Vasco y Navarra), y aunque palían parcialmente situaciones de exclusión social, tienen grandes limitaciones de cobertura, suficiencia y sistema de gestión; muchos de ellos están desarrollados desde enfoques socioliberales e, incluso, liberal conservadores.

Por otra parte, hay dos modelos diferenciados que se plantean su superación, aunque con objetivos y justificaciones diferentes que hay que aclarar. El segundo es el modelo ortodoxo de Renta Básica Universal, que define la RBU como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal ―igual y para todos e independientemente de otras rentas― e incondicional ―sin contrapartidas ni vinculación al empleo―. Añade dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ ―al margen de los recursos de cada cual― y ‘sin techo’ ―acumulando sobre ella el resto de las rentas privadas y públicas―; además, considera que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.

Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad ―o la no dominación―, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y solidaridad ―o reciprocidad―. La definición pura de ese modelo mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social. Solo cuando pasan al segundo peldaño, su financiación y la correspondiente reforma fiscal, aparecen las posiciones contradictorias, progresivas o regresivas, de las distintas corrientes ideológicas que avalan esa primera receta.

El tercer modelo de renta social es el que defiendo: en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin suficientes recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo, incluido el reproductivo y de cuidados, y fortalecer los vínculos colectivos; se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadanía social con una perspectiva democrática e igualitaria. Mi posición está más cercana a posiciones transformadoras de la desigualdad y defensoras de una ciudadanía social plena como las de L. Ferrajoli, T. H. Marshall, V. Navarro, C. Offe, A. Sen o J. A. Stiglitz

Además, hay posiciones intermedias y mixtas y puntos comunes en todos ellos. Un plan particular es el Ingreso Mínimo Vital, que va a aprobar el Gobierno de coalición progresista, pendiente de su desarrollo y su posible convergencia en un plan articulado que habrá que evaluar. Supone una ampliación, complementariedad y renovación que pretende superar las insuficiencias del actual sistema de rentas mínimas. Pone el acento en combatir la pobreza, es decir, no es universal sino dirigido a los sectores vulnerables, objetivo que es una prioridad en el momento actual.

Ya he hecho una valoración crítica de la aplicación rígida de una renta básica para todos los individuos, independientemente de sus rentas y necesidades, tal como proponen los defensores de la RBU Ver Renta básica: universalidad del derecho, distribución según necesidad, Mientras Tanto nº 130, 1/12/2014. Ahora me voy a centrar en el tema complejo de la incondicionalidad que atraviesa todos los modelos, en un sentido u otro, y que conviene precisar. El problema para tratar es el énfasis en esa incondicionalidad total frente a los valores de solidaridad y reciprocidad que deben fundamentar una renta social. El debate afecta a elementos fundamentales de la modernidad, al tipo de contrato social, al equilibrio entre derechos y deberes.

La incondicionalidad de los derechos sociales

La principal orientación de las políticas de empleo, de los discursos institucionales y europeos, va dirigida hacia la socialización del individuo en la auto responsabilización de su futuro laboral y de rentas, y en la propia interiorización de la obligación por prepararse y competir en el mercado laboral. Para el discurso dominante no hay responsabilidades de las instituciones públicas, ni para la generación, estabilidad y mejora del empleo ni para la protección social. La solución la tiene el propio individuo ―en el mercado―, en si cumple con sus obligaciones de acumular capital humano, tiene capacidad de adaptación y trabaja mucho y duro. O bien, en la solidaridad familiar con la sobrecarga para las mujeres. No aparecen los derechos, sólo los deberes.

La defensa de los derechos cívicos y sociales es clave ante esa presión hacia el sometimiento al trabajo precario y flexible y el dominio económico-empresarial. La incondicionalidad de los derechos sociales pretende hacer frente a la excesiva presión neoliberal por los deberes, a la cultura del trabajo o a la imposición de contratos de inserción. En este caso, la exigencia de contrapartidas, la condicionalidad, se utiliza también como instrumento de control social, con una burocracia excesiva y para disminuir el gasto presupuestario al restringir el número de individuos beneficiarios. De ahí, que frente a tanta condición impuesta se exijan prestaciones sin condiciones.

Contando con el contexto de la dinámica contributiva y la amplia participación en la actividad productiva o social, esa incondicionalidad ―matizada y relativa― puede utilizarse contra el exceso de condiciones o contrapartidas añadidas, y no tendría ese sentido tan absoluto. Así la he interpretado y utilizado, en ocasiones. Sin embargo, los representantes del modelo rígido de RBU la consideran en sentido fuerte, en términos absolutos, como incondicionalidad total, expresamente al margen de todo tipo de compromisos y acuerdos colectivos. Por tanto, si se plantea como fundamental y seña de identidad, es unilateral y genera nuevos problemas de hondo calado.

El hilo argumentativo de ese modelo individualista sería defender un derecho sin deber; la renta básica la defienden como ‘previa’ a la sociabilidad; sería la base sobre la que se construye la sociedad y, por tanto, son posteriores la igualdad de oportunidades, el contrato social y la reciprocidad. En el debate sobre las rentas básicas, este tema de la condicionalidad es complejo porque se deben tratar realidades diversas y tendencias contradictorias y referirse a un marco más general: al tipo de vínculos sociales, a los elementos constitutivos de la sociedad, a la necesidad de unos nuevos acuerdos sociales.

La incondicionalidad total no es un derecho de un individuo aislado

En primer lugar, una precisión. La incondicionalidad total no se puede contemplar como derecho de un individuo aislado, sino en el contexto social. Ese derecho de un individuo siempre se corresponde con un deber de alguien ―otro individuo, la familia, la sociedad en su conjunto o las generaciones anteriores o posteriores―; por lo que no es justo reclamar la ausencia de obligaciones. No se trata de una visión colectivista ―de control social― con la anulación de la libertad individual y la autonomía moral; tampoco de la imposición o coacción de las instituciones colectivas o incluso de mayorías sociales hacia individuos concretos. Todo lo contrario, se trata de fortalecer la libertad y la autonomía moral de todos y cada uno de los individuos para que puedan forjar sus proyectos vitales, en sociedad. Los recelos vienen desde una filosofía individualista radical para la que cualquier vínculo social, negociación, acuerdo, responsabilidad o colaboración con otras personas se consideran una concesión, una constricción, en detrimento de la propia autoafirmación y libertad.

Por mi parte, abordo el problema desde una posición contractualista y de equilibrio y tensión entre la necesidad de libertad, autonomía y afirmación del individuo y la necesidad de compartir socialmente, las tareas y responsabilidades individuales y colectivas. La persona tiene un doble componente: individual y social. Su existencia, su ciudadanía y su identidad no se pueden separar de ese componente de interacción humana (y con la naturaleza), de sus vínculos sociales. Es un enfoque relacional, frente a la filosofía individualista liberal.

En segundo lugar, planteo la independencia de una renta social del empleo, ya que la considero positiva y necesaria para garantizar una mayor autonomía personal ―en particular, para los sectores más precarios― frente a los condicionamientos del actual mercado laboral y la presión productivista, y en pugna contra ese discurso dominante de la ‘activación’ y del deber sin ―o con pocos― derechos. En ese sentido, un ingreso social, dirigido a los colectivos de jóvenes y mujeres vulnerables, proporcionaría una defensa frente a la precariedad y sería una garantía para facilitar su emancipación y unos niveles básicos de subsistencia.

Sin embargo, esta presión por el deber también coexiste con cierta cultura postmoderna, de la espontaneidad del individuo en la satisfacción del deseo ―de consumo―. En cierta cultura se separa deber ―trabajo, esfuerzo― y derecho ―bienes, estilo de vida―, aunque en la economía lo segundo ―acceso a rentas― se subordina a lo primero ―salarios―. Por una parte, se cultiva el deseo de vivir sin esfuerzo, ni obligaciones, frente a todo tipo de corresponsabilidad social y, por otra parte, se impone ―para la mayoría que necesita rentas― la necesidad de trabajar, con unas normas de obligado cumplimiento. Estas dinámicas están influyendo en la conformación de las identidades, especialmente, de la gente joven.

Igualmente, esa incondicionalidad tiene un significado distinto, más suave, cuando se utiliza en ámbitos donde ya se trabaja ―en el empleo formal, el doméstico o sociocultural―, o se contribuye y participa de otras formas. Se da por supuesto la existencia y el cumplimiento de compromisos, aunque no sean considerados contrapartidas directas. En esos casos, ya no se mantiene la incondicionalidad absoluta.

En tercer lugar, la defensa y formulación a secas de la incondicionalidad total, al margen del comportamiento social de las personas, coloca en mal terreno la resolución de los problemas del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y la cultura solidaria y, en particular, la conformación de los valores de la equidad en la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. Es pertinente la discusión de fondo, dejando claro mi desacuerdo con el énfasis en la incondicionalidad total de un individuo aislado. En la segunda parte profundizo sobre ello.

2. La reciprocidad en las rentas sociales

Una de las características que cruzan los distintos modelos de rentas básicas o sociales, que he analizado en la primera parte, es su incondicionalidad, tema complejo, controvertido y con muchas aristas que conviene clarificar. La polémica no se reduce a incondicionalidad sí o no; sino al papel de los valores de reciprocidad y solidaridad que, desde un enfoque relacional y contractualista, deben presidir los sistemas de protección social, incluida una renta pública.

Van Parijs, presidente internacional de la Red Global de la Renta Básica (RBU), así como sus seguidores en España, defienden el ‘derecho a disfrutar del capital, capacidad productiva y el saber científico de las generaciones anteriores’. Pero, la apropiación y distribución de esa riqueza es unilateral y arbitraria sin que, paralelamente, haya unos deberes, una participación en la reproducción de esos bienes, cuando se tiene capacidad para ello. Replantear la incondicionalidad pura nos permite un mejor enfoque para afianzar la capacidad autónoma del individuo y sus relaciones sociales, y reforzar lo público con una visión colectiva y solidaria de las políticas y los derechos sociales.

Por otro lado, hay que superar la condicionalidad individual rígida. La fórmula ‘tanto trabajas, aportas o cotizas, tantos derechos tienes’ es unilateral. Las fuertes tendencias neoliberales tienden a compensar ―insuficientemente― a cada persona según su contribución, su trabajo o su esfuerzo individual. Es la base del contrato laboral y de la fuerte monetización de la vida pública y privada actual, y es una parte sustancial de los sistemas de remuneración (rentas, salarios, pensiones y prestaciones de desempleo) y del estatus laboral y de consumo. Es la vieja justificación individualista y meritocrática, sin igualdad real de oportunidades derivada del origen, el estatus, las trayectorias o las condiciones vitales.

No obstante, ante situaciones, necesidades y oportunidades desiguales no se pueden repartir los bienes públicos de forma milimétrica, según cada aportación individual previa; incluso, no se puede generalizar la correspondencia mecánica de los derechos sociales sólo en función de un empleo que está limitado y segmentado, o sólo de las cotizaciones sociales o aportaciones contributivas realizadas. Una de las bases fundamentales del actual sistema de bienestar y de protección social ha sido la solidaridad institucional e intergeneracional. Un ejemplo es el sistema de salud, con derecho y garantía para todas las personas al margen de su estatus y contribución y, al mismo tiempo, implementado para la gente que lo necesita por enfermedad y su prevención.

Además, existen dinámicas solidarias y relaciones de reciprocidad en el ámbito institucional y a nivel intergrupal e interpersonal, que llegan hasta la ética de los cuidados, la fraternidad o sororidad y la actividad voluntaria solidaria. Por otra parte, están los compromisos colectivos para generar los bienes y servicios necesarios para la reproducción y el bienestar de la sociedad. El empleo y el trabajo son necesarios y deberían regularse de forma negociada junto con los derechos sociales y laborales.

Estamos ante problemas sociales que desbordan el ámbito individual de las decisiones de cada cual, y deben someterse a discusión y acuerdo colectivo. La actitud ante ellos forma parte de una ética colectiva, con la conformación moral de los individuos. Estoy hablando en el ámbito de los valores no en el normativo o jurídico. No defiendo una ética holista que desconsidera la autonomía moral del individuo, sino de la combinación de los dos planos, el colectivo y el individual. Desde la óptica individualista, cualquier demanda exterior es interferencia y constricción a la libertad individual, y es irresoluble el problema. Se debe defender hasta el derecho a rechazar un empleo y poder vivir dignamente.

Se confirma, por ejemplo, con la experiencia piloto finlandesa, transitoria durante dos años, de una renta pública dirigida hacia 2.000 personas desempleadas mayores de 25 años, de 560 euros, sin la obligación de aceptar un empleo indeseado. No está distribuida de forma universal, a todos los segmentos de rentas por igual, sino a individuos en paro que han visto reducir sus ingresos, es decir, por una necesidad social. Está condicionada a ese estatus laboral de desempleo y, por tanto, con disponibilidad para emplearse. Tras muchas controversias, la reciente valoración final oficial ha sido positiva ya que las personas beneficiarias obtienen una mejora económica, social y psicológica. No obstante, en sus efectos respecto de la aceptación de un empleo (allí lo hay) los resultados no son concluyentes y las diferencias respecto del grupo de control (en paro y sin esa renta pública) son pequeñas; incluso son más significativas las diferencias internas entre los individuos beneficiarios que tienen un origen inmigrante o del ámbito rural, con mayores necesidades, y los autóctonos y urbanos, que se incorporan menos al empleo. En todo caso, se demuestra que no hay una gran reducción del interés por un empleo, cuyos ingresos son compatibles durante ese tiempo. Así se palia una situación de vulnerabilidad socioeconómica. Está más cercana al tipo de renta social que propongo, no al modelo de RBU. Pero la cuestión de fondo sobre la condicionalidad, al hablar de la población en general, empieza ahí, no termina.

Condicionalidad débil y solidaridad cívica

Es legítima la conformación de una opinión, unas propuestas y una ética pública que oriente la distribución de las obligaciones laborales y familiares en un sentido más igualitario y acordado, respetando la autonomía individual para conformar sus proyectos vitales, pero resaltando los valores de la solidaridad y la reciprocidad y los mecanismos participativos y democráticos para resolver los conflictos y las tareas colectivas.

En ese sentido, son positivas las políticas de promoción y estímulo de un empleo digno respetando su acceso libre y voluntario, y que se garantice el derecho al trabajo, en particular, de jóvenes y mujeres. La participación juvenil en el empleo y la regeneración del mercado laboral tienen algunas consecuencias positivas para sus vínculos sociales y su autonomía personal, así como para las relaciones en el conjunto de la población trabajadora.

Sin embargo, las organizaciones sociales y económicas y las instituciones públicas no deben quedarse sólo en promover incentivos para que sean los individuos quienes opten al empleo más adecuado. Quedarse en eso tiene el efecto perverso de dejar en el plano individual esa responsabilidad, ante una oferta mayoritaria de empleos precarios. Requiere entrar en la regulación de las estructuras educativas, las normas del mercado laboral, el reparto del empleo y de los diferentes tipos de trabajos, los sistemas de cuidados y reproducción social; es decir, en la regulación y negociación de los mecanismos públicos y privados que tratan de los deberes cívicos y económicos y, en particular, de las políticas activas de empleo (INEM) y la formación profesional. Supone abordar los intereses, aspiraciones y necesidades de los diferentes segmentos de la sociedad, desde una óptica contractualista y con un sentido igualitario.

Por otro lado, aun manteniendo la incondicionalidad con respecto al empleo, limitado y mayoritariamente precario, es sensato dejar abierta la posibilidad de la ‘condicionalidad débil’, la participación negociada y libre en el voluntariado, en el llamado trabajo cívico y en otras actividades en el tercer sector, así como en acciones formativas con una perspectiva profesional o laboral. La revalorización social del trabajo doméstico, la actividad familiar y de cuidados, la ayuda interpersonal o la acción educativa-cultural, supondría la ampliación del reconocimiento de la labor de utilidad social de la mayoría de las personas y ayudaría a legitimar el derecho universal a la protección social.

También es imprescindible socializar y repartir el trabajo doméstico y de ayuda a las personas dependientes, disminuir la carga de trabajo para las mujeres y renegociar el uso del tiempo. Algunas relaciones interpersonales no deben ser consideradas trabajo, sino actividad sociocultural o personal. Es problemático monetizar todas las actividades y las relaciones interpersonales ―de amistad, afectivas, culturales, de apoyo solidario―, y sumergirlas en el campo de la economía y el contrato laboral, o tratarlas como contrapartida de una renta pública. Su valor, reconocimiento y motivación están en otro campo, que se debe ampliar, por razones éticas y solidarias, con la perspectiva de un desarrollo humano menos mercantil.

Ese derecho a una renta incondicional se reclama al Estado. Supone la existencia de un sujeto del deber, una realidad social e institucional, unos acuerdos o imposiciones sociales anteriores y unos impuestos y un gasto público. Habría que reconocerlo expresamente y partir de ese hecho: se pertenece a la sociedad, se nace y se tiene un vínculo colectivo y, en esa medida, se exige un derecho, su reconocimiento y su garantía. Entonces, estamos admitiendo una corresponsabilidad de unos deberes de otra contraparte de la sociedad; no hay nada previo al ser real.

Superar el individualismo abstracto

Los argumentos de ese modelo inflexible de RBU sobre la incondicionalidad pura parten del énfasis unilateral en el derecho del individuo abstracto, al margen de sus relaciones sociales, y pueden facilitar una mentalidad no solidaria.

Es conveniente considerar un marco más amplio en el ejercicio y la correspondencia entre deberes y derechos, con una trayectoria vital y colectiva más larga y diversa. Todo ello requiere, en conflicto con las tendencias dominantes, nuevos compromisos privados, públicos e intergeneracionales, otros equilibrios y acuerdos sociales, y favorecer nuevas dinámicas colectivas y una cultura solidaria, atendiendo a las necesidades comunitarias. Pero todos esos elementos son desconsiderados o combatidos por los representantes más ortodoxos de esa escuela de pensamiento.

Por último, ¿cuál es el debate teórico? Desde esa doctrina se ha justificado teóricamente la importancia de la incondicionalidad con la crítica a la reciprocidad. Expresan una doble posición: a) destacan la incondicionalidad total de la RBU y critican el valor de la reciprocidad, que consideran su adversario; b) después de distribuirla, ya no entraría en conflicto con el trabajo, sino que garantizaría, incluso mejor, la reciprocidad y la mejora y ampliación del empleo. Su lógica es: 1) La RBU incondicional es “la libertad para vivir como a uno le pueda gustar vivir” (Van Parijs), y 2) el individuo, entonces, es cuando se vuelve generoso y solidario y practica la reciprocidad.

Pero este segundo paso es idealista y nunca se atreven a verificarlo. No hay reconsideración de sus principios, sino que primero y básico es el derecho incondicional, independiente de todo, y el resto vendría por añadidura. Permanece una desconsideración hacia las responsabilidades colectivas, los compromisos cívicos y la cultura solidaria, hacia la regulación colectiva de derechos y deberes, que son componentes fundamentales de la reciprocidad y claves para desarrollar personas libres y autónomas.

La pretensión de la superioridad de ese modelo distributivo como pilar de la sociedad no se sostiene, ya que desconsidera los (des)equilibrios sociales existentes, los compromisos cívicos y los acuerdos colectivos; éticamente, puede conllevar efectos perjudiciales para la educación cultural y de valores solidarios. En el plano práctico, siempre aparece su desconsideración de los vínculos sociales, la problemática laboral y la participación comunitaria.

En definitiva, ese enfoque unilateral coloca en un mal terreno los problemas fundamentales del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y, en particular, la conformación de los valores cívicos y la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. Por tanto, frente a la presión neoliberal por los deberes no es bueno quedarse sólo en la defensa unilateral de los derechos, sino acompañarla con el fortalecimiento de los valores solidarios y de reciprocidad.

3. Debates sobre las rentas básicas

Me centro aquí en algunos fundamentos teóricos y éticos de estos dos modelos alternativos, su ideología subyacente y sus efectos culturales, aspectos que, normalmente, no aparecen en los debates públicos. Las diferencias sustanciales entre ellos son, por un lado, las características de la universalidad e incondicionalidad de la RBU y, por otro lado, la fundamentación en los valores de la igualdad social y la reciprocidad de la protección pública, que defiendo junto con otros autores como Claus Offe y Vicenç Navarro.

Universalidad e incondicionalidad frente igualdad y reciprocidad

Los partidarios de ese modelo inflexible de RBU defienden valores positivos como la libertad y la ciudadanía civil, pero dejan en un plano subordinado el objetivo de la igualdad, la cultura de la solidaridad y la consolidación de la ciudadanía social y los derechos colectivos.

El primer aspecto para destacar es su pretensión de superioridad ética y la importancia simbólica y cultural que esa escuela da a su modelo y a su divulgación, ya que conllevaría una nueva cultura alternativa, superior a cualquier otra. Oponen la ‘ética de los derechos’ frente a la ética de los deberes, situando el derecho a la libertad por encima del ‘deber de trabajar’. Planteada así la alternativa es atractiva, la inclinación individual por lo primero, por la libertad y el derecho, frente al trabajo y el deber es una opción evidente. Pero, desde una óptica colectiva y solidaria queda sin resolver el sujeto del deber y el reparto negociado, equilibrado y justo de las obligaciones económicas, sociales y cívicas.

En los últimos siglos ha sido fundamental la defensa de los derechos frente a la coacción de un sistema de apropiación privada, un régimen salarial y unas condiciones laborales de subordinación, así como frente a la opresión autoritaria en diferentes ámbitos institucionales y estructuras sociales. Sin embargo, la justificación de ese modelo se apoya en una filosofía individualista, liberal y abstracta (o también ácrata, diferente a la tradición colectivista e igualitaria libertaria). No valora que la base constitutiva de la sociedad, de sus valores, se debe fundamentar en una filosofía realista y social, contemplando una perspectiva más colectiva, común y contractualista.

A mi parecer, se debería partir de los individuos y su pertenencia social y de la negociación y equilibrio de las garantías y las responsabilidades individuales y colectivas, teniendo en cuenta el conjunto de sus necesidades y capacidades. El objetivo igualitario, no como trato sino como resultado, no es compatible sino conflictivo con la universalidad de una distribución pública igual y para todos los individuos. Estamos en un conflicto de valores en la sociedad y la defensa de la libertad ―o no dominación― es insuficiente, y se debe combinar con la de la igualdad y la solidaridad. El reconocimiento de la tensión, la complementariedad y el necesario equilibrio entre estos tres valores de nuestra tradición ilustrada republicana constituyen un buen marco de referencia.

La ambigüedad ideológica es un punto débil

El segundo aspecto problemático es su ambigüedad ideológica y justificativa que esa escuela ortodoxa considera como buena, al poderse defender su modelo distributivo por personas pertenecientes a diversas corrientes de pensamiento: neoliberalismo, liberalismo, republicanismo o marxismo. Aunque hay que aclarar que desde cada una de esas corrientes también se defienden otro tipo de enfoques y propuestas, a veces contrarios a ese sistema de distribución. En España, la mayoría de los representantes de ese modelo tienen un pensamiento y un talante progresistas; sin embargo, estos mismos autores consideran una ventaja ese eclecticismo ético y teórico, esa coincidencia en una misma alternativa transversal de personas y grupos con intereses socioeconómicos e ideologías contrapuestos.

La coexistencia de defensores del neoliberalismo y el anticapitalismo no les supone incoherencia, sino transversalidad político-ideológica. Infravaloran la incongruencia de que una misma receta distributiva sea funcional para dos dinámicas contrapuestas: consolidar el capitalismo, la dominación, el desmantelamiento del Estado de bienestar y la desigualdad o poner en primer plano a la sociedad y sus necesidades con una dinámica por la igualdad, la protección pública y la no dominación. Algo falla.

Por una parte, hay una definición común, individual, universal e incondicional, que forma el núcleo de sus principios y que constituye su identidad. Pero, por otra, esa pluralidad ideológica expresa la existencia de intereses sociales, posiciones y desarrollos concretos que pueden llegar a oponerse. A mi parecer, esa transversalidad ideológica respecto de una distribución pública en una sociedad desigual y grandes estructuras de poder no es un punto fuerte de ese modelo, sino débil, ya que refleja la ambigüedad de su doctrina, de los intereses que defiende y de su sentido social.

En consecuencia, otro componente criticable es su individualismo radical. Las tendencias sociales dominantes van hacia la individualización ―diferente a individualismo― que tiene rasgos positivos como la afirmación de la autonomía moral de los individuos, y que está diluyendo los viejos compromisos y solidaridades reaccionarios. Pero, ante esa dinámica, el componente unilateral y abstracto de ese individualismo es pernicioso para la educación en los valores igualitarios y solidarios, y ese debate es fundamental para conformar un pensamiento crítico y resaltar lo ‘común’ desde un enfoque relacional.

Un enfoque social, relacional y contractualista

Es necesario un enfoque social y contractualista frente al individualismo abstracto. Mi crítica a su primera característica fundamental ―la universalidad― es que parte del sujeto abstracto, en vez del individuo concreto y de la sociedad segmentada; con respecto a la segunda, tal como expresa el énfasis en la incondicionalidad total, critico su individualismo. El individualismo abstracto es la base filosófica en que se basa ese modelo ortodoxo, que defiende una distribución ex-ante, al margen de las condiciones, recursos y necesidades de los individuos. Contempla el sujeto abstracto, al que el Estado debe aportar una ‘base para su libertad’, desconsiderando las relaciones materiales, socioeconómicas e institucionales, que tienen ya los individuos concretos, y que histórica y socialmente han constituido sus bases de sociabilidad y de libertad.

Esa propuesta de una distribución pública universal, independientemente de las rentas y riquezas de cada cual, puede ser apoyada por ricos, capas acomodadas, intermedias y pobres, por gente neoliberal, socioliberal, republicana o marxista; es decir, es ‘neutral’ para el objetivo de la igualdad y ajena a la solidaridad colectiva. La diferenciación, las ventajas comparativas y la posición política de cada sector social y grupo de poder se definen en el segundo paso de la financiación y la fiscalidad, es decir, del resultado final distributivo que es el que concreta su orientación social, progresiva o regresiva, no de los principios iniciales que son una doctrina ambigua con justificación liberal.

La alternativa es tener un punto de partida relacional y realista para ejercer una redistribución progresista como garantía de acceso, de todos y todas, a la ciudadanía. Se trata de tener en cuenta las necesidades de los individuos concretos en una sociedad segmentada y desigual y las capacidades diferentes para un reparto equitativo de las responsabilidades. Así, según distintas encuestas de opinión, la mayoría de la población de la UE está de acuerdo con el principio de que «los recursos deberían asignarse según la necesidad de cada ciudadano, y financiarse según la capacidad y habilidad de cada uno«.

Los criterios distributivos deben basarse en un enfoque relacional y social, con la interacción de los tres valores fundamentales: igualdad, libertad y solidaridad (o reciprocidad). Así, considerando que estamos ante una distribución pública que debe corregir la desigualdad del mercado, es decir, que debe ser progresiva, el sentido de la igualdad debe definirse por sus objetivos y resultados igualitarios, no por una previa distribución pública igual para todas las personas. La igualdad de trato distributivo se debe realizar en condiciones iguales; ante situaciones y necesidades desiguales el Estado debe ser compensador o redistribuidor, con un trato equitativo para conseguir la igualdad y garantizar un soporte para la emancipación y la autonomía personal y grupal.

En definitiva, el énfasis en la universalidad y la incondicionalidad totales del modelo dogmático de la RBU y su doctrina justificativa no facilitan un proyecto de reforma social progresiva y de avance hacia una sociedad de bienestar, y no recogen el sentido social de la redistribución de una renta pública y de la protección social. Sólo en la medida que ese discurso pasa a un segundo plano y se sustituye por otra orientación, más igualitaria, relacional y solidaria, puede contribuir a la educación cultural y la reforma social progresivas.

Por último, en algunos casos, aun manteniendo referencias genéricas a ese modelo, algunos autores introducen otros objetivos ―la prioridad por las necesidades sociales y la lucha contra la pobreza, la gestión fiscal progresiva…― similares a los que propongo. Incorporan criterios sociales a la universalidad y abordan el tema de la necesaria aportación a la sociedad. Se suaviza el énfasis en la doctrina del modelo oficial de RBU, quitándole relevancia al discurso teórico, renunciando a una justificación tan individualista y unilateral o a una aplicación estricta y generalizada sin suficientes correcciones fiscales, e introducen una visión más realista, social y transformadora. Por tanto, llegan a similares resultados en su concreción ―tras la gestión fiscal correspondiente― hacia las personas con bajos o nulos ingresos: combatir la vulnerabilidad socioeconómica. Es un marco favorable al entendimiento práctico y la aproximación teórica. En esa medida, llegamos a unas propuestas similares de la política social y el papel reformador progresivo de una renta pública.

 

[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid;  @antonioantonUAM]

27 /

5 /

2020

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

+