La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Maggy Barrère Unzueta
¿A qué juega el feminismo?
Hace escasamente un año un feminismo potente y convincente salió a las calles en manifestaciones multitudinarias y logró una exitosa jornada de huelga general. Ese mismo feminismo demostró que, aun siendo plural y en ciertos aspectos divergente, tenía bien interiorizado el abc de todo movimiento social que se precie: que la unión hace la fuerza. El 8 de marzo de 2019 resultó un día celebrativo, vivido con orgullo y emoción, no sólo por las mujeres, sino por todas las personas defensoras de la causa feminista: el equipoder de mujeres y hombres.
Apenas un año después se augura un 8 de marzo algo distinto, pero no porque no se haya convocado una huelga general; la diferencia no va por ahí. La cuestión es que a lo largo de este año han sucedido cosas que, en lugar de unir al movimiento y, con ello, ampliar su fuerza, están consolidando su desunión. Esto ha ocurrido, además, en un momento especialmente delicado en el que una extrema derecha, hasta ahora agazapada, hace alarde sin ningún tipo de escrúpulo, no sólo de su antifeminismo, sino también de lo que, enmarcado comúnmente en las fobias (xenofobia, homofobia y transfobia), va bastante más allá de una mera reacción emocional o psicológica como el odio o el miedo.
Unir un movimiento no significa propugnar su homogeneidad. El feminismo ha sido y será un movimiento heterogéneo, fundamentalmente porque el patriarcado no funciona de la misma manera para las mujeres que tienen dinero y las que no, las que son blancas y las que no lo son, las nacionales y las no nacionales, las que tienen alguna discapacidad y las que no la tienen, las lesbianas, las trans, las intersexuales y las heterosexuales, etc. Es lógico, pues, que el movimiento feminista se nutra de visiones y reivindicaciones diversas. Es más, no sólo resulta lógico, sino también necesario, al menos si se concuerda en que el movimiento feminista ha de representar y articular las demandas de todas las mujeres que sufren el sistema patriarcal.
Lo que está conduciendo a la desunión del movimiento este último año no es por tanto la heterogeneidad, los diferentes feminismos que conviven en su seno, sino las actitudes intransigentes, excluyentes e incluso violentas, que no ven con buenos ojos que las prostitutas reclamen derechos y que las mujeres trans sean y vivan tal cual se sienten. Estas actitudes son injustas e inadmisibles. No se puede aceptar que haya grupos que, en nombre del feminismo, insulten y coaccionen a quienes reivindican derechos laborales y a quienes les reconocen su derecho a reivindicarlos, como ha ocurrido en los meses pasados en varias universidades españolas. A la vista de los eslóganes coreados, las actitudes son alimentadas por lemas y propuestas de cierta fracción del feminismo radical que, lamentablemente, ha reducido este último al abolicionismo y la cruzada contra la pornografía.
El espectáculo es penoso. Por un lado, porque el reduccionismo de esa fracción del feminismo (el TERF —Trans-Exclusionary Radical Feminist— fusionado con un abolicionismo impositivo) eclipsa un caudal que sigue inspirando y produciendo un corpus teórico ineludible; por otro lado, es penoso también que, fruto de esa deriva, las teóricas del feminismo radical pasen a engrosar el denominado a veces —despreciativamente— “feminismo blanco”. Ese no es el camino. Una lectura seria de autoras del feminismo radical (como Firestone, Millet, Dworkin o MacKinnon) serviría para poner en entredicho la oportunidad de esa etiqueta despreciativa, dadas las concomitancias de algunos de los postulados de dichas autoras con los de otras del feminismo interseccional (como Davis, Collins, hooks o Crenshaw, por no cambiar de país ni de eje de intersección), sin ir más lejos, en sus teorías sobre el poder y en su reconocimiento a las mujeres trans. El tiempo no pasa en balde, en ocasiones afortunadamente. Al feminismo no le basta con una sola teoría del poder, es cierto. Sin embargo, como señala Sylvia Walby, se pueden analizar desigualdades múltiples, simultáneas y complejas sin abandonar los conceptos de estructura social y sistema; o, dicho de otro modo, se puede analizar la intersección de clase, género y raza/etnia sin renunciar a los elementos definitorios básicos de cada sistema.
Pero no nos adentremos en debates académicos, que no es el lugar ni el momento. Lo importante ahora es destacar que, con todo lo triste que resulta el espectáculo narrado, la tristeza no es lo peor. Lo peor del TERF y del abolicionismo impositivo es el pavor que produce en términos políticos. Y ello por dos motivos: por quiénes lo representan y por el contexto en el que tiene lugar. Las caras más visibles del TERF y del abolicionismo impositivo son feministas teóricamente potentes —no se les puede negar eso— pero, sobre todo, son feministas con un gran peso en el partido de mayor poder en la actualidad. No es necesario subrayar lo que eso significa en cuestión de leyes y políticas públicas. La cuestión en juego va más allá de la adopción de una mirada interseccional en las actuales leyes y políticas para la igualdad de mujeres y hombres. Claro que ésta es necesaria. Es más, sería impensable —o al menos así quiero creerlo— que a la hora de afrontar la cuestión de la brecha salarial entre mujeres y hombres no se tuviera en cuenta la que se da entre las propias mujeres (inmigrantes, trabajadoras en el servicio doméstico, limpieza y cuidados) o, por poner otro ejemplo, no se contara con las mujeres musulmanas a la hora de tomar decisiones —no sólo, pero especialmente— sobre el uso del hijab.
Aun así, hay problemas en la vida de muchas mujeres que van más allá de la aplicación de la mirada interseccional sobre esquemas de igualdad ya establecidos. Vivimos en una sociedad patriarcal y, salvo que hagamos como los avestruces (taparnos los ojos para no ver), sabemos que su duración no es flor de un día. Por ello, el Derecho y las políticas públicas deben proteger a las mujeres incluso aunque se considere que sus conductas respondan a esquemas patriarcales. Si así no fuera pueden quedar sin amparo, precisamente, las mujeres más oprimidas. A este respecto, la distinción entre “intereses estratégicos” e “intereses prácticos” de las mujeres, empleada por el feminismo postcolonial y por los feminismos del sur, abrió los ojos a un feminismo maximalista. De hecho, sin reflexionar sobre ella, las mujeres que hoy en día se acogen al trabajo a tiempo parcial, a reducciones de jornada o que ejercen de cuidadoras de familiares con discapacidades porque no encuentran otra solución para vivir mejor, se habrían visto abocadas al olvido en virtud del argumento de que trabajando a tiempo parcial o en labores de cuidado reproducen los roles de género y, así, alimentan el patriarcado. Una cosa es tener que visibilizar el sistema y otra dejar desatendidas a las más perjudicadas por sus efectos.
El abandono, además de injusto, es un error si ocurre que las mujeres cuya conducta se supone que alimenta el patriarcado se declaran feministas. Pienso en quienes ejerciendo la prostitución se revindican como trabajadoras del sexo. Lo que ha ocurrido con el matrimonio ha demostrado que hay instituciones patriarcales que, sin desaparecer, pueden replantearse desactivando su alcance opresor. No digo que tenga que ser el caso. Pero si el pago de sexo con dinero perdura, cuanta mayor conciencia y apoyo feminista tenga la mujer que intervenga en la transacción, mejor.
Como ya se ha avanzado, el segundo motivo del pavor a nivel político proviene del contexto. Vox ha entrado con fuerza y viene para quedarse. No lo minusvaloremos. El episodio del “pin parental” es sólo el arranque y el alcance de sus ataques a la “ideología de género” está aún por llegar. No nos equivoquemos de frente y no ensanchemos, por acción u omisión, los efectos del sistema patriarcal sobre todas las mujeres. El feminismo y su movimiento han de prepararse para forjar alianzas, hoy más necesarias que nunca. Ojalá que este 8 de marzo marche en esa dirección.
[Maggy Barrère Unzueta es profesora de la Universidad del País Vasco, donde dirige la Clínica Jurídica por la Justicia Social]
26 /
2 /
2020