La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Cuadrar el círculo
Cuaderno de augurios: 6
I
Un programa es casi siempre una lista de buenas intenciones. Cualquiera que haya participado alguna vez en un proceso programático lo sabe. Cuanto más grande es la organización, cuanta más diversidad tiene, más probabilidades hay de que se engorde la lista de propuestas para que quepan todas las sensibilidades. Nunca se hace el ejercicio de evaluar la coherencia y la viabilidad financiera de los programas. Esto llevaría tiempo y abriría debates que posiblemente acabarían por poner en riesgo la unidad de acción necesaria para llevar a cabo la movilización que se persigue con el programa (campaña electoral, plan de trabajo, etc.). Si se analizan con lupa, los programas suelen estar llenos de incoherencias y definiciones ambiguas, y lo que ocurre en cada organización vale sin duda para la constitución de un proyecto de Gobierno de coalición, donde se deben conjugar culturas políticas diferentes y donde el tiempo apremia el cierre de un acuerdo.
Para los puristas de cualquier bando esta realidad es intolerable. El programa debería ser un acuerdo rígido, un compromiso inalterable y bien articulado que redujera la acción de gobierno a la aplicación estricta de lo que se ha acordado. Pero un mínimo de realismo muestra que un programa es casi siempre una elaboración en el vacío, ideológica, voluntarista. Y la realidad en la que se actúa —sea un partido en el Gobierno o cualquier organización que impulsa un movimiento— impone restricciones, obliga a adecuar propuestas, hace inevitables los rodeos. Más que a la aplicación estricta de un programa, a lo que debe aspirarse es a evitar las iniciativas que violen principios esenciales de una formación política, a explicar y analizar las razones que conducen a introducir cambios respecto del programa inicial, y a revisar el propio programa en función de las dificultades de su aplicación. Más que un contrato cerrado, un programa debe ser un proyecto sometido a una revisión y reflexión continuas, un mapa orientador, sobre todo cuando se trata de un programa que pretende intervenir en una realidad compleja y difícil de aprehender con sencillez. Entre las líneas rojas que no hay que cruzar y la acción práctica hay muchos niveles. La fidelidad a líneas éticas y principios esenciales es fundamental, y la adaptación del proyecto a la realidad, inevitable. Una buena organización es la que sabe mantener lo primero y reflexionar colectivamente sobre el resto.
II
El que el programa no sea un plan de acción rígido no impide que no pueda ser objeto de análisis, que se le exija un mínimo de coherencia y que permita detectar su grado de viabilidad y sus aspiraciones.
Cuando se aplica este ejercicio al programa de Gobierno firmado por el Partido Socialista Obrero Español y la coalición Unidas Podemos, se advierten dos cuestiones básicas: un voluntarismo reformista, especialmente orientado a desmontar todo el cúmulo de políticas reaccionarias que introdujo el Partido Popular, y una dificultad enorme para cuadrar las diferentes líneas de acción; una incoherencia que es apreciable no solo en este en concreto, sino que viene siendo habitual en la mayoría de los programas de las dos formaciones ahora coaligadas.
Fundamentalmente se trata de un programa macroeconómico expansivo que intenta revertir los recortes económicos y ampliar las políticas de bienestar, y que al mismo tiempo incorpora de forma destacada la cuestión de la transición energética. Podríamos decir que hay un cierto hálito poskeynesiano en el modelo, por cuanto por un lado promueve un crecimiento económico orientado a ampliar las prestaciones públicas y la transformación energética y, por otro, trata de financiarse mediante un aumento de los impuestos, una mayor justicia fiscal y el cambio tecnológico. Es sin duda un enfoque que se aparta del marco mental de las políticas de austeridad, pero que tiene muchos puntos que hacen difícil su cumplimiento. Cuando un periodista me pidió que comentara qué pienso del plan, mi respuesta fue que me parece bienintencionado pero que más o menos pretende “la cuadratura del círculo”.
El programa incluye varias cuestiones que justifican esta afirmación y que obedecen a las distintas miradas con que puede evaluarse la política económica. La primera es la convencional, la que tiene que ver con los equilibrios macroeconómicos, ya que se plantean al mismo tiempo una política expansiva y el mantenimiento del equilibrio presupuestario. La única posibilidad de conseguirlo es que el aumento de los impuestos permita cubrir el de los gastos, y hay dos vías para que ello pueda ocurrir: o que la actividad económica crezca con tal ímpetu que ello provoque un alza sustancial de los ingresos públicos (la vía del crecimiento), o que la introducción de nuevos impuestos —o de cambios en los actuales— proporcione un incremento del porcentaje del PIB controlado por el sector público (la vía de la mayor carga fiscal). La mejor opción es seguramente que se produzca una combinación de ambas alternativas. Puede darse, pero hay muchas dificultades para que suceda: las perspectivas de crecimiento son limitadas y están llenas de incertidumbres, los agujeros fiscales por donde escapan los impuestos son numerosos o cambiantes (como se ha apresurado a recordarlo la presidenta de Bankinter al ofrecer los servicios del banco para trasladar patrimonios a Luxemburgo, algo, por lo demás, que los gestores de patrimonio llevan tiempo haciendo), y la aprobación de nuevos impuestos puede demorarse, sujeta a los vaivenes del complicado equilibrio parlamentario. Si al final el crecimiento de los ingresos públicos es insuficiente, la única forma de aumentar el gasto es el déficit.
Para un poskeynesiano esto puede no ser un grave problema, en especial ahora que los tipos de interés son tan bajos y que la financiación de la deuda es barata (de esto saben mucho las grandes empresas; algunas no dudan en endeudarse incluso para repartir dividendos, como acaba de hacer la de aparcamientos Empark para beneficiar a su propietario, el fondo australiano Macquarie). Sin embargo, no puede perderse de vista que el Estado español ya tiene un endeudamiento cercano al 100% del PIB (en buena medida fruto de haber asumido parte de la deuda de los bancos en crisis y del impacto macroeconómico de las políticas de ajuste). En la situación actual es una deuda sostenible, pero hay que contar no solo con su coste financiero sino también con el control externo a que está sujeto el presupuesto español por parte de la Unión Europea y los grandes grupos financieros internacionales. El problema es en este caso básicamente “político”: en qué medida estos poderes externos tolerarían un aumento del déficit o en qué medida ello puede constituir una coartada para imponer a España un cambio de rumbo económico.
La segunda cuestión es la de la coherencia del crecimiento económico y el necesario ajuste ambiental. Este es un tema que el conocimiento económico convencional ha solido marginar y que aún no ha sido comprendido de manera adecuada. El programa se inscribe tímidamente en la idea del “New Green Deal”, consistente en centrar la expansión en inversiones en nuevas tecnologías energéticas, nuevos productos no contaminantes (el coche eléctrico) y una genérica referencia a la economía circular. Ni una sola reflexión sobre la posible contradicción entre crecimiento y ajuste ecológico. Se mantiene la vieja ciega confianza en el cambio tecnológico y se adopta una acrítica apuesta por la digitalización de la economía. De estas tecnologías se ignoran tanto las limitaciones (recursos) como los impactos fisiológicos (por ejemplo, la contaminación electromagnética) y sociales (visibles en la economía pseudocolaborativa). Es evidente que las preocupaciones ecológicas están ganando terreno a la luz de los informes científicos y de las catástrofes ambientales, que tienen lugar cada vez con mayor frecuencia. Pero siguen desempeñando un papel menor a la hora de pensar las políticas.
A nadie le extraña que un giro ecológico de nuestra organización económica requiera transformaciones fundamentales en muchos campos: inversiones, estructura del empleo, urbanismo, etc., algo que posiblemente supera las capacidades intelectuales y políticas del Gobierno actual. Por ello todo apunta a que la segunda gran contradicción se encuentra en el engarce de la política ambiental y la voluntad de crecimiento económico. Sería precisa una carambola impensable, mayor aún que la del ajuste macroeconómico, para que al final tuviéramos algún tipo de expansión en el empleo y el gasto público y, al mismo tiempo, entráramos en una senda de ajuste ambiental serio.
III
Detectar las incoherencias y problemas no implica despreciar la propuesta. La respuesta de la gente de izquierda ha sido la habitual. Unos la rechazan por completo —porque no rompe con el marco neoliberal— o se entretienen en detectar sus defectos parciales, mientras que otros están promoviendo un manifiesto de apoyo al programa.
La posición más radical es la más fácil de mantener, aunque quienes la defienden nunca han presentado un programa coherente de transformación social y tiendan a olvidar tanto la correlación de fuerzas como los condicionantes estructurales del cambio. Es una posición intelectualmente cómoda pero socialmente inútil. Si uno mantiene una posición radical cuando menos debería tratar de desarrollar propuestas sólidas de cambio social. Renunciar a hacerlo es mero postureo. La posición propia de un club de fans es también poco sólida, pues, en cuanto el programa encalla o es víctima de sus contradicciones, uno se queda sin respuestas.
Al fin y al cabo, este programa es un resultado no solo de la correlación de fuerzas en el Congreso, sino también de las ideas dominantes entre gran parte de los agentes sociales y las élites de izquierda del país. Y muchas de las propuestas que plantea conducen a un cambio social innegable. Por ello considero que una posición crítica debe orientarse en una doble dirección: apoyar la materialización de todas las propuestas positivas que contiene el programa y centrarse en elaborar propuestas más coherentes y serias que permitan superar los escollos. Una actividad esta última que no es solo de elaboración teórica, sino también una labor política de reflexión social y de propagación de alternativas.
Casi nunca los avances sociales se han producido por el despliegue de programas detallados de una enorme coherencia. Hay siempre muchas incertidumbres y bastantes desconocimientos en la aventura de transformar el mundo. Lo mejor de este programa es que inaugura un nuevo ciclo. Por esto hay que trabajar en que la dinámica no decaiga y en buscar salidas que permitan superar las incoherencias y los cuellos de botella que inevitablemente se van a presentar.
30 /
1 /
2020