¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Hèctor Xaubet
El discurso de la identidad y la reacción
I
El 12 de agosto de 1999 se produjo un curioso acto de protesta y reacción contra la globalización, que afectaba negativamente a los campesinos franceses: José Bové, dentro del movimiento campesino, fue a intentar destruir con su tractor (y seguramente con algunos compañeros) el McDonald’s que se estaba construyendo en su pueblo francés. Se trata de un acto de protesta externalizado contra los que encarnan esa globalización desregularizadora; se trata de un acto de lucha política y rebeldía. Ese espíritu de lucha también lo podríamos encontrar hoy en día, pero con una orientación muy clara: la “rebeldía” contra la globalización, en tanto que llamada a la recuperación de la soberanía, es fructíferamente cultivada por la derecha populista y nacionalista [1]. Pero encontrar ese espíritu, en cualquier caso, no es lo común. Bien al contrario, la “reacción” frente a los desajustes estructurales de la globalización se expresa en un recogimiento interior, en un robustecimiento del “yo” ante un contexto negativo. Se propugnan las ideas más variopintas sobre paz interior (como el mindfulness), se extiende el individualismo atomizado, aparecen estilos de vida con pretensión de ser éticamente más justos y, también, aumenta la adscripción a los valores supuestamente progresistas que individualmente cualquiera encarna.
Se produjo en un momento dado un cambio en la izquierda perfectamente acorde con esto. Quizás consecuencia de estos cambios simbólico-culturales, o quizás fue causa de ellos. O, quizás aún, como entramado complejo en la dialéctica social, tal cambio funcionó a la vez como causa y consecuencia a partes iguales. Sea como fuere, el paradigma de izquierdas cambió: la izquierda política pasó de intentar cambiar el contexto a intentar cambiarse a sí misma. Ante situaciones como la que afectaban al campesino José Bové, que señaló claramente quienes son los “amos del mundo”, actualmente uno optaría por comprar productos ecológicos y se haría vegano. Incluso podría ir perfectamente al McDonald’s a comprarse una ensalada. Todo esto, adornado por el discurso del progresismo. Como se ve, una actitud muy distinta. La diferencia radica en el hecho que el punto de partida para ―teóricamente― cambiar las cosas es el individuo.
II
Desde ya hace décadas se ha producido un gran cambio cultural y político en las sociedades avanzadas. Se trata de un profundo proceso de individualización, que implica subjetivación, es decir, la preeminencia del sujeto, su configuración como punto de partida para entender la política y realizar las acciones políticas. Esto es, no se pone atención en el contexto, las relaciones de poder ni las condiciones materiales, sino en la mera subjetividad, es decir, la vivencia de uno ante y dentro de ese contexto como algo ya dado. Desde este punto de vista, como las subjetividades son incomparables, todo resulta legitimado y positivizado. Como consecuencia de esto, emerge de forma paralela un proceso de moralización: al no fijarnos en el contexto para cambiarlo, no tenemos pues un “contenido” o condiciones materiales cambiables. La materia primera, podríamos decir, de nuestra intención de cambio político soy yo mismo, lo que me gusta, lo que quiero y los valores que tengo.
Politizar los elementos individuales significa utilizarlos como contenido de la política, a falta de cosas más sólidas y de un análisis material. Y utilizarlos como contenido significa objetivarlos en su forma, pues no se discuten porque son subjetividades. Y objetivarlos en su forma significa apreciarlos tal y como se presentan, como si fueran verdaderos, como si su expresión (su forma) fuera ciertamente su esencia. El discurso que inició la nueva izquierda penetra gracias a estas condiciones de individualización, de politizar todo: lo político se generaliza para convertirse en la política: la identidad y las situaciones de poder sobre el sujeto que uno mismo vive pasan a ser las condiciones mismas del ejercicio de la política, con lo cual se parte de una visión particularista y esencializada en la que, como las subjetividades tienen valor moral y no son comparables, cada uno se verá como modelo y con la razón (compartida con los otros con este mismo perspectivismo particularista). Así, pues, desde este punto de vista, las subjetividades se vuelven irrebatibles. Es así como, siguiendo con el ejemplo, el género se vuelve una categoría sin contenido definido más allá del que la subjetividad en sí entienda, con lo cual se subvierte lo que el género iba siendo desde siempre, que, incluso siendo un producto histórico-cultural, no deja de ser una categoría distinta del sexo que se aplica para entender la realidad, más que un manto (una forma, una estética) que un individuo se pone sobre sí a su gusto y que condiciona su forma de entender al mundo [2].
En un escenario político en el que lo que se esgrime son las subjetividades y se olvida el contexto, el paso a la identidad, con sus respectivas externalización y expresividad, como elemento inherente de la política y englobador de los agentes (sujetos) es consecutivo y lógico. Así es también como corre en paralelo el auge del discurso efectista en política, porque es lo que llega a la gente (efecto emocional), es lo que acaba de dar forma a la estética (efecto declarativo) y es la identificación simbólica (por tanto, también moral) con una causa [3]. El activismo desde este punto de vista significa incorporar o adentrarse más o menos intensamente en esa estética envuelta en grandes discursos sin muchos efectos reales [4]. Veamos otro ejemplo: desde el ecologismo se insiste en el hecho que uno tiene que cambiar sus pautas de consumo para cambiar el mundo. O sea, uno mismo es agente y contenido de la política y debe seguir la correcta pauta moral para cambiar el mundo [5].
Es importante pararse a pensar qué lógica aparece en la creación de subjetividades, que se construyen por referencia y/o oposición a otras, es decir, según la lógica de la diferencia. Se conforman, ciertamente, colectivos de identidad. Lo político se generaliza al grupo, de tal forma que, igual que ocurre con las subjetividades, el mundo se constituye como diverso y plural, con múltiples grupos e identidades. Estas diferencias se reivindican a sí mismas y se mantienen así estables y homogéneas, de tal forma que, por adscripción, identifican los individuos que forman parte de tales grupos. En la lógica política, pues, la diferencia se vive y se institucionaliza y al ser contenido mismo de la política, como hemos visto, son punto de partida del discurso y de acción política a la vez que objeto de tal discurso y tales políticas.
De esto se deducen unos problemas y contradicciones, que son lo que, a nuestro parecer, caracteriza realmente la política de la identidad. Veámoslos en detalle.
a) La política por definición es la discusión y la toma de decisiones públicas sobre asuntos generales y de interés común. Si algo tan específico y que es vivido privadamente como la sexualidad, por ejemplo, se politiza, significa, pues, que entra en esta definición, se convierte en público. Pero esto en verdad no tiene una dimensión de interés común, más allá de los derechos elementales de cualquier ciudadano y ser humano que son por sí mismos válidos y tienen valor independientemente del género sentido o de la sexualidad privadamente practicada por cada uno de todos los individuos concretos que viven en este mundo. En la medida que se han politizado, son objeto evidentemente de discusión pública, con lo cual cualquiera puede hablar al respecto. Y aquí hay la contradicción: los activistas que defienden que todo es un asunto de política y de poder no pueden pretender tomarse las discusiones que públicamente se generan sobre temas que ellos han politizado como algo personal (sería contradictorio con su base teórica) ni mucho menos pretender hacer callar a aquellos que dan una visión divergente.
b) La lógica autorreferencial e incluso autocomplaciente lleva a un concepto de sociedad neotribal: con cada grupo con sus códigos y su espacio de expresión por oposición a los demás. Es, pues, una sociedad conformada por grupos identitarios excluyentes, en doble sentido: no se va a incluir dentro de la diferencia a quien no es diferente (pero igual a los demás dentro del grupo), lógico. Y excluyente también porque tiene un espacio de expresión privativo que no acepta interferencias, de tal forma que, de ser experimentadas por los individuos, se interpretarían como ofensas [6] o impurezas. Es más, la forma de política que conocen los individuos recae sobre sí mismos, sobre su presentación en sociedad: vestimenta, códigos, valores morales profesados, alimentación, lo que sea. Esto nos remite todavía al esencialismo, porque a un grupo se le atribuyen sus características identitarias propias, como algo homogéneo e inamovible [7]. Con esto, los grupos e identidades, según sus estereotipos, se refuerzan, en vez de desaparecer como se supone que conscientemente es profesado desde el activismo [8].
c) La diversidad, positivizada y ensalzada como valor primordial según la ideología liberal imperante, para la cual la igualdad y en su defecto la homogeneidad son algo indeseable, se entroniza como máximo valor como un manto que cubre o se confunde con la diferencia. De hecho, su efecto moralizante tapa las diferencias reales existentes, sobre las cuales no puede actuar porque, como hemos dicho, el contenido de su política no deja de ser exteriorización de la identidad. Así, la celebración de la diferencia puede no ser nada más que efectivamente solo meramente eso, en su sentido performativo.
III
Haber politizado lo personal supone convertir las aspiraciones y deseos en motor político, supone una exigencia de autonomía personal para conseguirlos, lo cual casa perfectamente con el ideal de libertad individual: más libertad, y por tanto más respeto hacia esa “diferencia” y más diversidad, cuanta más autonomía. En política esto se traslada en la palabra en boca de todos los activistas hoy en día: empoderamiento.
Pero el empoderamiento es solo un instrumento, es decir, no tiene por sí mismo un objetivo, y se puede realizar de muchas formas. La lógica y las leyes imperantes del orden capitalista se imponen. Y así es como se ha desarrollado y se desarrolla un extenso mercado de consumo perfectamente adaptado a las aspiraciones de los individuos, legitimado por el ideal de diversidad y el imperativo de libertad individual, mercado que abre posibilidades infinitas de identificación y da la apariencia de igualdad (en sentido literal: la estética iguala). Los deseos propios y las opiniones, las identidades y estilos de vida propios, se autonomizan y, por lo tanto, como se proyectan en la esfera pública, exigen el reconocimiento de la igualdad civil e imponen el yo en la esfera relacional. Así, este proceso de individualización que se configura por medio del empoderamiento permite una ligazón entre la dimensión política y la cultural.
Nos encontramos ante una situación en la que uno se transforma en consumidor, operador o “accionador” de su propia vida. De nuevo, se ha realizado el ideal liberal: una sociedad de individuos libres atomizados que se relacionan como productos (estereotipados) entre ellos y que fragmenta otras identidades colectivas, y tienen como base para su identidad los grupos que libremente consideran ser los suyos: de la ordenación espontánea de los elementos de la sociedad dejados a su libre albedrío sale el orden, en este caso en forma de grupos constitutivos y englobadores por adscripción. Así, la comunidad no es más que el agregado de los hechos diferenciales, parafraseando la sentencia liberal según la cual la sociedad no es más que el agregado de individuos [9].
Aquí surge un importante y grave problema. No se puede aspirar a ser sujeto autónomo ni ciudadano de pleno derecho si se sigue arraigado en la diferencia necesariamente estereotipada, con lo cual ni se diluye ni permite ver a los individuos como seres singulares, sino como seres (estereotipados) idénticos. Dicho de otra forma, el empoderamiento como vía de individualización funcional suplanta lo que toda la vida ha sido el principio de cambio social de la izquierda: la emancipación.
IV
Finalmente, entendemos que, al contrario de lo que algunos autores podrían pensar [10], el lado positivo de la política de la diferencia no se da de hecho. En cambio, observamos que la lógica de la identidad es autorreferencial, y así es como creemos que es por todos constatable el recurso al victimismo y al agravio para silenciar posturas disidentes; es también particularista, lo cual lleva a la fragmentación con tintes incluso comunitaristas de las luchas sociales en grupos autodefinidos autónomos e incluso constitutivos de la misma naturaleza político-social [11]; y, finalmente, la lógica de la identidad armoniza completamente con el proceso de individualización (neo)liberal. Por tanto, no se puede inferir de ella un carácter emancipador. Al contrario, podemos afirmar que, al desactivar las luchas políticas profundas porque la política, en todo este contexto de individualización, se privatiza, en el sentido que se retrotrae a la esfera privada personal y aleja la acción pública del ejemplo que José Bové nos dio, acaba, en definitiva, siendo funcional al orden establecido al evitar, como es propio de la alienación, tomar consciencia de la situación social propia y cobra un carácter reaccionario.
Notas
[1] No es el caso del mismo José Bové, que actualmente está en el Parlamento Europeo como representante de Los Verdes.
[2] ¿A alguien le han dicho alguna vez “tú no puedes opinar sobre este tema porque no eres mujer”? Pues esto es la encarnación del esencialismo que, aunque parezca exagerado decirlo, pone en duda el raciocinio de cualquier ser humano: un hombre no es capaz de pensar, reflexionar y criticar un asunto porque, por motivos esenciales externos a él, no tiene la capacidad.
[3] A todo este proceso de expresión de la política lo podríamos llamar estetización política.
[4] Además, la moralización lleva a un absolutismo, lo cual facilita la aparición de la lógica del todo o nada.
[5] No pretendemos con lo que estamos diciendo desbaratar completamente el subjetivismo, pero nos interesa enfatizar todas las implicaciones que tiene y el nuevo paradigma que implica. Para este útlimo ejemplo, es conocida la crítica que personas como el pensador Slavoj Zizek hacen a estas actitudes moralizantes, al afirmar que solo sirven para tener la consciencia limpia ante los hechos reales que en verdad tienen consecuencias negativas.
[6] En EUA se ha desarrollado el término grievance politics (‘política del agravio’) para designar este fenómeno.
[7] También en EUA se ha desarrollado un término, que es arma de los defensores de la identidad, que ejemplifica claramente este esencialismo: apropiación cultural. Esto es, el hecho que un individuo que no pertenece a un grupo (vemos, pues, que a priori se le está clasificando) porque no tiene la esencia de aquel grupo (algo, pues, adscrito) utilitza, consume o expresa algunas de las características que se suponen propias de la identidad como un todo del grupo en cuestión, y esto evidentemente se ve como un agravio y como si fuera disonante. Por ejemplo, un blanco vestido al estilo de rapero negro típico se estaría apropiando, según esto, de la cultura negra.
[8] A pesar del argumento no poco extendido que las etiquetas solo son un instrumento transitorio para poder conseguir la igualdad, vemos como paradigmáticamente y paradójicamente la etiqueta LGTB, que era iniciamlente la conocida, se ha extendido y es hoy LGTBI+ (el símbolo de más ya no da una idea que es potencialmente infinito).
[9] Este sketch de un programa de humor australiano, que casualmente el autor de este artículo vio y, pues, lo puede citar como ejemplo, muestra muy bien esta realidad social de grupos identitarios con una hipersensibilización victimista ante aparentes referencias a la subjetividad de cada uno: https://www.youtube.com/watch?v=TwOGMNrFBiM. Esta problemática está, a nuestro parecer, más extendida de lo que de entrada nos podría parecer.
[10] Nos podemos referir, por ejemplo, al libro El reverso de la diferencia. Identidad y política, Nueva Sociedad, 2000, editado por Benjamin Arditi. Algunos de los autores que participan, entre ellos el mismo editor, indican ciertamente el lado negativo (reverso), sobre todo el ensimismamiento, pero creen que se puede reorientar para estimular su efecto igualitario e incluso universalizante, pues creen que, al defender los derechos, la política de la identidad tiene también esta orientación. Como se observa, el autor de estas línias es más crítico al respecto y piensa que Arditi no es capaz de ver las contradicciones inherentes con la lógica liberal, que fragmenta en vez de universalizar.
[11] No es difícil imaginar un futuro en el que los grupos autodefinidos exigieran tener una cuota de representación parlamentaria, solo en virtud de su identidad y de la diversidad. Se trata de una lógica antidemocrática, pues se incorporarían en la representación igualitaria e universal elementos estamentales: la configuración de grupos según determinaciones intrínsecas de origen que nada tienen que ver con la racionalidad política.
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8 /
2019