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Comunidades rotas

Galaxia Gutenberg,

Barcelona,

736 págs.

Ramón Campderrich Bravo

Yo estuve viviendo con esas personas todos esos años.
No les tenía miedo. No suponían una amenaza para mí.
Pero nos dijeron que éramos enemigos y yo me lo creí.
Casi todos los tutsis del pueblo habían sido amigos míos.
Ya no me importaba. Eran parientes de los que mataron
a Habyarimana y tenían que pagar por ello. Cerramos
nuestros corazones y nuestras mentes e hicimos el
trabajo […]. Yo no dudé. Me resultó fácil matar porque
sabía que lo hacía para salvar al pueblo hutu.

Testimonio de un perpetrador del genocidio de Ruanda
recogido en Mann, M., El lado oscuro de la democracia,
pp. 535-536

 

 

Libro de necesaria lectura para quien desee tener una visión general y, al mismo tiempo, no superficial de las guerras civiles del siglo XX, Comunidades rotas ofrece al lector un profundo estudio comparativo de los conflictos armados internos padecidos por las sociedades humanas entre la Revolución Rusa y la fecha de publicación del libro. Dos son los rasgos más sobresalientes del libro: el esfuerzo de los autores por proporcionar un análisis del fenómeno estudiado lo más objetivo posible, lo más alejado posible de los prejuicios e ideas preconcebidas dominantes, por un lado, y, por otro, la minuciosa atención dedicada a los casos concretos de guerra civil seleccionados por los autores para dar cuenta de este modo de la contingencia y la singularidad características de cada uno de los conflictos armados internos, de tal modo que las conclusiones generales que se deriven de su análisis no se muevan en la fantasmagórica abstracción o el molesto esquematismo que son propios de muchos de los trabajos sobre el tema. Otro rasgo, menor a la vista del propósito de los autores, es su exclusiva dependencia de fuentes bibliográficas secundarias, lo cual no puede negarse que constituye una limitación de la obra, algo reconocido abiertamente por los propios autores en la introducción a la misma.

Como se acaba de indicar, uno de los rasgos más destacados del ensayo de los historiadores aragoneses Javier Rodrigo y David Alegre es su afán de objetividad, la búsqueda de la verdad como guía fundamental de su investigación, sin importar a quién puedan perturbar los resultados arrojados por esa búsqueda. Ese afán es muy de agradecer y de alabar en una época como la nuestra, en que los medios de comunicación de masas y buena parte de los círculos intelectuales, ya sean de derechas o de izquierdas, parece que han considerado que su labor principal consiste en hacer propaganda, unas veces burda, otras más o menos refinada. Los autores no pretenden hacer ideología o propaganda [1], sino una historia ampliadora del conocimiento humano, una historia centrada en la descripción y explicación de una determinada experiencia humana en toda su complejidad, no en la reconstrucción artificiosa de una sesgada memoria colectiva políticamente orientada. Sólo previa realización de ese esfuerzo, esfuerzo que presupone, ciertamente, un alto grado de utopismo por ser un conocimiento significativo completamente objetivo o neutral en el terreno de las ciencias sociales una entelequia, pero que es absolutamente necesario si no se quiere sustituir el conocimiento por la propaganda y la ideología partisana, es posible formular juicios de valor discretos sobre fenómenos sociales y diseñar estrategias racionales y justas, no criminales ni inhumanas, para intervenir en ellos. La mitología debe ser desterrada de las ciencias sociales en general y de la historia en particular y el libro de Rodrigo y Alegre intenta hacerlo por lo que respecta al fenómeno de los conflictos armados internos. En resumidas cuentas, como advierten los autores en la página 643, “el papel de la historia no es moral, no es el de juzgar, sino el de comprender” [2]. Así que quien únicamente espere encontrar en su obra una historieta de buenos y malos o una complaciente confirmación de su visión ideológica de la historia humana, hará mejor en abstenerse de leer este libro [3].

Se ha dicho también al principio de esta reseña que Comunidades rotas es una historia de casos concretos, pues el estudio cabal de cualquier fenómeno histórico y, con mayor razón, de un fenómeno tan específico como el de la guerra civil, exige observar de un modo pormenorizado cada una de las guerras civiles que integran dicho fenómeno o, por lo menos, dada la imposibilidad de ocuparse de todas ellas en un mismo volumen, de una muestra suficientemente amplia y significativa de supuestos. Las guerras civiles abordadas en Comunidades rotas se agrupan en cuatro grandes períodos, que dan lugar a otros tantos capítulos del libro: el período de la revolución-contrarrevolución (entre 1917 y el ascenso del nazismo al poder, aproximadamente: guerra civil rusa; conflictos menores —por comparación— en Finlandia, Hungría e Irlanda); el período fascismo-antifascismo (años treinta y Segunda Guerra Mundial: guerra civil española; conflictos armados internos dentro de la Segunda Guerra Mundial, en especial, Italia —República de Salò—, Yugoslavia y Grecia, incluida la prolongación de la guerra civil griega en los primeros años de la posguerra); el período de la posguerra y la guerra fría (guerra civil china; guerra de Corea; guerras de Indochina; conflictos armados internos en África, en particular, en el Congo de los años sesenta; conflictos armados en Centroamérica —Nicaragua, Guatemala, El Salvador—; Afganistán, hasta la actualidad); el período posterior a la guerra fría (guerras civiles yugoslavas; guerras del Cáucaso, sobre todo el conflicto del Alto Karabaj y Chechenia; conflictos armados en el Congo en 1997-2003, como epítome del estado fallido). El libro dedica bastante más espacio a los últimos dos períodos —el de la guerra fría y el más reciente posterior a la misma— que a los dos primeros —revolución versus contrarrevolución y fascismo versus antifascismo—.

Estas etiquetas no deben llevar a engaño: los autores las utilizan por comodidad y para designar de un modo operativo los distintos ciclos de guerras civiles en que cabe dividir la historia del siglo XX y comienzos del siglo XXI desde la perspectiva de los conflictos armados internos, no porque realmente crean que estos conflictos se expliquen simplemente como un enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución, fascismo y antifascismo o las dos grandes superpotencias de la guerra fría o por la situación de desorden e intentos de reconfiguración del orden global posteriores a la desaparición de la URSS.

Estaría fuera de lugar sintetizar en una breve reseña la descripción-explicación que de cada uno de los conflictos enumerados hacen los autores del libro reseñado en sus más de setecientas páginas. Pero sí resulta conveniente subrayar algunas ideas muy extendidas en torno a los conflictos armados internos cuya incorrección se desprende de la lectura de Comunidades rotas:

• Los conflictos armados internos son el producto de factores internos y la intervención de potencias extranjeras no juega en ellos ningún papel destacable. O bien, en lo que resulta ser el reverso opuesto pero simétrico de la anterior afirmación, los conflictos armados internos son una invención o creación de las grandes potencias en los cuales los agentes internos suelen ser meros peleles o títeres de las primeras. Por lo general, lo cierto es que las guerras civiles se explican por la interacción entre factores externos e internos, con ambos, tanto las potencias extranjeras como los agentes internos, como protagonistas en diversos grados del conflicto y cada uno de ellos con sus propias agendas en un interminable juego de mutua instrumentalización.

• Las guerras civiles son inevitables, ya se derive esta inevitabilidad de factores estructurales socioeconómicos y geopolíticos, ya lo haga de los supuestos atavismo o barbarie naturales o de la cultura premoderna inherentes a la sociedad fracturada por la guerra civil. No es cierto: la agencia humana, las decisiones y errores de las elites y los gobiernos siempre juegan un papel de primer orden en el origen, desarrollo y, en su caso, final de los conflictos armados internos, si bien esta constatación no debe conducir a infravalorar los factores estructurales que favorecen su génesis. Sobre todo, nunca se insistirá lo suficiente en la idea de que ninguna sociedad está condenada a la violencia colectiva porque en su seno existan una pluralidad de grupos culturales o étnicos. La otra cara de la moneda de todo esto que tampoco conviene olvidar es que no hay sociedad inmune a la guerra civil, por muy avanzada o civilizada y muy poco conflictiva que pueda parecer en un determinado momento.

• Las guerras civiles son relativamente excepcionales (aunque tal vez esta idea ya no esté tan extendida como antes a causa de la visión del mundo transmitida por los medios de comunicación de masas). Nada de eso: las guerras civiles son más bien relativamente frecuentes. En especial, desde el inicio de la guerra fría y la descolonización (o el neocolonialismo, según cómo lo queramos ver), la recurrencia de los conflictos armados internos en los llamados países en vías de desarrollo, Tercer Mundo o ꞌperiferiaꞌ es aterradora (con importantísimas excepciones: por ejemplo, las guerras civiles yugoslavas de la última década del siglo XX). Se trata de guerras cuyo escenario son países pobres, sin grandes contingentes armados y predominantemente irregulares en la gran mayoría de los casos, en las que la principal víctima y objetivo es, con mucha diferencia, el no combatiente —de hecho, la misma distinción entre combatiente y no combatiente se esfuma por completo [4]—. Suelen ser guerras de larga duración, algunas tan largas que generaciones enteras no llegan a conocer otra cosa que la guerra (ejemplos paradigmáticos de ello son los vietnamitas, en guerra permanente, salvo breves intervalos, desde la invasión japonesa de la Indochina francesa en los años cuarenta hasta la unificación de Vietnam en 1975; o los afganos, que no han conocido la paz desde 1979). Estas guerras están conduciendo desde los años ochenta a la proliferación de estados fallidos —aunque en la mayoría de los casos es, en realidad, la entrada en barrena del estado lo que propulsa el conflicto armado interno— y están estrechamente conectadas con el auge de la economía criminal global y con el terrorismo internacional. Los factores estructurales económicos (y, últimamente, ecológicos) y la política de las grandes potencias en la defensa de sus intereses son muy relevantes en estos conflictos.

• Los conflictos armados internos son únicamente destructivos. Esta afirmación no es exacta: por desgracia, la violencia masiva y la guerra civil son algo a lo que individuos, grupos y gobiernos sin el menor escrúpulo moral o con una moralidad depravada están dispuestos a recurrir con el fin de hacer realidad sus agendas políticas, sobre todo sus modelos de estados-nación fundados en la homogeneización ideológica, cultural y/o étnica forzosa de sus sociedades y sus concepciones del orden internacional. Estamos aquí ante la construcción de un determinado orden social (nacional o internacional) sobre la base de la aniquilación de vidas humanas y la destrucción material.

Tal vez la impresión más inquietante que nos deja la lectura de Comunidades rotas es la de hobbesiana fragilidad de las sociedades en que vivimos. La confluencia de una pluralidad de factores muy variados, a saber, la presión de estructuras y sistemas socioeconómicos generadores de desigualdad y privación —presión que en la actualidad se puede combinar con la del deterioro de los sistemas ecológicos y los recursos naturales—, la tecnofilia irreflexiva [5], los nacionalismos, la debilidad del estado a la hora de imponer la ley de forma equitativa y sensata y de controlar su territorio, las ambiciones de las elites locales y transnacionales y la rapacidad y mezquindad de las grandes potencias y corporaciones, pueden convertir la vida de millones de seres humanos en un suplicio sin fin. La lectura de Comunidades rotas debería servir también de advertencia a quienes en este país juegan o coquetean con los nacionalismos, siendo como es el nacionalismo uno de los artefactos ideológicos más peligrosos para la coexistencia pacífica dentro de una misma sociedad o entre distintas sociedades.

Notas

[1] El ejemplo más lamentable, extremo, repugnante y ridículo que se me viene a la cabeza en este momento lo constituye el Institut Nova Història (INH). Por toda muestra, léanse referencias al mismo en Alonso, M., El catalanismo, del éxito al éxtasis. La intelectualidad del “proceso”, El Viejo Topo, 2015. La labor de intoxicación del INH ha proseguido desde la fecha de publicación de la obra del profesor Alonso, como muestra la hemeroteca.

[2] Esta reseña no sigue la máxima citada en el cuerpo del texto, pero tampoco pretende ser un escrito científico o historiográfico.

[3] Nuestros historiadores contraponen de un modo algo sorprendente la historia a las ciencias sociales con la intención de criticar la aproximación usual de los sociólogos y los politólogos a la cuestión de los conflictos armados internos, demasiado abstrusa, determinista y reductiva en su opinión. Parece que consideran la historia una rama de las humanidades y no de las ciencias sociales. Aun compartiendo en parte la crítica de los autores a determinadas formas de hacer sociología o ciencia política —una denominación que algunos consideran un oxímoron—, el autor de esta reseña prefiere ubicar la historia dentro de las ciencias sociales.

[4] La guerra de aniquilación nazi en la URSS, la guerra nazifascista antipartisana en Yugoslavia, las matanzas de civiles chinos a manos del ejército imperial japonés, los bombardeos británicos de ciudades alemanas y el lanzamiento sobre Hiroshima y Nagasaki de sendas bombas nucleares por el gobierno de EEUU, todo ello en la Segunda Guerra Mundial, ya fueron un anticipo de este fenómeno.

[5] Un ejemplo de tecnofilia de lo más siniestra, aunque, he de admitir, sin relación directa con el tema tratado en el libro reseñado, lo podemos encontrar en el artículo «A scent of Musk. The boss of Tesla and SpaceX wants to link brains directly to machines», aparecido en The Economist, número de 20 de julio de 2019. Pero a la innovación tecnológica siempre se le halla una aplicación militar que hace más fácil practicar la guerra.

23 /

8 /

2019

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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