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Antonio Antón

La teoría crítica de Nancy Fraser

Nancy Fraser, en su reciente libro, Capitalismo. Una conversación desde la Teoría Crítica (Ediciones Morata), en el que dialoga con Rahel Jaeggui, expone una interesante reflexión teórica sobre la sociedad capitalista, no solo del capitalismo como modo económico y productivo, sino del conjunto del ‘orden social institucionalizado’, así como de las dinámicas transformadoras del mismo. Con ocasión de su presentación ha realizado diversas entrevistas en las que complementa o matiza sus tesis principales y que también tengo en consideración.

En particular, me voy a centrar en dos aspectos relevantes. Primero, de carácter teórico, sobre algunas características de ‘su’ teoría crítica respecto del orden social institucionalizado o capitalismo neoliberal (reaccionario o progresista), así como su importancia para el pensamiento igualitario-emancipador y, especialmente, para el feminismo. Segundo, de carácter sociopolítico, sobre la articulación unitaria de los movimientos sociales progresistas, sus alianzas, su impacto en el conflicto social y su conexión con un programa (y una dinámica) anticapitalista o de cambio global.

Comparto, en general, su diagnóstico multidimensional de la sociedad capitalista y su objetivo sociopolítico que engloba la conformación de un sujeto transformador plural con sus especificidades (clase, género, raza-etnia…) y los distintos procesos y niveles de cambio: reivindicación inmediata, acción social y estrategia y representación política. No obstante, iré realizando diversas matizaciones y comentarios a sus ideas, exponiendo los puntos más débiles, en particular sobre la conexión de los dos aspectos: el análisis estructural-institucional y los procesos de conformación de un sujeto (o actor) sociopolítico democrático-igualitario.

La renovación de la teoría crítica

Fraser parte de la idea de que la realidad, como complejo sociohistórico, estructural e institucional, existe, es objetiva; y, más allá de constatar sus evidencias externas y las percepciones sociales y su interacción, hay que ‘descubrir’ o desvelar ‘sus condiciones de posibilidad ocultas’. Utiliza el método marxiano materialista por oposición al constructivismo idealista que plantea que la realidad es construida por el sujeto. Ya en la Introducción deja claro su enfoque (la negrita es mía):

Un problema es la multidimensionalidad de la crisis actual, que no es solo económica y financiera, sino también medioambiental, política y social […] hemos de desvelar las bases estructurales de las múltiples tendencias a la crisis de la propia totalidad social: la sociedad capitalista […] De algún modo, necesitamos desarrollar una nueva interpretación del capitalismo que integre las ideas del marxismo con las de paradigmas más nuevos, incluidos el feminismo, la ecología y el poscolonialismo, evitando al mismo tiempo los respectivos puntos ciegos de cada uno […] Es la clase de teoría social a gran escala que hoy busco [p. 11].

Su enfoque combina el feminismo marxista-socialista y los teóricos de la subjetividad, la cultura, el hábitus, el mundo de la vida y la vida ‘ética’. Estamos, pues, ante un intento de superar el mecanicismo o el determinismo economicista, con un punto de vista más interactivo de las relaciones sociales, destacando la interacción entre, por un lado, las condiciones sociales y materiales y, por otro lado, la cultura y la experiencia vital de la propia gente. Por tanto, tiene una teoría doble, con una perspectiva estructural y otra perspectiva teórica de la acción, que sería lo específico para llamarse crítica.

Veamos algunos límites de esta fructífera mirada crítica histórico-relacional. Antes, comento otras ideas complementarias en las que alude a diversos autores relevantes.

Por un lado, critica la visión romántica que considera a la sociedad, la política, e incluso la propia naturaleza, fuera o en contra del capitalismo que, al considerarlo como lo exclusivamente económico-productivo sin valorar la interdependencia del conjunto, resulta más sencilla pero más simple y unilateral.

Por otro lado, comparte con Foucault su rechazo al determinismo y la teleología, pero critica abiertamente su enfoque posmoderno que infravalora la conexión causal y la explicación de las tendencias sociales. Según la autora, los conflictos y relaciones son entre ‘poder privado del capital y poder público’, y hay una pluralidad de caminos pero con pocas posibilidades de implementación.

La reproducción social condición de fondo para el capitalismo

Uno de sus puntos centrales de análisis es la reproducción social que es una condición de fondo para la producción capitalista y ‘abarca la creación, socialización y subjetivación de los seres humanos de manera más general, en todos sus aspectos’. En consecuencia:

El neoliberalismo está reconfigurando el orden de género de la sociedad capitalista. Y está convirtiendo la reproducción social en uno de los principales detonantes de la actual crisis capitalista, un hecho igualmente importante […] Esta propensión a la crisis se basa en una contradicción estructural: en el hecho de que la economía capitalista descansa sobre sus condiciones de posibilidad social-reproductivas al mismo tiempo que las desestabiliza [p. 40].

En su reinterpretación del capitalismo, no hay dependencia exclusiva respecto de las relaciones de producción/fuerzas productivas, sino interacción de cuatro divisiones estructurales y sus separaciones institucionales, sin jerarquías predeterminadas: producción económica/reproducción social; separación institucional entre ‘economía’ y ‘política’; la división ontológica entre su fondo ‘natural’ (no-humano) y su fondo ‘humano’ (aparentemente no-natural); distinción institucionalizada entre explotación y expropiación. Sustituye el concepto capitalismo, que tiene más connotaciones exclusivamente económicas, por otro más amplio e integrador: orden social institucionalizado. Y en la fase actual financiera y globalizadora, distingue entre neoliberalismo reaccionario y neoliberalismo progresista para elaborar una alternativa a ambos.

Entrelazamiento del saqueo económico con el sometimiento político

Vamos a precisar algunas de sus ideas. Su planteamiento pretende desvelar el entrelazamiento del ‘saqueo económico con el sometimiento político’ y lo complementa con la expresión ‘relaciones socioecológicas’. Así, postula una teoría unificada, en la que

los tres modos de opresión (género, ‘raza’ y clase) se cimientan estructuralmente en una única formación social: en el capitalismo en su concepción más amplia, como orden social institucionalizado [p. 117].

En ese sentido integrador valora críticamente la separación de las distintas esferas o campos que considera interrelacionados y señala los riesgos de la adaptación de alguna de ellas a la dinámica neoliberal. Ello supondría caer en el desdoblamiento constitutivo del neoliberalismo progresista; es decir, las mismas personas pueden tener un componente progresista en relación con un aspecto, contradicción o conflicto (por ejemplo, el feminismo o el multiculturalismo) y, al mismo tiempo, mantener una posición neoliberal regresiva respecto del estatus sociolaboral, los intereses económicos y nacionales (o imperialistas) u otras dinámicas socioculturales (como el racismo o el machismo). Y, en el ámbito feminista, advierte que, incluso, la crítica basada en las normas social-reproductivas de la solidaridad y el cuidado es una espada de doble filo: potencialmente transformadora pero fácilmente recuperada en estereotipos de género esencialistas (p. 100).

Por otro lado matiza el concepto de interseccionalidad como descripción de las formas de ‘entrecruzamiento’, para afirmar su posición como explicativa: identifica los mecanismos institucionales con los que la sociedad capitalista produce el género, la raza y la clase como ejes cruzados de dominación, considerando el orden social que las genera.

Así, rechaza la idea de que cualquiera de estos modos de dominación sea simplemente funcional para la acumulación de capital. En su esquema todos ellos ocupan posiciones opuestas: por un lado, todos posibilitan condiciones de acumulación, pero, por otro lado, también todos son enclaves de contradicción, posible crisis, lucha social y normatividad no económica.

O sea, el capitalismo se apoya y necesita una jerarquía de género y racial, no tiene nada de post-racista y post-sexista:

La carga de la expropiación sigue cayendo desproporcionadamente sobre las personas de color […] Así mismo, el peso del trabajo reproductivo sigue cayendo abrumadoramente en los hombros de las mujeres […] el capitalismo no se puede separar de la opresión de género y racial […] Las ‘diferencias’ raciales y de género, lejos de ser un hecho sin más, son producto de la dinámica de poder que asigna a las personas a posiciones estructurales dentro de la sociedad capitalista. La división de género puede ser más antigua que el capitalismo, pero solo adquirió su actual forma de supremacía del macho en y a través de la separación capitalista entre producción y reproducción. Y lo mismo ocurre con la raza [p. 122].

La reacción populista reaccionaria tiene un origen en el agravio con inseguridad de algunos sectores sociales por la pérdida de privilegios de poder respecto a minorías y el descenso social y de estatus por la globalización, aceleradas por el propio neoliberalismo. Lo significativo es que ante la ausencia de un potente movimiento interracial, intercultural e intergénero, algunos sectores populares trasladan la responsabilidad y la solución frente a esos agravios hacia ‘otros’, vía culpabilización de los más débiles, a través de chivos expiatorios y mayor segregación racial o de género. Generan, así, un crecimiento de las filas del populismo autoritario de derechas. Mientras tanto, el neoliberalismo progresista se sirve cínicamente de llamadas a la ‘justicia’ mientras extiende la expropiación y los recortes de la protección pública a la reproducción social (p. 126). Según su opinión es prácticamente imposible imaginar una vía ‘democrática’ hacia el capitalismo no racial y no sexista.

Teoría crítica, sentimientos y política

Más adelante completa su concepción:

La teoría crítica debe ir más allá de estos resultados y poner en entredicho los procesos que los producen […] Nuestro objetivo es conectar el aspecto normativo de la crítica con el teórico-social. Este es el sello distintivo de la teoría crítica […] El interés por contemplar y tener en cuenta el punto de vista de los agentes situados que son participantes potenciales de la lucha social destinada a transformar el sistema [p. 134].

Y continúa con diversas críticas al pensamiento liberal (incluso al formalmente igualitarista) por carecer de ese aspecto fundamental de la teoría crítica. En lugar de esta explicación, que es fundamental para esclarecer las perspectivas de transformación social, critica ese planteamiento liberal porque ofrece prescripciones políticas, desde una posición ajena al ámbito de la lucha social y por encima de él.

Es interesante la relación que hace entre objetividad, sentimientos e indignación para superar el simple racionalismo o su contrario, el emotivismo.

Asimismo, es adecuada la crítica al capitalismo como un orden social irracional, sin capacidad auto correctora de su economía y solo modificable desde la política, desde el conflicto de los sujetos sociales.

En conexión con ello realiza una buena crítica a Polanyi, por los límites de su exclusiva polarización entre economía y sociedad o mercantilización y protección social, y sobre el que ha publicado otros ensayos. Así, la autora incorpora un tercer polo, el de la ‘emancipación’.

Por otro lado, vuelve a la crítica hacia Foucault y el pensamiento postmoderno, por su idea ilusa de poder construir una contra sociedad al margen del poder y sin transformar las principales instituciones del capitalismo.

Por tanto, hay una realidad (objetiva) de fondo. Frente a las interpretaciones esencialistas y ahistóricas, considera que las contradicciones y las crisis del capitalismo están profundamente arraigadas y las analiza desde las ‘relaciones entre los distintos ámbitos’ (p. 168). Así, explica las tendencias objetivas como tensiones y divisiones constitutivas, no patologías, según Habermas.

Además, es interesante la alusión a MacIntyre, sobre que el relato explicativo se hace de forma retrospectiva. Y la referencia a Giddens sobre la vinculación de la crisis con el conflicto social. Y llega a una conclusión de carácter sociopolítico: “La pregunta fundamental es si quienes discrepan aumentan, se juntan y llegan al nivel de crisis de hegemonía(p. 177).

Convergencia popular, alianzas y neoliberalismo progresista

En primer lugar, es sugerente la relación entre luchas de clases (por divisiones de grupo y asimetrías de poder) y luchas de frontera surgidas en la intersección entre producción/reproducción social, política/economía, naturaleza humana/no humana, es decir de las divisiones constitutivas del capitalismo —no del interior de la economía (pero tampoco de la lucha de clases)—.

Y matiza que la visión que expone del capitalismo ofrece tres criterios normativos para distinguir las reivindicaciones emancipatorias de las no emancipadoras sobre las fronteras del capitalismo: El primer criterio es la no-dominación; el segundo criterio es la sostenibilidad funcional, y el tercero es la democracia (p. 194).

Explica de forma sugerente, aunque se debería cuidar la expresión y el alcance de los apoyos sociales, la alianza perversa entre la mercantilización (neoliberalismo financiero-cognitivo) y la emancipación (de las élites de las mujeres y minorías étnicas que ascienden en estatus socioeconómico) frente a protección social (de la mayoría popular, incluido de las minorías o facetas oprimidas):

Insiste en la diferenciación entre descomposición de la hegemonía (cultural) del neoliberalismo progresista, en cuanto ‘crisis de legitimación’, y continuidad de la política neoliberal, asentada en otra legitimidad reaccionaria-conservadora del populismo de derechas autoritario.

Hace una crítica fundamentada a la mayoría de la socialdemocracia (y el liberalismo progresista e igualitario en las facetas ‘culturales’), que habrían sido recuperados por el neoliberalismo progresista, con atisbos de elementos reaccionarios como ante la inmigración.

También expresa las deficiencias estratégicas y de la política de alianzas de los núcleos dirigentes y hegemónicos de los nuevos movimientos sociales, culturales o del mundo de la vida, de carácter liberal:

Atrapadas en la segunda lucha [nuevos movimientos sociales], y ajenas en gran medida a la primera [capital/trabajo], las corrientes hegemónicas de los movimientos progresistas fracasaron en economía política, por ignorar las transformaciones estructurales de fondo. Y, lo que fue peor, programaron sus agendas con criterios meritocráticos e individualistas —pensemos por ejemplo en los feminismos lean-in o de ‘presión’ cuyo objetivo es ‘romper el techo de cristal’ para que las mujeres de ‘talento’ puedan trepar hasta los escalones más altos de la escala corporativa—. Las corrientes de este tipo abandonaron los esfuerzos por entender estructuralmente la dominación de género, asentada en la separación capitalista entre producción y reproducción. Y abandonaron a mujeres menos privilegiadas, que carecen de capital cultural y social para beneficiarse de esa presión y, por consiguiente, seguían atascadas en el sótano [p. 218].

Realiza una buena definición del neoliberalismo progresista y la alianza o convergencia con las ‘corrientes hegemónicas de los movimientos emancipadores’, que serían meritocráticas de clase media no solo del 1%, sino de una base social más amplia y activa del 20-30%:

Las corrientes hegemónicas de los movimientos emancipadores (como el feminismo, el antirracismo, el multiculturalismo y los derechos LGTBI) se aliaron —en algunos casos consciente y deliberadamente, en otros no— con fuerzas neoliberales cuyo objetivo era financiarizar la economía capitalista, es especial los sectores del capital más dinámicos, con mayor visión de futuro y más globalizadores (por ejemplo, Hollywood, las TIC y las finanzas). Como de costumbre, el capital fue el que salió mejor parado. En este caso, los sectores ‘capitalistas cognitivos’ utilizaron ideales como la diversidad y el empoderamiento, que en principio debían servir a otros fines, para petrificar políticas que devastaron la producción y la que en su día fue la vida de la clase media. En otras palabras, utilizaron el carisma de sus aliados progresistas para disfrazar de emancipación su propio proyecto regresivo de redistribución ascendente masiva (p. 218).

Apogeo y decadencia del neoliberalismo progresista

Fraser explica la necesidad del neoliberalismo de su apariencia progre para ganar la hegemonía cultural y relativizar su componente distributivo regresivo.

Por tanto, el neoliberalismo no es solo política económica; es un proyecto político con su hegemonía cultural. El neoliberalismo progresista es, por un lado, regresivo en lo socioeconómico, es decir, perjudicaba al conjunto de las mayorías populares y, particularmente, las condiciones y derechos sociolaborales de mujeres y gente de color (e inmigrantes); y, por otro lado, progresivo en lo cultural. Su legitimidad se basa en el reconocimiento de las minorías a través del multiculturalismo o la diversidad combinado con el empoderamiento individual meritocrático como ascensor social. Pero ello favorece, sobre todo, a las élites y capas medias de esos sectores sociales. Ese carácter doble, regresivo y progresivo, con un impacto práctico desigual en la población, venció como cultura hegemónica al anti-neoliberalismo y al neoliberalismo reaccionario durante las presidencias de Clinton y Obama.

Es similar, aunque parcialmente distinto, al socioliberalismo de tercera vía europeo en un contexto con dos características diferentes: por un lado, al tener un Estado de bienestar más potente, aquí, particularmente con la crisis, favoreció las contrarreformas laborales y sociales; por otro lado, la cultura cívica más igualitaria (real) y colectiva respecto de la estadounidense, o sea, no tan individualista meritocrática, supuso un mayor freno popular frente a la injusticia social.

En todo caso, dentro del neoliberalismo hay corrientes más regresivas y/o más progresivas, con diferentes combinaciones. Pero la distinción principal es que en el campo socioeconómico, particularmente en esa fase de crisis, lo dominante en todas ellas es ser regresivas; su diferenciación se establece en el campo sociocultural y la actitud ante las minorías: una parte gira hacia el conservadurismo reaccionario, de donde nacen los apoyos a Trump, y otra mantiene su relativo progresismo (p. 220).

Así, Fraser clarifica el carácter doble del neoliberalismo progresista, con la combinación de distribución regresiva, con una mayoría popular afectada, y reconocimiento progresista, beneficiosa sobre todo para las élites de la ‘diversidad’. Esa mezcla venció inicialmente a la derecha del partido republicano cuyo proyecto combinaba distribución regresiva con ‘un reconocimiento reaccionario (etnonacionalista, antinmigrantes y procristiano)’ (p. 221).

Ese reconocimiento parcial que proporcionaba el neoliberalismo progresista suponía una autoafirmación, formación e identificación de un estrato social: las capas medias ilustradas, que combinaban un estatus y ascenso socioeconómico y profesional con una exigencia emancipadora antidiscriminatoria en otras facetas de sus vidas (género, raza-etnia…). Y explica la necesidad de una visión amplia y multidimensional de la clase trabajadora para superar los límites de ese reconocimiento cultural para las élites (y clases medias). Así, acertadamente, exige una valoración del capitalismo y la acción frente al neoliberalismo que integre, junto con la problemática del trabajo, los problemas medioambientales, la reproducción social y la democracia (p. 223).

Propone una alianza entre protección social (vieja clase trabajadora y socialdemocracia) y emancipación: nuevos movimientos sociales junto con otras contradicciones (género, raza-etnia…) y luchas de frontera: producción/reproducción, política-democracia/economía y naturaleza-sostenibilidad/humanidad. La cuestión que no desarrolla es que la mayoría popular está dentro de los dos campos y son facetas, realidades e identidades que se mantienen interrelacionados con implementaciones diversas en el tiempo y los procesos.

No existen, como bloques estancos, ‘los’ trabajadores, ‘las’ mujeres y las ‘personas de color’ (aquí diríamos, personas precarias o marginadas, especialmente, inmigrantes —de cuatro áreas distintas: latinoamericana, europea del Este, subsahariana y magrebí—). Las mujeres trabajadoras segregadas (o precarias) acumulan los tres rasgos de subordinación, sufren directamente los tres tipos de discriminación y son susceptibles de integrar una acción colectiva y una identidad múltiple e integradora. Hay personas que sufren dos o un proceso dominador en una posición subalterna, pero ese componente de subordinación o discriminación les diferencia de las personas y grupos dominadores o poderosos. La otra cara de la moneda es la segmentación entre esos niveles y la presión derechista y autoritaria para que los de los peldaños intermedios se alíen con los de arriba, aislando a los de abajo.

Por tanto, los segundos (nuevos) movimientos, específicos de una problemática social y cultural (aunque no de forma exclusiva), no son o no representan a la clase media a la que se propondría una alianza popular de clases desde el supuesto movimiento (viejo) de clase trabajadora, representado por el llamado movimiento obrero (o la izquierda tradicional). Éste, en la lógica obrerista tradicional, tendría un supuesto estatus político y simbólico superior, al vincular su lucha económico-laboral como la principal y genuina para avanzar hacia una sociedad más justa o al socialismo democrático. Volveríamos al determinismo economicista, a una concepción de clase trabajadora rígida y excluyente y a una prevalencia de la vieja izquierda, aun en una versión más radical.

No obstante, el movimiento sindical (al igual que los partidos políticos alternativos o de izquierda y la mayoría de los grupos asociativos progresistas y ONG) también es interclasista en parte de su composición y su aparato representativo, mediador y gestor. Su especificidad es que se centra en la problemática económico-laboral, pero ello no da ninguna jerarquía superior en una concepción más multidimensional de la clase trabajadora y, menos, como actor sociopolítico, que incorpora el conjunto de la experiencia relacional y cultural de la gente.

Así, en el campo popular existen personas y grupos con distintas experiencias relacionales, trayectorias comunes y niveles de identificación en diferentes ámbitos socioculturales, económico-laborales y de representación social y política. Se trataría de la tarea de articulación de ese bloque social ‘popular’, aun con una diferenciación de clase o estrato interno; también por la precarización y la infraclase y la subordinación de (la mayoría de) mujeres y gente de color e inmigrante. Con estas matizaciones sobre la diversidad y la pluralidad existentes, comparto la idea de Fraser de que uno de los objetivos fundamentales del análisis es abrir la posibilidad de una ‘alianza contrahegemónica entre las fuerzas sociales que hoy se oponen mutuamente como antagonistas’ (p. 225).

En ese sentido, hay una buena caracterización de las diferencias de estatus del estrato profesional, es decir, de clase media, sensible a ‘identidades’ transversales difuminando su posición de clase, con su propia cultura legitimadora. Ello se combina con el resentimiento de gente trabajadora que le recortan derechos sociolaborales y le precarizan y, como reacción inmediatista, quieren mantener, a costa de otros sectores vulnerables, sus privilegios relativos en otras esferas, cuya pérdida viven como acumulación de descenso social e inseguridad. Constituye el caldo de cultivo del populismo de derechas para su reafirmación autoritario-conservadora.

Por tanto, como señala Fraser, dominación de clase y jerarquía de estatus son parte integral de la sociedad capitalista. La opresión de género o etnia-raza no son superestructurales (o culturales), sino estructurales respecto del orden social institucionalizado: son facetas de la misma gente… popular (y algunas también de sectores oligárquicos). Así, frente a la actitud superficialmente moralizante que hoy impera en los círculos progresistas, afirma que ‘lo que debería distinguir a la izquierda de esas posturas es la atención a las bases estructurales fundamentales de la opresión social’ (p. 228).

En definitiva, hay que reconocer que el racismo y el sexismo no son solo ‘superestructurales’ o culturales, sino ‘estructurales’. Con esa posición se combate la idea tradicional y excluyente de clase trabajadora (a veces identificada con los varones blancos) como opuesta a mujeres, inmigrantes, personas de color… que serían segmentos sin pertenencia de clase trabajadora, cuando en muchos campos son mayoritarios. De ahí se deduce su afirmación de que el ‘reconocimiento y la distribución son fundamentales para este análisis por razones históricas’ y para un proyecto transformador.

Un populismo progresista y de izquierda, antineoliberal y pro socialista

Con la crisis de legitimación del neoliberalismo progresista de Obama y Clinton ha ganado el neoliberalismo hiperreaccionario (del Trump gobernante), frente al populismo reaccionario (del Trump discursivo) y el populismo progresista (de Sanders). Sin embargo, no tiene una plena y segura hegemonía cultural, aunque sí parece firme su bloque de poder.

La alternativa de Fraser es un populismo progresista, según la tradición estadounidense, es decir, popular en su composición, no estrictamente de clase trabajadora sino incorporando a las clases medias (estancadas), y multidimensional, integrando las distintas facetas humanas y movimientos sociales progresivos. Es distinto al concepto de populismo de Laclau en el que, además del antagonismo oligarquía/pueblo como lógica política, tiene una concepción (idealista) de la construcción de pueblo basada en el discurso, como elemento articulador, infravalorando el punto de partida de la realidad social (real): la problemática, los conflictos y las percepciones de la gente en su contexto. En el caso de esta pensadora, desde la investigación del marco histórico y estructural-institucional, basa su orientación política en una distribución igualitaria, a favor de la clase trabajadora, y un reconocimiento justo, con una visión inclusiva y no jerárquica, con una estrategia antineoliberal. Lo contempla como una etapa transitoria hasta madurar un proceso transformador socialista.

Ahora bien, cabría señalar dos aspectos. Por un lado, que la alternativa (estratégica) no solo ni fundamentalmente debe consistir en un ‘programa’ (o un discurso), con la sobrevaloración de su impacto en la conformación del sujeto transformador, sino que significa un proceso de experiencia, dinamización y cambio real de las relaciones socioeconómicas, institucionales y de poder. Por otro lado, que las diversas problemáticas económico-laborales y las discriminaciones específicas de género o etnia-raza pueden ser compartidas, en mayor o menor proporción y profundidad, por gran parte de las clases trabajadoras, que son mixtas respecto de sus variadas subordinaciones e identidades, con reconocimientos y estatus sociales múltiples, aunque dentro de una posición subalterna, global y particular.

Distintos grupos y movimientos sociales progresistas, dejando al margen los nacionales y los conservadores, como adelantaba antes, son transversales, populares o interclasistas, incluyendo también el movimiento sindical. Pero, la composición mayoritaria de sus bases amplias proviene de las clases trabajadoras, entendidas como categoría sociodemográfica de gente subalterna, más o menos precarizadas e ilustradas, aunque la de sus élites o representantes, incluido los sindicatos, suele venir de clases medias, más o menos estancadas. O sea, gente trabajadora con un estatus socioeconómico subalterno participa, tiene y se identifica con esas facetas socioculturales diversas, en el caso del feminismo por la mayoría de las mujeres y gran parte de varones. Y también gente de (nueva y vieja) clase media, meritocrática y más débil o formal en su actitud igualitaria, también es sensible a los problemas de la distribución, la reproducción social y la protección pública. Todo ello de forma asimétrica y con distintos impactos y equilibrios subjetivos, expresivos e identitarios.

Si hablamos de nuevas clases trabajadoras o, mejor, de capas populares, tenemos una configuración objetiva de carácter interclasista —dejando fuera a las élites poderosas— con una participación muy mayoritaria de la gente subalterna o subordinada que es el criterio principal de identificación del estatus social. Con esa interpretación inclusiva y multidimensional, llámese clase, pueblo o bloque social de carácter popular, es más fácil valorar sus interacciones internas desde la diversidad y la interrelación de problemáticas y respuestas que pueden conformar un sujeto plural y unitario. Dejo aparte el significante ‘nación’, con una composición del conjunto de una comunidad, incluido sus oligarquías y élites dominantes, con intereses comunes o identificaciones compartidos frente a otras naciones, y aunque convivan en un mismo territorio y tengan iguales derechos e instituciones que otros grupos con diferentes identidades nacionales.

En definitiva, en esta acepción flexible de clase social (trabajadora, incluida la desempleada y la inactiva) ya está integrada la gran mayoría de la juventud, las mujeres, los pensionistas, las personas de color o los inmigrantes. Además, si se flexibiliza incorporando algunas capas medias (profesionales-expertos-gestores) estancados o descendentes se configuran las clases populares con mayoría trabajadora.

La cuestión problemática es que el nombre ‘clase trabajadora’ distorsiona y genera recelos sobre su significado, así como de las jerarquías internas y las prioridades de intereses e identidades y entre representaciones tradicionales, económico-laborales, y nuevos movimientos, con otras problemáticas sociales, culturales o socioecológicas; haría falta un significante inclusivo y consensuado, además de integrador de lo diverso y multidimensional. Estamos en una fase descriptiva en la que lo más fácil es hablar cuantitativamente del 99%, aunque en realidad habría que decir del 80% que constituyen las capas populares. Es un análisis sociodemográfico, importante, pero no el más relevante.

Para superar la tentación determinista (o idealista) de asociar mecánicamente categoría social con sujeto o comportamiento sociopolítico y cultural, hay que insistir en la importancia de las mediaciones institucionales y culturales, así como la articulación de la experiencia compartida y relacional, que requieren un análisis específico. Los procesos de identificación colectiva, la interacción de las distintas identidades es el punto intermedio y de interrelación entre los dos ámbitos: la situación social de subordinación y la acción democrático-igualitaria-emancipadora. Por tanto, lo más importante para el análisis y el diseño estratégico alternativos se refiere al plano sociopolítico (y teórico) en el que caben las palabras ‘sujeto’ (o actor), movimiento social, tendencia o corriente sociopolítica, en el marco dinámico del conflicto o interacción social.

Este enfoque más relacional, social y crítico es, a mi parecer, el más relevante, al partir de la experiencia compartida de actores y grupos sociales y los procesos de identificación y práctica interactiva o conflictiva por intereses y objetivos comunes vinculados al cambio social democrático-igualitario. Y esta mirada de Fraser, aunque hace alusiones a los procesos de los nuevos movimientos sociales y la nueva izquierda desde los años sesenta, no la desarrolla para engarzarla con su análisis estructural y su alternativa programática. Así, la autora termina expresando su confianza subjetiva en la formación de ese sujeto alternativo al neoliberalismo, posición aceptable como deseo normativo, pero sin abordar sistemáticamente ni combinar suficientemente con su análisis de la sociedad capitalista y su propuesta transformadora.

Una propuesta programática frente al neoliberalismo y el fascismo

Por último, la intelectual estadounidense afirma que (neo)liberalismo y fascismo son dos caras del capitalismo, aunque con normativas distintas y/o contrapuestas en el ámbito sociocultural: liberadora y autoritaria. Su controvertida posición, al situarlos en el mismo plano, prioriza un proyecto de izquierdas para enfrentarse a ambos, cuestión evidente desde una perspectiva renovadora e interpretada de forma no antagónica. Pero hay dos puntos débiles: la sobrevaloración del papel del programa, y la rigidez en la política de alianzas y la definición de objetivos.

En primer lugar, no es suficiente una alternativa discursiva o programática para hacer efectiva una influencia decisiva para condicionar esa pugna, sin caer en el aislamiento de la gente activa o comprometida. Se sobrevaloraría ese componente voluntarista del papel propagandista decisivo de una élite de vanguardia. E, igualmente, los supuestos efectos beneficiosos de la propaganda o el doctrinarismo, defectos significativos en distintos sectores de los movimientos sociales y la izquierda alternativa.

En segundo lugar, la cuestión para dilucidar es la gestión de los acuerdos y desacuerdos, con las distintas variantes y coyunturas de las relaciones entre poder y las fuerzas alternativas (y las intermedias) en los dos planos: la gestión social y política inmediata y la orientación estratégica o ideológica, con el punto de conexión de la formación del actor sociopolítico. Así, si se admiten componentes liberadores en el capitalismo neoliberal, frente a otros regresivos, opresivos o autoritarios, la cuestión es cómo utilizar esa ambivalencia, valorar su legitimidad pública o apoyo social y saber aprovecharlos desde la autonomía propia y sin colaborar con su legitimación de conjunto.

Es pertinente la advertencia de no fijar ahora una alianza permanente y estratégica con el neoliberalismo progresista, aceptando una posición dependiente de las fuerzas alternativas en la tarea de hacer frente a unas fuertes tendencias reaccionarias, pero aún lejos de las dictaduras represivas de entreguerras. Tiene cierto paralelismo en los consensos democráticos europeos, hegemonizados por el centroderecha liberal, frente a las tendencias autoritarias de la extrema derecha. No obstante, la oposición a la involución reaccionaria es también una tarea propia, y más consecuente, de las fuerzas progresistas y de izquierda y, en ese marco, son admisibles acuerdos parciales más amplios que no impidan la crítica y la oposición a las derechas y corrientes neoliberales en distintos ámbitos.

La precaución subyacente a esos acuerdos parciales debe contemplar, tal como he explicado, el carácter doble de ese neoliberalismo, regresivo en unos campos (socioeconómico) y progresivo en otros (socioculturales) y evitar la subordinación de una política autónoma, ya que lo que suele tratar de imponer es su completa hegemonía asociativa, discursiva y de poder. Por tanto, es imperioso afianzar un campo político-ideológico propio diferenciado de la hegemonía cultural y asociativa liberal en los movimientos sociales en los que se dan algunos objetivos compartidos o transversales con el componente progresista del neoliberalismo frente al neoliberalismo reaccionario o el populismo autoritario.

El problema, partiendo de su consideración realista de que los movimientos sociales están hegemonizados por ese pensamiento liberal, es que aunque se les denomine movimientos del 1% y al propio como del 99%, esa autoproclamación es forzada al admitirse que las posiciones alternativas son minoritarias en esos movimientos, en particular en el feminista. Se puede referir a la voluntad de representar a esa mayoría o a que los objetivos propuestos se justifican por estar encaminados a su defensa. Pero siempre con el matiz de que es una interpretación de las fuerzas alternativas, no una posición aceptada o consensuada con el grueso de esos movimientos sociales. Así, no se puede tomar como adversario antagónico a esa corriente dominante y mayoritaria de esos movimientos, con una amplia base popular, bajo la apreciación de que están dominados por las élites neoliberales.

Por tanto, más que por esa caracterización sociodemográfica del 99% y la reafirmación de su carácter social y ‘popular’, sería conveniente su identificación por su dinámica reivindicativa, su perfil sociopolítico y sus principales demandas. En ese sentido, hay distintas opciones utilizables para identificar estos movimientos progresivos, especialmente, el feminista: igualitario, democrático, alternativo o crítico.

El neoliberalismo progresista es un adversario pero, sobre todo, por su primer componente, el regresivo, que impone la subordinación socioeconómica a la mayoría social. Su segundo componente, el progresivo, forma parte de una operación legitimadora del primero y de absorción de una parte popular y, en ese sentido, aunque salgan beneficiados parcialmente o en determinados aspectos algunos estratos sociales (minoritarios), cuestión a no infravalorar, hay que desvelar su sentido para estabilizar ese orden social institucionalizado. Pero, sin que se deduzca directamente de lo dicho por Fraser, confundir los dos aspectos llevaría al sectarismo, el doctrinarismo, el aislamiento de las mayorías sociales y la inoperatividad transformadora, riesgo en el que suelen caer algunos sectores alternativos.

En consecuencia, esta faceta de las alianzas y los blancos en Fraser es algo rígida. Su posición tajante es decir no a los acuerdos con el neoliberalismo progresista, aunque se justifique en el freno al fascismo autoritario. Está clara la necesidad de una autonomía estratégica y discursiva de un campo sociopolítico diferenciado y alternativo. Igualmente, es justa la apuesta por la diferenciación interna en los movimientos sociales, para oponerse al pensamiento progresista-neoliberal, así como a las tendencias autoritarias del populismo reaccionario.

Pero lo que propone, quizá consciente de la debilidad de las capacidades políticas e institucionales de las izquierdas y movimientos sociales progresistas, es solo una alternativa ‘programática’, ámbito en el que es más fácil la diferenciación, cuando el aspecto principal es la relación de fuerzas y la capacidad articuladora y de poder de las diferentes corrientes sociopolíticas, para lo cual se deben considerar la experiencia y las demandas de la mayoría cívica; es decir, la prioridad es la implementación práctica de una dinámica transformadora contrahegemónica (y de contrapoder), conectada a una teoría crítica, no solo de un discurso propio y la separación organizativa. Y, en ese sentido, aparte de un análisis sociológico de las distintas corrientes y expresiones cívicas, se debería cuidar las relaciones complejas de unidad y crítica con los sectores populares progresistas, aun cuando sean moderados o apoyen en determinadas facetas y momentos políticas neoliberales, más cuando se admite que su influjo es mayoritario en los movimientos sociales.

Por tanto, salvando la subordinación ante esa hegemonía neoliberal y evitando su instrumentalización para impedir ser absorbidos por ella, la política concreta y la práctica transformadora depende de en qué medida y aspecto los sectores anticapitalistas o alternativos pueden confluir en acuerdos amplios, no tanto con las élites neoliberales progresistas (o socioliberales y de tercera vía socialdemócrata), sino con mucha gente influida por ellas y sin decantarse por la dinámica de una transformación radical.

El asunto complicado desde el punto de vista alternativo no es solo la diferenciación con la élite del 1%, que domina o representa mediáticamente algunos aspectos de esos movimientos y pertenece al neoliberalismo progresista, sino a la relación, unitaria y crítica, con una amplia base de clase media y algo acomodada o simplemente menos concienciada, de la que se sirve para hegemonizar el proceso. No se puede ir a la idea de clase (trabajadora y potencialmente radical) contra clase (media, con tendencia moderada), por mucho que ese conflicto lo subsuma en el significante 99%, donde solo se excluye a la élite poderosa. El problema de la conformación de una corriente crítica trabajadora-popular autónoma del neoliberalismo progresista es importante y debe basarse en la igualdad real en todas las estructuras sociales de subordinación del orden capitalista, elemento central de diferenciación, también con sectores de las clases medias y su alianza con él.

Al mismo tiempo, como dice la autora, hay que romper también el apoyo de gente trabajadora a los neoliberales reaccionarios, a su militarismo, xenofobia, etnonacionalismo y machismo. Al final, realiza una propuesta programática positiva, ‘elaborar una política transformadora’, pero insuficiente por su inconcreción y sus rasgos voluntaristas. Por tanto, es necesario un análisis sociopolítico realista, en particular de las relaciones de fuerza y de poder y profundizar en una teoría crítica, realista y transformadora.

Conclusión: hacia una teoría crítica igualitario-emancipadora

En definitiva, Fraser aporta, en primer lugar, un interesante impulso a la renovación de la teoría crítica, en particular al análisis de la sociedad capitalista, del orden social institucionalizado y sus contradicciones de fondo, así como las principales tendencias políticas en Estados Unidos, el neoliberalismo reaccionario (el Trump gobernante) y el neoliberalismo progresista (Clinton-Obama) que han vencido, respectivamente, al populismo reaccionario (el Trump retórico) y al populismo progresista (Sanders) con puntos similares y algunos distintos respecto de la realidad europea.

En segundo lugar, tiene muchas sugerencias de interés, aun con ciertas limitaciones, en el campo sociopolítico, en particular su visión flexible y multidimensional de la clase trabajadora y la necesidad de la articulación unitaria de los movimientos sociales dentro de una perspectiva transformadora anticapitalista o de socialismo democrático, con una fase transitoria de populismo progresista.

En tercer lugar, es más discutible alguna de sus conclusiones estratégicas y de alianzas y, especialmente, la problemática que interactúa entre los dos campos anteriores: conformación de un sujeto transformador o, en forma más convencional, la acumulación de fuerzas sociales alternativas para un cambio democrático-igualitario-emancipador. Es lo más débil y menos elaborado y lo que se debería complementar para desarrollar una teoría crítica. En todo caso, en este contexto de débil reflexión teórica y estratégica es saludable esta aportación a la teoría crítica y su debate.

 

[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro Clase, nación y populismo (ed. Dyskolo)]

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2019

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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