¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Francesc Arroyo
Entrevista a Joaquim Sempere
"Se puede ir a peor, pero no es inevitable"
Joaquim Sempere acaba de publicar Las cenizas de Prometeo. Transición energética y socialismo (Pasado y presente), un libro en el que encara el futuro de la civilización a la vista de la caducidad de las materias primas que la sustentan. Un futuro que sólo puede ser austero y ecologista y que será mejor si se aborda desde los valores que representa el socialismo. En cualquier caso, y medido con los estándares de una época de abundancia no siempre necesaria, será duro e incluso puede llegar a ser catastrófico. Está en las manos de los hombres reconciliarse con la naturaleza. Para decirlo con sus propias palabras, “puede ser peor” aunque no se atrevería a decir que eso es “inevitable”. Catedrático emérito de Sociología en la Universitat de Barcelona, no es ésta la primera obra de Sempere sobre la materia: ya había publicado El final de la era del petróleo barato, junto con Enric Tello (Icària, 2008); Mejor con menos: necesidades, explosión consumista y crisis ecológica (Crítica, 2008); L’explosió de les necessitats (Edicions 62, 1992), Sociología y medio ambiente, en colaboración con Jorge Riechmann (Síntesis, 2000). Antes había formado parte del Comité Central y el Comité Ejecutivo del PSUC, y dirigido las revistas Treball y Nous Horitzons. Forma parte del el consejo editorial de Mientras Tanto.
Dice usted que este libro está escrito, en parte, a partir del miedo. ¿Miedo a qué?
Miedo a que la crisis de recursos genere un colapso tan grave como imprevisto. Vivimos en una especie de optimismo que nos predican cada día y que nos lleva a pensar que el crecimiento indefinido es posible y que siempre iremos a mejor. Es cierto que hay quien empieza a ver que no, que se percibe que las generaciones jóvenes no tendrán el mismo nivel de vida que sus padres. Así que hay que tener miedo a que se produzcan crisis parciales pero de nuevo tipo y que pueden ser muy graves, desorganizando la vida social y provocando conflictos a escala internacional. Crisis ha habido muchas. La gente piensa de inmediato en la de los años veinte y treinta, en el nazismo y las guerras mundiales. Pues podemos encontrarnos en situaciones aún peores. Vivimos un cambio cualitativo porque ahora el problema de los recursos se plantea de manera dramática. Mucho más que en la época de Hitler. Él podía hablar del espacio vital pero cuando de verdad habrá un problema de espacio vital será ahora. De ahí el miedo.
Entre las consecuencias de esas crisis cita usted posibles hambrunas, desertificación, guerras, crisis civilizatorias.
Sí, en efecto. Con el cambio climático ya estamos viendo los procesos de desertificación en las zonas más vulnerables del planeta. Incluso se prevé que afectarán a una buena parte de la Península Ibérica. Hemos visto episodios de desertificación en el África subsahariana que son graves y que están detrás de los procesos de emigración masiva. Imagino, además, que habrá etapas de conflicto comercial, larvado, y etapas de conflicto abierto. La expansión de China en África y América Latina, comprando tierras para explotar —saquear, vamos— los recursos materiales, puede hacer que China, que está llevando a cabo un desarrollo notable en energías renovables, se apodere de todo el litio, el cobalto y otros materiales imprescindibles para desplegar el programa de las renovables y la electrónica asociada a esos productos. Hoy China es un país pacífico, pero ese saqueo de los recursos naturales repercute en que otros carezcan de ellos. Eso parece hacer inevitables las guerras. Ahí está Venezuela, el conflicto de Oriente Medio, conflictos ambos asociados al petróleo y al gas. La guerra de Irak, la de Siria, son guerras relacionadas con el petróleo, son guerras del futuro. Seguramente habrá conflictos internacionales y otros locales. En los 80, cuando el neoliberalismo empezó a imperar en todo el mundo, imponiendo el fin de las subvenciones a los alimentos básicos, se produjeron las revueltas del trigo en el norte de África. Por eso se las llamó las revueltas del pan. El resultado de la supresión de esas subvenciones fue la desprotección de los más débiles. Temo que esos conflictos se puedan repetir, ampliados. La revuelta de los chalecos amarillos en Francia va en esa línea: arrancan de los impuesto al gasoil para intentar frenar su consumo. Algún día habrá que prescindir realmente del gasoil, pero las medidas tomadas en Francia no tuvieron en cuenta otros factores. Lo que no se puede hacer es cargar la factura sobre los más pobres días después de haber reducido los impuestos a los más ricos. Como la situación política mundial da el máximo poder a las oligarquías capitalistas y a sus valedores neoliberales estamos abocados a estos conflictos.
Y esos males, ¿son inevitables?
Que se puede ir a peor es algo evidente. ¿Inevitablemente? Ésa es una palabra muy fuerte. No me atrevo a decirlo de manera categórica. Es una cuestión de probabilidades. Hay muchas de que las cosas vayan mal. Hemos creado un mundo con unas interdependencias enormes y los dueños del mundo, el gran capital, saben que la afectación de una pieza puede repercutir en la cadena que enlaza todas las demás piezas. Esto les preocupa, quieren evitar que haya la más mínima interrupción. El caso de Grecia ilustra esto perfectamente. Es un país pequeño y hubieran podido encontrar una solución más fácil; y no quisieron, para escarmentar a los díscolos. El mundo es interdependiente, sobre todo de la energía y, en particular de las energías fósiles que son el 80% del consumo mundial. Los productos ya no son de proximidad como ocurría antes de la revolución industrial. Un teléfono móvil tiene materiales originarios de África que fueron transportados a Asia para fabricar componentes que luego se envían a Centroamérica donde una maquila los monta dando un producto final que se vende en Alemania o en España o en Estados Unidos. Los mares están constantemente surcados de barcos; la tierra, de trenes de mercancías y camiones. El mundo está atravesado de movimientos que hacen que las cosas funciones como un mecanismo complejo. Y esto se agrava con las técnicas del just in time. El sistema no puede permitirse fallos puntuales porque se interrumpiría todo. Y eso hace que sea frágil.
Y los cambios, ¿son posibles?
Ahora se habla mucho de resiliencia. La resiliencia es la capacidad de sobreponerse a la desorganización, a una crisis puntual. Y el caso es que el sistema en que vivimos tiene muy poca resiliencia. Una sociedad resiliente sería la que se alimentase de productos de proximidad, con materiales del entorno. Antes las casas se hacían con tierra, piedra y madera. Todos esos elementos eran de proximidad. Cuando las casas se abandonaban, se deterioraban pero ni siquiera contaminaban: los elementos regresaban a su entorno habitual. Hoy, en nuestra vida cotidiana, hay materiales que proceden de los cuatro puntos cardinales y que han recorrido miles de kilómetros. De hecho, la mitad del petróleo que se consume, lo consume el transporte. Todo es muy frágil, de ahí que sea inevitable encaminarse a otro modelo más resistente y basado en el consumo de proximidad. Es un cambio difícil de imaginar. Para hacerlo hay que pensar en la crisis del sistema que obligue a ello: nos veremos obligados a un cambio en el sistema productivo y de vida. Sin esa obligación, difícilmente cambiaremos. Hay pioneros de experiencias locales aquí y allí. Lo saludo y lo aplaudo. Ojalá se multiplicasen y ojalá que lo aplicasen los gobiernos, pero no es el caso. La iniciativa o el apoyo de los gobiernos podría dar a esas experiencias unas dimensiones más significativas.
En el libro sugiere que se necesita antes un cambio de mentalidad, ¿cómo puede lograrse?
Hay que asumir la fuerza de los hechos. La voluntariedad no parece llevarnos demasiado lejos. Uno de los factores que frena todos los cambios, incluidos los civilizados y ordenados, es que nos hemos viciado de una abundancia extrema de energía y también de objetos. Los hemos instalado en nuestra vida y nos cuesta prescindir de ellos. Se comprende que la gente tenga como primera preocupación llegar a fin de mes, la educación de los hijos y considere el ahorro de energía un asunto secundario. Convencerles de que el problema de la energía es prioritario costará mucho. Se darán cuenta cuando, de repente, el gobierno racione la gasolina o le suba el precio –pongamos— a cinco euros debido a algún acontecimiento previsto o imprevisto. Por ejemplo, una guerra entre Irán e Israel que bloquee el Golfo Pérsico, por donde pasa la cuarta parte del crudo que se consume en el mundo. Una situación así, que no es descartable, provocaría el caos: el acaparamiento, la especulación y una elevación insólita de los precios. ¿Se puede funcionar como hoy con una gasolina a cinco euros el litro? Los tomates que se venden en la esquina llegan en camioneta desde Mercabarna tras haber recorrido algunos cientos de kilómetros desde el campo en el que se cultivaron.
Así pues, el cambio sería obligado, produciendo también una inversión en los movimientos migratorios y llevando las gentes de las ciudades de nuevo al campo.
Eso será una necesidad, pero será de las últimas reformas que se emprendan. Volver al campo es costoso y duro. Los jóvenes, salvo una minoría muy minoritaria de ecologistas convencidos, cuando se plantean el futuro profesional nunca hablan de la agricultura. Ser campesino es duro y tiene costes. Vives a la intemperie, aislado, separado de los centros de distracción y de los incentivos de la gran ciudad. Y, encima, es un trabajo mal pagado. De ahí que este movimiento, cuando se produzca, tenga que ser también forzado: cuando en las ciudades predomine el paro por una crisis industrial que previsiblemente crecerá, y por la falta de alimentos. Previendo esto, hay que abandonar la agricultura industrial, que además depende de minerales de la corteza terrestre para obtener fertilizantes —minerales tan agotables como el petróleo— y de mucha inversión de energía tanto para la minería como para la industria de fertilizantes, plaguicidas, tractores y máquinas. Todas estas actividades, además, consumen energía, de modo que la escasez de energía repercutirá en la producción agroalimentaria. La producción y provisión de alimentos tal como es hoy será inviable, también, porque no habrá transporte al faltar la gasolina que mueva los camiones y los tractores. Entonces sí, la gente tendrá que volver a la tierra, dispersarse en el territorio. Es algo que ya pasó al final del imperio romano. Ahora bien, este éxodo urbano será muy difícil.
¿Pero forzoso?
Hay dos factores a tener en cuenta: la fuerza de los hechos, que nos obligará a los cambios, y la inteligencia colectiva. Si somos capaces de prever el futuro, podemos hacer políticas que fomenten una determinada vía y que sean indoloras. Por ejemplo, podemos empezar a favorecer que la gente pueda vivir de la agricultura dispersando escuelas y centros sanitarios por el territorio. El otro día, en Móstoles, me hablaban de un estudio según el cual si en el conglomerado urbano de Madrid, unos ocho millones de habitantes, se hiciera –mediante directivas obligatorias de las autoridades municipales— que escuelas y hospitales con comedores colectivos se aprovisionaran de una agricultura ecológica de proximidad se generaría una demanda agrícola que podría impulsar a muchos jóvenes a dedicarse al campo. Es decir, los gobiernos pueden empezar ya a orientar la vida y la producción, la economía, en un cierto sentido. Esto haría más indolora la transición. Si se hace a la fuerza y mal, generará sufrimiento y conflictos.
Sostiene usted que hay otra inversión: hasta ahora el capital buscaba ahorrar en mano de obra, en el futuro eso será menos importante y buscará ahorrar energía.
Reconozco que estoy obsesionado por el asunto de la robotización. Conozco ingenieros que han trabajado en esta línea y que se cuestionan el trabajo hecho porque la automatización ha generado paro. A esto hay que añadir que lo que escaseará no será la mano de obra sino los materiales para hacer robots y la energía que los alimente. Si tenemos esto en cuenta, llegamos a la conclusión de que la robotización es una falsa promesa, una tendencia destinada al fracaso. Y, desde luego, no podrá generalizarse. Cabe imaginar que algunos países, los más poderosos, puedan seguir reduciendo mano de obra durante unos años, aumentando el paro generalizado. Pero eso significará agravar el problema.
Hay quien ha sugerido que los robots paguen impuestos, que coticen a la seguridad social como si fueran trabajadores.
Esa es una solución posible. Y la verdad es que me parece una solución más fácil que conseguir que se renuncie a la automatización. Hay un culto a la tecnología muy grande, a lo que se añade que esta tendencia beneficia sobre todo al gran capital. El capital, cuando genera paro, traspasa ese problema al Estado.
Además, el paro es una ventaja para el capital porque genera miedo.
Sí, presiona a la baja sobre los salarios, pero así se generaliza la marginación. En nuestra cultura el trabajo es un elemento de integración social. El trabajador siente que colabora a la riqueza colectiva. Incluso si no es consciente de ello en estos términos, la gente siente que necesita trabajar por su propia autoestima. El paro prolongado degrada moralmente a las personas. Con frecuencia había comentado con sindicalistas la posibilidad de aprovechar a los parados para tareas que fortalecieran la propia vida sindical. La respuesta siempre era la misma: cuando alguien se convierte en parado, sobre todo si es de larga duración, se desmoraliza y no está dispuesto a hacer nada. El problema del paro va más allá de la cuestión económica, es un problema de cohesión social, de bienestar colectivo (en el sentido moral, incluso).
Habla usted de Cuba y de la experiencia frustrada tras una fase con escasez de petróleo.
En Cuba todo indica que no han aprendido la lección del “período especial”, en que tuvo que sobrevivir a un corte brusco de la importación de petróleo soviético (un 75% menos). Se ha reforzado mucho el movimiento ecologista que ya había, sobre todo en la agricultura, pero la necesidad del cambio no ha llegado a las altas esferas: el funcionariado y los gobernantes. Siguen idealizando el modelo industrial soviético, de hecho copiado de Occidente. Y así no se avanza. La crisis genera una pedagogía importante, pero no basta. Hace falta una idea de cómo resolver la crisis en otra dirección. En Cuba no se da. Ni en Cuba ni en otros países en vías de desarrollo que se miran en el espejo de los países industrializados. Por eso cuando Cuba volvió a tener petróleo, esta vez venezolano, retomó el desarrollo basado en los combustibles fósiles.
Para volver a la convicción: ¿es posible convencer a los gobernantes de abandonar el modelo occidental?
Los políticos, los gobernantes, hacen piña con el gran capital. Forman parte de la oligarquía del dinero que es la que manda. Pero, en paralelo, y como se alimenta el afán consumista de la población, los partidos se encuentran atrapados en una doble presión: la de la oligarquía y la de los votantes. Hay medidas que no se abordan porque son impopulares y no dan votos. Es una pinza difícil de romper. Yo menciono el ejemplo de la II Guerra Mundial. Tras entrar en guerra, en 1941, Estados Unidos reorganizó en semanas, máximo meses, casi toda su economía; implantó el racionamiento de la gasolina y algunos alimentos; impuso un dirigismo industrial de sentido bélico, una “economía de guerra”: se dejaron de fabricar coches para hacer tanques y aviones. Eso fue posible porque se produjo un impacto que convenció a todo el mundo, y muestra que con voluntad colectiva es posible una reorganización acelerada del sistema productivo de todo un país.
Sí, pero esos cambios no afectaron al beneficio empresarial. Los cambios de los que usted habla afectarían también al capital.
Bueno, lo cierto es que, de momento, la transición a las renovables puede ser muy buen negocio. A eso, el capital puede apuntarse. Algunos empresarios ya lo han entendido y han empezado a tomar posiciones en este campo. Esto da la posibilidad de un cierto consenso interclasista. Pero exige también gobiernos fuertes y conscientes del problema. Y eso no existe, salvo en Alemania y algún otro país.
Y exige también la subordinación de la economía a la política.
Hay un capitalismo neoliberal y, en algunos países exsocialistas, lo que yo llamo un “capitalismo rojo”. Un capitalismo de cariz autoritario que controla muchos resortes, entre ellos los financieros. Y además impone restricciones al capital extranjero. En China, las inversiones extranjeras no pueden superar el 50% de la propiedad, al menos en sectores estratégicos. Esto da al gobierno mayores posibilidades de influencia que a los gobiernos de países de capitalismo neoliberal, donde el verdadero poder está en la riqueza y los gobiernos se someten. Hoy la gente aún rechaza la ecología. Se resiste a las políticas ecologistas porque cree que se perderán puestos de trabajo y se reducirá el bienestar, además de otros males. Con la transición energética nos podemos encontrar por primera vez en la historia con que un gran salto tecnológico, que habrá que realizar en pocos años, supondrá una gran mejora ecológica: dejaremos de quemar combustibles fósiles, se reducirá la contaminación y el cambio climático; y al mismo tiempo se vivirán mejoras económicas inmediatas para la gente porque supondrá una reactivación económica, reduciendo la factura energética y creando puestos de trabajo.
Pero esa reducción no se producirá en todas partes.
Sí, claro. Los productores de petróleo y gas serán los afectados y los que más se resistirán.
¿En qué medida el conocimiento puede ayudar a los cambios?
Voy a empezar con una advertencia. Hay un discurso que sostiene que no hay que preocuparse por las cuestiones ecológicas porque en los dos o tres últimos siglos la humanidad siempre ha encontrado una salida científico-técnica. No quisiera abonar esa idea. Creo que la escasez energética no tiene solución técnica. Sólo podemos apelar a las energías que nos da la naturaleza. La explotación del subsuelo que hemos hecho durante 200 años se acaba. Habrá que volver al sol. Pero esto tiene sus límites. No porque la energía solar esté limitada. Nos envía mil veces más de la que necesitamos (unos 23.000 teravatios-año cada año, mientras que el consumo mundial de energía fue en 2012 de 18 teravatios-año), pero el problema es que para captar esa energía necesitamos artefactos que necesitan metales y espacio. Espacio lo hay de sobras, pero los metales son limitados. El resultado es que necesitamos reducir los consumos energéticos. Vamos a una sociedad de menos consumo. Por tanto, la solución científico-técnica no es una solución. Sí puede haber grandes avances en la nanotecnología y en los nuevos materiales. Eso supondrá que se necesitarán menos materiales para los mismos resultados industriales, lo cual puede facilitar las cosas. Eso sí, siempre y cuando la investigación esté dirigida a solucionar problemas reales. Hablábamos de la robótica: es idónea para el tratamiento de tóxicos, para operaciones de alta precisión. Pero no lo resuelve todo. La investigación científica hay que orientarla. Tiene que haber una selectividad técnica.
Y ¿hay alguna fuerza política que defienda estos cambios?
Propongo emprender el cambio a partir de la transición energética porque será un momento en el que la causa ecologista no provocará resistencia ya que la gente verá que obtiene un beneficio económico inmediato, tanto en la creación de puestos de trabajo como en el abaratamiento de la factura energética. Conviene añadir que esto puede ser tomado como una oportunidad desde la izquierda. Puede movilizar a mucha gente porque así como la energía clásica depende de grandes centrales centralizadas, con pocos puntos desde los que se produce la electricidad o se almacena el gas que luego se distribuye a millones de clientes —por lo tanto la población es un convidado de piedra, cuyo papel se limita a pagar lo que se le proporciona—, en el nuevo marco hay un modelo ideal (que no es el único posible porque las grandes compañías privadas también pueden desarrollar las energías renovables de forma centralizada) que permite la producción de forma distribuida: la gente puede tener un captador fotovoltaico, un minigenerador eólico en su casa; o uniéndose en cooperativas para financiar con sus ahorros proyectos pequeños o medianos; también se pueden formar empresas públicas a partir de los ahorros privados de la gente. Esto supone que pueden implicarse en el proceso millones de ciudadanos y habría que favorecer esta nueva implicación, una nueva manera de hacer política, de intervenir en la transición ecológica. Esto puede llevar a un nuevo tratamiento de muchos temas y, con ello, a una nueva política más participativa, más allá de la política convencional. Los partidos de izquierda tendrían que tomarse en serio la transición energética.
¿Lo hacen?
En cierto modo. El Ayuntamiento de Barcelona tiene una nueva política energética que indica que se lo toma en serio. En Madrid el ayuntamiento de Carmena ha hecho un plan piloto de aislamiento térmico en viviendas de protección oficial que ha reducido en más de la mitad el consumo para calefacción, con gran entusiasmo de las familias pobres beneficiadas. Lo mismo puede decirse del PSOE: es un mérito que haya creado un ministerio llamado de la Transición Ecológica. El camino iniciado parece interesante, pero habrá que ver si resiste las presiones de las grandes compañías energéticas.
¿Eso quiere decir que ve usted salidas?
El panorama es muy negro y la situación no tiene precedentes. Defender los intereses y las condiciones de vida de los desfavorecidos en escenarios previsibles de mayor escasez resulta muy difícil. Mientras hubo posibilidad de crecimiento, es decir, de arrancar al planeta más recursos, la esperanza de mejorar de los de abajo parecía compatible con el aumento de los beneficios de los de arriba. No era difícil un consenso interclasista. Esto parece haber terminado con la crisis de 2007, y parece anunciarse un aumento de la conflictividad social. Las clases populares están desarmadas por el fracaso histórico de los experimentos “comunistas” del siglo XX y han interiorizado que “no hay alternativa”. Habrá que reconstruir un programa viable y atractivo que no prometa lo imposible –continuar con el actual consumismo depredador— sino un bienestar frugal que respete la biosfera en un marco de mayor igualdad social. Costará que se acepte, y habrá que hacer frente a una derecha que alimentará demagógicamente las ilusiones de una prosperidad ya inviable, y que seguramente lo hará con el odio y la furia, con la xenofobia y el racismo que está exhibiendo ya ahora. Por eso confío en el “aprendizaje por shock”: la gente sólo aceptará un descenso del nivel material de vida cuando se convenza, por experiencia propia o ajena, de que no hay otro remedio, e incluso de que se puede vivir muy bien si las cosas se hacen adecuadamente y con equidad. Esta pedagogía de la catástrofe no será fácil, y probablemente irá asociada a turbulencias socioeconómicas y políticas tal vez dramáticas, con luchas de clases dentro de los países y guerras entre países por recursos crecientemente escasos. Ante las innumerables incertidumbres de la situación, mi propuesta básica —que no excluye la acción política a todos los niveles— es hacerse fuertes en una nueva cultura democrática, igualitaria y solidaria que permita hacer frente a unas crisis cuya forma concreta no podemos anticipar. Propongo unos principios ético-políticos (según expresión de Gramsci) de libertad, igualdad, fraternidad, respeto, ayuda mutua, etc., y una lucha para lograr que impregnen a sectores enteros de la ciudadanía. Y esto no es sólo una tarea educativa teórica, sino que debe acompañarse de experiencias prácticas que se traduzcan en cohesión social y solidaridad efectiva, que desarrollen el espíritu de confianza y colaboración. Sólo así se podrá resistir a las tentaciones de lucha de todos contra todos y reconstruir un orden social habitable, aunque sea a partir de las posibles ruinas causadas por los colapsos que nos amenazan.
En ese nuevo panorama, ¿cuál es el papel del Estado Nación?
No lo sé. Mucha gente da por muerto al Estado-nación. Yo no lo tengo tan claro. La globalización ocurrida en los últimos 50 años ha tendido a erosionar el Estado-nación. Un gran capital cada vez más cosmopolita estaba interesado en que cada vez hubiera menos controles públicos. Y los Estados, si son democráticos, aunque sólo lo sean imperfectamente debido a las interferencias de las oligarquías, son una limitación para no dejar que el capital haga lo que le dé la gana. La globalización ha sido también una ofensiva contra la política de los Estados-nación, un intento de destruirlos. De momento no hay instituciones supranacionales que tengan las mismas capacidades que tenían los Estados-nación. No tengo una opinión definitiva, pero veo que necesitamos mecanismos de intervención pública. Pueden ser supraestatales, como la Unión Europea, que en algunas cosas, pocas, funciona, pero fracasa en cualquier intento de reglamentar seriamente al capital. También pueden ser instituciones subestatales: regionales, municipales. Hoy gana en importancia el municipalismo. Podemos, los Comunes, la izquierda radical son quienes más lo propugnan. No sé cómo habrá que hacerlo, pero es evidente que necesitamos mecanismos públicos para hacer frente al gran capital; frenarlo, domesticarlo. Mecanismos incluso proteccionistas, claro. Nos han vendido la moto de que el librecambio es la fuente de todas las maravillas, vinculándolo de un modo tramposo al cosmopolitismo (una palabra que tiene connotaciones positivas desde el punto de vista cultural y moral), todos somos humanos, iguales, el nacionalismo es una limitación… No voy a decir nada del nacionalismo, pero la nación no tiene por qué ser egoísta o excluyente. Habrá que encontrar un equilibrio que no sé anticipar. Lo que sí veo es la necesidad de instituciones que manden y que emanen del voto popular, del mismo modo que habría que controlar democráticamente a las instituciones supraestatales.
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2019