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José Luis Gordillo

Sobre el juicio al procés (III)

De jueces y marionetas

La sala del Tribunal Supremo que juzgará a los dirigentes independentistas está compuesta por siete magistrados y está presidida por Manuel Marchena, un fino jurista de mentalidad conservadora y autoritaria. Marchena también será el ponente de la sentencia de la causa que nos ocupa, cuyo contenido, de todos modos, deberá pactar con sus compañeros de sala, los cuales no responden en su totalidad al mismo perfil ideológico.

Dice el artículo 117 de la Constitución que los jueces deben ser “independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Ese es el proyecto constitucional que no siempre se corresponde con la realidad.

En España hay 5.637 jueces y magistrados en activo. De ellos, 2.540 son hombres y 2.827 son mujeres, esto es, un 52,7% del total. Algunos jueces están encuadrados en asociaciones profesionales, las más importantes de las cuales son la Asociación Profesional de la Magistratura, la Asociación Francisco de Vitoria y Jueces para la Democracia. Los periodistas acostumbran a utilizar este dato para clasificar a los jueces como conservadores o progresistas, como si unos tuvieran carnet del PP y otros del PSOE, lo cual es absurdo.

Claro está que todos los jueces, como el común de los mortales, tienen su escala de valores y su ideología, faltaría más, pero también tienen otros rasgos que influyen en su actividad profesional. Unos, por ejemplo, son muy trabajadores y otros unos vagos redomados; unos son muy ambiciosos y otros no; unos son unos ególatras de cuidado (de esos que para suicidarse sólo tienen que ascender hasta la cima de su ego y, a continuación, saltar al vacío) y otros humildes y discretos; unos son religiosos y otros ateos (y eso no significa, ni mucho menos, que unos sean progres y los otros fachas), etcétera, etcétera.

Hay bastante desconocimiento entre la izquierda acerca del funcionamiento y estructura del poder judicial. De entrada, hay mucha gente que todavía ignora que el poder judicial es eso: un poder del Estado, y que quienes lo ejercen toman decisiones muy relevantes para la vida de las personas. En general, los jueces no son marionetas de nadie, tampoco son máquinas expendedoras de sentencias, ni meros «instrumentos que pronuncian las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes», como pretendían Montesquieu o Beccaria, sino seres humanos de carne y hueso que, dentro de un determinado abanico de posibilidades legales, eligen y toman decisiones de las cuales son responsables por su adecuación a lo que prescriben las leyes.

Por otro lado, de los juzgados de instrucción y de primera instancia para arriba, los órganos judiciales acostumbran a ser colegiados, es decir, están compuestos por varios magistrados. Eso implica que sus fallos los adoptan por unanimidad o por mayoría, teniendo siempre cada juez la posibilidad de expresar posiciones discrepantes a las de sus colegas mediante la emisión de un voto particular. Este es, sin duda, el dato que mejor avala la vieja verdad según la cual interpretar y aplicar las leyes no ha sido, no es, ni va a ser nunca como sumar dos y dos.

Es frecuente leer o escuchar referencias y valoraciones genéricas sobre «los jueces» a partir de tal o cual actuación de alguno de ellos, cuando en realidad cada juez es hijo de su padre y de su madre. Nos iría mucho mejor a todos si adoptáramos la costumbre anglosajona de referirse a cada juez en singular, con sus nombres y apellidos, y si valoráramos sus decisiones una vez que éstas se hayan tomado, porque a los jueces por sus sentencias les conoceréis.

Por eso, la descalificación a priori de los jueces del Tribunal Supremo que deben juzgar la causa del procés está tan fuera de lugar como su defensa cerrada y acrítica. Ya se verá. Además, es frecuente valorar el trabajo de los jueces en función de cómo le va a cada uno en la feria. El caso de Manuel Marchena es muy representativo al respecto.

Marchena y los indignados

Manuel Marchena, muy denostado hoy por los independentistas, recibió grandes elogios de una parte significativa de ellos cuando en 2015 respondió positivamente (él y sus compañeros de Sala, pero él fue el ponente de la sentencia) a un recurso de casación interpuesto por el Govern de la Generalitat, el Parlament de Catalunya y el Ministerio Fiscal contra la sentencia dictada por la Audiencia Nacional que absolvió de todos los cargos a los ocho indignados procesados por participar, el 15 de junio de 2011, en el así llamado “cerco al Parlament”. Ese pretendido cerco fue en realidad una manifestación de protesta por los recortes sociales que se llevó a cabo en la parte exterior de las verjas del Parque de la Ciudadela de Barcelona, cerrado a cal y canto por la policía. Fue, pues, una manifestación que transcurrió a bastante distancia física del edificio del Parlament, ubicado en el interior de dicho parque, y bastante menos amenazadora que los disturbios protagonizados por algunos grupos independentistas a las puertas del Parlament el pasado uno de octubre.

Es cierto que la aludida manifestación dificultó —pero no impidió— la llegada al Parlament de los diputados, y que algunos de éstos fueron increpados, insultados y en algún caso vejados por los manifestantes, pero no hubo nada más: ni lesiones corporales, ni violencia contra las cosas, ni obstaculización real de la celebración del pleno previsto para ese día en el Parlament.

Esos hechos fueron considerados de extrema gravedad y en algún caso como algo parecido al 23-F por los políticos y tertulianos nacionalistas. Quien desee refrescar la memoria puede repasar los artículos que escribieron al día siguiente gentes como José Antich, Pilar Rahola o Artur Mas en La Vanguardia, o Quim Torra y Josep-Lluís Carod-Rovira en los diarios electrónicos El Matí y Nació Digital respectivamente (el antiguo dirigente de ERC, tras mostrar su rechazo a los hechos del día anterior y a que, entre otras cosas, muchas pancartas del 15-M barcelonés estuvieran escritas en castellano, literalmente invitó a los indignados a irse a mear a España). En este ambiente de linchamiento, se inició un proceso penal que en última instancia Marchena y sus colegas concluyeron imponiendo una pena de tres años de cárcel por un delito contra las instituciones del Estado. Es posible que algunos de los dirigentes independentistas actualmente procesados, como Joaquim Forn, Jordi Turull o Josep Rull, por ejemplo, recuerden con un poso de amargura aquella alabada actuación del juez Marchena y sus compañeros de sala (con la excepción de Perfecto Andrés Ibáñez, que discrepó del fallo mayoritario con un voto particular).

Las ocho personas condenadas fueron José Mª Váquez, Francisco José López, Ángela Bergillos, Jordi Raymond, Ciro Morales, Olga Álvarez, Rubén Molina y Carlos Munter. Cito sus nombres y apellidos para no contribuir a su invisibilización social. Estas personas, olvidadas por la opinión pública en general y por la opinión independentista en particular, nunca han alcanzado para el gran público el status mediático de «presos políticos», ni tampoco ha habido una radio o una televisión generalista que se haya interesado por su situación personal o por la de sus familiares. Más bien, tras ser tachados de golpistas y totalitarios, fueron objeto de una campaña de criminalización que dura hasta hoy y a la cual también se apuntó la derecha carpetovetónica de toda la vida.

Pues bien, esas ocho personas previamente habían sido absueltas de todos los cargos por la Audiencia Nacional; más en concreto, por un tribunal compuesto por Ramón Sáez Valcárcel, que fue el ponente de la sentencia, Manuela Fernández Prado y Fernando Grande-Marlaska, el actual ministro de Justicia, el cual, todo sea dicho, se mostró disconforme con el fallo. Esa absolución, como se ha recordado, fue recurrida por la Generalitat, el Parlament de Catalunya y el Ministerio fiscal.

Por tanto, hay jueces muy distintos en sus maneras de pensar. Ahora bien, que Manuel Marchena es un juez conservador y de mentalidad autoritaria algunos lo sabemos desde, como mínimo, la sentencia del caso de los indignados y el Parlament, la cual ha sido de las más duras que se han dictado en España contra el pacífico movimiento del 15-M. Otros, a lo mejor, lo han descubierto en el último año.

El control desde atrás del Tribunal Supremo

El pasado 19 de noviembre, el diario digital El Español informó a sus lectores sobre el contenido de unos cuantos mensajes de whatsapp enviados por el senador del PP, Ignacio Cosidó, a sus compañeros de grupo parlamentario.

En ellos, Cosidó justificaba y alababa el pacto al que habían llegado con el PSOE para la composición del Consejo General del Poder Judicial, es decir, del organismo de gobierno de los jueces.

Decía el senador popular que a resultas de esa negociación “el PP tiene 9 vocales más el presidente (10) y el PSOE tiene 11”. Con ello, continuaba Cosidó, “no obtenemos los mismos [vocales] numéricamente, pero ponemos a un presidente excepcional, […] un gran jurista con una capacidad de liderazgo y auctoritas para que las votaciones no sean 11-10, sino próximas al 21-0. Y además controlando la sala segunda desde detrás [esto es, la sala de lo penal, única competente para enjuiciar a diputados, senadores y miembros del Gobierno, y también la que deberá dictar sentencia sobre la causa del procés] y presidiendo la sala 61 [competente, entre otras materias, de la ilegalización de los partidos políticos]”. El senador del PP, eufórico, concluía: “Ha sido una jugada estupenda que he vivido desde la primera línea”.

Cosidó daba esas explicaciones a sus compañeros porque algunos de ellos no veían precisamente clara la jugada. El nombramiento del “gran jurista” —que no era otro que Manuel Marchena— como presidente del CGPJ y del TS, comportaba que éste abandonase la presidencia de la sala de lo penal, que podía enjuiciar a los diputados y senadores corruptos, y dejase de ser el ponente de la futura sentencia del juicio del procés, pasando esta tarea a Andrés Martínez Arrieta, considerado un magistrado progresista, y facilitando además la entrada a la misma sala a Susana Polo, otra magistrada calificada también de progresista. Este era el debate entre los senadores del PP que constituye, en sí mismo, una evidencia clara de cómo están las cosas en las alturas institucionales del poder judicial.

El escándalo que se montó por los whatsapps de Cosidó fue más que notable. Manuel Marchena, en un intento de escapar a la etiqueta de “gran jurista” del PP, que evidenciaban los mensajes del senador popular, dimitió y volvió a su antiguo puesto de presidente de la sala de lo penal y, en consecuencia, asumió otra vez la tarea de redactar el borrador de la sentencia del procés. Una mala noticia, sin duda, para los dirigentes independentistas procesados, pero también un indicio de que no siempre las cosas salen como algunos las planifican.

El asunto de los watsapps de Cosidó planeará sobre todo el juicio al procés y, con bastante seguridad, será invocado por los abogados de los acusados para fundamentar futuros recursos ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.

¿Conspiración para la rebelión?

Los mentideros judiciales de Madrid, una ciudad donde la rumorología es una actividad tan intensa como el tráfico rodado, sostienen que los jueces del Tribunal Supremo podrían optar finalmente por condenar a los independentistas catalanes por “conspiración para la rebelión”, además de por desobediencia y malversación de caudales públicos. Se non è vero è ben trovato porque eso excluiría la sedición, que a magistrados como Marchena le deben saber a poco para frenar el desafío planteado por los independentistas, y al mismo tiempo haría posible rebajar la elevada pena de la rebelión en uno o dos grados, dejándola en torno a los ocho años de cárcel que, de todos modos, se deberían sumar a los seis o siete por malversación de fondos públicos. La otra ventaja de esta opción sería salvar el prestigio de las altas autoridades del estado y de los jueces instructores de la causa.

Supuestamente, también sería útil para intentar frenar el ascenso electoral de Vox, un partido que, tras haber conseguido ser políticamente decisivo en Andalucía, va a tener un gran protagonismo en la vista oral porque ejerce la acusación popular. El juicio al procés será, sin duda, un gran espectáculo mediático y, por ello, una excelente plataforma para aumentar la popularidad de Vox.

Es cierto que el régimen del 78 amenaza ruina porque tiene grietas importantes desde hace años. Pero ahora ha aparecido una grieta en el lado derecho que, en interacción con los actos unilaterales de los igualmente derechistas independentistas catalanes, se va haciendo cada vez más grande. Es posible que este juicio afecte negativamente a la legitimidad de esta democracia de baja intensidad, pero si de verdad llegara a convertirse en el desencadenante de una transformación en profundidad del sistema político, ésta sería el resultado de la correlación de fuerzas existente en toda España, no sólo en Cataluña, y dicha correlación no parece muy favorable a un avance en el proceso de democratización, sino más bien a todo lo contrario.

Volvamos a lo que nos ocupa. Se incurre en conspiración para delinquir, dice el Código Penal, cuando dos o más personas se conciertan entre ellas para llevar a cabo un delito y toman la firme decisión de ejecutarlo (“no es una charla de café”, acostumbran a explicar los profesores de derecho penal en las facultades). En el caso del procés, los acusadores tienen por delante la tarea de probar que los encausados adoptaron en algún momento la firme decisión de inducir, promover o dirigir un alzamiento público y violento para alcanzar la secesión de Cataluña.

La fiscalía construye un relato conspiratorio en el que se van sucediendo una serie de actos que, al final, adquieren hegelianamente sentido cuando se produce la (supuesta) declaración de independencia del 27 de octubre de 2017. Esa declaración es de una gran relevancia en el escrito acusatorio porque sin ella su coherencia se derrumbaría como un castillo de naipes.

Es tan importante que el Ministerio Fiscal, después de haber dicho al principio de su escrito que se estuvo “a punto de lograr” la secesión (¡que santa Lucía le conserve la vista!), afirma que la declaración de independencia no fue meramente simbólica porque “[…] las autoridades de la Generalitat tenían preparado —para su aprobación inmediata— todo un paquete de normas que desarrollaban el nuevo marco jurídico de la República”.

Que esas normas se habían redactado es tan cierto como que el 27 de octubre se metieron en un cajón, así que tanto se pueden traer a colación para probar la voluntad de alcanzar la secesión como para probar lo contrario.

En todo caso, la fiscalía y el resto de acusadores deberán enfrentarse al testimonio de dos altos cargos de la Generalitat y hombres de confianza de Oriol Junqueras, Josep Lluís Salvadó y Raül Múrcia, quienes en una conversación privada celebrada el 30 de agosto de 2017 reconocieron que nada estaba preparado para la independencia: ni las famosas estructuras de estado, ni la financiación, ni nada de nada (las conversaciones fueron grabadas a instancias del juzgado n.º 13 de Barcelona y fueron difundidas por la agencia Europa Press el 31 de octubre de 2017). Así que, por ejemplo, cuando Josep Rull, por entonces conseller de la Generalitat, afirmó en una entrevista a Nació Digital el 19 de mayo de 2017 que todo estaba a punto para hacer efectiva la independencia, o mentía más que pestañeaba o vivía en la más absoluta de las inopias.

Si nada estaba preparado a una semana de la aprobación de las leyes de “desconexión” y a un mes del referéndum del 1-O, entonces probar lo de la firme decisión de llevar a cabo un (inexistente) alzamiento público violento para lograr la independencia, será una tarea ardua.

Por otra parte, Oriol Güell i Puig, pseudónimo de alguien que parece dedicarse al periodismo serio, ha desmontado con eficacia en su artículo “La hora de la verdad”, publicado en el portal Ctxt el pasado 9 de enero, la afirmación de que se hizo algo que mereciera el nombre de declaración de independencia.

Güell explica con mucho detalle la labor de disimulo y engaño que fueron tejiendo los dirigentes independentistas para, por un lado, hacer creer a sus bases que habían puesto rumbo hacia la secesión con paso firme y para, por el otro, poder tener una buena defensa frente a la acusación de rebelión en los inevitables juicios futuros. Ese tacticismo de baja estofa acabó cristalizando en una (supuesta) declaración de independencia en la que se distinguía entre una parte declarativa “sin efectos jurídicos”, que era la rimbombante y solemne, y otra que se suponía que sí los debía tener pero que se limitaba a “instar” al Gobierno de la Generalitat a adoptar una serie de decisiones que, además, nunca se tomaron. Todo eso revela cinismo profundo, hipocresía superlativa, estupidez supina, frivolidad extrema y mucha mala fe, pero también lo contrario a una firme voluntad de hacer realidad lo que se proclamaba.

Hay quien piensa que explicar esa verdad, esto es, explicar que esa declaración fue una farsa, puede ser la principal línea de defensa de los acusados para eludir la acusación de rebelión o de conspiración para la rebelión. Ojalá fuera así, ya que comportaría al mismo tiempo el harakiri político de los dirigentes independentistas y, tal vez, una condena reducida al no haber fundamento legal para el delito del que se les acusa. Sus bases se enterarían, de una vez por todas, de la inmensa tomadura de pelo de la que han sido víctimas y, a lo mejor, también eso calmaría a los catalanes no independentistas que vivieron con mucha angustia unos hechos que fueron más dramáticos en sus cabezas que en la realidad.

Me temo, sin embargo, que no caerá esa breva. Es más probable que se junten el hambre con las ganas de comer: el hambre de reafirmación del principio de autoridad de Marchena y los jueces de su cuerda, con las ganas de labrarse una excelsa reputación de mártires de la patria de los dirigentes independentistas, lo cual les ahorrará tener que dar explicaciones sobre los actos que protagonizaron y que han provocado en Cataluña una profunda herida social (aunque eso, tal vez lo más grave, no es un delito).

30 /

1 /

2019

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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