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Marshall Auerback

La Unión Europea puede no sobrevivir al euro

El euro está «celebrando» su vigésimo aniversario este mes y, sin embargo, no están descorchando botellas por todo el continente. Excepto, quizás, con la notable excepción de eurócratas delirantes como Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, que manifestó: “El euro se ha convertido en un símbolo de unidad, soberanía y estabilidad. Ha llevado prosperidad y protección a nuestros ciudadanos … «

¡Algo de prosperidad!

Gran parte del continente se caracteriza por un desempleo de dos dígitos, aumento de la desigualdad, conflictos políticos y una virtual generación perdida de jóvenes que nunca han experimentado nada que se acerque remotamente a una economía robusta y exuberante. La integración basada en la codicia está dando mal nombre a la UE.

Lo peor de la Eurozona en su conjunto es la propia unión monetaria. El euro refuerza las desigualdades estructurales entre los estados miembros, así como entre los grupos sociales dentro de los países. También vale la pena recordar que su creación se suponía que era un paso intermedio hacia la formación inevitable de unos «Estados Unidos de Europa» de una autoridad fiscal supranacional, es decir, una unión federal en la que un gobierno central de toda Europa se hace responsable de la estabilización económica y la redistribución de los ingresos para toda la UE, mientras que la asignación de recursos se deja en manos de los gobiernos de los estados nacionales. Está claro que se está muy lejos de eso, dadas las tensiones políticas existentes entre las naciones acreedoras del norte germánico y las naciones deudoras de la periferia del sur.

Citando a Abraham Lincoln: «Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse». Tampoco puede mantenerse una unión monetaria sin una autoridad fiscal real que la acompañe. Dado que esto último parece políticamente imposible en el contexto del Brexit, de las protestas de los chalecos amarillos en Francia y de una coalición gobernante en Italia que abiertamente juega con el abandono del euro, el resultado más probable es la ruptura de la unión monetaria. O un modelo de integración que no sea simultáneamente un programa de enriquecimiento para la clase inversora.

En un mundo ideal, el fin del euro vendría a través de una acción coordinada: reintroduciendo las monedas nacionales y exigiendo inmediatamente que todos los impuestos y otras obligaciones contractuales públicas dentro de la nación sean denominadas en esa moneda con el objetivo de crear una demanda inmediata para esas monedas. Sin embargo, es mucho más probable que la disolución se produzca a través de una crisis disruptiva.

El hecho de que el euro haya sobrevivido durante 20 años no es señal de que nos estemos acercando al día de «una unión cada vez más estrecha», la antigua aspiración de los padres de la Unión Europea actual (originalmente comenzó como la Comunidad del Carbón y del Acero de seis naciones europeas). Más bien es un signo de subversión democrática, una tecnocracia enloquecida que ha sobrevivido al privar a los parlamentos nacionales electos del control de la política fiscal: impuestos, gastos y las políticas económicas centrales del estado-nación. El euro ha sido tanto el método como la causa de esta privación democrática, por diseño, no por accidente.

¿Cómo?, se preguntarán. Debido a que al substituir las monedas nacionales por una moneda supranacional la creación del euro rompió el vínculo entre el estado y el dinero, y con ello la flexibilidad para enfrentar las crisis económicas de una magnitud como las que se han experimentado a lo largo de la historia del euro (especialmente después de 2008). Se ha convertido, por lo tanto, en un instrumento de la codicia, ya que ha facilitado una transferencia masiva de riqueza hacia el nivel más alto de la sociedad europea, junto a una debilitación del estado de bienestar social.

Los parlamentos nacionales, pues, siguen estando constreñidos porque sin una moneda nacional carecen de la capacidad fiscal para responder (y también para enfrentar una posible quiebra, parecida a la de un estado estadounidense, que es un usuario, no un emisor del dólar). El discurso de Mario Draghi («todo lo que haga falta») en julio de 2012 alivió el problema de solvencia de los mercados de bonos nacionales de los países de la Eurozona (porque el Banco Central Europeo es la única entidad que puede crear los euros necesarios para respaldar los bonos nacionales de manera creíble). Eso, junto a un cierto alivio de la austeridad fiscal, indujo a una modesta recuperación cíclica desde 2015 a 2018.

Pero la recuperación, en la manera en que se dio, ha resultado efímera. El crecimiento del PIB de la Unión Europea en su conjunto se ha extinguido y ahora está experimentando el crecimiento más bajo en cuatro años. Los billones de euros movilizados durante las crisis sucesivas se han dedicado principalmente a rescates bancarios encubiertos y a reciclar dinero para los acreedores, en lugar de ayudar al vasto ejército de desempleados. Codicia. Y mientras tras cada crisis sucesiva desde el comienzo del euro solo se ha conseguido hasta ahora evitar el estallido final de la unión monetaria, las pobres bases económicas se han mantenido constantes.

De hecho, el economista Michael Burrage comparó recientemente el desarrollo económico de los 12 miembros fundadores de la Eurozona con 10 países independientes, los cuales son comparables en términos de estructura económica, instituciones laborales y productividad. Sorpresa, sorpresa: los países de la Eurozona están en la cola. Vale la pena reiterar que este no es un problema de la «Unión Europea», sino un problema de la Eurozona porque el alto desempleo causado por la política de austeridad es una característica persistente de la Eurozona (EZ). Tengamos en cuenta que países como Noruega, Suiza e incluso el Reino Unido, acosado ​​por los problemas del Brexit, están superando a los países de la EZ, especialmente en términos de desempleo.

El supuesto subyacente a una moneda común -a saber, que conduciría a una convergencia de las estructuras de producción, empleo y comercio de los países miembros- ha demostrado ser falso. Aparte de la propia moneda, lo único en común en la EZ ha sido el pobre crecimiento económico en prácticamente toda la región. Una unión monetaria de «talla única» no funciona. Existe una multiplicidad de desafíos (deuda privada, desempleo, automatización, educación, productividad de los trabajadores) que solo se puede resolver a través de estrategias de desarrollo nacional / supranacional socialmente más inclusivas (es decir, generosas). Pero eso está dentro del ámbito de la política fiscal, que a su vez se ve constreñida por la existencia de diferentes países que efectivamente «toman prestado» en una «moneda extranjera», lo que de facto el euro es, dada la separación institucional entre el estado y la moneda en sí. Así que volver a las monedas nacionales parece ser un primer paso necesario.

¿Por qué no simplemente intentar devaluar el euro?

Por un lado, confiar en los impulsos externos al crecimiento a través de la devaluación de la moneda depende de la disposición de otros socios comerciales para adoptar estrategias de crecimiento que se adapten al aumento de las importaciones resultantes (algo altamente problemático en el entorno cada vez más proteccionista de hoy). Además, durante períodos previos de debilidad relativa del euro el mayor beneficiario de lejos en la Eurozona ha sido Alemania, como lo demuestra el hecho de que el país tiene un superávit por cuenta corriente ahora un poco menos del 8 por ciento del PIB, que en gran parte comprende la mayor parte de los excedentes comerciales de la Unión Europea con el resto del mundo. El resto del bloque, particularmente los miembros mediterráneos, todavía están registrando un crecimiento inferior y niveles de desempleo sustancialmente más altos. En primera instancia, pues, una devaluación del euro ayuda a Alemania, no a la Unión Europea en su conjunto.

Además, la moneda común significa una política monetaria común, la cual ha amplificado las tensiones de la Eurozona, en lugar de mitigarlas. En el período previo a la crisis mundial de 2008 las tasas de inflación en los países mediterráneos fueron más altas, lo que significó que las tasas de interés reales fueran más bajas. Por lo tanto, el crédito barato alimentó burbujas de activos en países como Grecia, España y Portugal, lo que a su vez produjo la ilusión de que estaban «convergiendo» con las economías del norte de Europa. Por el contrario, las tasas de interés del Banco Central Europeo (BCE) posteriores a 2008 se mantuvieron demasiado altas durante demasiado tiempo para los países de la periferia ahora cargados de deuda y, por lo tanto, han sufrido una mayor caída desde la crisis financiera que Alemania.

El economista Servaas Storm ha cuantificado el impacto:

“Durante los años previos a la crisis de 1997-2007, ser miembro de la UEM benefició a todos los países… excepto a Alemania e Italia. Se estima que la pertenencia a la UEM hizo aumentar los ingresos reales per cápita en Grecia, Portugal y España en un 8-10%… Sin embargo, las cosas cambian considerablemente después de 2008. Ser parte de la Eurozona ha deprimido los ingresos reales en Grecia en un 16%, en Italia en un 8%, en Portugal en un 4% y en España en un 8% en comparación con el contrafáctico. En cambio, la mayoría de las economías «centrales» del norte… se beneficiaron de su pertenencia a la UEM, ya que se estima que sus niveles de ingreso per cápita reales son más altos que en el escenario contrafáctico «sin pertenencia a la Eurozona». Alemania destaca en este período posterior a la crisis de 2008-2014, con un alemán promedio con un ingreso real aproximadamente un 5% más alto que el contrafáctico estimado (no UEM).»

La política monetaria del BCE inicialmente fomentó burbujas de activos en la periferia y luego exacerbó la deflación de la deuda cuando estas burbujas explotaron. Sin embargo, al intentar mitigar la deflación de la deuda del sur posterior a 2008 las bajas tasas de interés resultantes impulsaron un auge en Alemania. Esto explica en gran parte por qué el ingreso real de Berlín es más alto que el contrafáctico estimado, lo que habría ocurrido si Alemania hubiera estado utilizando todavía el deutschmark, ya que el siempre vigilante Bundesbank probablemente habría elevado las tasas de interés de manera más rápida y agresiva.

Incluso con una política monetaria común, si los miembros de la Eurozona hubieran estado en una unión federal comparable a Canadá o los Estados Unidos, los responsables políticos podrían haber mitigado las divergencias regionales a través de transferencias fiscales o pagos compensatorios. Y el problema de los desequilibrios comerciales interregionales tampoco sería un problema (a nadie en Estados Unidos realmente le importa, por ejemplo, si Nueva York tiene un «déficit comercial» con Texas, debido a la existencia decisiva de esta unión federal que llamamos «Estados Unidos de América»).

Pero a pesar de que no existe una unión fiscal común, los custodios de la Unión Monetaria Europea han impuesto una camisa de fuerza de austeridad fiscal como condición previa para ser miembro del euro (es decir, el perversamente denominado «Pacto de Estabilidad y Crecimiento», que ha generado un crecimiento mínimo y mucha inestabilidad ). Por lo tanto, los países que “se ganan» ser miembros del «Club Euro» obtienen el peor de los mundos posibles: capacidad mínima para impulsar el crecimiento a través de una política fiscal agresiva: solo austeridad fiscal. Al igual que uniéndose a una religión que ofrece el infierno, pero no el cielo, la austeridad fiscal exacerba los diferenciales de productividad (menos dinero para inversión, educación, bienestar social, mayor desempleo, etc) y bloquea a los países de lento crecimiento en la trampa de la deflación de la deuda y el estancamiento económico perpetuo (véase Grecia). Y no hay forma de «inflar» la deuda a nivel nacional, porque no existe una «imprenta nacional».

Por último, pero no menos importante, los campeones de la unión monetaria, especialmente los de Berlín, continúan predicando el mito destructivo según el cual el incremento de la competitividad a través de «reformas estructurales» (lo que generalmente significa la capacidad de despedir trabajadores con mayor facilidad y recortar los programas de bienestar social) de alguna manera permitirá a los países afligidos igualar el dinamismo económico de Alemania.

Sin embargo, como señala Storm, los países no pueden competir si la composición de las exportaciones en cada país es diferente: “Alemania es fuerte en la fabricación de tecnología media y alta, y esta fortaleza se manifiesta en un sólido rendimiento de las exportaciones así como en una limitada vulnerabilidad a los sobresaltos externos” (énfasis mío). El sólido rendimiento de las exportaciones se deriva en parte del hecho de que los productos de alta gama no son particularmente dependientes de los bajos costes laborales para competir globalmente. Por el contrario, los países de la periferia están generalmente atrapados en actividades de baja y media tecnología, muchos de los cuales compiten con China y, por lo tanto, están mucho más sujetos a su amenaza competitiva (la industria textil de Italia es un caso clásico).

El resultado es que lo que es bueno para Alemania no lo es tanto para Italia o Francia, y viceversa. Lo que se requiere son políticas industriales nacionales distintas, con el objetivo de acomodar y diversificar las estructuras comerciales existentes, particularmente, de los países mediterráneos.

Lamentablemente, la Eurozona no hace provisiones para esto debido en gran parte a la fobia de la Eurozona al déficit. Como escribí en otra ocasión:

“Hay un problema filosófico más amplio inserto en el pacto. En el origen de la aspiración a crear una «cultura de estabilidad» está implícita la creencia de que la deuda pública es invariablemente un mal, cuyas consecuencias deben detenerse a toda costa. Pero, como han demostrado claramente los acontecimientos de la última década, el aumento excesivo de la deuda del sector privado, especialmente en Asia y los Estados Unidos, ha desempeñado un papel mucho más desestabilizador en la economía mundial que la prodigalidad fiscal, lo cual socava uno de los principales fundamentos para mantener el Pacto de Estabilidad en su forma actual. Si decimos que el gobierno puede registrar excedentes presupuestarios durante 15 años, lo que estamos ignorando es que esto significa que el sector privado tendrá que registrar déficits durante 15 años (endeudándose por una suma total de billones de dólares para permitir que el gobierno retire su deuda). De nuevo, es difícil ver por qué los hogares estarían mejor con más deudas con el objetivo de que el gobierno les deba menos».

Hay muy pocos casos de una disolución controlada de una unión monetaria y un restablecimiento concomitante de las monedas nacionales. Un ejemplo reciente es lo que ocurrió después de la ruptura de la antigua Federación Yugoslava. Si bien el restablecimiento de las monedas nacionales se produjo con una disrupción económica mínima, la disolución no se produjo sin coste, ya que muchos de los miembros de la Federación Yugoslava se involucraron en una costosa guerra civil. Privados del genio organizador de Tito, los antiguos resentimientos reprimidos (fomentados en parte por transferencias fiscales de las regiones más ricas a las más pobres) estallaron cuando la federación se disgregó.

No hay duda de que una disolución coordinada de 27 países diferentes sería considerablemente más difícil. Considerése lo que está sucediendo ahora en el Reino Unido, donde un aparentemente «divorcio amistoso» (también conocido como «Brexit») lleva ocurriendo durante dos años sin que hasta el momento se haya resuelto nada, y al final puede que incluso no ocurra, dadas las restricciones que el Parlamento del Reino Unido está poniendo a sus negociadores. También vale la pena recordar que el Reino Unido ni siquiera comparte una moneda común, ya que retiene la libra.

En la Eurozona misma es probable que presenciemos estos mismos resentimientos cocidos a fuego lento en los países más ricos, los cuales durante mucho tiempo han criticado a los «gorrones mediterráneos». Imagínense lo que sucederá si la próxima erupción ocurre en Italia o Francia (con las protestas de los “chalecos amarillos” presagiando problemas allí): Grecia o Chipre serán juegos de niños en comparación.

En cualquier desenlace concebible, benigno o de otro tipo, casi seguro habrá imposiciones generalizadas de controles de capital y cierres bancarios (para evitar fugas de depósitos), así como el recurso a la protección industrial y los controles y apoyos gubernamentales para mitigar la caída resultante. Por no hablar de los interminables desafíos de los tribunales internacionales, dada la amplia tenencia de euros de las instituciones de todo el mundo.

Pero la alternativa del status quo es cada vez más insostenible, dados la enorme escala del desempleo juvenil, la creciente desigualdad y el número cada vez mayor de personas marginadas, empobrecidas y desposeídas por este experimento de sadismo económico que dura 20 años. Se necesita menos codicia para la supervivencia. Si se van a restablecer las monedas nacionales, ello debe venir con la recuperación de un estado-nación más comprometido con la soberanía popular genuina, un control más democrático -menos oligárquico- de la economía, el pleno empleo y una red sólida de provisión de bienestar social.

Hemos tenido en el curso de la historia europea demasiados ejemplos de las alternativas a considerar. «Una unión cada vez más estrecha» es una aspiración digna, pero no debe centrarse en un gobierno con sede en Bruselas, obsesionándose con la austeridad fiscal, la disciplina presupuestaria y enfocando sus prioridades en salvaguardar sus bancos a expensas de la población en general. Idealmente, una Unión Europea reformada debería encontrar sus manifestaciones más plenas a través de estados nacionales soberanos, cooperativos pero independientes, basados ​​en los estados de bienestar social históricamente generosos que caracterizaron al continente tras la Segunda Guerra Mundial. La urgencia reflejada en el discurso de Mario Draghi («todo lo que haga falta») hubiera sido más admirable si no se hubiera centrado en salvar el euro a toda costa, sino en establecer una economía de pleno empleo que beneficie a todos los ciudadanos europeos, no solo a sus financieros y oligarcas. No tiene sentido preservar una unión monetaria si conlleva el coste de sabotear el crecimiento económico y el amplio bienestar de los ciudadanos de la UE. Del mismo modo, el poder de la política fiscal del estado-nación no debiera restringirse, sino desplegarse libremente junto, o si es necesario sustituyendo, al “mercado» para asegurar que se logre una prosperidad equitativa para la mayoría, no para unos pocos.

 

[Traducción para esta revista de Jordi Martínez, 30.01.2019. Fuente: truthdig.com]

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