¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Postales de fin de año
Cuaderno de postcrisis: 14
De lo global…
Acaba el año con nuevas incertidumbres en las bolsas. Aunque las bolsas son el espacio financiero-especulativo por excelencia, lo cierto es que casi todas las grandes crisis se manifiestan en primer lugar allí. Es difícil saber hasta qué punto se trata de un terremoto local de corto alcance o del avance de un nuevo cataclismo. Los grandes centros de predicción piden calma, aseguran que “los fundamentales” (o sea sus modelos teóricos) solo indican un desaceleración del crecimiento. Pero si algo aprendimos de la crisis de 2008 es que estos modelos suelen ignorar elementos cruciales de la vida económica y fallaron estrepitosamente en la crisis anterior. Tampoco hay evidencia de que hayan sido sustancialmente cambiados en los últimos años. La mayoría de economistas que anunciaron el posible desastre y ofrecieron interpretaciones teóricas convincentes siguen en la periferia del mundo académico.
Y es que cambiar el sistema a fondo implicaba introducir transformaciones radicales en el sistema financiero. Y más bien se hizo lo contrario. Apuntalarlo con una política monetaria heterodoxa que dio a los grandes bancos dosis inmensas de liquidez que les permitieron tapar sus agujeros y evitar la quiebra. Una política que ha tenido diferentes efectos colaterales que ahora podrían volver a pasar factura. Como un crecimiento de la deuda global que, como explicó Steve Keen, durante un período puede provocar sensación de estabilidad, pero a largo plazo puede generar otra crisis de la deuda. Y si esta se produce podemos entrar en una situación insospechada, puesto que la expansión monetaria anterior se trata de una respuesta posiblemente irrepetible. (Buena cosa sería que todos los grupos de economistas alternativos se pusieran a pensar en ofrecer una propuesta para que fuerzas de izquierda y movimientos sociales tuvieran una respuesta más contundente y clara que la ocurrida en 2008). Con la deuda, además, han vuelto a crecer los activos especulativos seguramente sobre nuevas modalidades (aunque en el plano local ha renacido la emisión de cédulas hipotecarias, que fue uno de los instrumentos tóxicos que protagonizaron el anterior “crack”). Pero, al mismo tiempo que obtenían liquidez, los bancos han presenciado una caída del nivel de intereses de tal magnitud que afecta a su propia rentabilidad. Como ha recordado en un sugerente libro James K. Galbraith (El fin de la normalidad. La gran crisis y el futuro del crecimiento, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018) los bancos actuales son inmensas estructuras con un elevado coste de mantenimiento, y la pérdida de márgenes afecta gravemente a su rentabilidad. Por ahí pueden apuntarse movimientos que una vez más desestabilicen al sistema.
A esto sin duda hay que sumar muchos otros factores. Persisten los desequilibrios comerciales y las desigualdades de renta, otra importante causa de inestabilidad. Y tampoco puede perderse de vista como causa de tensión la incidencia de la acción política (el proteccionismo de Trump, el Brexit, la Unión Europea, etc.). Para los marxistas ortodoxos esto es secundario porque lo que predomina es la dinámica autónoma del capitalismo (y su inapelable tendencia a la caída de la tasa de ganancia). Para los economistas neoclásicos ortodoxos el papel del Estado se limita a una fuente externa de problemas en un sistema (el mercado) tendente a la autorregulación. Considero que ambas posiciones son igualmente inadecuadas. Por una parte porque el capitalismo real siempre ha necesitado al Estado ejerciendo múltiples funciones (regulación, inversiones básicas, orden social, moneda etc.). Por otra porque el peso de la acción económica del Estado es hoy tan importante que obviamente las políticas públicas inciden en el funcionamiento de la economía real. De hecho son parte de la misma y por tanto su incidencia es un elemento más de creación de estabilidad o inestabilidad. Y el acceso de mucho loco al poder político, así como el mantenimiento de visiones nacionalistas estrechas (por ejemplo entre los países que lideran la Unión Europea), son una amenaza global. Resumiendo la situación, crece la incertidumbre y proliferan los riesgos. Aunque es difícil determinar con certeza si va a estallar una nueva tormenta global.
Como podrá percibir el lector, me he limitado a comentar los aspectos que podríamos llamar de “economía convencional”. Algo que deja fuera de campo los principales problemas de la economía global: las desigualdades enormes, la pobreza, la crisis ecológica. Esto requiere indudablemente de otros enfoques y otras políticas. Y estas de momento siguen ocupando un campo marginal en la agenda política (como ha vuelto de poner de relieve la cumbre de Katowice) porque chocan tanto con los intereses de los grandes grupos de poder económico como con las creencias de buena parte de las élites intelectuales y con las inercias que genera la sociedad (que como comento en otra nota más bien están alimentado corrientes políticas reactivas). Cambiar la agenda exige un esfuerzo titánico. Y lo peor de todo es que, de producirse una nueva recesión, lo más probable es que este debate aún se hunda más en un segundo plano.
… a lo local
El año en España acaba de forma contradictoria. Con un porvenir gris oscuro. Con una derecha envalentonada que bloquea el presupuesto (con la inestimable colaboración de sus teóricamente rivales incondicionales, los independentistas catalanes).
Y con sólo unas pocas medidas positivas que reflejan la poca solidez del Gobierno de Sánchez y el poder que siguen ejerciendo los grandes grupos económicos.
Las buenas noticias son fundamentalmente tres: el aumento del salario mínimo a 900 euros, la actualización de las pensiones y el decreto sobre arrendamientos. Menos da una piedra, aunque estas las medidas tienen también su parte oscura.
El aumento del salario mínimo era necesario. Su importancia en la estructura salarial siempre ha sido pequeña. Aunque no hay datos completamente fiables, las estimaciones consideraban que afectaba a menos de un 3% de asalariados, aunque es posible que en tras la reforma laboral de 2012 este porcentaje haya crecido. De hecho, según la encuesta de estructura salarial los ingresos más bajos están asociados al empleo a tiempo parcial. Hay además bastante literatura académica que muestra que el impacto del aumento del salario mínimo sobre el empleo y el resto de salarios es mínimo o nulo, lo que explica que hasta una organización conservadora como la OECD haya aprobado la medida.
Pero como, casi siempre, las medidas progresivas tienen sus agujeros. En este caso dos. El primero es que realiza un tratamiento diferenciado del salario de las trabajadoras de hogar y los trabajadores agrarios por horas: los dos colectivos con salarios más bajos (y que son excluidos de las estadísticas oficiales). Se fija un nivel salarial que no garantiza alcanzar un salario de 900 euros en 14 pagas en el caso de trabajar a jornada completa (o de percibir una renta proporcional en el caso de una jornada menor). Con ello se quiebra el principio de que el salario mínimo debe garantizar un suelo básico de ingresos a todo el mundo y se sigue marginando, aunque sea moderadamente, a la gente que está en la cola de la estructura salarial.
La otra cuestión afecta a mucha más gente. El bajo nivel del salario mínimo español siempre ha tenido más que ver, al menos desde la transición, con el gasto social que con los salarios. La razón de ello es que una gran parte de las ayudas sociales estaban indiciadas al salario mínimo. Fijando este se fijaba una parte importante del gasto social. Manteniéndolo bajo se garantizaba que el gasto social no creciera mucho. Cuando en 2004 el Gobierno Zapatero negoció la actualización del salario mínimo, se aceptó que en lugar del salario mínimo muchas prestaciones se fijaran atendiendo a otro índice, el IPREM (Índice Público de Prestaciones Económicas Múltiples). El valor del IPREM era inferior al del salario mínimo. El objetivo era que el salario mínimo sirviera fundamentalmente para regular las condiciones salariales y el IPREM para el gasto social (al ser menor, se pensaba que sería más fácil aumentar el salario mínimo). Durante años el IPREM ha variado de forma parecida al salario mínimo, aunque su nivel es sensiblemente inferior (en 2017 representaba el 72,5%). Lo que ocurrió en 2018 y vuelve a ocurrir ahora es que el IPREM queda congelado y representará menos del 60% del salario mínimo. O sea que la mejora solo queda para las personas con empleo; los que perciben ayudas sociales seguirán experimentando la baja aportación de nuestro sistema de protección social.
Y en el caso de la vivienda la única reforma considerable es el aumento del contrato mínimo de alquiler de 3 a 5 años. O sea, volvemos al modelo de la ley Boyer que representó el inicio de la desregulación. Ni un paso más. Nada de índices regulatorios, ni de limitaciones por zonas. Nada de una política fiscal. Y la cosa aún puede torcerse en trámite parlamentario dadas las enormes presiones que está haciendo el nuevo lobby de los tenedores de vivienda, encabezados por Blackstone, para bloquear incluso esta medida tan moderada. Y es que no podemos olvidar que la única política sectorial que se ha hecho en España tras la crisis ha sido la de medidas orientadas a garantizar un buen trato a los nuevos especuladores. Para gratificarles su inestimable papel en la limpieza de los balances bancarios. La crisis de los alquileres es una fase más de la larga crisis de la vivienda impulsada por la mayor parte de Ministros de Economía a partir de 1982 (y especialmente el tándem Aznar-Rato a partir de 1996).
Si este es todo el impulso reformista, la cosa va a tener poco recorrido. Nada de reformas estructurales en serio para atajar los grandes problemas sociales y ecológicos del país. Aquí sigue mandando la banca y sus adláteres.
Que el nuevo año nos aclare las ideas y nos dé fuerzas para impulsar nuevos movimientos y desarrollar una política de miras amplias.
30 /
12 /
2018