La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José M.ª Camblor
Cosas que es mejor callar
La volatilización del lenguaje en la era internet
La primera víctima de las redes sociales es la verdad.
Wittgenstein decía que era mejor guardar silencio sobre aquellas cosas que no podían ser aprehendidas a través del lenguaje —como Dios, el mundo, etc.—, y eso lo hacía en una época en la que las gentes mantenían cierta vocación de construir en común un discurso para llegar a la verdad. Probablemente si el filósofo vienés levantara la cabeza en los albores de este tercer milenio, se quedaría perplejo al ver no solo que ese prudente silencio ha desaparecido, sino lo que lo ha sustituido. Pues en este tiempo atropellado en que vivimos parece que el lenguaje está perdiendo en el discurso público —y no solo de forma coyuntural— su función esencial: la capacidad para comunicarse de una manera razonable con los demás.
Puesto que las visiones del mundo se sostienen en diferentes relatos, es tan importante el contenido que estos tengan como la forma en que se expresen. El marco actual del discurso público se ha transformado de tal manera que el énfasis y la onomatopeya tienen más peso que lo dicho y, si lo que se quiere es dialogar, cada vez tiene menos sentido decir algo y acaso —si bien por otras razones a las aducidas por Wittgenstein— acabará siendo mejor callarse. Si la verdad está hecha de matices, ¿qué sentido tiene tratar de participar en una conversación cuyos interlocutores no tienen tiempo para detenerse a distinguir las tonalidades? En este mundo de apelación continua a la emotividad y a las consignas, si uno desea “comunicarse” eficazmente solo podrá hacerlo a través del lenguaje vehemente y simplificador que las redes sociales imponen. En caso contrario, en el mejor de los escenarios, el mensaje se decodificará como débil o banal, y, en el peor, se perderá irremisiblemente en el sumidero de las ondas electromagnéticas sin ser atendido por nadie. Si alguna vez fue cierto que la verdad nos iba a hacer libres, lo que ha hecho el nuevo paradigma comunicativo ha sido confinarnos en una enorme prisión.
Tal estado de cosas se ve favorecido por la idea generalizada de que la verdad es algo evidente y que no hay más que mirar en torno nuestro para hacernos con ella. Según esto, todos conocemos de manera natural la verdad. Sin embargo, si eso fuera así, la posibilidad de compartir esa verdad de forma intersubjetiva no ofrecería obstáculo alguno, pues no habría más que exponerla, que hacer un gesto ostensible con la mano y señalar “he aquí la verdad”. Pero esto (debería ser obvio) no es así. El hecho de que mi convicción se oponga a tu certeza requiere siempre un trabajo de elucidación, un camino que ambos hemos de recorrer. Pero en el nuevo paradigma, nadie está dispuesto a dar ni siquiera un paso en esa dirección y asombra ver no solo que todo el mundo esté convencidísimo de la verdad de sus planteamientos, sino también de que se considere que basta escribir unos pocos caracteres para evidenciar tal verdad.
Nuestra comprensión del mundo es ineludiblemente subjetiva y, por la propia naturaleza de las cosas, no podemos acercarnos a él sino desde el pre-juicio, es decir, desde todos aquellos esquemas mentales que nos han ido construyendo a lo largo de nuestra vida como individuos y a través de los que registramos y procesamos las cosas. Como consecuencia de la evolución de nuestro aparato perceptivo-cognitivo, el mundo, que en realidad es poliédrico, nos presenta, al igual que la luna, únicamente uno de sus lados. El torrente de percepciones que nos asalta es solo una infinitésima parte de lo que hay. Solo vemos un minúsculo rango de longitud de onda del espectro electromagnético, o solo oímos unas frecuencias limitadísimas de la infinitud de oscilaciones acústicas que vibran a nuestro alrededor. Si percibiéramos el mundo como cualquier animal de otra especie, participaríamos de universos inimaginables para nosotros que nos harían pensar que la realidad es algo muy diferente de lo que creemos.
La cantidad de energía y materia que tenemos delante es percibida por nuestro organismo como conjuntos discretos, como objetos separados e individualizados y en reposo o movimiento, según unos parámetros muy específicos que son los que nuestras herramientas cognitivas son capaces de reconocer y concretar. Donde yo veo un objeto individual y definido (una silla) hay mucho más. Y también algo menos, puesto que hay una elaboración mental en mi percepción: el sobreentendido de que eso sirve para sentarse, por ejemplo. En algunos casos, la única manera de aproximarnos a la realidad es puramente intelectual, a través de teorías matemáticas con las que tratamos de explicar los fenómenos más escurridizos, ocultos a nuestras facultades perceptivas. Otra limitación es nuestro tamaño específico, que nos veta la parte macroscópica y microscópica de la realidad —y sus leyes particulares—, y solo podemos vislumbrar una pequeña porción de las mismas por medio de dispositivos tecnológicos. Además, el limitadísimo tempo humano nos impide concebir intuitivamente las velocidades a las que interactúa la materia y la energía o incluso a las que suceden nuestros procesos biológicos internos.
Muchas de estas cosas las sabemos desde Kant, pero ahora, sabemos también que nuestras propias estructuras mentales tienen mecanismos que “crean” la realidad “al gusto del consumidor”, y, sin que lo advirtamos, la tamizan con disonancias cognitivas. Por ejemplo, modifican nuestra memoria para eliminar recuerdos desagradables o que no concuerdan con los posicionamientos que mantenemos. O vemos figuras donde no las hay, es decir, se recompone en nuestro cerebro la imagen que recogemos con la retina para hacernos “ver” lo que nos puede interesar ver o para facilitar su “comprensión”. Existen infinidad de experimentos que demuestran este procesamiento de los datos de los sentidos y de la memoria que nos hace creer que vemos y recordamos cosas que ni existen ni han existido nunca. Esos sesgos psicoafectivos no solo cocinan los hechos para hacernos digerir mejor el mundo o para favorecer nuestros intereses y convicciones, sino que también los distorsionan y redimensionan según el dictado de nuestras emociones y provocan que una misma realidad sea “vista” de manera diversa por personas distintas, y hacen, por ejemplo, que los miembros de una pareja en medio de un proceso de divorcio recuerden pasados completamente diferentes y que la mitad de un campo de fútbol esté convencida de que se ha producido un penalti y la otra mitad de que no se ha producido.
A esa reinterpretación fisiológica de las cosas debe añadirse el arsenal interpretativo cultural a través del cual tenemos que pasar para llegar a la realidad, que depende no solo de su interacción con las características físicas que nos conforman (nuestro sexo, nuestra raza, nuestra complexión, nuestra capacidad o incapacidad física) o con nuestra biografía personal (nuestros traumas, nuestros complejos, nuestras experiencias, nuestra educación sentimental), sino también con el imaginario colectivo existente en las coordenadas espacio-temporales en que estamos insertados y con nuestro encaje convencional en la sociedad determinada en que vivimos (nuestra clase social, nuestra tradición cultural, nuestro rango profesional, nuestro rol de género, etc.).
Esto debería ser suficiente para ser cautos y saber que nosotros construimos internamente la “realidad” a través de infinitas operaciones inconscientes, que la realidad es aquello en lo que estamos instalados —al ser parte de ella—, pero no lo que creemos aprehender, al igual que una gota de agua nunca podrá imaginar el océano del que forma parte. O, por poner otro símil, no podremos ver nunca la realidad de igual manera que nunca podremos ver nuestra propia fisonomía (nuestra cara, nuestros ojos); lo único que podremos ver es una imagen de nosotros en un espejo o en una fotografía. Esa imagen, que no somos nosotros, que no participa de nuestras propiedades y nuestros sentimientos, y que, incluso, vemos invertida, es lo máximo que podremos ver nunca de nuestro rostro y es una buena metáfora de lo que es nuestra percepción de la realidad: una imagen inexacta y superficial, una mera apariencia de lo que de verdad hay. La realidad es lo que está a este lado del espejo; lo que sabemos de ella es lo que parece estar al otro. Así que podría decirse que el mundo en el que vivimos se compone de dos cosas: una, lo que acontece y otra, de lo que tenemos noticia, esto es, lo que procesamos. Esto último es un constructo mediatizado por infinitud de factores psico-fisiológicos y culturales.
¿Quiere decir esto que la verdad es inalcanzable? No. Podemos hacer afirmaciones correctas sobre lo que hay. El hecho de que nuestros dispositivos técnicos funcionen con tanta precisión parece prueba suficiente de que los fundamentos científicos en que se basan son descripciones exactas de la realidad o, por lo menos, enormemente aproximadas. Lo que se trata de decir aquí es que, en general, no experimentamos esa verdad inmediatamente —tal como nos parece de manera intuitiva—, sino que de lo único de lo que tenemos noticia directa es de las imágenes mentales y representaciones que nos hacemos de la realidad, de unos estados internos de consciencia (que tienen que ver con cosas variables, que no controlamos, como redes neuronales, sinapsis, cantidades determinadas de hormonas y otras substancias en sangre, así como impulsos eléctricos y liberación de neurotransmisores), por lo que, la mayoría de las veces, el único modo de conseguir verdad es a través de la interposición entre la realidad y nosotros de una serie de instrumentos y procedimientos objetivos que eliminen sesgos, prejuicios y falacias y nos permitan acceder a ella de una manera lo más aproximativa posible.
Pero si todo el mundo parece estar de acuerdo en que hay una realidad fuera de nosotros que de alguna manera podemos aprehender, entender y compartir, una verdad a la que podemos llegar —si no pensáramos que podemos encontrarla juntos, no nos molestaríamos en discutir con quien no opinara como nosotros—, ¿por qué nos negamos a transitar ese camino que nos llevaría a converger en ella? ¿Por qué no utilizamos los instrumentos epistemológicos de que disponemos para apartar la niebla que la envuelve? Alguien religioso podría acabar esta discusión simplemente diciendo que los caminos del Señor son inescrutables (y las religiones pueden adoptar muchas formas: nacionalismos, ideologías económicas, visiones del mundo totalizadoras…). Pero ¿qué tiene que decir a esto la gente que en teoría no está dispuesta a que el dogma guíe su criterio?
Esta desconfianza creciente en una verdad común no dogmática y en un medio universal para encontrarla (el método científico, el razonamiento lógico, la observación empírica y desapasionada), que parecía haber perdido fuerza tras la noche del medievo, empezó probablemente a resurgir con eso que ha venido a llamarse la posmodernidad y su puesta en cuestión del saber y de la ciencia. Y no es que sus postulados no aportaran en sí conocimiento sobre el mundo, sino que esa propensión que tenemos los humanos de rechazar las medias tintas y los matices nos llevó al extremo de encumbrar sin reservas las nuevas ideas y rechazar en bloque las antiguas.
La posmodernidad tuvo el gran acierto de desenmascarar ciertas “verdades” admitidas por todos, señalando que eran meros constructos, es decir, negó su supuesta naturalidad, poniendo de manifiesto su relación con mecanismos invisibles de dominio. Se descubrió, entre muchas otras cosas, que no era una prerrogativa de Dios el verbo performativo, el hágase la luz, sino que también lo poseían las personas, y que la mera pronunciación de palabras creaba situaciones determinadas y establecía relaciones de subordinación entre unos y otros. De igual manera, se puso de relieve la violencia simbólica del medio sobre los individuos y el control sobre los cuerpos por parte del poder, mostrando la naturaleza convencional de algunos “hechos biológicos”, y se cuestionó el concepto de cordura y de locura, así como lo artificial de las construcciones de género. Se refutó la supuesta universalidad de los metarrelatos o explicaciones totalizadoras, rebajándolos a simples puntos de vista, como la visión de un varón blanco heterosexual de clase media, la superioridad de la civilización occidental, e incluso la propia historicidad y arbitrariedad en la construcción de la ciencia, arguyendo que no eran más que narrativas dominantes, que, de igual manera que eran así, podían haber sido de otra forma.
Todo esto aportó conocimiento y nuevas perspectivas al discurso, pero también creó la sensación de que ya no era posible llegar a una verdad común o conseguirla a través de un único medio para todos. Sin embargo, el hecho de que haya cambiado la manera de ver las cosas no implica que la verdad haya dejado de ser una ni que se puedan tomar atajos para llegar a ella. Si bien es cierto que el camino de la ciencia puede estar sembrado de prejuicios, pues los científicos no dejan de ser humanos, y que la ciencia no se produce en la nada, pues la actividad científica está conectada con la gestión política y la vida sociocultural, sus resultados finales, siempre sujetos a falsación, se encargan de cribar los errores gnoseológicos que se hayan podido cometer. De igual manera, es cierto que la superioridad occidental es un convencionalismo infundado, pero eso no implica que haya que ignorar todas sus conquistas ni que haya que adoptar un nihilismo absurdo que estime igual cualquier cultura por el simple hecho de existir, es decir, que la valore de una pieza, sin distinguir entre sus logros y sus desaciertos. Las diferentes civilizaciones tienen cosas buenas y malas y señalar sus deficiencias no se puede considerar un prejuicio etnocéntrico; lo que sí lo es, por ejemplo, es decir que la civilización occidental es superior a las demás, así, en general, sin especificar en qué. En todo caso, hablar como un todo de civilización occidental —como de cualquier otra— es arriesgado e impreciso, pues engloba cosas muy diversas y a veces irreconciliables, además de encuadrar en su tradición a individuos que poco tienen que ver entre ellos, como, por ejemplo, un campesino católico con diez hijos de la baja Sajonia y un profesor ateo gay de la Universidad de Columbia en Nueva York. Es bastante probable que estos dos individuos tengan en muchos aspectos más puntos en común con personas de “otras” civilizaciones que entre sí. Pero, prescindiendo de eso, y de que las civilizaciones no se desenvuelven en compartimentos estancos (¿a quién debemos la pólvora, los espaguetis o la imprenta?), podríamos decir que la civilización occidental ha aportado al mundo, entre otras cosas, el capitalismo salvaje, el ku klux klan, el nazismo y las ojivas nucleares, pero también ha dado a Miguel Ángel, a Julie Andrews y a Bach, ha sido pionera en la lucha por los derechos civiles y ha producido a sir Alexander Fleming y con él la penicilina. La civilización oriental, por su parte, ha aportado el burka, la sharía, el omnipresente “made in China”, el ubicuo manierismo del manga, pero también el papel, la numeración arábiga, al Mishima literario, el álgebra, el anime de Miyazaki, el cine de Yasujiro Ozu, la escritura o la meditación.
Pero el posmodernismo se paró a medio camino: únicamente desenmascaró el eurocentrismo, y, en general, el etnocentrismo occidental. Eso trajo consigo un activismo multiculturalista mal entendido, que, en vez de considerar los aspectos negativos y positivos (desde un punto de vista ético) de cada civilización, se posicionó a favor de la bondad per se de toda cultura, y nos hizo retornar a una visión romántica de los pueblos, las identidades, y los nacionalismos, es decir, se valoró más la inmanencia de una cultura, su singularidad, que el contenido ético de sus expresiones, cuando son cosas completamente diferentes. O, incluso, se proclamó la eticidad de un rasgo cultural por el mero hecho de serlo. El comprensible rechazo a conglomerados políticos supranacionales regidos en último término por instancias no democráticas y una reacción lógica a la globalización y la colonización de las ciudades por las grandes marcas que fomentan un estilo de vida estandarizado, con la consiguiente uniformidad y pérdida de singularidad cultural, ha cruzado la línea de lo razonable y se ha situado en el otro extremo, echándose en los brazos del tribalismo desaforado.
Asimismo, como no existe ningún metarrelato ni ninguna cultura superior, se dice que tampoco existe una realidad —y por ende una verdad— que todos podamos compartir, lo que permite que cada uno busque en su interior su verdad y que ésta tenga tanto valor como cualquier otra verdad. Si no existe un conocimiento que descanse en una realidad fiable, si no vale más un saber que otro, ¿por qué no habría yo de fiarme de mis propias intuiciones? ¿Acaso no está lleno de sesgos también todo lo demás?
Esta preterición de la objetividad en favor del propio sentimiento, de lo identitario, de lo mágico —ha habido un resurgimiento del cultivo de lo sobrenatural y los aspectos arcanos de las culturas antiguas—, unido al propio oscurantismo buscado de propósito por algunos filósofos de la posmodernidad, ha llevado a muchísima gente en pleno siglo XXI a mantener posiciones preilustradas, a sentirse atraída por la sombra y por lo abstruso, y a negarle el “derecho” a la ciencia o a la razón a tratar de arrojar luz sobre esa penumbra en la que se encuentran tan a sus anchas. Proliferan, por ejemplo, los programas en televisión de echadores de cartas o las técnicas de medicina alternativa sin que nadie parezca opinar que debería exigírseles a sus promotores que demostraran su veracidad y eficacia, y, en este aspecto, cada vez existen menos diferencias entre las mentalidades de los compradores de un mercado medieval y los consumidores de una urbe corriente del tercer milenio.
Estamos asistiendo a una jivarización en la forma de discurrir. El pensamiento mágico e irracional se extiende, y a todo el mundo le parece bien, pues no es más que otra manifestación de la libertad de expresión. La democracia ya no implica que cada ciudadano tiene un voto igual (en realidad, gracias a d’Hondt, hace tiempo que no significa eso), sino que todos tienen el mismo derecho a opinar sobre cualquier tema y —esto es lo más importante— sus opiniones tienen el mismo valor que las de cualquiera. Eso, por supuesto, ha fortalecido la pretensión de la religión de que la razón nada tiene que decir acerca de sus postulados y de que la ciencia y las confesiones se mueven en caminos paralelos. Como corolario de esto, se ha puesto de moda la indignación, como si ésta otorgara algún tipo de verdad a los enunciados que acompaña. Por supuesto que en la coyuntura actual existen sobradas razones para indignarse, pero convendría recordar que la indignación no es más que una alteración del estado de ánimo de la persona, una reacción psicofisiológica que implica la elevación de los niveles de adrenalina y noradrenalina en sangre, el aumento de la tensión arterial y el ritmo cardiaco y la consiguiente ofuscación mental que estos procesos internos conllevan. Tan indignado puede sentirse un islamista porque una mujer no vista burka como un estudiante porque recorten la cantidad presupuestaria dedicada a becas. En ambos casos, lo justificado de la indignación ha de buscarse fuera de la propia emoción, que en ningún caso otorga un gramo de razón a quien la padece. Ahora la fundamentación de la adhesión a tal o cual forma de pensar no reside en el peso de sus argumentos, sino en la mera voluntad de quien se adhiere a ella. Mi sentimiento religioso, mi sentimiento nacional, mi indignación ante las “injusticias”, mi propio sentimiento particular como individuo están por encima de la crítica y pueden incluso anteponerse a derechos civiles de otras personas, porque ¿quién es quién para juzgar un sentimiento?
Si es cierto que el medio es el mensaje, la corporalidad del soporte clásico de la información —el papel— quizá haya otorgado a su contenido a lo largo de los años un peso, una entidad, que empezó a desaparecer con la llegada del formato electrónico, y ahora, con la implantación de Internet, se está volatilizando a marchas forzadas. El hecho de buscar un libro, ir a una librería, pasear entre sus estanterías, elegir ése y no otro, es casi un ritual que dota de seriedad al mismo acto de la elección y constituye una promesa de dicha cuando uno se sumerja en su lectura. Cuando alguien se toma en serio todo eso, en cierta manera, adopta un compromiso consigo mismo. Aquello que sostiene materialmente en sus manos es lo que le va a proporcionar aprendizaje; es, pues, un tesoro. Y hay, por tanto, que dedicarle tiempo. Hoy en día, sin embargo, es cada vez más difícil que ese ritual se produzca, porque es mucho más fácil “leer”, casi sin necesidad de escoger. Uno compra el e-book con que ha sido bombardeado apenas sin advertirlo cada vez que ha entrado en las docenas de páginas web que visita al día y lo lee cuando tiene un poco de tiempo, entre las mil cosas que lee o visiona diariamente (blogs, tweets, posts de Facebook, Instagram, mails, wasaps, revistas en la red, televisión, plataformas digitales, canales de youtubers), que contienen una cantidad de información inmensa e inasimilable. El pensar, la comprensión de la información, requiere detenerse a reflexionar, pararse a tratar de entender lo que se está leyendo, pero si el curso del pensamiento es continuamente interrumpido para añadir nuevos datos y nueva información, que exige a su vez una inmediata respuesta, ¿cómo es posible que pensemos que realmente hemos entendido algo? En realidad, no nos importa. Hoy disponemos de más información que nunca, estamos continuamente asaetados por miles de datos y cada vez sabemos menos. Al conocimiento se le ha negado ya su necesario tiempo de fermentación. El saber actual es inestable y evanescente, se evapora como el alcohol al contacto con el aire. La gente ya no lee: ahora escanea. Consecuentemente, la otra cara de la moneda es que ya no nos paramos a pensar lo que vamos a decir ni la manera en que lo vamos a formular, puesto que, no bien tratamos de asimilar lo que tenemos delante, ya hemos pasado de pantalla. Al igual que el tiempo devora los segundos a medida que los va produciendo, las emisiones de posts y de tuits llegan casi obsoletos a los terminales receptores y son sustituidos inmediatamente por los siguientes. ¿Qué sentido tiene preocuparse en decir cosas sensatas tras una reflexión madurada si van a caer inmediatamente en el olvido? Se ha apuntado que llegará un día en que las personas no necesitaremos saber qué queremos, pues los big data, la colosal cantidad de datos que nuestras huellas van dejando en la nube, serán suficientes para que la gestión automatizada de todo ese cúmulo de particularidades pueda proporcionarnos más información acerca de nosotros que la que nosotros mismos poseamos. ¿Qué sentido tendrá entonces querer saber algo? ¿Nos estamos volviendo más inteligentes o más perezosos? (hay cifras que apuntan a que el CI de los millennials es superior al de generaciones pasadas y otras a lo contrario). ¿Es cierto que, como apunta James Flynn, las nuevas generaciones están ancladas en el pequeño y a la vez inabarcable mundo del presente, y han perdido toda dimensión histórica?
A pesar de que la posmodernidad ha abrazado —entre otros relativismos— el relativismo epistemológico, según el cual no existiría una verdad única, sino muchos relatos igualmente válidos, nadie niega seriamente que no haya narrativas que integren más verdad que otras por su mayor aproximación a la realidad, y, por ende, que existe un saber objetivo. No obstante, cada vez son más las voces que afirman que ya no estamos en el tiempo del conocimiento, tiempo necesitado de sosiego, meditación y diálogo, sino que ahora vivimos en un tiempo acelerado, efímero, que no casa bien con la búsqueda de la verdad, un tiempo que, paradójicamente, no solo es tiempo de ruido —de tweets, de wasaps, de opiniones infundadas—, sino que, además, vuelve a ser tiempo de silencio, pues, a veces, la razón prefiere callar al no hallar cauce sosegado para discurrir, o, al temer no encontrar argumentos como respuesta, sino insultos, troleo y descalificación.
El fundamentalismo islámico —y también cristiano— parece tener más salud que nunca. Las “ciencias alternativas” y la magia se multiplican como setas tras la lluvia. El terraplanismo y el creacionismo ganan terreno cada día. También lo hacen los programas del corazón y las tertulias políticas orientadas por dinámicas de show business, programas todos ellos que llevan la complejidad intelectual a su mínima expresión. El término posverdad se ha convertido en un lugar común. El renacimiento del nacionalismo y de movimientos parafascistas se extiende sin trabas como si la historia no nos hubiera enseñado nada. La inmersión en el discurso público de la juventud actual se hace a través de medios instantaneistas que privilegian los juicios rápidos y sin fundamento y la emoción como única guía, colocando todas las opiniones en el mismo nivel de autoridad…
Que exista un gran número de personas que practiquen el pensamiento crítico, que permanezcan fieles a la razón y a un sano escepticismo, y que estén dispuestas a poner en cuestión no solo el mundo, sino sus propias convicciones, no es suficiente. Únicamente es suficiente si la masa crítica de esas gentes supera un porcentaje de la población. Siempre ha sido así. Si el 80% de la población de un lugar profesa, por ejemplo, el integrismo wahabita, es irrelevante que el 20% restante esté compuesto de premios Nobel: las mujeres vestirán el burka. Quizá cabría, pues, preguntarse: ¿cambiará la composición de la población mundial hasta el punto de que ya no se alcance esa masa crítica que contenga el derrumbe civilizatorio? ¿Habremos sobrepasado ya ese tiempo en que el dique que contenía la barbarie, es decir, el conocimiento, significaba detenerse de verdad en las cosas para tratar de entenderlas?
Si se puede imaginar metafóricamente el conocimiento adquirido por la humanidad como el resultado de una conversación milenaria intergeneracional que ha ido conformando el saber a fuerza de eliminar los argumentos fallidos y privilegiar los acertados, podría decirse que la conversación ha entrado en un estadio de griterío generalizado, de contaminación acústica, que impide que la palabra más sensata se oiga entre el bramido que todo lo llena. En tales condiciones, cada vez es más difícil pararse a distinguir las voces de los ecos, porque el efecto más significativo de haber transformado esa conversación en una cháchara ininteligible ha sido vaciar de significado la palabra verdad. A veces, a uno le invade el pesimismo al presentir lo que, en estas condiciones, está por venir, y siente la tentación de parafrasear a alguno de los personajes de Juego de Tronos cuando mira aprensivamente al horizonte, mientras murmura con un escalofrío recorriéndole la espalda: Winter is coming.
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2018