¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Brutus Xiruquerus
Juguemos a poner nombres
El aspecto más positivo del procés es que, hasta la fecha, no ha provocado muertos. Los aspectos negativos, en cambio, son tantos que el procés lleva camino de convertirse en una historia muy desgraciada desde todos los puntos de vista, incluido el nacionalista. Aquel movimiento social que en palabras del fallecido Antoni Domènech fue el más «potente, persistente, esperanzado y bien organizado movimiento político-social» de la Europa posterior a la crisis, y que hasta hace un año nos prometía una república chupiguay a la vuelta de la esquina, se ha visto obligado a reconvertirse en un movimiento centrado en intentar salvar a sus principales dirigentes de la cárcel o el exilio.
¡Ah, qué gran idea lo de la independencia como solución definitiva a la corrupción, las políticas de pauperización y la deriva autoritaria del Estado español! Qué gran idea sobre todo para las derechas ibéricas (excluyendo a las portuguesas), porque lo que es para la confederación hispánica de las izquierdas autónomas, en cambio, ha sido un auténtico desastre. Piensen en los pobres «comunes»: de primera fuerza en Catalunya en 2016 a quinta un año después debido a su indefinición sobre una cuestión puramente ficticia. Bien es cierto que los dirigentes de los «comunes» todavía no se han enterado de que ellos son uno de los objetivos preferentes del independentismo. Y me temo que sólo tomarán consciencia de ello cuando el año que viene, en plena campaña electoral de las elecciones municipales, Puigdemont, el Francesc Macià del siglo XXI, intervenga desde las alturas siderales de su «liderazgo moral» para desacreditar a Ada Colau por su equidistancia e indefinición respecto a la república catalana imaginaria. Ya lo dijo Mireia Boia, de la CUP (esos anticapitalistas de pacotilla), el día antes del 1-O: «Roma no paga a los traidores».
Pero no seamos negativos, centrémonos en los aspectos positivos del procés aunque sean pocos. Uno indudable es que la novela de ciencia ficción independentista ha sido aprovechada por unos cuantos tenderos para incrementar su cuenta de beneficios. Han hecho su agosto vendiendo banderas, camisetas, mecheros, ceniceros, zapatillas, cervezas, pegatinas, bufandas y lacitos con símbolos nacionales diversos incorporados; y, de esta manera, ha aumentado un poco el PIB.
También se han ganado «su honrado penique» los escritores, periodistas y profesores que han escrito un montón de artículos y libros sobre el asunto. Y que siguen en ello: desde diciembre del año pasado ha comenzado una nueva oleada de publicaciones que, se supone, intentan explicar lo ocurrido en Catalunya en el otoño de 2017.
Ya saben, estamos hablando de esos artículos y libros cuyos temerarios autores pretenden encontrarle un sentido coherente a hechos tales como: la aprobación, en nombre de la libertad de Catalunya pero también haciendo abstracción de la opinión contraria de la mayoría de los catalanes, de las llamadas leyes de «desconexión», las cuales afirmaban estar por encima de la Constitución, el estatuto de autonomía y de todo lo que les pusieran por delante; la perfomance del primero de octubre acompañada de los garrotazos policiales (también llamada referéndum, aunque no se sabe muy bien por qué), la cual, según lo dicho por quienes la convocaron, generó un supermandato «democrático» que autorizaba a declarar la independencia al Govern de la Generalitat; las dos declaraciones de independencia de «mentirijillas» o «simbólicas» como las han calificado —los muy pillines— los cargos políticos que las redactaron; la más que previsible aplicación del artículo 155 de la CE suspendiendo la autonomía de Catalunya; la convocatoria de nuevas elecciones autonómicas por el gobierno central y el voto masivo en ellas a Ciudadanos; el reiterado apoyo electoral de los independentistas a los dirigentes políticos que les habían engañado como a chinos; la detención y/o huida al extranjero de los dirigentes indepes seguidas de la decisión de los nacionalistas de enredar y montar todos los «pollos» que puedan para no tener que gobernar (después de prometer el oro y el moro y de protagonizar una decena larga de «días históricos», no se van a dedicar ahora a volver a discutir sobre los recortes en educación, por ejemplo, ¡vamos hombre!). En fin, todo eso de lo que tanto se habla.
Hasta donde me alcanza la vista, en esa literatura hay un problema que cada vez se hace más evidente: no se sabe muy bien cómo denominar a todo lo que ha ocurrido en Catalunya en 2017. Por eso considero que ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos y hacer una propuesta seria y meditada al respecto.
No estoy planteando el arduo trabajo de calificar jurídicamente los hechos presuntamente delictivos que se hayan podido cometer. Dios me libre y doctores tiene la iglesia. Ya sabemos que si éstos son afines al nacionalismo catalán (o viven de él) dirán que, sin necesidad de procesarles, ya se sabe que Puigdemont y compañía no cometieron delito alguno y que se limitaron a expresar opiniones políticas ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, por lo cual deben ser considerados como algo parecido a lo que Amnistía Internacional denomina «presos de conciencia». O bien que, como han librado una gran batalla política y además la han ganado, lo cual es evidente salvo para los que deliran, van a salir de la cárcel y a ser exculpados de toda acusación como por arte de magia. Los que odian al independentismo y los jueces no serán tan benevolentes y hablarán de desobediencia, malversación de fondos públicos (si encuentran las facturas que la prueban), sedición o rebelión, para a continuación liarse en una interminable discusión sobre el concepto jurídico de violencia.
No, no me estoy metiendo en ese jardín. Me estoy metiendo en otro que tampoco es moco de pavo: es el que frecuentan los autores de panfletillos, los periodistas obligado a escribir artículos cortos y sintéticos, los historiadores, los tertulianos/columnistas, los plumíferos que van de ideólogos. Todos ellos necesitan, al igual que nosotros, un nombre contundente y con gancho para referirse a los acontecimientos «históricos» que hemos vivido. Hay que proponerlo, además, pensando en las generaciones futuras y en que éstas no se mueran de la risa cuando les expliquemos su significado. Estoy pensando en una expresión del estilo «Semana Trágica», «revolución de los claveles», «toma de la Bastilla», «revolución de terciopelo», «golpe de Praga», «alzamiento nacional», «caída del muro de Berlín» o «contubernio de Múnich», por decir algo al tuntún y sin ánimo de molestar. Y no me digan que esto no es importante. Cualquier politólogo de los muchos que pululan por ahí les dirán que esto es central en la «lucha por el relato» que es, según ellos, el terreno principal en el que se dirimen hoy los conflictos políticos.
La expresión que utilicemos debe llevar el adjetivo «catalán» o «catalana», eso está claro. Pero elegir el concepto que le debe anteceder ya es harina de otro costal: ¿la «revolución catalana»?, ¿la «rebelión catalana»?, ¿la «insurrección catalana»?, ¿el «golpe catalán»?, ¿el «pronunciamiento civil catalán»?, ¿el «vodevil catalán»? Debo confesar que llegados a este punto a mi se me doblan las piernas. No sé muy bien qué decir. Pienso en mis amistades antiindepes y proindepes y pienso en el qué dirán. Claro que por otra parte también pienso en el ineludible compromiso con la verdad, «el héroe de mi relato, al que amo con toda la fuerza de mi alma es … la verdad», decía Tolstói. ¿Qué hacer? Pues pasarle la pelota al lector proponiéndole un juego de adivinanzas.
Este juego comienza echándole una ojeada a los diccionarios. Así, en el Diccionario de María Moliner y en el Diccionario de la RAE uno se puede encontrar con definiciones como las siguientes:
1) «Cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación».
2) «Levantamiento público y con hostilidad hacia los poderes del estado».
3) «Acción o dicho de los payasos».
4) «Acción de apoderarse violenta e ilegalmente del gobierno de un país por parte de alguno de los poderes del estado».
5) «Violación deliberada de las normas constitucionales de un país y sustitución de su gobierno».
6) «Acción de declararse en contra de la autoridad constituida y de luchar contra ella».
Estas definiciones se corresponden a las voces «golpe de estado», «insurreción», «revolución», «rebelión» y «payasada», pero no por el orden en que se acaban de enunciar. Por ello el lector debe decidir cuál de estas definiciones describiría mejor lo ocurrido en Catalunya y, a continuación, adivinar sin consultar nada qué definición corresponde a cada concepto. Una vez efectuada esta operación puede consultar los diccionarios y ver el resultado de su elección. Si ésta resulta ser políticamente incorrecta para una parte de sus amistades o, incluso peor, para todas a la vez, no se lo diga a nadie, no vaya a ser que se quede más solo que la una. Y sí, claro, por supuesto, tranquilo, otro día jugaremos a ponerle un nombre a todo lo que ha hecho y, sobre todo, no ha hecho, el bloque «constitucionalista».
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4 /
2018