¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José A. Estévez Araujo
Trumponomics
El término «Trumponomics» se utiliza por analogía con la que se llamó, en su momento, «Reaganomics». La política económica de Ronald Reagan supuso un cambio radical en Estados Unidos e inauguró la era de la globalización neoliberal. La mundialización de la economía, junto con las políticas desreguladoras y privatizadoras, no fueron fruto sólo de medidas adoptadas por presidentes republicanos. Los demócratas posteriores a Reagan no pusieron en cuestión la globalización neoliberal, sino que siguieron avanzando en esa línea. El punto culminante del proceso se alcanzó con la derogación de la ley Glass-Steagal durante el mandato de Clinton, que completó el proceso de desregulación financiera en Estados Unidos. Hay incluso autores que sostienen que el demócrata Carter desreguló más intensamente la economía que su sucesor, Reagan [1].
Por las connotaciones que tiene el término «Trumponomics» parece que se quiere expresar con él que la política económica de Trump va a provocar un cambio de rumbo tan radical como el que causó Reagan. Si éste fue el artífice de la globalización neoliberal, Trump lo será de su desmantelamiento: llevará a cabo una reversión del proceso globalizador. Sin embargo, que este pronóstico se cumpla resulta bastante improbable. Hay cosas que son más fáciles de hacer que de deshacer. Liberar a un montón de pájaros de sus jaulas es mucho más sencillo que volverlos a meter en ellas. La mundialización de la economía ha sido resultado de un proceso largo, que en lo esencial duró más de veinte años y renacionalizar o relocalizar la actividad económica es algo que está fuera del alcance de un solo país, aunque éste sea Estados Unidos.
Analizar los objetivos que se marcó Trump en su campaña nos ayudará a ponderar con mayor precisión si la ejecución de su «programa» podría dar lugar a una reversión de la globalización. «Programa» entre comillas, porque más que una «Trumponomics» el derrotero de Trump parece una «Tumbonomics»: la trayectoria de un personaje que avanza (y retrocede) «dando tumbos».
Uno de los lemas de la campaña de Trump fue «America first». Esta expresión, de entrada, revalida la inveterada costumbre de los estadounidenses de denominarse a sí mismos «americanos», como si no hubiera ningún otro país en ese continente. El lema es polisémico. Significa que los intereses de Estados Unidos deben prevalecer a toda costa en el escenario internacional. Ya no hay aliados incondicionales ni enemigos acérrimos. La política exterior de Trump se guía por el principio pragmático de establecer las alianzas que sean favorables en cada momento para los intereses de Estados Unidos y deshacerlas cuando dejen de serlo. Significa también que Estados Unidos debe volver a ser «el primero» en el mundo, recuperar su hegemonía económica y demostrar quién manda, si es preciso, por medio de las armas. También insta a que se compren productos «made in America»: Bourbon en lugar de Scotch, Levy’s y no Pierre Cardin, Ford y no Toyota (pero coches Ford fabricados en Estados Unidos, no importados de México). También quiere decir que «América es para los americanos», que la inmigración debe ser contenida y que los inmigrantes sin papeles deben ser expulsados. Probablemente, este significante cuasi vacío expresa algunas cosas más para otras personas.
Trump sostiene que Estados Unidos ha sido uno de los países que han salido perdiendo con la globalización. Afirma que este perjuicio ha sido causado por las malas prácticas de naciones como China y Alemania. No creo que merezca la pena perder el tiempo aquí refutando esta tesis. El libro de Varoufakis El minotauro global proporciona suficientes evidencias para demostrar que Estados Unidos (o, mejor, la parte más rica de su población) obtuvo grandes beneficios de la globalización a pesar de su enorme déficit comercial, al menos hasta el crac del año ocho. Que la tesis de Trump sea insostenible no quita que su discurso «antiglobalización» le haya granjeado muchos apoyos en los estados más afectados por el desmantelamiento del tejido industrial, provocado por los procesos de deslocalización de las empresas estadounidenses. A fin de cuentas, según se dice, estamos en la época de la «posverdad».
La «oleada» de inmigrantes que ha invadido Estados Unidos como consecuencia de la globalización es, según Trump, otra de las causas de que USA se haya visto gravemente perjudicada por la mundialización de la economía. La afluencia de esas personas y, especialmente de los inmigrantes «ilegales» procedentes de México, sería una de las causas de que muchos americanos «de verdad» (es decir, WASP), carezcan de empleo. Tampoco parece necesario perder el tiempo en refutar ese tipo de discursos xenófobos que, en Europa, desgraciadamente, también están ganando audiencia. Pero sí cabría recordar que la globalización ha supuesto una liberalización de la circulación de bienes y capitales (y, en menor medida, de servicios), pero no el establecimiento de un sistema de libre movimiento de las personas a través de las fronteras.
Los ejes de la «política económica» de Trump, (poniendo también entre comillas esa expresión, por la misma razón que antes lo hicimos con la palabra «programa»), parecen ser los siguientes:
En materia presupuestaria y fiscal el actual presidente pretende resolver la cuadratura del círculo persiguiendo simultáneamente los siguientes objetivos: disminuir los impuestos a las empresas, poner en práctica un ambicioso programa de obras de infraestructura financiado con deuda y lograr en unos años el equilibrio presupuestario.
Uno de los mecanismos que el presidente está utilizando para intentar hacer compatibles estos objetivos, incongruentes a primera vista, es bien conocido por nosotros: los “recortes” presupuestarios en materia de política social, especialmente en sanidad y educación. A ello se añade su ataque contra el empleo público federal: ha congelado la contratación de nuevo personal y se están poniendo en marcha una batería de medidas desde diversas instancias para debilitar a los sindicatos, cuestionando, por ejemplo, su derecho a cobrar cuotas por representar a los trabajadores. Esta agresión contra la libertad sindical afectará especialmente a los empleados del sector público que son, con mucho, los que tienen un mayor índice de afiliación a los sindicatos. Disminuirán sus derechos laborales facilitándose así los despidos o los recortes salariales.
Las medidas de ahorro son contrarrestadas por el aumento del gasto en otras partidas, como la defensa o la seguridad nacional. El objetivo de reducir el déficit público también se enfrenta a la disminución de los ingresos como consecuencia de la política fiscal que Trump está implantando, consistente en reducir los impuestos que pagan los más ricos y las grandes corporaciones. Es muy dudoso que el balance final de este conjunto de medidas presupuestarias y fiscales den como resultado un saldo positivo para el sector público. Las consecuencias sociales de estas políticas están debilitando aún más el ya exiguo grado de aceptación de Trump por parte de los ciudadanos. La impopularidad del presidente perjudicará a los candidatos republicanos en las elecciones al Congreso y al Senado que tendrán lugar en noviembre de 2018, amenazando la revalidación de la actual mayoría de su partido en ambas cámaras.
Pero Trump ha sacado de su chistera una medida que cree que le permitirá llevar a cabo la cuadratura del círculo: la desregulación financiera. El presidente ha abolido las tímidas medidas de control que la Administración Obama adoptó tras la crisis de 2007-2008 (medidas que, por lo demás, han resultado ser ineficaces). En este mismo boletín, Miguel Ángel Lorente publicó en estas páginas un excelente artículo explicando por qué Trump considera que la desregulación financiera le permitirá compatibilizar estos objetivos y las razones por las que es previsible que la operación fracase y conduzca a una nueva debacle financiera. Trump no hizo saber en ningún momento que pensaba llevar a cabo una operación de este tipo durante su campaña electoral, máxime cuando se presentaba a sí mismo como un candidato «anti-establishment» (y ¿qué puede ser más establishment que Wall Street?).
La saña desreguladora del mandatario estadounidense se ha cebado aún más en otro campo: el de la protección medioambiental. Ha derogado normas destinadas a proteger los ríos de la actividad contaminante de las empresas, ha reducido el presupuesto de la EPA (Agencia de Protección Medioambiental y ha autorizado obras que tienen un enorme impacto negativo en el medio ambiente, como el oleoducto Keystone. La retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París contra el cambio climático ha reavivado las extracciones de “combustibles fósiles extremos”. De acuerdo con el informe Fossil Fuel Finance Report Card 2018, elaborado por un conjunto de ONG entre las que se encuentran BankTrack, el Sierra Club y la Rainforest Action Network (RAN) y titulado Banking on Climate Change la expresión “combustibles fósiles extremos” se refiere al «petróleo extremo (arenas bituminosas, petróleo del Ártico y aguas ultra profundas), la exportación de gas natural licuado (GNL), la extracción de carbón y la energía del carbón”. A ello hay que añadir que una parte del GNL se extrae mediante el fracking una técnica que, como es bien conocido, tiene un enorme impacto ambiental. Ese mismo informe revela que la inversión en esas actividades extractivas está proporcionando pingües beneficios a bancos como JP Morgan Chase. Los que se están beneficiando de esos combustibles fósiles extremos no son sólo las grandes entidades financieras estadounidenses, sino las de todos los países, incluido el Banco de Santander español.
Y lo peor está aún por llegar. Dos investigadores financiados por el API (American Petroleum Institute, el poderoso lobby que agrupa a más de seiscientas empresas de hidrocarburos estadounidenses) han publicado en dos revistas indexadas y que someten las propuestas de artículos a procesos de peer review, sendos trabajos en los que «demuestran» que la presencia en suspensión de partículas contaminantes en el aire no es dañina para la salud. Con estos resultados, según uno de los autores, se han echado por tierra toneladas de «ciencia basura» producida por la EPA. La publicación de estos estudios se inscribe en una campaña del sector petrolero que pretende acabar con una de las joyas de la corona en materia de regulación medioambiental: la Clean Air Act. No está tampoco nada claro que Trump diera a conocer estos propósitos de desproteger el entorno natural durante su campaña electoral.
La política que lleva a cabo Trump en contra de la inmigración también está siendo muy contundente. Su medida más desalmada ha sido revocar la disposición adoptada por la Administración Obama de conceder la ciudadanía a los inmigrantes que entraron ilegalmente en el país siendo niños. El desarraigo de unas personas plenamente integradas en el contexto sociocultural estadounidense provocará grandes sufrimientos a los afectados por la medida. El ejemplo de lo que está sucediendo en Suecia con los hijos de solicitantes de asilo, que reciben la orden de deportación tras largos años pleiteando en el país nórdico hasta agotar todas las instancias competentes, es extraordinariamente conmovedor. Muchos de esos niños sufren una singular enfermedad que les sume en un estado parecido al coma, pero sin serlo en sentido estricto, pues permanecen conscientes. Permanecen en cama durante meses, inmóviles, sin comunicarse y sin reaccionar a los estímulos externos teniendo que ser alimentados por medio de sondas. Se trata de la somatización extrema de un intensísimo estado de depresión, que curiosamente sólo se da en Suecia, donde se han producido decenas de casos (lo que plantea la interesante cuestión de si las formas de somatizar los padecimientos psíquicos pueden estar parcialmente modeladas por la cultura). Los niños sumidos en esta postración, denominados «apatéticos», no sufren tanto por la idea de volver a su país de origen —que muchos abandonaron siendo bebés—, sino, sobre todo, por la angustia de ser extirpados del entorno en el que se han socializado y donde han encontrado cobijo.
El aspecto más llamativo de la política comercial de Estados Unidos durante estos últimos meses han sido las medidas «proteccionistas» adoptadas por Trump. El presidente estadounidense ha impuesto aranceles a las lavadoras procedentes de México (de marcas coreanas), y a las células y paneles solares importados de ese país y de China. Ha gravado también con un tributo del 25% las importaciones de acero y con un 10% las de aluminio.
La visión del comercio internacional que Trump divulga al anunciar a bombo y platillo estas medidas «proteccionistas» no se adecúa en absoluto a las características actuales de los intercambios comerciales a nivel global, pues resulta totalmente anacrónica. Los media y sus tertulianos suelen informar y opinar sobre el tema de la política arancelaria de Trump como si nos encontráramos inmersos en las pugnas entre proteccionistas y librecambistas propias del siglo XIX.
Hoy en día el grueso del comercio mundial en el ámbito de la manufactura está constituido por componentes o productos semielaborados. El intercambio de estos artículos se lleva a cabo entre los eslabones de las cadenas globales de valor que fabrican los productos de consumo duraderos (aparatos electrónicos, electrodomésticos, automóviles…) y que se encuentran situados en diversos países. La mundialización de la división técnica del trabajo está muy bien explicada en un breve documental de la Organización Mundial del Comercio titulado Made in the World (siempre que prescindamos de la apología final del llamado «libre comercio»).
En el mundo de las cadenas globales de valor, la imposición de aranceles a la mayoría de los productos que USA importa tiene un efecto «de rebote» y perjudica a muchos más trabajadores y empresas estadounidenses de las que resultan beneficiadas. Es, por ejemplo, el caso del acero. Un arancel del 25% que potencialmente podría beneficiar a unos 200.000 trabajadores perjudicará a otros ocho millones y medio. Además, hoy en día, las acerías realmente competitivas y rentables son las que producen aleaciones específicas para usos determinados en la industria. Las compañías estadounidenses están muy atrasadas tecnológicamente y quien exporta variedades de acero de mayor calidad a USA es Alemania. Se puede vaticinar que el sofisticado acero alemán no podría ser sustituido a corto plazo por el tosco producto de las pocas acerías norteamericanas que no han quebrado.
Trump anunció las medidas «proteccionistas» justo antes de las elecciones parciales en Pensilvania, un estado industrial cuyos votos fueron determinantes para la victoria de Trump. Los resultados de los comicios fueron finalmente favorables a los demócratas en un estado en el que el mandatario había vencido por veinte puntos en las presidenciales. Las medidas arancelarias se adoptaron finalmente después de esas elecciones. Pero se eximió de ellas no solamente a Alemania (y al resto de los países de la UE), sino también a Canadá, uno de los grandes exportadores de acero a USA. Las bravatas de Trump sobre el proteccionismo se revelan, pues, en buena parte, como una pantomima dirigida a un electorado que va perdiendo rápidamente la confianza en el presidente al que votó. También como una de las maniobras para desviar la atención de otros problemas, entre los que se encuentran el incremento de la desigualdad o los escándalos que rodean al personaje.
Junto al efecto «de rebote», la fabricación de productos manufacturados por cadenas globales de valor plantea también otro formidable obstáculo al «proteccionismo»: dadas las características del comercio global, puede resultar que en la práctica USA no sea realmente deficitaria (o tan deficitaria) respecto a China. China no ha sido tanto «la fábrica del mundo», como a veces se la denomina, sino más la ensambladora de productos elaborados. Es decir, los productos «made in China» incorporan más valor añadido generado en terceros países que propiamente en China. Por ello, en términos de valor, puede pensarse que USA es en realidad deficitaria respecto a componentes fabricados en terceros países (como Japón, Corea o Taiwán) que son exportados a China, incorporados a los productos ensamblados en ese país y reexportados después a Estados Unidos.
Este fenómeno queda claramente ilustrado por el caso de Apple. No resulta nada fácil identificar todos los eslabones de la cadena global de valor (CGV) de una multinacional. Pero un estudio empírico, publicado por un investigador irlandés y otro chino en 2016, logró hacer un mapa de la CGV de la multinacional de la manzana mordida. La red de Apple comprendía unas 200 compañías y 750 subsidiarias. Las empresas matrices pertenecían a 19 países diferentes y tenían en conjunto subsidiarias en el territorio de treinta estados distintos.
Poner aranceles a los IPhone procedentes de China no tendría repercusiones necesariamente positivas para los trabajadores de Estados Unidos. Las dos grandes empresas taiwanesas, cuyas filiales ensamblan la mayoría de los iPhone en factorías chinas podrían relocalizar esos empleos no cualificados en otros países, como Vietnam. O bien Apple podría realizar esas tareas en suelo estadounidense, pero automatizándolas.
Trump manifestó específicamente durante su campaña que tenía el propósito de que los productos de Apple destinados al mercado estadounidense se fabricasen en su país. Llevar a cabo ese objetivo exigiría no sólo crear plantas de ensamblaje, sino que surgieran las empresas y los capitales precisos para fabricar en Estados Unidos los componentes que ahora producen las 200 empresas de la CGV de Apple y sus 750 subsidiarias en el extranjero y que constituyen la inmensa mayoría de las piezas que lleva un iPhone. Eso es claramente imposible de llevar a cabo por muchos aranceles que se impongan a los productos chinos. Lo que se conseguiría a corto plazo es arruinar a la empresa y, desde luego, no parece en absoluto que Trump quiera acabar con las multinacionales estadounidenses. En ese terreno se ha limitado a conseguir algunos acuerdos puntuales, de carácter simbólico, en virtud de los cuales dos o tres corporaciones de Estados Unidos han decidido instalar en territorio estadounidense alguna planta que tenían proyectada para México.
Trump está escenificando una aparente lucha contra la globalización, para compensar con estas representaciones populistas los efectos sociales negativos que sus otras medidas están teniendo entre los trabajadores blancos que le votaron. La «Trumponomics» no va a revertir la globalización de la producción manufacturera y mucho menos aún la del sector financiero. Para ello tendrían que ponerse decididamente de acuerdo USA, Japón, la UE y los socios de Estados Unidos en el TLC. Y no hay indicios de que exista algún atisbo de disposición en ese sentido. En el mundo globalizado de hoy en día el proteccionismo en un solo país es, sencillamente, imposible.
Nota
[1] Ian Ayres y John Braithwaite, Responsive Regulation: Transcending the Deregulation Debate, Oxford University Press, 1992.
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2018