La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Madrid
Procesos extraviados
Hace tiempo que en Cataluña y en España una parte de las fuerzas transformadoras de contenido político y social se encuentran entre el extravío y la frustración. No creo que hayan desaparecido las ilusiones y las energías que alimentan a estas fuerzas: pese a las repetidas victorias electorales del PP, pese a la sensación de desánimo y frustración porque lo que parecía que podía ser no ha acabado siendo (al menos por ahora), pese al incremento de las desigualdades, pese a los recortes sociales, pese al progresivo aislamiento de una parte del independentismo catalán que se enroca en su laberinto al tiempo que pierde capacidad propositiva para agregar fuerzas transformadoras, pese al creciente autoritarismo, pese al adensamiento del silencio y del silenciamiento a manos de posiciones identitarias que apelan a su legitimidad democrática pero imponen algo tan poco democrático como es el ‘conmigo o contra mí’. Tal vez sea por estos ‘peses’ que urge recordar el sentido de los movimientos sociales en tanto que fuerzas transformadoras.
Las fuerzas transformadoras persisten en forma de indignación, de compromiso cívico, de rechazo a la resignación, de voluntad de defender derechos y libertades democráticas, de apuesta por diálogos democráticos que no acaben reducidos a las emociones banderiles. Por ‘fuerzas transformadora’ me refiero aquí a las voluntades organizadas de miles de personas que asumen y respetan su diversidad y que reclaman un movimiento que plantee actuaciones orientadas a mejorar la vida de las personas. Fuerzas transformadoras que desconfían del “y de lo mío qué” y que apuestan por un nosotros democrático que se piense y actúe como colectivo transformador. Fuerzas transformadoras en las que las identidades políticas y sociales no se establecen fundamentalmente en claves de banderas españolas, catalanas, vascas, andaluzas o cualquiera que sea. Sino identidades solidarias que identifican las estructuras de explotación y tratan de no engañarse acerca de cuáles son los colectivos y las personas más perjudicados por el incremento de las desigualdades y los sistemas de explotación. Fuerzas transformadoras que recelan de los privilegios, porque quienes se instalan en los privilegios difícilmente renuncian a ellos y hacen lo posible para mantenerlos, sea bajo la bandera que sea.
2011 fue el año del 15 M. Si se piensa hoy como un icono social y político, el 15 M, en su diversidad, favoreció la expresión de la indignación ante los malestares sociales acumulados. Malestares que venían de atrás y que no se solucionaron con el 15 M. Malestares que persisten, como persiste la necesidad social de apostar por mejores estructuras de gobierno. El 15 M fue una expresión de esperanza democrática desde abajo, impulsada desde organizaciones sociales, desde la gente. No mucha gente inicialmente. Como igualmente lo fueron las respuestas ciudadanas que propusieron en 2002 y 2003 las Plataformas ‘Paremos la guerra’ contra la participación de España en la guerra de Irak. Propuestas que pronto prendieron y dieron lugar a una expresión masiva de rechazo frente a la política belicista del gobierno español de aquellos años.
En 2010 Stéphane Hessel había apelado a la indignación moral, social y política en un texto que fue tomado como referencia de lo que se llamó el movimiento de los indignados. Hessel propuso una mirada amplia, internacional, no nacionalista, para afrontar los males ante los que indignarse, contra los que reaccionar. En su presentación apelaba a la lucha por los intereses generales que estaban siendo diezmados por el poder financiero y bancario. Identificaba como problemas frente a los que actuar: la creciente brecha entre los muy ricos y los muy pobres (a nivel estatal e internacional), la defensa de los derechos universales y de la dignidad de las personas más vulneradas (los sin-papeles, los inmigrantes, los gitanos…). Y llamaba la atención contra los medios de comunicación que fomentan el consumo de masas, el desprecio por los más débiles y por la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos. Proponía una insurrección pacífica y democrática.
El texto de Hessel conectaba con lo que mucha gente sentía y pensaba. Decía: estas cosas están mal y hay que cambiarlas. No era un texto programático a modo de libro de instrucciones para el cambio social. Eso había que construirlo. Y eso no iba a ser fácil. Ni nunca lo será. La efervescencia del 15 M contribuyó a difundir lemas como: «No nos representan», «PSOE y PP la misma mierda es», «Juventud sin futuro», «Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo», «No somos mercancía de políticos y banqueros», «Lo llaman democracia y no lo es», «Violencia es cobrar 600 €», «Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir», «Reforma electoral ya», «¡Indígnate!», «¡Democracia Real YA!», «No somos antisistema, el sistema es antinosotros», «Que se vayan», «Vamos despacio porque vamos lejos», «We are the 99%», «Tu pasividad es tu complicidad», «No tenemos pan para tanto chorizo», «Nietos en paro, abuelos trabajando», «Apaga la tele. Enciente tu mente», «No falta dinero, sobran ladrones», «No es una crisis, es el sistema», «Manos arriba, esto es un contrato», «¿Dónde está la izquierda? Al fondo a la derecha», «Esto no es cuestión de izquierdas contra derechas, es una cuestión de los de abajo contra los de arriba».
En 2013, Teresa Forcades y Arcadi Oliveres presentan en Cataluña el Proceso constituyente. En el manifiesto de convocatoria se decía: “… queremos contribuir a impulsar un proceso desde abajo que culmine en la creación de una candidatura unitaria que tenga como objetivo la convocatoria de la asamblea constituyente que necesitamos para hacer una Constitución nueva para la República catalana, de manera que no sea posible en el futuro que los intereses de unos pocos pasen por delante de las necesidades de la mayoría”. La propuesta de un proceso constituyente fue recibida por una parte de la gente comprometida en movimientos sociales como la expresión de un camino que podía conducir a impulsar cambios desde las movilizaciones sociales hasta las estructuras políticas. El punto de encuentro en aquel momento no era la reclamación de la independencia de Cataluña. Alguna gente se reunía en asambleas democráticas de barrios, de pueblos, para hablar de lo que percibían que eran los temas importantes y que aparecían enunciados en el manifiesto: poner freno a la especulación financiera, una fiscalidad justa, salarios y pensiones dignos, reparto del trabajo doméstico y de las tareas de cuidado, lucha contra la corrupción, reforma electoral, vivienda digna, rechazo a la violencia de género, reversión de los recortes, potenciar el sector público bajo control social, soberanía alimentaria, derechos de ciudadanía para todos, expropiación y socialización de las empresas energéticas, que Cataluña no tuviera ejército y estuviera fuera de la OTAN, medios de comunicación públicos bajo control democrático, entre otras medidas e ideas. Se trataba de una enciclopedia en la que amplios sectores se podían identificar, una vez creyeran que la idea de un proceso constituyente así planteado era viable. Se pretendía como un espacio transversal. Para muchos era un espacio de encuentro, una posibilidad de compartir ilusiones y malestar, una posibilidad de creación social. No se trataba de excluir ni de fracturar. La lógica era la de la suma social.
El manifiesto del proceso constituyente recogía preocupaciones y aspiraciones que estaban y están en los movimientos sociales: feminismo, pacifismo, movimiento vecinal, movimiento obrero, ecologismo, las mareas… La novedad, una vez más, estaba en la propuesta de organizarse desde abajo. Una democracia en base a asambleas locales que enviaban sus representantes a las asambleas de ámbito territorial más amplio. Sin duda que había un elevado contenido utópico, pero la utopía es necesaria para impulsar transformaciones sociales y políticas. La independencia de Cataluña no era un objeto de preocupación inicial, sí lo era la transformación social y política. No como cuestión nueva, sino como la continuación de una ilusión y un compromiso que para mucha gente venía de tiempo atrás.
El auge posterior de las posiciones independentistas pudo ser percibida inicialmente como una palanca de cambio en favor de una transformación del Estado español, de la mejora de su calidad democrática, de la defensa del estado social… Sin embargo, esta posibilidad se ha frustrado, por lo menos en la versión ensimismada del independentismo. Si era posible identificar hace un tiempo una fuerza transformadora compartida que en Cataluña, Andalucía, Valencia, Madrid, País Vasco, Galicia… proponía una forma diferente de entender la política, y que se expresó en las elecciones municipales de 2015 (ayuntamientos de Barcelona, Madrid, A Coruña, Cádiz… e impactó en otros gobiernos municipales y autonómicos) hoy esta potencialidad de un bloque transformador que se piensa como alternativa al PP y al PSOE, y que trata de evitar el ensimismamiento nacionalista, ha perdido fuerza. Lo que podía haber sido una palanca de cambio es hoy más bien un laberinto en el que las fuerzas transformadoras han perdido su capacidad y voluntad de agregación.
Se ha impuesto una ceguera de la que es difícil escapar cuando parece no haber otro horizonte que las decisiones judiciales y las proclamas y actos políticos en los que se pudre el debate político que tendría que haber sido y no ha sido. Sin embargo, hay más movimientos sociales que mantienen el carácter de fuerzas transformadoras de fondo. Que suman y proponen, pese al ambiente de extravío y frustración que se nos pega a la piel para regocijo de las fuerzas conservadoras y los que creen que cuanto peor, mejor.
Las mujeres organizadas en asociaciones y plataformas feministas son una bocanada de aire fresco, de aire que viene de lejos, que mantiene su urgencia, que no se enreda en los colores de las banderas estatales, neo-estatales… porque la violencia contra las mujeres, su explotación, no se frena en una u otra patria, en una u otra bandera. El 8 de marzo fue un momento de esperanza transformadora.
El otro momento de esperanza transformadora ha sido la reivindicación de los y las pensionistas. En la reivindicación se habla de lo común, de la sociedad que estamos construyendo y que vamos a dejar a los que han de venir. Se habla de dignidad compartida, solidaria, que supera el estricto interés particular.
En los dos casos, se trata de fuerzas transformadoras que suman energías sociales que entroncan con las aspiraciones sociales y políticas transversales. Son, y pueden serlo aún más, auténticas palancas de cambio social y político en un tiempo de extravío y frustración.
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3 /
2018