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Juan-Ramón Capella

Las lenguas en el sistema constitucional

Vivimos en una lengua, y a veces en dos. La lengua es nuestra patria; ¿tenemos dos patrias si conversamos con nosotros mismos en dos lenguas? No podemos interiorizar órdenes sobre nuestra lengua o nuestras lenguas. ¿Es de veras necesario un derecho sobre las lenguas?

Salir de la oscura noche de la negación de los derechos hizo necesario hablar de la lengua en la Constitución. Pese a una entrada catastrófica —la sintaxis del artículo 3 de la Constitución, sintaxis cuyo único interés es haber dado lugar a una excelente reflexión de Rafael Sánchez Ferlosio—, el texto constitucional no dispuso mal. Se limitó a establecer la oficialidad del lenguaje y a imponer el deber de conocer el lenguaje oficializado.

Y así:

La lengua oficial del Estado es el castellano. Todos deben conocerlo, pero a nadie se le obliga a hablarlo ni a no hablarlo.

Se da por supuesto que las comunidades autónomas vasca, gallega y catalana tendrán lenguas cooficiales.

De modo que el derecho constitucional sobre las lenguas empieza y termina aparentemente en las lenguas elegidas por las instituciones públicas para comunicarse en sus propios ámbitos. Salvo por el deber de conocer el castellano (y el derecho de usarlo y de no usarlo) los ciudadanos parecen quedar al margen —a salvo— de esa legislación.

Nunca como respecto del lenguaje fue más cierta la afirmación de que el mejor Gobierno es el que gobierna menos. Para los gobernados, la lengua es como la religión o la irreligión: no se impone desde fuera, sino que se toma  de lo que la sociedad ofrece. Y ya puede decir misa el Gobierno.

Sin embargo, previsoramente, el Estatuto Catalán de 1931 sí había entrado a legislar —para reconocer derechos, no para imponer deberes— sobre los derechos lingüísticos de los ciudadanos. Su art. 2 decía: «Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con los Tribunales, autoridades y funcionarios de todas clases, tanto de la Generalidad como de la República.» Y ese amable que prefieran —en cada caso— se estipula incluso antes de definir las lenguas oficiales: «El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial de Cataluña». A partir de aquí aquel Estatut establecía las modalidades de un bilingüismo bien temperado, sobre todo en el ámbito documental y judicial.

Se ha mencionado el precedente republicano porque al constitucionalismo lingüístico español actual le ha pillado el toro; o, más bien, le han pillado los correbous.

Pues, efectivamente, la represión franquista del catalán, el vasco y el gallego iba a ser objeto de reparación por las nuevas comunidades autónomas. En unas, lentamente, dada la ignorancia de la lengua cooficial entre la mayoría de la población, como en el País Vasco; en otras, aceleradamente, a paso de carga, con políticas lingüísticas activas: el caso de Cataluña. El nacionalismo gobernante de sus instituciones pretendió desde el principio lo que llamó la normalización del catalán.

Normalizar significaba convertir aquella lengua entonces socialmente minoritaria en vehículo de expresión lingüística habitual en Cataluña. La Generalitat instituyó medios de comunicación públicos pagados por todos pero que se expresaban exclusivamente en catalán; subvencionó a medios privados en esta lengua; estipuló niveles elevados de conocimiento del catalán previos a cualquier concurso a empleo público; creo centros de normalización lingüística en todas sus dependencias relevantes; e impuso, como si cualquier otra solución fuera simple franquismo, el franquismo al revés de la inmersión lingüística en la primera enseñanza.

[En consecuencia, nunca el catalán ha sido hablado por tantas personas; nunca sus reglas gramaticales han sido tan maduradas. Nunca como ahora ha producido una cultura literaria de tanto valor. Nunca ha habido una población tan instruida en esa lengua.]

Al margen de las instituciones catalanas subsistió durante algún tiempo la buena educacion en materia lingüística: todo el mundo procuraba adaptarse a usar la lengua de quien más dificultades de expresión tenía. Eso acabó viniéndose abajo con las polvos del nacionalismo y los lodos del independentismo. Que necesitaban algún concepto nuevo para legitimarse. Las sentencias del Tribunal Constitucional acabaron suministrando uno: el concepto de lengua propia.

Con la noción de lengua propia se define a la lengua oficial no castellana como propia de un territorio o de una entidad histórica. Y por ello se la convierte en preferente. La cooficialidad de las lenguas no se anula: simplemente queda en segundo plano. Claro que a costa de una monstruosidad conceptual.

Y es que si las personas tienen una lengua, y la hablan, y si las instituciones pueden establecer jurídicamente una lengua de comunicación, y emplearla, lo cierto es que ni los territorios ni las entidades históricas hablan.

El Tribunal Constitucional, viéndoselas día sí y día también con las exigencias lingüístico-nacionalistas de la Generalitat de Catalunya, acabó dando el gran salto al abismo: salir del plano de la lengua oficial al ideológico plano histórico-lingüístico. Decir que la lengua propia de Cataluña es el catalán es equivalente a decir que la religión propia de Cataluña es la católica. Ambas cosas parecen verdad. Pero no lo son. Porque no es Cataluña la que tiene o no tiene religión o lengua: son los catalanes. Algunos catalanes profesan el catolicismo; otros, no. Algunos catalanes consideran que su lengua propia o materna es el catalán: otros, quizá la mayoría, no. La mayoría tiene una cualquiera de las lenguas o las dos. Pero la Cataluña, como cuestión de hecho, no habla. No puede tener lengua, propia o impropia. Sin embargo ese pseudoconcepto se convirtió jurídicamente en operativo. En operativo para constituir el espacio ideológico-cultural de la independencia de Cataluña.

Hay que salir de este mal paso con naturalidad. Las lenguas son de las personas. Que no las usen contra ellas. Desgraciadamente lo hizo el franquismo y ahora juega con ellas el nacionalismo independentista.

 

[Fuente: infoLibre.es]

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2018

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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