Skip to content

Pilar Lucía López

La muerte de un mantero

Un hombre de treinta y cinco años, Mame Mbaye, ha muerto desplomado, después de una carrera con su carga al hombro, justo cuando llegaba a su casa. Era un mantero, de origen senegalés que vivía en el barrio de Lavapiés.

Yo no he sido testigo de nada, por eso fui a informarme en la plaza de Nelson Mandela donde se concentraban sus compatriotas y algunos otros vecinos de distintos países.

Los periodistas se afanaban en captar imágenes y obtener relatos de lo sucedido.

Algunos se recreaban en las seis biciMAD que habían sido incendiadas por unos chavales que nada tenían que ver con los presentes. Se acercaban con sus micrófonos y cámaras a los senegaleses, pero estos no querían hablar. Tenían gestos de dolor y de desconfianza. Había indignación y miedo a partes iguales.

Las mujeres africanas formaban un corro lamentando la muerte y pidiendo justicia. Algunas lloraban y se consolaban unas a otras con abrazos. Otras reprochaban a algunos jóvenes españoles que hubieran quemado las bicis y arrojado piedras.

— “Así no ayudáis, así mucho peor para nosotros”, decían con enfado hacia ellos.

Una de ellas, muy esbelta, con su traje verde y un niño a la espalda, me explicaba quién era Mame.

— “Era un hombre muy bueno y honrado. Solo quería ganar unos pocos euros al día que ahorraba para atender a su familia. Vivía con otro amigo en un piso pequeño”.

— “Él no eligió ser ilegal”, añadió otra mujer con pañuelo rosa. “Él llevaba quince años pidiendo los papeles y no se lo concedieron. Él tenía que vivir y comer, ¿no? como cualquiera. Es o no un derecho humano, ¿eh?”.

Otra mujer marroquí me contó que ella sí estuvo allí y que le vio caer tendido en el suelo con los brazos abiertos. Llegó a hacerle un masaje cardíaco que me explicaba cruzando las palmas de sus manos. Después la separaron y llamaron a la ambulancia que llegó demasiado tarde. El corazón de Mame no aguantó tanto tiempo.

Un joven senegalés que nos estaba escuchando me dijo que él conocía a Mame y conectó su móvil para enseñarnos fotos de su amigo.

— “Mira aquí está con su equipo de futbol Lavapiés. Era bastante bueno”, y señalaba a un joven alto y fuerte que lucía orgulloso la camiseta blanca de su barrio.

Después nos enseñó otras en las que estaba en la asociación vecinal participando en actividades para el barrio. También era activista por los derechos de los senegaleses. En todas sonreía.

— “Era un hombre honrado y muy buen trabajador”, repetía el amigo. “Mame fue como siempre a su puesto de mantero, en la Puerta del Sol. Vendía bolsos y gafas, nunca nada malo. ¿Por qué nos persiguen?”

Luego me explicó que todos los manteros tienen que comprar previamente su mercancía. Por eso corrió Mbaye como un atleta de maratón cuando le perseguían: se jugaba la ruina, cárcel o la deportación. Por eso no tiró la manta en la carrera. La vida le iba en ello y aquí se le escapó.

Una mujer joven, también senegalesa, con el pelo teñido de rojo intervino dolida:

— “Somos personas, sabe, no somos ilegales. Eso lo dice la Ley de Extranjería. Si no tienes papeles no encuentras un trabajo. Y si no hay trabajo, no te dan los papeles”.

Mame Mbaye era ilegal por esa ley perversa que mantiene a los emigrantes en ese eterno bucle-trampa que explicaba la joven.

Podrán decir que fue un accidente, que tendría alguna cardiopatía previa o lo que quieran para justificar una muerte anunciada.

Su muerte fue consecuencia de una política racista y criminal que casi nadie cuestiona, ni protesta por ella. Nos han implantado un chip en la cabeza que nos hace confundir lo legal con lo justo.

— “¿Es justo que nos queramos ganar la vida o no? ¿Por qué no nos dejan? ¿Por qué no dan papeles? Somos personas y todas tenemos la misma sangre roja”,  volvía hacia mi sus interrogaciones y yo solo podía mirarla como hermana.

Era la mujer del traje verde que hablaba con gran sensatez y autoridad en un castellano casi perfecto.

— “Dígame señora, ¿es usted más persona que yo? ¿Por qué?”, me miró a los ojos esperando respuesta.

Una periodista me pidió que explicase cómo me sentía yo como vecina. Pensé que mi importancia era minúscula en medio de este drama y les pedí a ellas que hablasen para que se conozca su historia. Volvieron a negarse. No esperaban ayudas de la prensa y su temor era palpable.

La pregunta seguía removiéndome y generando muchas dudas. Las dos éramos personas y mujeres. Las dos teníamos los mismos derechos en teoría, pero no era cierto.

Lo real es que yo no sentía miedo de hablar con la prensa y que nadie me persigue porque he nacido aquí. Que jamás me pedirían papeles en las mismas calles que ella y yo atravesamos diariamente. Que los 14 kilómetros que separan un continente de otro, en el Estrecho, es la distancia de una injusticia social inmensa.

Veo pasar una bandada de gansos que emigran hacia el norte en forma de ala delta. Pienso que hasta las aves tienen más derechos que Mame o cualquiera de estas personas. Ya nadie recuerda que la Humanidad sobrevivió gracias a buscar nuevas oportunidades en nuevos territorios.

Descansa en paz Mame Mbaye, los que no debemos descansar somos nosotros hasta conseguir que en esta tierra que habitamos quepamos todos sin distinciones.

 

[Fuente: cuartopoder.es]

19 /

3 /

2018

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

+