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Giaime Pala

Enric Prat de la Riba y el artículo 155

Históricamente, a la izquierda catalana le pasó con Enric Prat de la Riba (1870-1917) lo mismo que les pasó a los republicanos franceses con Tocqueville o a Gramsci con Cavour, es decir, que combatía su legado ideológico al tiempo que se sentía atraída por su ingenio político y su talento práxico. No es para menos. No hace falta compartir sus ideas para reconocer que Prat, de quien este año se conmemora el centenario de su muerte, fue el político catalán más importante del siglo XX; el hombre que mejor entendió su tiempo y que supo presentar una estrategia política ciertamente incisiva. No es de extrañar, pues, que siga siendo objeto de estudio por parte de los historiadores. Y, sobre todo, que su pensamiento continúe inspirando a no pocos partidos y movimiento nacionalistas de Cataluña.

Con todo, creo que estos mismos partidos y movimientos aún no han sabido realizar una lectura –por así decirlo− laica y secularizada del ideario de Prat. Quiero decir, una lectura que ubicara su pensamiento en el contexto histórico en que fue formulado (muy diferente del nuestro). Y que, por tanto, identificara aquellas partes que han caído en la obsolescencia histórica y política. Cito aquí la que más me llama la atención: la visión que tenía Prat del Estado español de su época. Para el fundador de la Lliga Regionalista, el Estado era una estructura técnica por lo pronto incapaz de proporcionar los servicios administrativos y sociales indispensables para una sociedad que aspirara a ser moderna; y en segundo lugar, altamente disfuncional y con una propensión a suplir con la fuerza sus debilidades políticas. Lisa y llanamente: en España, y máxime en Cataluña, el Estado eran guardias civiles y capitanes generales poco proclives al diálogo y funcionarios holgazanes (y casi siempre procedentes de Castilla). Más allá del relato nacional que alimentaba y sustentaba las reivindicaciones políticas de la Lliga, un ente como la Mancomunitat (1914-1923/1925), o sea una “estructura de Estado” ante litteram, se justificaba en nombre de las necesidades de una sociedad más compleja que la castellana, que precisaba una administración más eficiente y que proporcionara cuadros técnicos de nivel a su aparato industrial. Esta visión era a la sazón sustancialmente correcta. Y el éxito de la Lliga se debió en buena parte a su capacidad para interpretar las exigencias materiales de una burguesía diferente de la del resto de España. Y por ende, de convertirla políticamente en una “clase nacional”.

Sin embargo, hoy esta visión del Estado español ya no corresponde a la realidad. Y uno de los límites de los soberanistas catalanes es precisamente el seguir creyendo en este esquema pratiano. Actualmente, el Estado español es una estructura técnica harto poderosa (y digo harto sólo porque no llega al nivel de sofisticación que tiene en algunos países europeos como Francia o Alemania) y diversificada. Está formada por inspectores de Hacienda, contables y economistas, abogados del Estado, diplomáticos, funcionarios cualificados, etc., que pasaron por oposiciones durísimas y que poseen una excelente formación profesional. Se trata de una estructura que se empezó a gestar en los años del desarrollismo opusdeísta y que se ha ido potenciando y mejorando a partir de la Transición. Pues bien, la clase dirigente catalana nunca ha acabado de registrar este hecho pese a las numerosas evidencias que se encontró en su camino. Recuerdo que políticos como Antoni Castells constataban, en los años del Tripartito, que las negociaciones con los funcionarios de Hacienda y Economía acerca de las transferencias del Estado a la Generalitat se les convertían en una suerte de terreno pantanoso por la excelente preparación de los economistas de Madrid. Y hasta un liberal independentista como el economista Xavier Sala i Martín siempre recomendaba no subestimar al Estado. En vano. En el imaginario colectivo, y más aún en el imaginario nacionalista, el Estado era una estructura que podía ser lentamente sustituida por una Generalitat en fase de expansión, lo cual es cierto, pero también doblegada por una acción política coordinada y potente. Lo cual ha resultado falso. El Estado español (que no ha de identificarse sólo con el gobierno del PP), mal que pese, es y seguirá siendo sólido. Una muestra de esta solidez es su aplicación del artículo 155. Contrariamente a lo que pensaban muchos cuadros e intelectuales de Junts pel Sí, que vaticinaban una debacle de los Ministerios a la hora de gestionar Cataluña, el Estado ha controlado tanto el territorio como la administración de la Generalitat en 48 horas. Ahora sabemos que estaría en condiciones de gestionar las funciones establecidas por el Estatut, y el último presupuesto aprobado en el Parlament, ad eternum. El problema es sólo y exclusivamente político. En fin, de legitimidad política. Aquí sí que el Estado tiene un problema de envergadura que no podrá soslayar durante mucho más tiempo. Se trata, en todo caso, de una dimensión que nada tiene que ver con la gestión técnica de la Generalitat que está llevando a cabo ahora.

Si de algo han servido estos últimos tres meses es para entender que la “unilateralidad”, entendida como prueba de fuerza del gobierno catalán para doblegar al Estado, ha fracasado y que cualquier solución a la crisis catalana, incluida una que pase por un referéndum de libre determinación, se concretará a través de la negociación política. A esta conclusión ya han llegado el PDeCAT y ERC, si bien, por obvios motivos, la explicitarán definitiva y claramente sólo después de las elecciones del 21 de diciembre y en el marco de una autocrítica que será más o menos amplia en función de los resultados electorales y de cómo acabará la cuestión de los presos. Para estos partidos será importante −y probablemente algo complicado− explicarles a sus bases que, de cara a la articulación de una política más viable y adherente a la realidad, es menester abandonar cuanto antes la visión pratiana del Estado español. Y que, sobre este tema, más vale leer a Max Weber que al gran político de Castellterçol.

27 /

11 /

2017

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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