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Albert Recio Andreu

El folletin catalán

I

Escribir sobre la política en Catalunya (y ahora toda la política española se resume en Catalunya) es participar de un folletín interminable donde al final de cada entrega subsiste una tensión abierta para el siguiente episodio. Un folletín que absorbe el interés de la gente y que acaba colonizando cualquier debate público.

Tras la aplicación del 155 y el encarcelamiento de una parte de los líderes del procés, hemos entrado en una nueva etapa en la que los principales actores están tratando de recomponer su personaje con vistas a las elecciones del 21-D y el período posterior.

El bando unionista ha tratado de presentarse como el único responsable, exclusivamente interesado en la vuelta a la normalidad (entendida como la aplicación de la ley violada por el bando independentista). Y aunque posiblemente la forma de aplicar el 155 ha sido menos brutal de lo que cabía temer, no faltan las salidas de tono ni las maniobras sucias, como la protagonizada por el fallecido fiscal general del Estado para utilizar la Audiencia Nacional como ariete contra los políticos independentistas, el recurso al delito de odio para perseguir las expresiones discordantes, las declaraciones altisonantes sobre la manipulación de la escuela catalana o la intervención en el conflicto de los bienes de Sigena antes de que concluya el proceso judicial (un conflicto en sí mismo estúpido, pero inflamado por las dos partes en clave territorial). Son actuaciones que desmienten el espíritu de moderación y que sólo sirven para atizar el conflicto, dando carnaza al bando propio y argumentos al discurso victimista de la otra parte.

El bando independentista es el que ha combinado una gama más variada de respuestas, y hay que reconocer a sus guionistas su enorme creatividad a la hora de rehacer el argumento y a sus principales actores su aplomo a la hora de cambiar de discurso. En la postura actual de los líderes de ERC y del PDeCAT se combinan diferentes planos argumentales. En primer lugar el victimista, el de los presos políticos y el exilio, el de utilizar cualquier intervención de la otra parte como muestra de un expolio y un estado de excepción, el más útil para seguir movilizando a sus propias bases. En segundo lugar, el de la marcha atrás: “no declaramos la independencia, acatamos la aplicación de la ley, queremos el diálogo, no la unilateralidad”. Un discurso dirigido al enemigo, a evitar la represión, a volver a encontrar espacio en el juego institucional. Es un discurso totalmente contradictorio con el primero y, sobre todo, con todo lo planteado en los meses anteriores al 1-O, pero necesario cuando su ilusorio discurso sobre las posibilidades de la independencia ha chocado con la realidad de una comunidad internacional completamente opuesta a facilitarla. Aunque contradictorios, ambos discursos se apoyan entre sí, especialmente a la hora de mantener predicamento en su base social: “rectificamos no porque nuestro proyecto fuese erróneo, pasara por alto la correlación de fuerzas y fuera inviable desde el principio, sino porque el nivel de la represión es insoportable y preferimos cambiar de rumbo a exponer al pueblo catalán a un sufrimiento intolerable”.

Hay que reconocer que, si alguien ha sido capaz de manejarse con maestría en esta recreación de la historia, ha sido la antigua Convergència, un partido que hace tiempo que ha perdido la hegemonía electoral pero que cada vez nos sorprende con una nueva jugada que le permite mantener una gran parte del poder político efectivo en Catalunya. La creación de Junts pel Sí, cuando Artur Mas consiguió imponer la lista única a una ERC que hubiera ganado de calle las elecciones de 2015, fue una primera muestra. Y ahora la operación Puigdemont, con su autocreado exilio, en que la utilización de la ANC para fabricar una lista del president supone de nuevo un freno a las expectativas de ERC, y en que la apelación a que es el presidente legítimo (cuando su compromiso al ser proclamado era que dejaría el cargo cuando se proclamara la independencia…) constituye una nueva operación para consolidar la presencia institucional del PDeCAT; un partido que se camufla en la actual campaña electoral, cuando sus dirigentes han reconocido que en la práctica renuncian a la proclamación de la República Catalana.

Los cambios de discurso, la facilidad con que algunos pasan pantallas con suma facilidad, sonarían a farsa si no fuera por los efectos sociales que generan estas maniobras y si las rectificaciones sirvieran para buscar salidas reales a la situación. Pero más bien parece que vamos a entrar en una nueva fase en la que viviremos la enésima versión del conflicto “España contra Catalunya” en forma de demanda de una negociación bilateral y en que cada parte va a culpar a la otra de todos los problemas que generan sus propias decisiones, sus insuficiencias y los muchos problemas creados por el capitalismo español y las políticas neoliberales.

II

El mayor mal que ha generado esta dinámica política ha sido la formación de dos bandos encerrados en sí y el deterioro de la cultura democrática y de las propias instituciones democráticas. Un proceso en el que la polarización de los medios de comunicación no hace sino reforzar los prejuicios de la gente, reafirmarse en sus convicciones e impedir un verdadero debate social que tienda puentes. En Catalunya esto es más visible porque contamos con medios de comunicación orientados al público independentista y con medios estatales. En el resto de España, el discurso es mucho más monocorde y ayuda a reforzar la idea de que la manipulación sólo se produce en los medios catalanes. Pero en ambos lados predominan los mensajes unilaterales, cuando menos subliminales, para el consumo de las diferentes parroquias.

El deterioro democrático en el conjunto de España es obvio en muchos ámbitos. La manipulación realizada por el PP —gracias a su control de parte del aparato judicial y de los medios de comunicación, a la aprobación de leyes que recortan derechos y a su desprecio sistemático hacia las demandas democráticas de la oposición parlamentaria— es obvia, y su ámbito supera con mucho el del conflicto catalán. Se extiende al conjunto de las políticas estatales. Pero el conflicto actual le ha dado nuevas oportunidades de legitimarlas con la apelación constante al cumplimiento de una legalidad deificada, la focalización de un “enemigo exterior” y la neutralización de un PSOE que podía volver a resucitar. El único problema para el PP es que uno de sus aliados, Ciudadanos, se ha apuntado con tanta eficiencia a la campaña que amenaza con convertirse en un duro rival electoral. Y si la derecha usa la lucha identitaria como eje de su posicionamiento social, lo que peligra es, una vez más, la democracia.

La democracia es también el reclamo del independentismo. La mayoría de las personas que defienden esta opción viven el conflicto en estos términos: es el Estado español el que no deja votar, el que mandó aporrear a la gente cuando votaba, el que se niega a reconocer un mandato mayoritario del pueblo, el que encarcela a personas por defender posiciones políticas. Más aún, una parte de esta población se declara independentista por considerar que ésta es la única vía para escapar a la autoritaria política de la derecha española. Y esta visión en blanco y negro de la realidad, esta exageración de los tintes antidemocráticos de la política española, contrasta con la beatificación democrática de todas las intervenciones de la política independentista. Da por buena la celebración de un referéndum en el que ha sido imposible realizar un debate sereno, documentado, de los pros y contras de la independencia (no sólo porque el gobierno de Madrid lo ha impedido, sino también porque los medios locales han sido utilizados básicamente como medios de propaganda). Da por democrática una votación en la que no ha existido ninguna garantía formal. Da por bueno que una votación en que el “sí” no llega ni al 50% de la población es suficiente para declarar la independencia. Y, lo peor de todo, convierte a cualesquiera opositores a los postulados independentistas en meros antidemócratas.

Esta población que ha sido abducida por un relato poderoso sobre la superioridad moral del independentismo (basado en parte en agravios reales como el del Estatut y en la crítica al comportamiento bochornoso del PP en muchos campos) es incapaz de reaccionar ante la evidencia de que el proceso que culminó con la DUI era, cuando menos, una insensatez y una vía muerta. Por eso el gran peligro de la situación actual, evidente en Catalunya pero extensible al resto del Estado, es la consolidación de dos espacios sociales cerrados en sí mismos, incapaces de dialogar y de tender puentes, incapaces de avanzar en verdaderos procesos democráticos de tipo deliberativo. Donde lo racional queda subsumido por una enorme carga emocional y la adscripción a uno u otro grupo impone una peligrosa disciplina social.

III

La izquierda es la gran perdedora en esta dinámica, tanto la izquierda alternativa que en Catalunya representan Els Comuns como el moderadísimo centroizquierda del PSC. Por más diferencias que existan entre ellos, son las dos únicas fuerzas que han tratado de plantear soluciones alternativas al conflicto, reivindicando un referéndum pactado en el primer caso y un etéreo federalismo en el segundo. Y ambas corrientes han sido vilipendiadas por los aparatos mediáticos de los dos lados.

Para el PSOE-PSC, el envite catalán ha quemado en gran medida las posibilidades de Pedro Sánchez de presentarse como una alternativa estatal. Al alinearse indiscriminadamente con la aplicación del 155 ha acabado por guardar silencio ante los desmanes del PP (por ejemplo, renunciando a plantear en el Congreso la crítica a la operación policial del 1-O), y corre el peligro de acabar ninguneado por el bloque centralista de PP-Ciudadanos. En Catalunya ello ha deteriorado la capacidad del partido de tener un discurso propio (incluso provocando la huida de algunos alcaldes significativos) y lo ha abocado a buscar aliados en sectores de la derecha catalana no independentista (los restos de la muy reaccionaria Unió Democràtica).

Para Els Comuns en particular, y para Unidos Podemos en general, es evidente que su toma de posición tiene un potencial coste electoral (hasta ahora sólo reflejado en las encuestas), no sólo en el resto de España sino posiblemente en Catalunya. Els Comuns son un fiel reflejo de la situación catalana, en que el independentismo es claramente mayoritario en el medio rural y ha ganado predicamento entre amplios sectores de las clases medias urbanas (los asalariados con educación y los restos de la pequeña burguesía comercial), y, en cambio, es claramente minoritario entre la clase obrera industrial y de servicios (en poblaciones y barrios donde han obtenido los mejores resultados). Esta tensión se ha reflejado internamente a raíz del debate (y la votación) sobre la continuación del pacto con el PSC en el Ayuntamiento de Barcelona, y quizá pueda volver a repetirse en el futuro.

La propuesta de Els Comuns-Unidos Podemos de seguir apostando por un referéndum negociado es valiente, pero en el contexto actual posiblemente no es viable a corto plazo, ni tiene capacidad de cambiar la situación ni es seguro que vaya a consolidar este espacio. La inviabilidad a corto plazo es obvia para todos los actores sociales. No tiene capacidad de cambiar porque difícilmente va a conseguir, al menos a corto plazo, romper los caparazones en los que se han encerrado los campos enfrentados, especialmente el independentista, receloso de todo lo que provenga de fuerzas con alianzas estatales e incapaz de llevar a cabo una autocrítica profunda de lo que ha significado el procés. Ha habido demasiado calentamiento emocional como para que en un breve plazo de tiempo se produzca una reflexión social serena y un cambio de actitud. Y difícilmente este espacio se podrá consolidar sobre la base de un posicionamiento sobre la cuestión nacional, que es, precisamente, aquel en el que existe una mayor división interna.

Es cierto que el discurso de Xavier Domènech y los demás líderes plantea propuestas necesarias tanto de reforzar las cuestiones sociales, ecológicas y de género en las propuestas políticas como de optar por una salida más constructiva y transversal de la cuestión nacional. Pero es una respuesta que, para consolidarse, requiere de tiempo y de otro tipo de procesos sociales. Y tiempo es lo que no hay en la convocatoria electoral. Ni lo habrá en los debates sobre la formación de un nuevo gobierno tras las elecciones. Una situación en la que es posible que el puñado de escaños de Els Comuns sean decisivos y en que acecharán los peligros de todo tipo, peligros ya visibles en la hostilidad de la mayoría de los medios de uno y otro bando. Si no quieren naufragar en el intento junto con la campaña electoral, se debería hacer un esfuerzo discursivo sobre qué hacer tras el 21-D, qué propuestas lanzar para romper la perversa dinámica actual, para no acabar cayendo en manos de proyectos ajenos. Sobre cómo construir una nueva dinámica social sobre las ruinas que ha dejado el procés. No es tarea fácil. El folletín sigue prometiendo nuevos sobresaltos.

30 /

11 /

2017

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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