La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Andreu Espasa
Las raíces históricas de la victoria de Trump
En la noche electoral del 8 de noviembre, cuando todavía no se había cerrado el escrutinio definitivo, muchos comentaristas liberales y progresistas empezaron a identificar al presunto culpable de la inminente victoria de Donald Trump: los blancos de clase trabajadora. Los trabajadores blancos, decían, son ignorantes y racistas, incapaces de captar las complejidades de la globalización neoliberal y de votar en función de sus auténticos intereses. La hipótesis liberaba a estos mismos comentaristas de un ejercicio de autocrítica gremial —a fin de cuentas, casi todos ellos habían pronosticado una rotunda victoria de Hillary Clinton— y, al mismo tiempo, tranquilizaba la atormentada conciencia de la clase media progresista. Como chivo expiatorio, resultaba, sin duda, bastante conveniente. Sin embargo, a medida que disponemos de estudios socioelectorales más detallados, las acusaciones contra los trabajadores blancos por la victoria de Trump resultan cada vez más cuestionables. Tal y como ha señalado Eric Sasson en The New Republic: “Los votantes que Clinton perdió realmente —los que buscaba y en los que confiaba para la victoria— eran blancos educados en la universidad. […] Entre los blancos con estudios universitarios, sólo el 39% de los hombres y el 51% de las mujeres votaron por Clinton”. Cuando se analizan los datos de los votantes en función del ingreso, resulta que Clinton ganó claramente entre los votantes con ingresos menores a 49.999 dólares al año —de ahí su victoria en el voto popular— y perdió por un ligero margen entre los votantes con ingresos mayores a esta cantidad. En una sociedad menos pendiente de las divisiones raciales y menos sesgada por las pulsiones clasistas de sus opinólogos, probablemente el titular hubiera sido algo así como: “La clase media, los ricos y un sistema electoral injusto dan la victoria a Donald Trump”.
Tampoco han faltado los comentaristas que han hecho el esfuerzo de enmarcar la victoria de Trump como un fenómeno que escapa a las fronteras estadounidenses. El presidente electo norteamericano ha sido comparado con mejor o menor fortuna con líderes tan dispares como el ruso Vladimir Putin y el venezolano Nicolás Maduro, aunque la analogía más recurrente es la que se ha establecido entre su sorprendente victoria y el también inesperado resultado del referéndum británico sobre la permanencia en la Unión Europea. En ambos casos, la derecha habría sido capaz de canalizar con éxito las frustraciones de amplias capas populares ante la globalización. Más allá de los problemas inherentes a intentar comparar un referéndum con una elección presidencial, el énfasis en vincular el Brexit con la victoria del candidato del Partido Republicano tiene el defecto de eclipsar la relevancia de algunos factores históricos nacionales que podrían ayudar a entender mejor el éxito de Trump.
El divorcio institucional entre economía y democracia
Entre las tendencias históricas más relevantes, cabe destacar la desconexión entre la política económica y el debate democrático. Resulta especialmente sorprendente que esta tendencia se haya consolidado en Estados Unidos, un país donde los intelectuales públicos suelen ser economistas y cuya población informada tiene un nivel de conocimiento económico verdaderamente notable. En las últimas elecciones presidenciales, el debate económico ocupó un lugar marginal. De hecho, las diferencias parecían reducirse a cuestiones de reforma fiscal y comercio internacional. El estrechamiento del debate económico es la culminación de un proceso que viene de lejos. En las elecciones de 1896, el principal tema de campaña fue la política monetaria: el candidato demócrata, William Jennings Bryan, reclamaba un sistema monetario bimetálico —plata y oro— para estimular la economía y reducir el peso de la deuda agraria, mientras que los republicanos apostaban por el patrón oro. En las elecciones de 1912, los dos principales candidatos a la presidencia, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson, dieron prioridad a la cuestión de los monopolios: Roosevelt era partidario de una regulación estricta, mientras que Wilson apostaba por la fragmentación. Dos décadas después, durante la Gran Depresión, el debate económico se abrió hasta el extremo de exigir una reintrepretación actualizada de la Constitución. Como resultado, la intervención económica del gobierno en la economía creció en volumen y en compromisos sociales. Sin embargo, con el tiempo, y especialmente a partir del éxito del neoliberalismo en los años setenta, partes importantes del debate económico desaparecieron de la agenda política, ya fuera de forma legal —la política monetaria ya había salido del debate público gracias a la doctrina sobre “la independencia de la banca central”, restablecida, en principio, por el Acuerdo de 1951— o por la creación de consensos en la élite política y económica —por ejemplo, sobre la preferencia teórica hacia los “presupuestos equilibrados” o de “déficit cero”, la apuesta por la represión salarial como principal medida para mantener la competitividad, etc.
Paralelamente, tras los convulsos años sesenta y principios de los setenta —movilizaciones por los derechos de las mujeres, por los derechos civiles de los afroamericanos y por el fin de la guerra de Vietnam— los debates identitarios y las llamadas guerras culturales ganaron importancia. Temas como la inmigración, el aborto, el bilingüismo en la educación o los programas para favorecer las oportunidades de ascenso social de las minorías ocuparon el vacío que dejaba el divorcio entre economía y democracia. Se trataba, pues, de un contexto idóneo para el surgimiento de una derecha popular, centrada –a la ofensiva– en las guerras culturales y capaz de reunir apoyos entre una parte significativa de las clases populares, sin dejar de servir a los intereses económicos de los grandes empresarios.
Los mexicanos como “falsos inmigrantes”
De todas las posibles batallas culturales, Trump ha optado por concentrarse en los sentimientos antiinmigración contra los mexicanos. La justificación para elegir a México como principal enemigo interno y externo tiene su versión más sofisticada en el libro del politólogo Samuel Huntington, Who Are We? The Challenges to America’s National Identity (2004), y la versión más vulgar en la obra de la tertuliana Ann Coulter, Adiós, América!: The Left s Plan to Turn Our Country Into a Third World Hellhole (2015). Más allá de las racionalizaciones de Coulter y Huntington —“los mexicanos no se asimilan porque son un grupo demasiado numeroso, que habla español y que puede visitar a la familia sin recorrer grandes distancias”, “el crecimiento de la comunidad mexicana es peligroso porque podrían terminar reclamando el inmenso territorio perdido por el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848”, etc.—, el problema real es que la derecha norteamericana necesita explotar el sentimiento xenófobo y, al mismo tiempo, debe respetar el consenso nacional surgido en los años treinta según el cual Estados Unidos es una nación de inmigrantes con orígenes nacionales diversos, pero con un mismo objetivo compartido de querer prosperar en una tierra de oportunidades a través del esfuerzo individual y la ausencia de discriminaciones por motivos étnicos ni —y esta es la creencia central del American Dream— por el origen social. Es decir, una democracia del mérito en contra de las injusticias del azar de cuna.
Ante la imposibilidad de cuestionar la inmigración per se, la derecha estadounidense distingue constantemente entre inmigrantes legales e inmigrantes indocumentados. Implícitamente, también señala a los inmigrantes mexicanos como un tipo de inmigración que sólo crea problemas —básicamente, competencia por salarios bajos y actividad criminal. Incluso hay un cierto movimiento dentro de la derecha norteamericana que quiere cambiar la Constitución para evitar que los nacidos en Estados Unidos obtengan automáticamente la ciudadanía. La enmienda que consagró el ius soli para la ciudadanía tiene su origen en el final de la guerra de Secesión, como medio para garantizar cierta protección legal hacia los afrodescendientes. Según Ann Coulter, el origen de esta enmienda es el pago de una deuda que Estados Unidos había contraído con los afroamericanos por haberlos esclavizado. En cambio, según Coulter, con los mexicanos no hay ninguna deuda histórica que saldar y, por lo tanto, los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos no deberían poder tener la ciudadanía. En esos mismos círculos, también se puede escuchar que los mexicanos no tienen ningún mérito como inmigrantes porque sólo necesitan sortear una frontera terrestre, a diferencia de los antiguos inmigrantes europeos, que tenían que cruzar un océano.
Guerras culturales y preocupaciones económicas
La elección de la lucha contra la inmigración mexicana como principal guerra cultural tiene que ver con otro aspecto importante de la estrategia política trumpiana. A diferencia de los otros candidatos del Partido Republicano, desde el principio Trump dio una importancia central a cuestiones económicas que puedan gozar de mucho apoyo popular. De alguna forma, y sin renunciar a la importancia de las guerras culturales, Trump optó por romper con la tendencia a divorciar la economía del debate político. En este sentido, la centralidad de la lucha contra la inmigración tiene el atractivo de funcionar en dos niveles distintos: por un lado, permite alimentar fantasías culturalistas sobre una identidad nacional amenazada por una plaga humana a la que sólo se puede frenar a través de la construcción de un muro; por el otro, las deportaciones masivas de inmigrantes indocumentados se presentan como parte de una estrategia para garantizar empleos bien pagados para los ciudadanos americanos.
Vale la pena notar que la estrategia política de Donald Trump mantiene muchas similitudes con la de Richard Nixon. Cuando en 1965 el presidente demócrata Lyndon B. Johnson puso fin al régimen de segregación racial en los estados del Sur y garantizó el derecho a voto a los negros, también liquidó, de forma consciente y simultánea, la hegemonía del Partido Demócrata en la región. Este vacío político fue brevemente ocupado por el gobernador de Alabama, George Wallace, abiertamente racista y muy popular no sólo en los estados del Sur, sino también en las zonas industriales del Midwest. En las elecciones presidenciales de 1968, Wallace ganó en cinco estados y obtuvo el 13% de los votos. Después Nixon, con mayor sutileza, articuló una propuesta para atraer a los antiguos votantes de Wallace, esto es, la llamada “estrategia meridional”. Por un lado, Nixon apelaba a las pulsiones racistas con un lenguaje codificado: concretamente, prometía un retorno al imperio de “la ley y el orden”, culpabilizando a los activistas de los derechos civiles y a los afroamericanos en general de la violencia y los disturbios de la época. Además, a diferencia de los sectores del Partido Republicano más tradicionales, tuvo un cierto acercamiento con los sindicatos. Nixon se consideraba el líder de la “mayoría silenciosa”, un modo de referirse a una mayoría popular de gente trabajadora que no tenía nada que ver con la ruidosa minoría de activistas de izquierdas. Lo cierto es que Nixon, en su objetivo de construir una derecha popular, no sólo articuló un hábil discurso en contra de las élites, sino que también adoptó algunas medidas de política económica que lo situarían a la izquierda de buena parte de la socialdemocracia europea actual: restableció controles oficiales de precios para combatir la inflación, se negó a aplicar las medidas de austeridad necesarias para mantener el sistema monetario acordado en Bretton Woods —por eso tuvo que suspender la convertibilidad del dólar en oro en 1971—, expandió algunos de los programas sociales aprobados por sus predecesores…
Como es sabido, Trump no ha tenido reparos en reciclar lemas nixonianos como el de la necesidad de restablecer “la ley y el orden” y el de representar a la “mayoría silenciosa”. Salvando las distancias, el actual presidente electo también ha adoptado un discurso que, en algunos aspectos, podría parecer tomado de la izquierda, especialmente la crítica a los tratados de libre comercio por sus efectos sobre el paro y sus promesas de estimular la economía a través de un vasto programa de modernización de las infraestructuras públicas. Trump comparte con Nixon la convicción de que, independientemente de las opiniones dominantes entre el establishment político y académico, un presidente debe utilizar la maquinaria estatal para orientar la economía en un sentido favorable a su reelección y a su lugar en la historia.
Prueba de esta actitud fueron las críticas de Trump a Janet Yellen, la presidenta de la Reserva Federal, por haber aplazado de nuevo el anunciado aumento de tipos de interés para finales de año, después del proceso electoral. Entre las élites, se considera de muy mal gusto que un candidato critique la política de la Reserva Federal, ya que supone cuestionar la independencia del banco central. De hecho, aparentemente, la crítica de Trump no cuestiona el fondo de este consenso, ya que su acusación es justamente que, según él, Yellen estaba llevando a cabo una política monetaria partidista, pensada para asegurar el triunfo electoral de Clinton. Lo que es sorprendente son las formas, es decir, la denuncia contra la Reserva Federal por parte de un candidato. Una vez se hayan celebrado las elecciones, ya está permitido criticar los efectos de la política de la Reserva Federal sobre el resultado electoral. El caso más conocido es la decisiva contribución de Paul Volcker, el presidente de la Reserva Federal nombrado por Jimmy Carter, a la victoria de Ronald Reagan en 1980, gracias a una política monetaria centrada en la lucha contra la inflación a costa de la destrucción de puestos de trabajo. El sucesor de Volcker, Alan Greenspan, también fue acusado a posteriori por George Bush padre de su derrota electoral en 1992. Teniendo en cuenta el bagaje de Trump, es previsible que, más allá de sus denuncias en periodo electoral, intentará que la Reserva Federal colabore con su programa económico, en una forma parecida a la presión que Nixon ejerció sobre el entonces presidente de la Reserva Federal, Arthur Burns, para lograr su arrollador éxito electoral en 1972.
Los neocons y el aislacionismo
En una sociedad crecientemente desigual y en la que las élites sufren un fuerte desprestigio, Trump supo jugar otra importante baza electoral al plantear una confrontación abierta con el llamado establishment de política exterior, un reducido número de diplomáticos, expertos en relaciones internacionales y veteranos políticos de los dos grandes partidos que guían la diplomacia estadounidense a partir de un consenso muy sólido, esencialmente indiferente a los vaivenes de los ciclos electorales. Como es sabido, la mayoría de neocons republicanos apoyaron a Hillary Clinton. Los neocons tienen un proyecto de hegemonía mundial que resulta incompatible con las ideas de política exterior que Trump planteó en su campaña. Trump revivió una tradición que en el lenguaje político estadounidense se suele designar con el impreciso nombre de aislacionismo. Su máximo exponente fue la organización America First, creada en los años inmediatamente anteriores a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Los enemigos del aislacionismo suelen caricaturizar esta tendencia como una expresión de provincianismo xenófobo que, en política exterior, tiene el efecto de recluir a los Estados Unidos dentro de sus propias fronteras. En realidad, el aislacionismo siempre es, como mínimo, continental, en el sentido de que nadie cuestiona la importancia de América Latina. De hecho, la centralidad que Trump otorga a México tiene que ver con la tradición continental del aislacionismo. Lo que sí es cierto es que el enfoque aislacionista pone ciertos límites a la capacidad de Estados Unidos para comprometerse militarmente en la defensa del actual statu quo en todos los rincones del planeta. El aislacionismo de los años treinta no quería saber nada de las disputas de Europa. El aislacionismo que ha exhibido Trump como candidato plantea reducir la presencia estadounidense en Oriente Medio —concretamente, se mostró muy crítico con las operaciones de cambio de régimen y de nation building. Y también ha exigido una mayor contribución de los aliados europeos y asiáticos. En caso de no hacerlo, ha amenazado con retirarse. El racismo del magnate neoyorquino también ha escandalizado a los neocons. No porque sean especialmente antirracistas, sino porque son conscientes de una de las grandes lecciones de la Guerra Fría: cuando el mundo percibe el racismo existente en Estados Unidos, la imagen de Estados Unidos en el exterior (el famoso “soft power”) queda perjudicada.
En caso de que Donald Trump cumpla una parte sustancial de sus promesas electorales, su presidencia va a suponer una ruptura importante para los consensos de política exterior y política económica de la primera potencia mundial. Sus efectos, obviamente, serán de una enorme trascendencia para todos, sobre todo en América Latina. En vez de quedar intelectualmente bloqueados en una posición de desprecio permanente por las bases electorales de la nueva derecha estadounidense, será bueno que nos tomemos en serio el desafío de intentar entender los retos y las oportunidades que plantea esta nueva etapa política.
[Andreu Espasa es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Nacional Autónoma de México. Este texto está basado en los comentarios solicitados por el periodista Antoni Trobat y parcialmente publicados en su artículo: “Més enllà de Donald Trump: una radiografia de la dreta nord-americana”, El Crític, 6 de noviembre 2016]
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2016