La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
En la muerte de Fidel Castro
El asalto en 1953 del Cuartel Moncada por Fidel Castro y un puñado de jóvenes revolucionarios cubanos fue el preludio de la lucha armada que culminó con la entrada en La Habana del ejército rebelde, con Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara a la cabeza, el 1 de enero de 1959. El gobierno que se impuso tenía rasgos poco definidos, entre nacionalistas, socialistas y populistas. Pero pronto tomó un cariz claramente socialista debido a los inmediatos intentos yanquis de derribar el nuevo régimen cuando éste dejó clara su voluntad de proceder a una reforma agraria de verdad y a otros ataques a los intereses norteamericanos. Estos intentos y el bloqueo comercial de la isla empujaron al gobierno cubano a los brazos de la Unión Soviética de Jruschov, dispuesta a apoyarlo. A este apoyo siguió la asunción por los revolucionarios cubanos de una ideología que no formaba parte de su cultura inicial: recuérdese la animadversión del PC cubano hacia quienes veían como aventureros durante la lucha en Sierra Maestra. El marxismo-leninismo proporcionó una doctrina ya codificada, con sus textos sagrados, y la influencia soviética llegó a impregnar buena parte del discurso y la práctica política del nuevo régimen. Por desgracia esta influencia tuvo un coste no insignificante para el pensamiento político: deriva dogmática y anquilosamiento. Sin embargo, el grupo dirigente cubano, en el que destacaban Ernesto Che Guevara y el propio Fidel Castro, impusieron su impronta. A diferencia de otros regímenes apoyados por la URSS, Cuba nunca fue un país vasallo de la Unión Soviética, pese a la proximidad de los Estados Unidos. Frente al estilo rígido y burocrático soviético, conservaron un frescor y unos planteamientos más románticos y radicales en una línea igualitarista y antiimperialista. El antiimperialismo no fue un adorno retórico, sino que dio lugar al apoyo activo de distintos focos guerrilleros en América Latina y de otros países del Tercer Mundo implicados en luchas de liberación, como Angola, por donde pasaron miles de militares cubanos como asesores y como luchadores, así como educadores y personal sanitario. Nelson Mandela reconoció la contribución cubana a la emancipación africana. Fidel Castro fue también una figura clave en la Tricontinental (reunida por vez primera en La Habana en 1966 para unir a los pueblos excolonizados en un frente mundial liberador) y, en general, se convirtió en una figura destacada del antiimperialismo a escala mundial. Cuba ha facilitado también procesos de paz en Guatemala en 1992 y en Colombia en la actualidad. El igualitarismo teórico se tradujo en un esfuerzo práctico permanente para impedir la cristalización de una casta privilegiada. El intento no llegó a buen puerto: la Cuba socialista vio el surgimiento de una nueva clase de funcionarios, encuadrados en el Partido Comunista, que gozaban de privilegios políticos, con acceso exclusivo a tiendas especiales y mayor libertad para viajar al extranjero, pero con niveles materiales muy poco diferenciados de los del resto de la ciudadanía. Los observadores extranjeros de la grave crisis que representó la desaparición de la URSS en 1991, el llamado «Período especial», destacan que el igualitarismo real vigente en el país hizo mucho para mantener la cohesión social y la confianza popular en el equipo dirigente en un contexto de súbita escasez.
Fidel tuvo un papel muy importante en la conservación de esta confianza popular. Claves de esta confianza fueron su carisma personal y su voluntad pedagógica, expresada en sus arengas interminables, que eran a la vez educación político-moral y ritual de comunión entre líder y masas. Fidel Castro y Che Guevara pensaban y sentían por su cuenta, más allá de las anteojeras del marxismo-leninismo oficial. En el caso de Fidel, la veracidad de sus palabras llegaba al corazón de la gente, tanto de las masas como de los innumerables visitantes extranjeros que conversaron con él. Uno de esos visitantes describía al “Comandante” como “el ama de casa de Cuba” por su preocupación por los problemas concretos de la existencia cotidiana de sus conciudadanos. Esta preocupación, loable e infrecuente en los jefes de estado, tenía sus pros y sus contras. Entre sus contras cabe señalar un estilo de gobernar que ha hecho daño en la vida pública de la Cuba socialista: la tendencia de la dirigencia política a resolver todos los problemas, en detrimento de la iniciativa de la gente y de su capacidad de autogestión. Esperar las consignas de arriba se convirtió en vicio nacional y en factor inhibidor del desarrollo del socialismo, impensable sin la iniciativa de la ciudadanía.
Los éxitos en la alfabetización universal y la escolarización, así como en el sistema nacional de salud, que, además, resistieron bien las calamidades del Período especial, son tan evidentes que ni siquiera los más acérrimos enemigos del socialismo cubano han podido negarlos. Son éxitos que revelan el compromiso real del régimen con el bienestar de la población. No son los únicos. Cuba ha desarrollado una capacidad científica sorprendente: con el 2% de la población de América Latina tiene el 11% del personal científico del subcontinente. Esto explica su potencial en las áreas de la medicina y la biología, que le ha permitido convertir en objeto de exportación estos servicios (clave en los intercambios con la Venezuela bolivariana). Otro logro ha consistido en desarrollar un sentido de comunidad que marca también una diferencia con los demás países de América Latina. El documental filmado en 2006 por Faith Morgan titulado The Power of Community revela que la supervivencia de la población cubana tras la caída de la Unión Soviética y el corte brusco del suministro de petróleo y otros artículos, entre ellos los fertilizantes para la agricultura, debió mucho a la cooperación espontánea de una población que había crecido con valores solidarios y colaborativos.
El Período especial reveló también otras cosas. Reveló que no se había adoptado un modelo económico más resiliente y autosuficiente, sino que se seguía dependiendo demasiado del monocultivo de la caña de azúcar y de su exportación, junto con la de otros pocos productos: café, tabaco y níquel. Depender de un solo proveedor de energía, la URSS, acentuaba la fragilidad de la economía del país. Al hundirse el régimen soviético, Cuba vivió un grave colapso energético y alimentario y se vio obligada a adoptar una agricultura más libre de maquinaria y agroquímicos, de manera que hoy Cuba es el país del mundo con mayor cuota de agricultura ecológica, aunque el cambio se haya debido más a la pura necesidad que a planteamientos deliberados. El cambio, sin embargo, vino facilitado por el hecho de que existían varios departamentos universitarios y centros de investigación que llevaban años trabajando en la agricultura ecológica, dato que sorprende en una sociedad donde la doctrina oficial era un marxismo insensible a los problemas ecológicos, e indica que en Cuba había vida intelectual más allá del oficialismo. Con la experiencia del colapso energético posterior a 1991 algunos observadores han lamentado que Cuba no emprendiera una línea coherente de corte ecologista, pero seguramente es pedir demasiado cuando la primera preocupación es la supervivencia. ¿Qué otro país del mundo ha emprendido esa línea?
La prensa del mundo entero no cesa de hablar del “dictador” a propósito de Fidel Castro. Es indiscutible que el régimen cubano niega la libertad de prensa y otras libertades, pero el problema va más allá del país caribeño. Cuba ha vivido durante más de medio siglo sometida a un asedio que obligaba a cerrar filas y defenderse de ataques inmisericordes. Se ha recordado estos días que Fidel fue víctima de 638 tentativas de asesinato y que hubo varios intentos de invasión. El más duro fue el de Bahía de Cochinos, con el desembarco de 1.600 combatientes, en fecha tan temprana como 1961. El bloqueo comercial, además, ha tenido efectos graves. Pero es que en América Latina todos los intentos serios de cambio social hacia la izquierda han sido derribados por la violencia directa o indirecta de los Estados Unidos: Arbenz en Guatemala en 1954, Allende en Chile en 1971, el sandinismo en Nicaragua cayó en 1990 tras diez largos años de hostigamiento militar de la “contra” financiada por los Estados Unidos. Por no hablar de la represión brutal de los milicos en Brasil, Uruguay y Argentina para exterminar la oposición radical de izquierdas, el régimen militar de Stroessner en Paraguay y del hostigamiento de iniciativas sociales emancipadoras más modestas y locales, con el secuestro, tortura o asesinato de miles y miles de sindicalistas, miembros de comunidades indígenas, líderes vecinales, sacerdotes y activistas de muchas causas a manos de bandas mercenarias al servicio de unas oligarquías implacables aliadas de los Estados Unidos —que, por cierto, no suscitan ninguna protesta de quienes ven la paja en el ojo cubano y no la viga en los ojos de nadie más. De hecho, vista la escasísima violencia política de estos sesenta años, Cuba aparece como un oasis entre los regímenes latinoamericanos, tal vez comparable sólo a Jamaica y Costa Rica. ¿Qué otro país de la región puede mostrar un balance tan pacífico? Narcotráfico, paramilitares, escuadrones de la muerte, golpismo: la historia reciente de América Latina ofrece escenarios estremecedores. Es fácil desde las atalayas europeas juzgar severamente la falta de libertades —y otras lacras, como la homofobia— de un régimen como el cubano, y es posible que se hubiera podido mejorar la situación en este orden de cosas. Pero a cien millas del gigante imperialista las amenazas se perciben con más apremio y aconsejan protegerse cuando lo que persigue el enemigo es la rendición incondicional, la renuncia a la soberanía y a la dignidad nacional. Quienes claman por la falta de libertades en Cuba deben legitimar este clamor exigiendo a los Estados Unidos y al imperialismo capitalista que dejen de una vez a los pueblos seguir su camino sin interferir ni masacrar a sus poblaciones y cesen de apoyar a los golpistas y matones que completan su trabajo sucio.
En años recientes, con la retirada de Fidel de los organismos del estado y el acceso al gobierno de Raúl Castro empezó a abrirse la economía cubana al mercado siguiendo en parte la política vietnamita del Doi Moi. Gracias a esta política, Vietnam, que antes debía importar arroz, se ha convertido en el tercer exportador mundial de este cereal, y ha experimentado mejoras en su desempeño económico. En Cuba, en varias ocasiones, se había permitido a los campesinos vender parte de su producción en mercados libres, y así habían tenido lugar incrementos significativos de la producción alimentaria. Pero los dirigentes, impregnados de un igualitarismo extremo, veían con malos ojos las desigualdades que generaban estos mercados libres: se daba marcha atrás, con el consiguiente retroceso en la producción de alimentos y el empeoramiento de las condiciones de vida de la población. La desconfianza doctrinaria hacia el mercado en general ha hecho daño; sigue paralizando o frenando los intentos recientes de Raúl Castro, más decididos que los intentos anteriores pero también erráticos. Es fácil imaginar el vértigo que se debe de apoderar de los dirigentes cubanos cuando observan la evolución de China hacia un capitalismo irrestricto. Vietnam no ha llegado tan lejos, y por eso infunde menos temor. Pero ¿cómo acabaría un Doi Moi caribeño, sobre todo teniendo en cuenta a los numerosos cubanos de Florida, dispuestos a desembarcar con sus fortunas en dólares a la primera ocasión? Fidel llegó a personificar la integridad de la Revolución, su voluntad numantina de preservar sus conquistas, incluso al precio de menoscabar el bienestar de su pueblo por un igualitarismo mal entendido. Es comprensible que mientras ha vivido haya sido un valladar frente a reformas percibidas como demasiado audaces y, en todo caso, de final incierto. Ahora la decisión estará en manos de sus sucesores.
La experiencia terrible del Período especial y de los años subsiguientes hizo sufrir una escasez dolorosa durante años, erosionó la moral pública, fomentó la corrupción, agrietó la solidaridad colectiva: por eso ha dejado tal vez un país con menos defensas y menos voluntad para seguir una senda demasiado asociada a sacrificios personales. ¿Cómo actuarán las nuevas generaciones? ¿Habrá en el país una masa crítica suficiente para sostener un socialismo renovado capaz de resistir y asumir los nuevos retos? Es posible que Cuba, como experiencia socialista, acabe naufragando también, aunque dejando muchas menos heridas que la URSS y la China maoísta y tal vez una evolución ulterior menos traumática. Ya se verá. En cualquier caso, la historia de la Cuba de Fidel Castro quedará como un ejemplo de generosidad colectiva, de solidaridad con otros pueblos y como una tentativa de mejorar la vida y de salvar la dignidad nacional en un mundo de hienas y buitres dispuestos a impedir a toda costa cualquier tentativa de emancipación de los pueblos y, de paso, a sacrificarnos a todos al servicio de sus ambiciones malsanas.
29 /
11 /
2016