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Rosa Ana Alija Fernández

No sólo de impunidad vive el hombre. También el Estado

Un replanteamiento de las estrategias para acabar con la impunidad de los crímenes del franquismo desde el derecho internacional

El lanzamiento de varias iniciativas por movimientos sociales de diversos puntos del territorio español (entre ellas la campaña Bombas de impunidad, de la que se informa en este mismo número) dirigidas a exigir responsabilidades a Italia y Alemania por los bombardeos que sus respectivas aviaciones realizaron contra población civil durante la Guerra civil española, ofrece un contexto oportuno para hacer algunas reflexiones sobre la lucha contra la impunidad frente a crímenes de derecho internacional y las estrategias que en España se vienen utilizando y se pueden utilizar para acabar con la impunidad por los crímenes del franquismo.

La lucha contra la impunidad en el derecho internacional

Impune —dice el diccionario de la RAE— es quien queda sin castigo. El derecho internacional público ha partido tradicionalmente de la premisa de que ese castigo se refiere a las personas que han participado en la comisión de comportamientos delictivos contrarios a sus normas, esto es, de crímenes de derecho internacional (genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, agresión [1]). El Tribunal Militar Internacional de Nuremberg (y su homólogo en Tokyo, el Tribunal Militar Internacional del Lejano Oriente) se creó precisamente sobre la base de que ni los Estados ni los pueblos delinquen, sino que son los seres humanos quienes lo hacen, ya que solo estos tienen las capacidades cognitivas y volitivas imprescindibles para poder responder a sus comportamientos desde los parámetros propios de la culpabilidad penal. Los juicios de Nuremberg y Tokyo tuvieron un objetivo esencialmente retributivo —con un predominio claro del “ojo por ojo, diente por diente” [2]—, y en ellos subyacía sobre todo una preocupación por mantener la paz y seguridad internacionales, neutralizando, a través del castigo a sus agentes, futuros desmanes de los Estados del Eje. Sin embargo, el posterior desarrollo de las normas jurídicas internacionales en materia de derechos humanos ha ido impregnando la lucha contra la impunidad en las últimas décadas de tintes restaurativos, que se traducen en el reconocimiento de que la dignidad de las víctimas debe ocupar un lugar central entre los objetivos de la lucha contra la impunidad.

En los años 90, Louis Joinet, miembro de la entonces Subcomisión de la ONU de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, identificó cuatro fases en el proceso de concienciación internacional sobre la necesidad de acabar con la impunidad [3]. La primera fase (años 70) se caracteriza por la lucha de diversas organizaciones internacionales para lograr que los presos políticos fueran amnistiados, convirtiendo así la amnistía en un símbolo de libertad. Ese simbolismo desaparece en la segunda etapa (años 80), al proliferar las autoamnistías dictadas por gobiernos dictatoriales para asegurarse impunidad antes de perder el poder, mientras las víctimas reclamaban justicia. La caída del Muro de Berlín marca una tercera etapa, en la que la cuestión de la impunidad está sobre la mesa en los procesos democratizadores y en acuerdos de paz firmados en la época para poner fin a diversos conflictos armados internos, sin que se logre encontrar un equilibrio entre una paz basada en el olvido y la justicia exigida por las víctimas. Desde los años 90, sin embargo, se ha ido afianzando en el discurso de derechos humanos a nivel internacional la necesidad de luchar contra la impunidad, de manera que las víctimas de graves violaciones de derechos humanos tengan garantizado el derecho a la justicia (en esencia el derecho a disponer de recursos efectivos que permitan llevar a cabo investigaciones rápidas, minuciosas, independientes e imparciales de las violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario, y enjuiciarlas) y a la reparación consiguiente.

Este cambio de perspectiva invita a reflexionar sobre el sentido actual de la lucha contra la impunidad en el plano internacional y sobre las distintas vías para hacerla efectiva en el plano estatal. Al igual que las iniciativas de lucha contra la impunidad en sede judicial penal tras la II Guerra Mundial atendieron a razones esencialmente retributivas, vinculadas al mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales sigue siendo, en gran medida, la razón de ser de la Corte Penal Internacional (CPI): como se pone de manifiesto en el preámbulo de su estatuto, los crímenes que enjuicia “constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad”, lo que justifica que no queden sin castigo. Salta a la vista que la finalidad última de la Corte es la retribución, con unos toques de prevención. En cambio, la dimensión restaurativa es más un desiderátum que una auténtica realidad: por mucho que se pretenda prestar atención a los intereses de las víctimas, su encaje en los procesos ante la CPI está siendo complicado, cuando no errático, lo que las convierte en buena medida en convidadas de piedra, pues, aun cuando puedan hacer observaciones y deban ser reparadas, carecen de legitimidad activa y a menudo no pueden decidir cómo será su participación ni quién las representará.

Fundamentar la lucha contra la impunidad sobre parámetros meramente retributivos resulta problemático, en la medida en que es difícil lograr una retribución adecuada y/o proporcionada cuando los crímenes cometidos son de las dimensiones del genocidio, los crímenes contra la humanidad o los crímenes de guerra, atroces tanto por el número de víctimas como por el grado de implicación estatal (o de entidades con un control análogo al estatal sobre un territorio) en su comisión, sea a través de la utilización directa de sus estructuras, sea a través de la omisión de actuar para prevenirlos [4]. Ello se pone de manifiesto en las estrategias de selección de casos normalmente seguidas por las fiscalías de los tribunales penales internacionales, que, conscientes de su incapacidad para perseguir todos los crímenes cometidos, se conforman con elegir aquellos hechos más graves o más representativos y/o con perseguir a aquellas personas que presuntamente los cometieron o que ostentan la responsabilidad última en la cadena de mando militar o en el poder civil.

Así las cosas, de poco sirve equiparar la lucha contra la impunidad a la mera retribución. En mi opinión, esa concepción debe ser superada (lo que no quiere decir que deba ser excluida) para pasar a entender la lucha contra la impunidad como un proceso más amplio de transformación del Estado y de la sociedad: un Estado que, por activa o por pasiva, se ha servido de sus propias estructuras para cometer atrocidades, y una sociedad que, como resultado de estas, queda traumatizada, desintegrada, marcada por la desconfianza (si no en su totalidad, desde luego sí en parte), lo que acentúa aún más la escisión social. Encarnar en personas concretas el mal causado a través de las estructuras estatales contra la población es una forma fácil (cuando no una banalización, como diría Arendt) de enfrentar un problema mucho más profundo: la violencia del Estado en su versión más extrema e inaceptable contra los individuos bajo su jurisdicción. La impunidad ante a esa violencia no se agota con la celebración de juicios, sino que requiere una transformación estructural del Estado. Desde esta perspectiva, el papel de los juicios penales se modula y adquiere un sentido diferente: más que la vía para imponer un castigo son un mecanismo para aislar de la sociedad a quienes tuvieron una responsabilidad directa en la perversión de las estructuras estatales para reprimir a la población, a la vez que tienen un valor simbólico. Resulta más admisible entonces la selección de casos a ser juzgados, aunque no puede quitar a la persona dañada el derecho a ser ella la que, en última instancia, decida si perdona o recurre a la vía judicial.

La introducción de la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos en la lucha contra la impunidad, además de poner a las personas que la han padecido en el centro del proceso, resitúa la responsabilidad del Estado. De acuerdo con las normas jurídicas internacionales, el Estado es responsable de las graves violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario cuando no cumple con su obligación de prevenirlas, perseguirlas y castigarlas. Además, esos mismos comportamientos generan la responsabilidad de las personas que los hayan llevado a cabo. La responsabilidad de estas es individual y acarrea una pena; la responsabilidad de aquel se deriva de la inobservancia de las normas de derecho internacional y se traduce, como mínimo, en la obligación de reparar. Son dos responsabilidades diferentes, y una no necesariamente extingue la otra: si el Estado cumple con su obligación y castiga a los responsables de las violaciones de derechos, no incurrirá en responsabilidad internacional; si no lo hace, la responsabilidad de uno y otros persiste.

El caso español

En España, como es bien sabido, los presuntos responsables de graves violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario durante el franquismo no han pisado un tribunal para responder por esos hechos, ni se les espera. La falta de un marco completo de reparaciones a todas las víctimas de la guerra civil y la dictadura (de hecho, no fue hasta el año 2007, a través del artículo 2 de la Ley de memoria histórica [5], que el Estado hizo un reconocimiento general —a modo de reparación moral— de la violencia sufrida por cientos de miles de personas) agrava la ausencia de procesos judiciales [6]. Añadamos, además, la inexistencia de mecanismos de establecimiento de la verdad que permitan la participación de las personas afectadas y, con ello, la valorización de su relato y la incorporación del mismo a la memoria colectiva [7] (una carencia que —al menos en parte— podría ser suplida a través de procesos judiciales), y la omisión, durante la transición, de depuraciones y vetos de y a agentes estatales implicados en la comisión de violaciones de derechos humanos durante la dictadura, garantizando una continuidad institucional que supuso un lavado de manos en toda regla. Nadie se responsabilizó de lo ocurrido (“fuimos todos”), no hubo investigación oficial (“olvidemos y miremos adelante”), no hubo una auténtica reparación.

Olvidar, sin embargo, no cierra heridas. La permanencia de miles de muertos en fosas comunes a lo largo y ancho de la geografía española activó desde el año 2000 demandas de justicia que arrancan de una necesidad ancestral: no la revancha, sino la urgencia dolorosa de disponer de los restos de los seres queridos para poder hacer un auténtico duelo. Colectivos de familiares de desaparecidos, rebelados contra la injusticia del silencio, de las ejecuciones sumarias, del abandono de los cadáveres en cunetas, de que los nombres de quienes habían luchado por defender la democracia permanecieran cubiertos de tierra, recurrieron a la jurisdicción penal, la única vía que parecía disponible en el Estado para hacer efectivas sus demandas (pese a que, en general, lo que se estaba buscando no era tanto que individuos concretos respondieran como que el Estado estableciera la verdad sobre lo ocurrido en cada caso y reparara adecuadamente, en particular recuperando los restos de las personas desaparecidas).

Paradójicamente, la única iniciativa que, buscando el enjuiciamiento de hechos ocurridos durante la guerra civil y/o la dictadura franquista, ha obtenido una respuesta positiva por parte de un órgano judicial penal español nada tiene que ver con las desapariciones forzadas. Se trata de las querellas interpuestas por la asociación “ALTRA ITALIA. Movimento per la sinistra en Barcelona” en ejercicio de la acción popular contra los aviadores italianos que bombardearon Barcelona, admitidas a trámite por la Audiencia Provincial de Barcelona el 22 de enero de 2013 [8].

Sin embargo, en todos estos casos se ha puesto de manifiesto que utilizar la vía penal es una estrategia poco adecuada, dadas sus limitaciones cuando se pretende acabar con la impunidad que durante décadas ha amparado los crímenes cometidos en el pasado. En efecto, el tiempo juega en contra de esta pretensión al menos a tres niveles: en primer lugar, muchos presuntos responsables han fallecido o tienen una edad muy avanzada y una merma de sus capacidades físicas y mentales que imposibilita su enjuiciamiento; en segundo lugar, la dificultad para recabar pruebas incriminatorias aumenta significativamente (documentos desaparecidos o destruidos, testigos fallecidos,…) con el paso de los años; en tercer lugar, la distancia en el tiempo puede incidir negativamente sobre dos principios penales básicos, como son el principio de legalidad (que obliga a determinar el momento en el que estos crímenes quedaron tipificados en el derecho internacional) y la potencial operatividad de la prescripción del delito (que los tribunales españoles invocan de forma sistemática, incluso en caso de desaparición forzada, pese a tratarse de un delito continuado). A estos factores hay que añadir, en el caso de los delitos cometidos por agentes estatales, la discutible aplicación automática de la ley de amnistía de 1977 por los tribunales españoles, en lugar de llevar a cabo una investigación que permita establecer si efectivamente se cometió un delito que resulte amnistiable.

Aunque la vía penal sea a priori la más adecuada para luchar contra la impunidad haciendo efectivo el derecho a la justicia de las personas cuyos derechos han sido lesionados y el derecho a la reparación, no es la única posible y, en casos como el español, puede no ser la más adecuada. Si lo que se pretende es obtener reparación (se concrete esta en recuperación de restos, restitución de bienes, indemnización o similares), existen otras posibilidades en sede judicial, alguna de las cuales ya ha sido explorada. Por ejemplo, por vía civil se ha logrado que un juzgado ordene la primera exhumación en el Valle de los Caídos [9]. Cierto es, por otra parte, que la institución invocada para conseguirlo, las informaciones para la perpetua memoria, fue eliminada del ordenamiento jurídico español en 2015 por la Disposición derogatoria única de la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la jurisdicción voluntaria [10], que suprimió los antiguos artículos 2002 a 2010 LEC reguladores de aquella institución.

Otra opción es la que propone la campaña Bombas de impunidad, que toma el relevo a las querellas por los bombardeos en Barcelona, pero lo hace enfocando la cuestión desde la perspectiva de la responsabilidad internacional del Estado, de la que, en su caso, se derivaría una obligación de reparar. La existencia en el momento de los hechos de diversas normas de derecho internacional humanitario que prohibían los bombardeos sobre población civil permite argumentar la responsabilidad internacional de Italia por la violación de tales normas. Esa responsabilidad no está sujeta a prescripción ni a amnistía, ya que no es de tipo penal, lo que evita dos escollos que hasta la fecha están comprometiendo seriamente las posibilidades de éxito del recurso a la vía penal. Tampoco entra en juego aquí el principio de legalidad penal, puesto que lo relevante no es determinar si los crímenes de derecho internacional ya estaban o no tipificados en los años de la guerra civil, sino si en la época había normas vigentes que prohibieran los bombardeos a población civil y si vinculaban a Italia. Probar esto es bastante más sencillo que encontrar pruebas que inculpen a una persona por su presunta implicación en un bombardeo décadas atrás.

Por otra parte, invocar la responsabilidad del Estado no solo se traduce en consecuencias jurídicas, sino que también puede tener una traducción política más profunda si se enfoca estratégicamente, en la medida en que permite exigir que se dé forma a esa dimensión que, como aquí se ha defendido, debe inspirar en última instancia la lucha contra la impunidad: la transformación estructural del Estado para que nunca más vuelva a ponerse al servicio de la violencia más cruel contra su población.

 

Notas:

[1] Estas cuatro categorías criminales son las recogidas en el Estatuto de la Corte Penal Internacional, en cuyo preámbulo son consideradas como “los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto”.

[2] También se quiso ver en ellos un componente de preservación de la memoria, dando a conocer lo ocurrido durante la II Guerra Mundial. Al menos así lo consideraba el gobierno de Estados Unidos: en un memorando de 22 de enero de 1945 sobre el enjuiciamiento y castigo de los criminales de guerra nazis, enviado a Roosevelt por los Secretarios de Estado (Edward R. Stettinius Jr.) y de Guerra (Henry L. Stimson) y el Fiscal General (Francis Biddle), se argumenta que el uso del método judicial pondría a disposición de toda la humanidad, para su estudio en los años venideros, una auténtica crónica de los crímenes y la criminalidad nazis. El texto del memorando está disponible en http://avalon.law.yale.edu/imt/jack01.asp.

[3] Informe final acerca de la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos (derechos civiles y políticos) preparado por el Sr. L. Joinet de conformidad con la resolución 1996/119 de la Subcomisión (doc. ONU E/CN.4/Sub.2/1997/20, de 26 de junio de 1997, párrs. 1-6).

[4] El debate sobre la posibilidad de que estos crímenes sean cometidos al margen de las estructuras del Estado está abierto, y el propio Estatuto de la CPI prevé la posibilidad de que los crímenes contenidos en el mismo sean cometidos por entidades no estatales. Sin embargo, considero que permitir que cualquier entidad no estatal que no sea asimilable al Estado en términos de control sobre el territorio es desvirtuar el sentido de la tipificación internacional de estos crímenes.

[5] El apartado 1 de dicho artículo señala: “Como expresión del derecho de todos los ciudadanos a la reparación moral y a la recuperación de su memoria personal y familiar, se reconoce y declara el carácter radicalmente injusto de todas las condenas, sanciones y cualesquiera formas de violencia personal producidas por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil, así como las sufridas por las mismas causas durante la Dictadura”.

[6] Excepción hecha del proceso por la muerte de Enrique Ruano en los años 90.

[7] No es el caso de la Comisión Interministerial para el estudio de la situación de las víctimas de la guerra civil y del franquismo, cuyo informe de 2006 (disponible en http://www.todoslosnombres.org/sites/default/files/documento7_0.pdf), recoge las demandas de las asociaciones pero no da publicidad a los relatos de los padecimientos de las víctimas individuales.

[8] Audiencia Provincial de Barcelona, Sección Décima, Rollo Nº 632/2012, Causa: Diligencias Indeterminadas 71/12, Auto de 22 de enero de 2013.

[9] Juzgado de Primera Instancia nº 2 de San Lorenzo de El Escorial, Auto 112/16, 30 de marzo de 2016.

[10] BOE nº 158, de 3 de julio de 2015, pp. 54068 a 54201.

30 /

9 /

2016

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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