La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
La formació d'una identitat. Una història de Catalunya
Eumo Editorial,
Vic,
485 págs.
Ramón Campderrich Bravo
El impulso fundamental que anima este libro es, según se desprende con especial claridad de su prólogo y de sus páginas finales, contribuir a la articulación de una identidad nacional catalanista que no gire tanto en torno a una inexistente identidad lingüística común. Por consiguiente, este libro no es primordialmente un trabajo académico, sino un manifiesto político de un determinado signo cuyo hilo conductor es una cierta visión de la historia de los catalanes, entendida como la historia de un pueblo con rasgos diferenciadores culturales, económicos y políticos que lo singularizan frente a otros pueblos europeos.
Este carácter de manifiesto político propio del libro aquí reseñado se muestra sobre todo en dos aspectos de la obra, que, en opinión del autor de estas breves líneas, merecerían una intensa discusión crítica. En primer lugar, el ensayo presenta numerosos e importantes desequilibrios temáticos que deberían ser corregidos en una obra posterior. Es verdad que en el prólogo el autor incluye una escueta invocación a la libertad de elección del historiador para justificar lo incompleto de su narración. Pero esa invocación no parece suficiente para excusar la poca atención dedicada a cuestiones clave que deberían figurar más extensamente en una historia general de Cataluña. Así, la economía convencional (movimientos de crecimiento y decrecimiento de la producción, moneda e inflación, variaciones demográficas, rutas comerciales), la fiscalidad, la alta política, las vicisitudes militares, la crónica de los movimientos populares —de hecho, lo más estimable del libro es el espacio dedicado al conflicto social— dominan abrumadoramente las páginas del ensayo. En cambio, otras cuestiones insoslayables en una historia general de la sociedad catalana brillan por su ausencia o escaso análisis: el contexto europeo, lo que refuerza una imagen exagerada de la singularidad catalana; las historias respectivas del nacionalismo español y catalán y su retroalimentación recíproca; la historia cultural; el fenómeno de la emigración en el siglo XX de gentes del resto de España a Cataluña, quizás el más trascendente en ese siglo para esta última desde un punto de vista sociocultural; las políticas estatales de españolización —lo que resulta paradójico, dado el objetivo del libro— y, a partir de los años noventa, de catalanización (a través de las instituciones autonómicas y locales, que son también, obviamente, parte del aparato estatal)…
En segundo lugar, el sentido de manifiesto político catalanista de la obra se evidencia con especial intensidad en la tesis de fondo que recorre todo el libro, aunque en ella se insista sobre todo en la primera mitad del mismo. Parece como si el autor quisiera construir un forzado “excepcionalismo catalán” con la finalidad de contraponer un pueblo catalán virtuoso a una inveterada barbarie hispánica, lo que da lugar a afirmaciones muy extremas y a la presencia de numerosos anacronismos a lo largo del texto. Este “excepcionalismo catalán” se fundamentaría en una argumentación construida en dos pasos. El primer paso consiste en sostener que los casos de los Países Bajos e Inglaterra marcan la vía “verdadera” hacia la modernidad política, social y económica. Estos casos, especialmente el holandés, evidenciarían que el estado moderno, el parlamentarismo y, finalmente, la democracia en la Europa moderna y contemporánea son el resultado de una transformación paulatina y “natural” del discurso jurídico-político y las instituciones “representativas” medievales, frente a la cual la formación y consolidación de las monarquías absolutas constituyó un freno, un obstáculo en el camino directo de la Baja Edad Media a la Modernidad. Esta tesis es muy fuerte y, por ello, debería haber sido tratada con más extensión en el libro, pues cuestiona una idea asentada con solidez en la tradición filosófica, politológica e historiográfica conforme a la cual las monarquías absolutas forman parte necesaria en la inmensa mayoría de los estados europeos —en visión retrospectiva— del proceso que llevó a la formación del estado moderno (y, como consecuencia de las revoluciones frente a las mismas, al parlamentarismo). En cualquier caso, la misma idea de la existencia de una vía “natural” u “ortodoxa” hacia la Modernidad parece minusvalorar las diferentes y encontradas experiencias de las sociedades europeas (véanse los contrapuestos resultados finales de la refeudalización y reforzamiento de las asambleas estamentales medievales durante los siglos XV a XVIII en muchos países de la Europa central y oriental, por un lado, y de las monarquías absolutas nórdicas, por otro lado). El segundo paso de la argumentación analizada en estas líneas consiste en vincular la tesis anterior con la evolución histórica de la sociedad catalana, tanto la verificable (Baja Edad Media) como la hipotética o contrafáctica (a partir del siglo XVI). El autor defiende que todo hace pensar que Cataluña hubiera seguido indefectiblemente la senda holandesa e inglesa hacia la Modernidad si los monarcas Trastámara, Habsburgo y Borbones no hubieran impuesto a Cataluña, en mayor o menor grado según las épocas, la monarquía absoluta establecida en Castilla desde los Reyes Católicos. Esta idea le lleva, en mi modesta opinión, a sobrevalorar las cualidades políticas y morales de los monarcas de la Casa de Barcelona, la modernidad y singularidad de las instituciones representativas bajomedievales catalanas y a consideraciones muy cuestionables, como la lectura de las guerras de mediados del siglo XVII y de Sucesión española en clave de revoluciones burguesas liberales a la holandesa o inglesa, o, simplemente, extravagantes, como que Cataluña fue el primer estado-nación de Europa o que se anticipó casi tres siglos a la Holanda e Inglaterra de los siglos XVII-XVIII (p. 74, por ejemplo). En este punto, creo que la naturaleza de manifiesto político de la obra eclipsa por completo su naturaleza de ensayo histórico, que, por supuesto, no está ausente ni mucho menos en el libro (se pueden leen con gran provecho, pongamos por caso, las páginas dedicadas a la crisis del Antiguo Régimen y los inicios del estado liberal español).
11 /
7 /
2015