La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Giaime Pala
La primera derrota de Matteo Renzi
Ayer se celebraron en Italia elecciones para elegir a los presidentes de siete regiones (Toscana, Liguria, Marche, Umbria, Campania y Veneto) y a los alcaldes de 742 ayuntamientos (17 de los cuales, capitales de provincias). Se trataba de un examen importante para Matteo Renzi, presidente del gobierno desde febrero de 2014 y tercer primer ministro no elegido por los ciudadanos desde la caída de Silvio Berlusconi en noviembre de 2011. El Partido Democrático (PD) ha ganado en cinco de las siete regiones y en la mayoría de los 742 ayuntamientos. Sin embargo, estas elecciones representan una primera derrota política para el exalcalde de Florencia. Por de pronto porque el PD pierde hasta el 20% de los votos que cosechó en esas mismas regiones y ciudades con ocasión de las elecciones europeas de 2014, además del gobierno de una región históricamente escorada a la izquierda como Liguria. Y en segundo lugar, porque la oposición a su gobierno −que parecía en declive y/o sustancialmente inocua− o bien mantiene posiciones, como el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, o bien vuelve a ser competitiva allá donde la derecha (es decir, Forza Italia y la Liga Norte) se presenta unida. Si el PD ha vuelto a ganar es gracias sobre todo a una abstención enorme (48%), que va camino de volverse crónica y que le beneficia por tener a un núcleo de electores cuya fidelidad de voto aún es elevada.
Con todo, pocas dudas pueden caber acerca de que el primer ministro italiano aspirase a obtener una victoria mucho más contundente que le reforzara después de la aprobación de una nueva ley electoral ultramayoritaria y de una reforma laboral −parecida a la que aprobó aquí el gobierno de Mariano Rajoy en 2012− presentada como la panacea para solucionar el problema del paro (que ya roza el 13%). El mismo Renzi presentó implícitamente estas elecciones como una especie de test sobre su acción de gobierno. De modo que los resultados de ayer nos revelan algunos puntos interesantes: que su liderazgo pierde eficacia y que su manera de gobernar empieza a ser vista como arrogante y peligrosamente personalista; que su política económica neoliberal y atenta a respetar todos los insostenibles tratados de la UE, le está enajenando el favor del electorado de izquierdas; y que su gobierno ya no parece tan brillante como antes a la hora de ganar consenso en el electorado de derecha. En suma, su propuesta política muestra ya las primeras grietas pese a contar con el apoyo incondicional de los grandes medios de comunicación, de las organizaciones empresariales y, sobre todo, de Bruselas y Berlín.
Aún es pronto para saber cómo va a evolucionar el panorama político tras las elecciones de ayer. Pero cuesta creer que el ingenuo populismo de Grillo o la xenófoba Liga Norte puedan representar un serio desafío para un PD avalado por la UE y los poderes fácticos italianos. En realidad, su control del país es y será sólido mientras no tenga una alternativa política a su izquierda. Porque, reconozcámoslo, en Italia la izquierda transformadora sigue sumida en la irrelevancia a causa de la lógica electoralista que ha caracterizado la práctica de sus dirigentes. Una práctica que, al menos desde la desastrosa derrota electoral de 2008, ha priorizado el volver al Parlamento y a las instituciones en detrimento de la movilización social y el trabajo capilar en los territorios. Un ejemplo palmario de ello lo encontramos en el naufragio del proyecto “Un’Altra Europa con Tsipras”, una plataforma electoral que el año pasado agrupó a un conjunto de partidos y movimientos alternativos y que se proponía implantar una suerte de franquicia italiana de Syriza (como si el éxito político fuera el fruto de una marca mediáticamente potente y no el resultado de un movimiento real construido desde abajo). Se trata de la misma lógica que lleva ahora a no pocas personas a pedir un “Podemos italiano” y que esconde un grave problema de fondo: la escasa voluntad de iniciar un lento, desagradecido pero eficaz proceso de reconstrucción político-cultural del que la izquierda italiana anda necesitada. Más claro todavía: su declive se inició (o se acentuó) cuando olvidó el consejo metodológico que le legó su más preciado teórico del siglo XX: el de estudiar en serio los problemas económicos y sociales del país, y ofrecer respuestas y estructuras adherentes a la realidad de las clases trabajadoras. En definitiva, cuando renunció a su carácter nacional-popular en nombre de un europeísmo tan abstracto como falsamente internacionalista. Para la izquierda italiana, pues, ha llegado la hora de cambiar categorías interpretativas y métodos de lucha.
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2015