¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
John Berger
Un regalo para Rosa
¡Rosa!, te conozco desde que era niño. Y ahora soy dos veces mayor de lo que eras tú en enero de 1919, cuando te apalearon a muerte, pocos meses después de que tú y Karl Liebknecht fundasteis lo que habría de ser el Partido Comunista de Alemania.
Con frecuencia surges de alguna página que leo —y algunas veces surges de la página que intento escribir—, me saludas con la cabeza y una sonrisa, y nos reunimos. No hay página, ni celda alguna de las prisiones donde en repetidas ocasiones te pusieron, que pueda contenerte.
Quiero enviarte algo. Antes de que me fuera obsequiado, este objeto estaba en el pueblo de Zamosc, al sureste de Polonia. Es el pueblo donde tú naciste, y donde tu padre fue comerciante maderero. Pero el vínculo contigo no es tan simple.
El objeto perteneció a una amiga polaca llamada Janine. Ella vivía sola, no en la elegante plaza central donde tú habitaste durante los dos primeros años de tu vida, sino en una casita corriente en las afueras del pueblo.
La casa de Janine y su diminuto jardín estaban llenos de plantas en macetas. Había macetas incluso en el suelo de su dormitorio. Y cuando tenía visitas, no había nada que le gustara más que señalar, con sus dedos de vieja trabajadora, la particularidad de cada una de sus plantas. Le hacían compañía. Janine hacía chistes, y contaba chismes, con ellas.
Aunque no hablo polaco, el país europeo donde me siento más como en casa es Polonia. Comparto con los polacos algo de su orden de prioridades. A la mayoría de ellos no les intriga el poder, porque han sobrevivido a toda la mierda del poder que se pueda concebir. Son expertos en darle la vuelta a los obstáculos. No paran de inventar tácticas para ir pasando. Respetan los secretos. Tienen recuerdos duraderos. Hacen sopa de acedera con acedera silvestre (Rumex acetosa. Conocida como agrella, vinagreira o romaza). Quieren ser alegres.
Tú dices algo semejante en una de tus enojadas cartas desde la prisión. Le respondías a la doliente carta que te enviaba alguna amistad, y la autocompasión siempre te hizo enfadar. Ser un ser humano, decías, es la cuestión principal, por encima de todo. Y eso significa ser firmes y claros y alegres; sí, alegres, pese a todo y a cualquier cosa, porque chillar es asunto de los débiles. Ser seres humanos significa que, si es necesario, con alegría aventes tu vida entera a la gigantesca balanza del destino, y al mismo tiempo te regocijes en la brillantez de cada día y en la belleza de cada nube.
En años recientes, en Polonia se ha desarrollado un oficio nuevo. Todo aquel que lo practica es conocido como stacz, que significa ocupar el sitio. Uno paga a algún hombre o mujer para que haga alguna larga cola y le retoma su sitio cuando ya está casi al final. Son colas para la comida, para los utensilios de cocina, para algún tipo de licencia, para algún sello gubernamental en un documento, para conseguir azúcar o botas de hule.
Inventan muchas tácticas para ir tirando.
A principios de la década de 1970, mi amiga Janine decidió tomar un tren a Moscú, como varios de sus vecinos lo habían hecho. No fue una decisión fácil. Apenas uno o dos años antes, en 1970, se había producido la masacre de Dansk y otros puertos marinos: cientos de trabajadores de los astilleros habían ido a huelga y la policía y los soldados polacos les acribillaron a tiros por órdenes de Moscú.
Y tú lo anticipaste, Rosa. En tu comentario sobre la Revolución Rusa de 1918 tú anticipaste los peligros implícitos en el modo bolchevique de responder a todo razonamiento. “Una libertad sólo para los miembros del gobierno, sólo para los miembros del partido –aunque éstos sean bastante numerosos– no es, para nada, libertad. La libertad es siempre la libertad de los que piensan diferente. De esta característica esencial de la libertad política depende todo lo que es aleccionador, pleno y purificante, y no de algún fanático concepto de la justicia. Si la ‘libertad’ se vuelve un privilegio especial, sus efectos se desvanecen”.
Janine tomó el tren a Moscú para comprar oro. El oro valía allá una tercera parte de su costo en Polonia. Al dejar atrás la estación Bielorusski, finalmente encontró los callejones donde los joyeros autorizados tenían anillos para vender. Siempre había una larga fila de otras mujeres extranjeras que esperaban comprar. En razón de la ley y el orden cada una de estas mujeres llevaba un número pintado en la palma de la mano, que indicaba su lugar en la cola. Un policía era quien dibujaba los números. Cuando por fin Janine llegó hasta el mostrador preparó sus rublos y compró tres anillos de oro.
De camino a la estación, le atrapó la mirada el objeto que quiero enviarte, Rosa. Le costó apenas 50 kopek. Lo compró en el vuelo del momento, porque le hizo ilusión. Éste podría conversar con sus plantas metidas en macetas.
Tuvo que esperar mucho tiempo en la estación para tomar el tren de regreso. Como lo supiste en tu época, estas estaciones rusas se convirtieron en campamentos para los pasajeros que esperaban largo tiempo. Janine se puso uno de sus anillos en el cuarto dedo de la mano izquierda, y los otros dos se los escondió en sus partes íntimas. Cuando llegó el tren y ella subió, un soldado le ofreció un asiento en un rincón. Suspiró con alivio —podría dormir un poco—. No tuvo problemas en la frontera.
En Zamosc vendió los anillos por el doble de la suma que había pagado por ellos, y aun así eran considerablemente más baratos que los que se pudieran comprar en una tienda polaca. Después de deducir el billete del tren, Janine había logrado una ganancia inesperada.
El objeto que quiero enviarte, lo colocó en el quicio de la ventana de su cocina.
Este objeto tiene algo de enciclopédico. Diderot explicó así, en 1750, la enciclopedia que justo acababa de ayudar a concretar: El objetivo de una enciclopedia es ensamblar todo el conocimiento esparcido por la superficie de la Tierra, con el fin de mostrar el sistema general a la gente que vendrá después de nosotros, de tal modo que los esfuerzos de los siglos pasados no sean inútiles para los siglos venideros, para que nuestros descendientes se vuelvan más letrados, puedan ser más virtuosos y más felices…
Es una caja de cartón delgado, del tamaño de una cuartilla antigua [de las conocidas como cuartos. Su medida es de 23×30 centímetros]. Impreso en su tapa está un grabado a color del pájaro conocido en Europa central como papamoscas collarino, y debajo hay dos palabras en cirílico, en ruso: pájaros cantores.
Abre la tapa. Dentro hay tres hileras de cajas de cerillas, seis cajas por hilera. Y cada caja tiene un etiqueta con el grabado en colores de un pájaro cantor diferente. Dieciocho cantores diferentes. Y debajo de cada grabado, en letra muy pequeña, está el nombre del pajarito en ruso. Tú que escribiste furiosamente en ruso, polaco y alemán habrías podido leerlos. Yo no puedo. Tengo que adivinar a partir de mi vaga memoria de cuando he observado pájaros alguna vez.
Es extraña la satisfacción de identificar un pájaro vivo mientras vuela o desaparece tras unos setos, ¿no crees? Implica una momentánea y peculiar intimidad, como si en ese momento de reconocimiento uno se dirigiera al pájaro —pese al estruendo o las confusiones de otros incontables eventos— por su particular apodo: ¡aguzanieves!, ¡aguzanieves!
De los 18 pájaros en las etiquetas, reconozco tal vez cinco.
Las cajas están llenas de cerillas con cabeza verde. Sesenta en cada caja. Lo mismo que los segundos en un minuto y los minutos en una hora. Cada una es una llama potencial.
La clase proletaria moderna, escribiste, no desarrolla su lucha de acuerdo con el plan establecido en algún libro o teoría: la actual lucha de los trabajadores es parte de la historia, es parte del progreso social. Y es en el centro de la historia, en el centro del progreso, en medio de la lucha, donde aprendemos cómo debemos luchar.
En el interior de la tapa de la caja de cartón hay una breve nota explicativa (era la URSS de la década de los 70) dirigida a los coleccionistas de cajas de cerillas (a los filumenistas, como se les conoce).
La nota brinda la siguiente información: en términos de evolución los pájaros preceden a los mamíferos. En el mundo actual existe un estimado de 5 mil especies de pájaros. En la Unión Soviética hay 400 especies de pájaros cantores. Por lo general son los pájaros machos los que cantan. Los pájaros cantores han desarrollado cuerdas vocales en el fondo de sus gargantas, por lo común anidan en los arbustos, en los árboles o en el suelo, y son de gran ayuda para la agricultura cerealícola porque comen y, por ende, eliminan hordas de insectos. Recientemente han sido identificadas tres nuevas especies de gorriones cantores en áreas remotas de la Unión Soviética.
Janine guardaba su caja en el quicio de la ventana de la cocina. Le daba placer, y en el invierno le recordaba el canto de los pájaros.
Cuando te encarcelaron por oponerte con vehemencia a la Primera Guerra Mundial, escuchabas a un carbonero, un herrerillo azul que siempre se quedaba cerca de tu ventana. “Venía con los otros a ser alimentado, y diligente cantaba su graciosa cancioncita: tsii-tsii-bey. Sonaba como la broma traviesa de un niño y siempre me hacía reír y yo le contestaba con la misma llamada. Luego el pájaro se desvaneció entre los demás, a principios de este mes, sin duda para hacer nido en otra parte. No vi ni escuché nada durante semanas. Pero ayer sus bien conocidas notas vinieron de repente del otro lado del muro que separa nuestro patio de otra sección de la prisión; había alterado su canto considerablemente porque ahora cantaba tres veces seguidas en rápida sucesión: tsii-tsii-bey, tsii-tsii-bey, tsii-tsii-bey, y luego se quedaba callado. Y eso se me metió al corazón, porque era tanto lo que me transmitía en este apresurado canto desde la distancia —toda la historia de la vida de los pájaros”.
Tras varias semanas Janine decidió poner la caja en la alacena debajo de la escalera. Pensó que aquella alacena sería una suerte de refugio, lo más cercano a una bodega, y en ella guardó lo que ella llamaba su reserva. La reserva consistía en una lata de sal, una lata de azúcar para cocinar, una lata más grande de harina, un paquete de kasha (sémola o gachas de trigo sarraceno, cebada, centeno o trigo) y cerillas. La mayoría de las amas de casa polacas mantenían una reserva como medio de supervivencia mínima para el día en que, repentinamente, las tiendas ya no tuvieran nada en sus estantes, debido a alguna crisis nacional.
Una crisis así llegó en 1980. De nuevo comenzó en Dansk, donde los trabajadores fueron a la huelga en protesta contra el alza en el precio de los alimentos, y su acción hizo nacer el movimiento nacional conocido como Solidarnosc [Solidaridad] que derrocó al gobierno.
La clase proletaria moderna, escribiste, no desarrolla su lucha de acuerdo con el plan establecido en algún libro o teoría: la actual lucha de los trabajadores es parte de la historia, es parte del progreso social. Y es en el centro de la historia, en el centro del progreso, en medio de la lucha, donde aprendemos cómo debemos luchar.
Cuando Janine murió en 2010, su hijo Witek encontró la caja en la alacena debajo de las escaleras y la trajo a París, donde ha estado trabajando como plomero y albañil. Un día me la trajo y me la dio. Somos viejos amigos. Nuestra amistad comenzó jugando a cartas juntos, de tarde en tarde. Jugábamos un juego ruso y polaco conocido como Imbecile. En él gana el jugador que pierda primero todas sus cartas. Witek adivinó que la caja me dejaría pensativo.
Uno de los pájaros de la segunda fila de cajas de cerillos lo reconocí como un pardillo, por su pico rosado y sus dos estrías blancas en la cola. ¡Tsuuiit. Tsuuiit! A veces varios de ellos lo cantan a coro desde las copas de los arbustos.
“El que más ha logrado restaurarme a la razón es un amiguito cuya imagen les mando en un sobre. Este camarada que sostiene su pico, con gallardía, con su frente en alto y ojos de saberlo todo es llamado Hippolais hippolais, que en lenguaje cotidiano es el zarcero común”.
Estás presa en Poznan en 1917 y continúas tu carta diciendo: “Este pájaro es un bicho raro. No canta una sola canción o una sola melodía como los demás pájaros, sino que es un orador público por la gracia de Dios, y se echa para adelante para hacer sus discursos en el jardín y lo hace con voz muy fuerte y llena de emoción dramática, brincándose las transiciones, buscando pasajes hasta llegar al arrebato. Parece plantearnos cuestiones imposibles, y luego se apresura y se responde solo, con sinsentidos, haciendo las aseveraciones más audaces, refutando acalorado opiniones que nadie ha expresado, para salir volando por entre esas puertas abiertas de par en par y de repente exclama triunfal: ‘¿no te lo dije, no te lo dije?’ Y de inmediato les advierte a todos, lo quieran escuchar o no: ‘¡te lo dije, te lo dije!’ (Tiene el sagaz hábito de repetir cada uno de sus agudas observaciones dos veces.)”
La caja del zarcero, Rosa, está llena de cerillas.
Las masas, decías en 1900, en realidad son su propio líder, creando dialécticamente sus propios procedimientos de desarrollo.
¿Cómo te puedo enviar esta colección de cerillas? Pues los matones que te asesinaron tiraron tu cuerpo mutilado a un canal en Berlín. Lo encontraron en el agua estancada tres meses después. Algunos dudaron de que fuera tu cadáver.
Puedo enviártela escribiendo estas páginas en estos oscuros tiempos.
Yo fui, yo soy, yo seré, dijiste. Vives en tu ejemplo para nosotros, Rosa. Y aquí está, te la estoy enviando a tu ejemplo.
[Fuente: La Jornada (México)]
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