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Antonio Antón

Renta básica: universalidad del derecho, distribución según necesidad

El incremento de la desigualdad, el empobrecimiento y la exclusión social hacen más necesario fortalecer unos mecanismos de garantía de rentas y recursos que permitan a toda la población vivir dignamente. Los procesos de ajuste económico y las medidas de recortes sociales y desmantelamiento del Estado de bienestar, dentro de la estrategia de austeridad dominante hoy en los países de la Unión Europea, tienden a dejar a las capas más desfavorecidas en una posición de mayor subordinación y desprotección pública. Para una orientación alternativa de cambio social y político es imprescindible mejorar los sistemas y prestaciones sociales que configuran (junto con otros como los subsidios de desempleo o las pensiones mínimas) la última malla de seguridad contra la pobreza, que afecta a cerca de una cuarta parte de la sociedad. Parto de la constatación de la clara insuficiencia de los actuales sistemas de rentas mínimas o ingresos de inserción, gestionados (con algunas diferencias significativas) por las distintas Comunidades Autónomas. No me detengo en su crítica. Las posibilidades de avanzar hacia un cambio institucional progresista hacen más apremiante definir mejor las propuestas transformadoras de las políticas sociales, en el marco del fortalecimiento de una democracia social más avanzada. Aquí, al calor del debate abierto, solo trato sintéticamente algunas cuestiones de enfoque sobre los fundamentos teóricos de las rentas básicas o sociales y su justificación ética según distintas concepciones de la justicia social, teniendo en cuenta las investigaciones realizadas [1].  

Dos modelos de rentas básicas

La corriente progresista basada en Van Parijs define, desde los años ochenta, la renta básica (RB) como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal —igual y para todos e independientemente de otras rentas— e incondicional —sin contrapartidas ni vinculación al empleo—. Añade dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ —al margen de los recursos de cada cual— y ‘sin techo’ —acumulando sobre ella el resto de rentas privadas y públicas—; además, considera que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.

Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad —o la no dominación—, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de fraternidad —o solidaridad—. La definición pura de ese modelo de RB mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social.

Adelanto unas ideas básicas de mi punto de vista, que considero afín al de C. Offe: en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo y fortalecer los vínculos colectivos;  se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadana social con una perspectiva democrática e igualitaria.

En resumen, parto de un modelo social con una perspectiva transformadora con la ampliación de los derechos sociales, con el objetivo de avanzar en la igualdad y promoviendo los valores de la solidaridad y la cultura de la reciprocidad, para garantizar la libertad y el acceso a la ciudadanía de todas las personas. Eso me lleva a tratar y formular de otra manera los criterios de universalidad e incondicionalidad y apostar por otra fundamentación, por otras bases teóricas y culturales, aunque haya muchas coincidencias prácticas. Por tanto, considero que hay que abandonar el modelo ‘ortodoxo’ de RB, sus principios centrales, y crear otro enfoque, reformulando las características de una renta social, igualitaria y solidaria.

Universalidad de los derechos y concreción según las necesidades sociales

Un conflicto a resolver es la tensión entre universalidad de la renta básica y acción contra la desigualdad. El modelo inspirado por Van Parijs pone el acento en la universalidad de la distribución de una RB igual, para todos, ex ante y sin comprobación de recursos. Pero entremezcla y confunde dos planos de la universalidad. Uno, que defiendo, es el derecho universal a la existencia, a unas condiciones dignas de vida, a que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. Esa es la universalidad de los derechos a unos objetivos igualitarios y de la garantía para todos de unas condiciones e ingresos mínimos. Así, se puede hablar de derecho universal de todos los seres humanos a tener unas rentas básicas, como medio imprescindible para vivir dignamente. Esa garantía la debe facilitar el Estado. Otro plano, es el de la universalidad de los mecanismos concretos que, tal como se formulan, no comparto, ya que del derecho a la existencia no se deduce, mecánicamente, la universalidad distributiva de una renta pública igual y para todos. Esa universalidad de la RB no necesariamente es la plasmación ni la configuración de ese objetivo universal, ya que la sociedad en estos siglos se ha dotado de diversos mecanismos de distribución de bienes e ingresos, como la propiedad, el empleo, el gasto público o la solidaridad interpersonal, familiar o comunitaria, hoy día con eficacias diversas. Por tanto, la distribución pública de una renta básica no es universal, en el sentido de igual y previa a cualquier situación socioeconómica, sino que depende de la realidad existente de suficiencia o no de recursos que garanticen el objetivo a proteger: una existencia digna.

Podemos añadir que similar enfoque se aplica a los derechos sociales. Por ejemplo, tenemos derecho universal a la sanidad pública pero se aplica en caso de necesidad (situación o prevención de la enfermedad), no se distribuye un cheque sanitario, igual para todas las personas e independientemente de su salud. Igual podríamos aplicarlo al caso de la vivienda o del empleo. Es responsabilidad de los poderes públicos garantizar el ejercicio de esos derechos.

Hay que distinguir derecho y garantía universales, de mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales según las necesidades individuales y colectivas. La extensión de una renta pública a las clases medias y ricas necesitaría otra justificación adicional, que no es la acción contra la pobreza ni contra la desigualdad. Así, los defensores del primer modelo, para defender la universalidad de un mecanismo distributivo, tienen que confundir los dos planos, hacer un ejercicio de abstracción de la realidad y considerar el derecho a la RB al margen de las condiciones y necesidades de cada cual.

Esa escuela de pensamiento considera la RB como ‘base’ primera y principal, sin contar con la desigualdad distributiva de propiedad, recursos y rentas, realmente existentes; por tanto, no parten de la realidad de la pobreza, sino del sujeto abstracto. Así, al ‘distribuir igual para todos’, dejan en un plano más secundario la acción compensatoria por la mejora de las condiciones materiales de existencia de los sectores más vulnerables. En definitiva, el núcleo justificativo de esa universalidad distributiva mantiene la ambigüedad de su carácter social, de los beneficiarios, de los resultados netos redistributivos, del avance o no hacia una mayor igualdad.

Normalmente, no aclaran el sujeto concreto del deber ‘fiscal’, o se hacen alusiones genéricas al disfrute de la ‘riqueza acumulada’ por la humanidad, infravalorando la oposición de los poderes económicos o de las clases medias o desconsiderando la realidad de fuerzas sociales. Se abunda en las grandes ventajas para toda la población, ya que los beneficiarios serían ‘todos’, pero se margina el problema de dónde y de quién se retraen los recursos, quién puede salir más beneficiado o más perjudicado, en el saldo definitivo. Detrás de todo ello está siempre qué modelo contributivo, fiscal y redistributivo, se defiende. Por tanto, el criterio de igualdad, del avance hacia una sociedad más igualitaria, es fundamental para orientarse en estas sociedades segmentadas.

Cuando se pone el énfasis en los mecanismos distributivos universalistas ese modelo cae en un universalismo abstracto que choca con el núcleo duro distributivo: el que la propiedad, las rentas y el gasto público realmente existentes están ya distribuidos de forma desigual, y que su modificación progresista entra en conflicto con las clases pudientes. Es entonces cuando la imagen neutra y atractiva del universalismo abstracto, con su cara amable y compatible con los intereses de todas las clases e ideologías, pierde fuerza y se tiene que concretar. Cuando se pasa al problema de quién paga, de dónde se retraen las rentas o cómo se redistribuyen los recursos, aparece la diversidad de talantes progresistas o regresivos, la mayor o menor sensibilidad igualitaria o las tendencias al posibilismo, que dan lugar a diferentes versiones prácticas. Sin embargo, su punto de partida es ideal, el sujeto abstracto, que les lleva a mantener, al defender los principios, un carácter social ‘neutro’ y una perspectiva difusa de su modelo de sociedad, de la acción contra la desigualdad y redistribuidora de la riqueza.

A este primer principio general de este modelo sobre el carácter universal —igual y para todos e independientemente de otras rentas— de la distribución de una renta básica, yo le opongo otro enfoque; la redistribución —pública— de las rentas debe tener un objetivo igualitario: reequilibrar la desigualdad —privada—, responder a las ‘necesidades sociales’, erradicar la pobreza y combatir la precariedad laboral y social. La aplicación ‘estricta’ del primer enfoque beneficia, inicialmente, a todas las clases sociales, incluidos los ricos, pero suele esconder o ser plural en la segunda parte, en quién ‘paga’, y cuando se introducen correcciones fiscales se deja de aplicar el ‘principio’ inicial. El segundo se centra en garantizar un nivel de vida suficiente y el acceso a la plena ciudadanía de los sectores más vulnerables, que son los que más lo necesitan por su fragilidad, redistribuyendo de ricos a pobres.

Es verdad que en diversas propuestas de financiación elaboradas por algunos partidarios de ese modelo general se adoptan medidas fiscales progresivas en beneficio de las personas pobres, con aproximación al modelo aquí defendido. Pero hay que ser conscientes del enfrentamiento entre los dos criterios: el universalista —con la neutralidad fiscal para todos— y el igualitario —con redistribución hacia los desfavorecidos—. Veamos el conflicto y la combinación de ambos y el peso de cada principio. Partiendo de una distribución universalista, hay propuestas de financiación que van desde pagar la RB con los beneficios del capital, expropiándolos, hasta propuestas que defienden que se pague con el gasto social existente, reestructurando el Estado de bienestar, con una orientación conservadora. Algunas versiones, que denomino heterodoxas, mantienen una distribución ‘inicial’ universal —para intentar salvar la coherencia con ese principio o por consideraciones técnicas—, pero corregida posteriormente a través de la fiscalidad; ésta puede llegar a ser una fuerte corrección fiscal para que, en el resultado final, haya una transferencia neta de rentas de ricos a pobres. Así, se pone en primer plano la garantía para cubrir las necesidades básicas, y se asegura el criterio de progresividad y compensación en la distribución ‘real’, con el beneficio para la gente más frágil y no para las clases medias y ricas. Pero, en esa medida, se va diluyendo el principio de distribución universal —que todavía permanece como referencia retórica o como símbolo de cierta identidad—, destacando una aplicación concreta distributiva hacia los sectores más necesitados, con la prioridad del objetivo de garantizar la supervivencia. Entonces, lo que prima es el segundo enfoque, tal como lo defiendo: la prioridad del avance en la igualdad con una política ‘compensadora’; la no-aplicación, como resultado final, de una ‘distribución igual y para todos’ tal como definían los principios del primer modelo de RB.

En definitiva, si la distribución ‘real’ —incluida la gestión fiscal— favorece a los pobres y perjudica a los ricos, no es sólo un asunto operativo de la financiación sino que afecta al principio de universalidad, lo que, siendo consecuentes, habría que reflejar en los principios: la acción contra la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad social sería la prioridad central de una renta pública en una sociedad segmentada. A mi parecer, lo que importa, en el plano práctico, es cómo queda la distribución ‘final’, y si ese saldo fiscal neto sigue el principio distributivo de ‘igual para todos’, o se prioriza el objetivo de la igualdad, teniendo en cuenta los recursos de cada cual.

Por tanto, lo fundamental no debe ser la universalidad distributiva —pública— sino el sentido de la equidad frente a la desigualdad privada. Ese sería el punto común. Sin embargo, si se mantiene la referencia al carácter universal de la distribución de una RB, especialmente si se le da una gran carga simbólica, se siguen conciliando ambos aspectos: mantener el ‘principio’ de la universalidad distributiva junto a una ‘aplicación fiscal’ compensatoria hacia los desfavorecidos. Ambos criterios son contradictorios y tienen un equilibrio inestable. Si realmente pesa lo segundo —reforma social concreta como objetivo central—, lo primero tiende a quedarse como mera referencia retórica o bien como una fase técnica no decisiva en el resultado fiscal neto; entonces, se acercan posiciones. Si pesa el interés por defender los principios puros, aunque sólo sea por motivos simbólicos o identitarios de una escuela, poniendo el énfasis en su universalidad distributiva y en su valor teórico como modelo social, este discurso sigue teniendo efectos culturales y educativos perniciosos, en conflicto con los valores de la igualdad.

Se puede relativizar todo el debate teórico, pero vuelve a surgir el conflicto cuando prevalece el interés de preservar como seña de identidad un valor, la distribución universalista, considerando los resultados progresistas e igualitarios aspectos ‘prácticos’ poco relevantes en el plano social o teórico. Cuando se pone el énfasis en esa definición pura se diluye el valor teórico, simbólico y cultural de la orientación social contra la desigualdad y las medidas prácticas resultan elementos secundarios.

Por tanto, caben dos dinámicas. Una, desde la prioridad por la función teórica que cumple ese ‘principio’, quedan subordinadas las ‘aplicaciones’ progresistas, que son permitidas o utilizadas como pretexto defensivo ante la tradición redistribuidora y fiscal progresivas; sería una mera ‘adaptación’ práctica poco significativa para introducir cambios en sus formulaciones teóricas y de principios, que se consideran esenciales. Otra, con la prioridad por una sensibilidad social, es insuficiente quedarse sólo en una mera aplicación, sino que, para legitimar esa orientación, es necesario el desarrollo y justificación programática y ética de esa acción contra la desigualdad; por ello, aparecen otros objetivos y principios igualitarios, que superando el plano pragmático, entran en conflicto con las definiciones abstractas de esa corriente.

Así, en la medida que se afirma la primera opción —el gran valor simbólico del principio de la universalidad en la distribución de la RB—, aparecen con toda nitidez las implicaciones teóricas y culturales de este conflicto entre los dos enfoques. Si se defiende la universalidad distributiva —real— de la RB como aspecto fundamental e identitario, mantengo la crítica global de la ambigüedad social de ese modelo de RB, con respecto al objetivo de la igualdad. Mi discrepancia es de fondo, con esas bases teóricas, ya que el conflicto de posiciones permanece en el plano cultural y de valores y en relación con la actitud ante los grandes problemas de la desigualdad socioeconómica, la redistribución de la riqueza y los derechos sociales.

En conclusión, el equilibrio entre los dos aspectos —universalidad e igualdad— se consigue con la combinación entre la universalidad del derecho a una existencia digna y la concreción segmentada de la distribución de una renta pública. Por una parte, se resaltaría la importancia de unos objetivos, el derecho a unas condiciones dignas de vida, fortaleciendo la cultura universalista de los derechos y las garantías para todos y todas. Por otra parte, se clarificaría que el resultado neto redistributivo del Estado, el sentido de una renta pública y la protección social, debe ser compensatorio para los sectores desfavorecidos para avanzar en la igualdad socioeconómica y en el estatus de la ciudadanía social. Con ello se evitaría la confusión sobre los intereses sociales que se defienden. Se articularía mejor el conflicto entre universalidad e igualdad en una sociedad desigual.

Criterios de las rentas sociales o básicas

Para terminar, expongo el contenido más concreto de mi posición. Una renta básica o social, es una medida distributiva y pertenece al campo de la economía, pero el aspecto principal a destacar es su función de garantía de unas condiciones mínimas de existencia. Es decir, se trata de un derecho y un valor humano, por encima del valor económico o ‘contributivo’ del individuo. Además de su componente de reforma social, su orientación y su discurso conforman un valor cultural, ya que tienen una vinculación con los modelos de sociedad y el papel del trabajo, los derechos sociales y la ciudadanía. Atendiendo a ese doble papel, un sistema de rentas públicas distribuidas por las administraciones del Estado, como garantía última de protección social, debe estar basado en los criterios y las características siguientes:

  • Todas las personas deben tener la garantía y el derecho subjetivo a unos ingresos y medios suficientes para mantener unas condiciones dignas de vida, garantizando la cobertura de las necesidades básicas de la población. El derecho universal a una existencia digna supone erradicar la exclusión social, la pobreza y la vulnerabilidad. Ello exige también la gratuidad de los derechos sociales básicos —sanidad, enseñanza, servicios sociales— y el abaratamiento y la subvención pública de otros —vivienda, transporte público, alimentos básicos—.
  • En una sociedad segmentada con amplias necesidades sociales se debe promover la redistribución de la riqueza, mediante una reforma fiscal progresiva que compense a las personas desfavorecidas con unos criterios de solidaridad y de igualdad social. Ello supone aumentar el gasto social y repartirlo con un criterio compensatorio hacia los sectores más vulnerables, con prioridad a las necesidades sociales.
  • Todas las personas sin recursos suficientes tendrán derecho a una renta social o básica sin condiciones o contrapartidas impuestas con respecto al mercado laboral. No obstante, se promoverán cauces y mecanismos de participación en actividades socioculturales y formativas, en particular, para los jóvenes a las que podrán tener acceso de forma voluntaria y negociada. Se desarrollarán políticas de empleo, en especial, para los colectivos —jóvenes, mujeres— con dificultades de inserción laboral, o especial discriminación —inmigrantes— para garantizar el derecho a un empleo digno a todas las personas desempleadas. Se deben establecer incentivos especiales para estimular la participación en actividades formativas, de inserción profesional o de trabajos voluntarios. Estas medidas favorecen la capacidad contractual de las personas y suponen un freno a la precariedad, una exigencia de empleo estable y una defensa de los derechos laborales. Igualmente, se deben revalorizar las actividades útiles para la sociedad, valorando el trabajo doméstico y la actividad familiar o la acción formativa y cultural. Todo ello configura el derecho a la integración social, laboral y cultural y favorece la cultura de la solidaridad y la reciprocidad, así como la equidad y la ética de los cuidados en las relaciones interpersonales.
  • Todas las personas tienen el derecho a la ciudadanía plena. La generalización de los derechos sociales y, en particular, un sistema de garantía de rentas básicas o sociales, debe favorecer las tendencias democráticas y la cultura participativa. Todo ello supone fortalecer la solidaridad pública frente a la fragmentación y dualidad social y establecer unos nuevos equilibrios de deberes cívicos y contributivos y derechos sociales universales, con la perspectiva de una sociedad alternativa más igualitaria.
  • Una protección social plena y un sistema de rentas sociales suponen una reforma social contra la situación de vulnerabilidad social. No sólo busca superar la pobreza y la exclusión sino que debe frenar la precariedad laboral y la contratación temporal y mejorar la organización y las condiciones de trabajo; es fundamental como defensa de los sectores de trabajadores y trabajadoras más desprotegidos.
  • Una renta monetaria ‘suficiente’, superior al umbral de la pobreza (60% de la mediana de ingresos por unidad de consumo, según la Unión Europea). La renta o ingreso social es un derecho subjetivo de todas las personas residentes que se distribuirá, individualmente, a las personas ‘sin recursos suficientes’ para cubrir sus necesidades fundamentales. El objetivo es evitar caer en la pobreza y ser suficiente para garantizar la estabilidad, la integración social y la plena ciudadanía y la capacidad autónoma para desarrollar sus proyectos vitales. Por las personas menores o dependientes se incrementará la mitad de ese importe. Igualmente, se arbitrarán otras ayudas complementarias por necesidades específicas de la unidad de convivencia y, en particular, por el gasto de vivienda.
  • La gestión fiscal es un instrumento idóneo para el control de recursos y la adecuación o devolución de la renta distribuida según cada nivel de rentas y de necesidades, evitando la estigmatización y el ‘control social’. Se podrán establecer fórmulas compensatorias por la vía fiscal a las personas con prestaciones públicas o ingresos salariales insuficientes, por contratos a tiempo parcial, discontinuos o por rotación con el desempleo, que no tengan otras fuentes de rentas.

Todos estos elementos de una renta social o básica proporcionarían más ‘libertad real’ y mayor ‘igualdad’ entre todos, generando una mentalidad y unos valores basados en la ‘solidaridad’. Están enmarcados en la cultura universalista de los derechos humanos y sociales, en el desarrollo de los valores de la reciprocidad y en la participación ciudadana y el acceso a la ciudadanía plena.

Notas:

[1] Para ampliar este tema se pueden destacar, entre otros, los siguientes textos. Una valoración teórica más desarrollada en Antón, A. (coord.): Rentas básicas y protección social, monográfico de Cuadernos de Relaciones Laborales, vol. 23 núm. 2, Universidad Complutense de Madrid, 2005. En relación con las políticas sociales en: “Política social en tiempos de crisis”, en Cuadernos de Trabajo Social, 25 (1): 49-62, Universidad Complutense de Madrid, 2012. Y respecto de los procesos de recortes sociales, protesta colectiva y alternativas ante a la crisis en: Ciudadanía activa. Opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica, Madrid, Sequitur, 2013.

 

 

[Antonio Antón es Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid]

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2014

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