La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Pere Ortega
Cien años de oposición a la guerra
En 1914, los pueblos europeos inducidos por sus gobiernos se lanzaron de manera entusiasta a la guerra. El detonante, aislado pero no determinante, fue el asesinato en Sarajevo de Franz Ferdinand, el heredero de la corona del imperio austrohúngaro, y su esposa. Pero lo que en verdad empujó a la guerra fueron las políticas nacionalistas de unos imperios que pretendían preservar sus vastos dominios y a la vez expandirlos. Eran los seis imperios europeos entonces vigentes: el otomano, el ruso, el prusiano, el austrohúngaro, el británico y el francés, que supieron entusiasmar a sus respectivos pueblos para ir a la guerra.
Si cierto es que la mayoría de los intelectuales, líderes de izquierdas y sindicatos obreros abrazaron con entusiasmo la propuesta de guerra, hubo opositores, no muchos pero significativos: Jean Jaurès, que lo pagó con su vida; Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht (éste fue encarcelado); Lenin y los bolcheviques, que llamaron a la deserción, hecho que les abrió el paso de la revolución en 1917; también intelectuales como A. Einstein, B. Russell, R. Rolland y el dirigente holandés de la Segunda Internacional y pacifista Domela Nieuwenhuis, así como el también holandés Bart de Ligt, encarcelado por su activismo contra la guerra y después, en 1921, fundador de la War Resisters International y autor del primer tratado teórico de la no violencia, The Conquest of Violence. An Essay on War and Revolution (inédito en castellano). Además, un incipiente movimiento de objeción se opuso a la guerra, del que se desconocen las cifras de la mayor parte de los países; sí las del Reino Unido, donde hubo 16.000 objetores, de los cuales unos 6.000 pasaron por juicios militares y la mayor parte fueron a prisión; de Estados Unidos, donde 55.000 solicitaron ser declarados objetores, 25.000 fueron rechazados, muchos obligados a ir a la guerra, otros encarcelados (142 a cadena perpetua) y solo 3.989 fueron reconocidos como objetores [1].
Los hechos posteriores a la Primera Guerra Mundial son de sobra conocidos: las políticas insensatas de los vencedores infligiendo fuertes agravios a los vencidos de la guerra, en especial a Alemania, impulsaron el nacimiento de un nacionalismo aún más agresivo que los anteriores, el nazismo y fascismo que recorrió Europa y que arrojó a una Segunda Guerra Mundial que devastó de nuevo Europa y otras partes del mundo.
También esta segunda guerra tuvo sus opositores, desde luego menos que en la primera. La guerra contra el fascismo unió a izquierdas y derechas, y hubo muchas deserciones dentro del antibelicismo, como Russell y Einstein, que cambiaron de bando y apoyaron la guerra. Pero también los hubo que se mantuvieron firmes y la rechazaron, como Virginia Woolf, A. J. Muste, Gandhi (que en la primera había mostrado su apoyo a Inglaterra) y, desde luego, Bart de Ligt y la WRI. También esta segunda guerra tuvo objetores: 6.000 en el Reino Unido; en EE.UU. se calcula que entre 25.000 y 50.000 fueron los objetores que aceptaron ejercer tareas civiles y 42.973 los que se declararon insumisos totales, de los cuales unos 7.000 fueron a prisión; en la Alemania nazi también los hubo, alrededor de 100.000 fueron objetores y todos ellos fueron a campos de internamiento, y 30.000 fueron condenados a pena de muerte, de los cuales 20.000 fueron ejecutados [2].
En 1945, nacía una Europa de nuevo dividida en dos grandes bloques con modelos sociales y políticos muy diferenciados. Eran los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, que, de nuevo, se lanzaron a otra guerra, llamada Fría, pero no menos atroz que las dos anteriores, especialmente en la periferia de Europa, donde las potencias dirimieron sus diferencias ideológicas, pero también imperiales, en nuevas guerras que arrojaron 16 millones de muertos.
Toda esa etapa de la Guerra Fría es la de mayor florecimiento del pacifismo y la oposición a la guerra: de nuevo Russell y Einstein, además de E. Fromm, N. Chomsky, M. Luther King, E. P. Thompson y tantos otros en el bloque occidental, y Sajarov o V. Havel en el bloque soviético, solo por nombrar algunos de la larga lista de intelectuales que se comprometieron contra la guerra entre bloques. A la par que se alumbraba el crecimiento de un fuerte movimiento social contra la guerra que vio nacer, la CND, la END, los Verdes o el movimiento pacifista que en EE.UU. fue el actor determinante para acabar con la guerra de Vietnam.
Posteriormente, no fue hasta la derrota en 1991 de la URSS y el desmoronamiento del bloque soviético cuando las guerras tomaron otro rumbo. Derrotado ese modelo, el imperio vencedor, EE.UU., con un sistema hegemónico en todo el mundo se puso a administrar la victoria dedicándose a instaurar el nuevo orden de globalización capitalista que también era cultural. Pero había una parte del mundo, especialmente en Oriente Próximo y el norte de África, donde existían estados con una ideología y una religión que se resistían al nuevo orden y especialmente a la globalización cultural occidental.
Así, en el ámbito de los países de cultura islámica empezó a crecer la resistencia a esa globalización. Unas regiones donde los gobiernos estaban regidos por monarquías muy conservadoras y autoritarias, y algunas, como Arabia Saudí, regidas por la ley islámica. Otros laicos se autoproclamaban más o menos socialistas, como Argelia, Irak, Siria y Libia, y bajo la influencia de la Unión Soviética; y un Irán donde había triunfado una revolución islámica dirigido por ayatolás que aplicaban la sharia. Estados muy divididos por rivalidades históricas donde se mezclan lo político y lo confesional. Todo un complejo mundo donde conviven diversos islams, muy dividido por rivalidades históricas pero con un rasgo común: todos sin excepción estaban dominados por gobiernos autocráticos que reprimían duramente las libertades de sus pueblos.
La guerra contra el yihadismo
Cuando se produjo el inesperado atentado del 11-S de 2001, Estados Unidos respondió acusando al yihadismo de Al-Qaeda y declarando la guerra al terrorismo. Un yihadismo que ellos habían promovido y apoyado en Afganistán para expulsar a la URSS. Así, poco después del 11-S, EE.UU. se lanzaba a la guerra en Afganistán, después en Irak y más adelante en Libia. De esas intervenciones hay que señalar que por donde pasó el caballo de la guerra del imperio se instauraron el desorden y el caos. Países donde surgieron infinidad de grupos y clanes que practicaban la lucha armada, unos para expulsar a las fuerzas ocupantes y otros que se enfrentaban en luchas intestinas entre facciones para alcanzar el poder político y su modelo sectario del islam.
Pero EE.UU. no se paró ahí, sino que se dedicó a perseguir a presuntos yihadistas lanzando ataques y bombardeos con misiles desde aviones no tripulados en Pakistán, Sudán, Somalia y Yemen, causando infinidad de muertes entre los civiles. Lo cual añadía más desorden a la vez que azuzaba el odio entre la población contra EE.UU. y sus aliados. Huelga decir que todas estas guerras y ataques se llevaron a cabo sin ninguna cobertura del derecho internacional, y si alguna lo fue, como los ataques en Libia, se vulneró la resolución que lo amparaba apoyando a uno de los bandos en la guerra civil para derrocar al gobierno de Gadafi.
En la reciente cumbre de la OTAN en Gales (septiembre de 2014), Obama propuso una coalición internacional para combatir al Estado Islámico (EI), un grupo de 30.000 efectivos que, fuertemente armados y procedentes de la oposición que combate al régimen de Al Asad en Siria, se ha apoderado del norte de Irak y Siria, donde han proclamado un califato. Un grupo sunita muy sectario que elimina a todos los opositores que no comparten su visión del islam. La coalición que lidera EE.UU. dice que se limitará a ataques aéreos, a enviar asesores militares y facilitar armas al gobierno de Irak y a las milicias peshmergas kurdas que combaten al EI, y de momento no se implicará en una invasión por tierra. Según EE.UU., en esta coalición se integran Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Jordania, Emiratos Árabes Unidos, Qatar y Turquía para mostrar que el yihadismo es combatido por estados musulmanes; pero lo cierto, hasta el momento, es que tan solo dan su apoyo y se prestan a enviar ayuda humanitaria. Resulta inverosímil que en esa coalición que da apoyo a los ataques al EI figuren Qatar y Arabia Saudí, que han estado apoyando con recursos y armas a la oposición que combate al gobierno de Al Asad en Siria. Y huelga decir que de la coalición se excluye al bloque chiíta de Siria e Irán y a Hezbolla de Jordania, que son los grandes beneficiados de los ataques al EI que pretenden derrocar al gobierno de Al Asad. En definitiva, EE.UU. y algunos países europeos como Reino Unido y Francia, que habían prestado apoyo al régimen de Al Asad, ahora cambian de bando y atacan a sus opositores. Semejante cantidad de despropósitos hace pensar que la política exterior del imperio se propone continuar alimentado el caos en la región.
Samuel Huntington se llevó a la tumba su error de las guerras de civilización, pero legó la idea de guerra entre Occidente y Oriente que EE.UU. aplicó declarando la guerra al yihadismo, y que hoy atrapa a todos los países aliados del bloque occidental. Una guerra que surge en una región, Oriente Próximo, con un contexto político muy diferente al de hace cien años; en el seno de una comunidad musulmana mucho más consolidada, donde se han construido estados fuertes, algunos muy ricos gracias a los hidrocarburos, que se resisten al dominio cultural occidental, y donde se han instalado corrientes islamistas que predican el yihadismo y la guerra contra el imperialismo de EE.UU. y sus aliados europeos.
El futuro inmediato no es esperanzador. O se enmiendan las políticas, tanto de EE.UU. como de Rusia y Europa, respecto al mundo que habita en Oriente Próximo, o los conflictos proseguirán y se agrandarán. Para ello se necesita un renovado movimiento internacional por la paz que de nuevo se enfrente a las guerras del imperio. Hasta el mismo papa Francisco ha pronosticado que se avecina, no desacertadamente, una Tercera Guerra Mundial. Quizá sea una exageración, pero la guerra está ahí, a un paso de Europa, y nos afectará, y en ese sentido crece la necesidad de renovar un fuerte movimiento pacifista que haga frente a la barbarie de la guerra y llame a la convivencia con el mundo musulmán.
Tarea nada fácil, pues se deben desactivar la infinidad de conflictos por los que atraviesa ese mundo. En primer lugar la guerra contra Palestina, que es la causa y excusa que activa el odio antioccidental por el apoyo de EE.UU. y Europa a las atrocidades que Israel comete contra el pueblo palestino. En segundo lugar, la retirada de las fuerzas militares que la coalición internacional tiene en la región, que son percibidas por la población como ocupantes. Después, intentar recomponer los desastres acometidos en Afganistán, Irak, Libia y Siria proponiendo conferencias regionales en las que participen todas las partes implicadas, sean cuales sean los resultados y los gobiernos que surjan de los pactos o elecciones internas. Por último, que la ayuda y la cooperación, pero muy especialmente las relaciones comerciales, deben supeditarse al respeto de los derechos humanos, desde el punto de vista tanto de las libertades como de los aspectos sociales. Acompañadas de políticas de buena vecindad, de seguridad compartida, de codesarrollo e intercambio cultural. Solo así se podrá construir un futuro de convivencia entre Oriente y Occidente.
Notas
[1] Jesús Castañar, Teoría e historia de la revolución noviolenta, Virus edirtorial, Barcelona, 2014.
[2] Ludwig Baumann, Zam (revista austriaca), julio de 1995.
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9 /
2014