¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Políticas de malestar: pobreza, reformas laborales y precios públicos
Cuaderno de estancamiento: 5
Cuando se evaporó la aspiración al socialismo —a un modelo social organizado sobre bases institucionales más justas, eficientes y democráticas que las que rigen en la jungla capitalista—, a gran parte de la izquierda (y a buena parte de sus votantes, seguidores y activistas) solo le quedó la defensa del “Estado de bienestar”, de su extensión a nuevos derechos sociales (dependencia, renta básica, etc.). Su principal punto de apoyo era la esperanza de que los sistemas políticos democráticos tuvieran un claro mandato para seguir ampliando el marco de derechos nacido de las políticas desarrolladas tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
A mi entender se trataba de una esperanza infundada, por un par de razones cruciales: porque el neoliberalismo fue la respuesta política diseñada para liquidar el modelo de economía de pacto keynesiano de la posguerra, y porque en la actual crisis no existen las condiciones sociales que lo propiciaron. Que el neoliberalismo fue una contrarrevolución es obvio; lo explican de forma clara obras como las de David Harvey y Josep Fontana. Lo había prefigurado el economista polaco Michael Kalecki en su Consecuencias económicas del pleno empleo: o el capitalismo se transformaba en algo diferente o los grandes capitalistas tratarían de impulsar un marco político adecuado para volver a imponer el capitalismo liberal. Desde mediados de los años setenta, la mayor parte de las políticas propugnadas por los grandes organismos internacionales no han hecho sino trabajar en esta dirección, imponiendo políticas macroeconómicas de ajuste (en las que el pleno empleo deja de ser una prioridad), reformas laborales de todo tipo (bajo la excusa de perseguir la “flexibilidad laboral”), privilegios para los ricos (en forma de reformas fiscales e incentivos varios), privatizaciones, desregulaciones financieras…; un modelo social en cuya misma base intelectual está ausente toda reflexión sobre los derechos básicos de las personas, en que el incentivo crematístico es el rey y en que toda reflexión sobre el poder tiende a ser escamoteada (y sustituida por un individuo abstracto más parecido a un ángel que a un ser real).
La crisis, provocada en gran parte por la dinámica de un capitalismo sin control, lejos de conducir a su rectificación, ha dado lugar a una profundización sin precedentes de las mismas. Faltan las condiciones básicas que hicieron posible el “capitalismo controlado” de los años cuarenta. Lo único que sigue siendo parecido es la persistencia del fracaso de las respuestas liberales frente a la crisis (al igual que en los años treinta, lo único que se experimenta es un deterioro sostenido de la situación en la que viven millones de personas), pero falta todo lo demás. Ni existe una propuesta intelectual potente, ni el capitalismo tiene un rival de la talla de lo que en su época representó la URSS, ni existe el grado de movilización y organización social de los trabajadores como el que poseía la izquierda al salir de la crisis. Para millones de personas, tal como ha contado bellamente Ken Loach en El espíritu del 45, votar laborista significaba votar reformas cruciales. Hoy, el desencanto y la desorganización predominan entre las clases subordinadas. Más de treinta años de hegemonía neoliberal han generado una sociedad inerme, desarticulada, segmentada, incapaz de enfrentarse a los retos e impactos sociales de unas políticas antisociales que se presentan con un enorme aparato propagandístico, con el presunto aval de científicos sociales o con el Diktat de que, fuera de ellas, “no hay alternativa”. Los partidos socialistas, antaño defensores de políticas en pro de un capitalismo con rosto social, se pasaron directamente a las políticas neoliberales, aumentando así el desconcierto y frustrando las esperanzas de mejora. Es inconcebible pensar en reformas consistentes cuando fallan las fuerzas y cunde el escepticismo sobre la capacidad de cambiar las cosas mediante la acción política.
Por ello, lo que se está desarrollando no es una vuelta a las políticas de bienestar, sino solo una sucesión de propuestas que aumentan el malestar, el malvivir sin dar respuestas serias a ninguna de las cuestiones que permitirían hacer deseable la vida cotidiana de millones de personas. Y ya estamos acostumbrados a que cada mes nos traiga una nueva oleada de políticas malas e inicuas. Lo que sigue es más o menos la reflexión sobre la última andanada del año.
Paro y subempleo: la lógica de la nueva reforma laboral
El efecto más inmediato de los colapsos que experimentan periódicamente las economías capitalistas es el crecimiento del paro. Millones de personas ven esfumarse su mecanismo habitual para obtener renta monetaria (y estatus social) y tienen dificultades para encontrar una situación de recambio. Es evidente que, en una economía en que el empleo lo generan las decisiones de los empresarios, lo lógico sería, o bien responsabilizarlos directamente de la ausencia de trabajo, o bien promover formas alternativas de generación de empleo o reparto de la renta. En cambio, lo que hace la economía neoclásica predominante es centrar la mirada en las regulaciones del mercado laboral, en los derechos de los trabajadores, y afirmar que estos son la causa de sus propios problemas. Un verdadero ejercicio de prestidigitación en virtud del cual el capital queda fuera de foco y todas las luces recaen en las víctimas. Bajo este punto de vista solo hay una respuesta: una reforma estructural del mercado laboral.
Las ideas laborales que emanan de este enfoque van siempre en una misma dirección: la resolución del paro pasa por convertir a la población asalariada en mano de obra más barata, más sumisa, más adaptable a la voluntad de sus patronos. Y para ello se deben combinar dos elementos: a) reducir los controles institucionales que limitan el campo de acción de los empresarios, incluyendo en ello el debilitamiento de la acción sindical (los sindicatos solo son aceptados cuando legitiman las decisiones empresariales) y b) promover políticas que permitan la supervivencia de la gente fuera del mercado laboral. Aunque algunas políticas activas del mercado laboral son realmente razonables en determinados contextos (como la orientación profesional, la mejora de la información sobre el empleo, la formación profesional o las ayudas a la movilidad geográfica bien diseñadas), muchas de ellas están simplemente orientadas a forzar a la gente a aceptar cualquier cosa que se llame “empleo”, cualquier cosa que permita cubrir alguna necesidad empresarial y, a la vez, maquille las estadísticas del paro.
Estas políticas incluyen otro cambio importante de la propia noción de “empleo” tal como fue configurada en la época keynesiana. En su formulación inicial, un empleo era una actividad remunerada que garantizaba un nivel de ingresos suficiente y una cierta dignidad profesional. Se ha hecho una crítica certera de este modelo en términos de género. El viejo “pacto keynesiano” no consideraba el empleo de las mujeres adultas. A la mayoría de ellas se les reservaban el matrimonio y las tareas domésticas no retribuidas. Su acceso a ingresos monetarios (y a los derechos asociados a los servicios sociales) era por vía indirecta, a través de los ingresos del marido. De aquí que en muchos países gran parte del diseño de los derechos sociales se haya configurado no tanto como derechos de ciudadanía sino como derivaciones de la situación laboral (como es evidente en el caso de las aportaciones monetarias en forma de subsidios y pensiones, y en algunos países el acceso a la sanidad). La crítica feminista al modelo no impugna el concepto tradicional de empleo, sino que fundamentalmente exige que este derecho se amplíe al conjunto de la sociedad. Lo que, en cambio, han hecho los neoliberales ha sido escamotear el propio concepto y confundir empleo con cualquier actividad remunerada, genere o no ingresos suficientes, dé lugar a condiciones laborales aceptables o no. De ahí que llevemos años con la monserga de que una de las vías cruciales para resolver el problema del empleo es la extensión de los puestos de trabajo a tiempo parcial.
La extensión del trabajo a tiempo parcial ciertamente puede contribuir a paliar el problema que verdaderamente preocupa a las élites: el de las impresentables cifras de desempleo. Pero no resuelve los de la gente, puesto que muchos de estos empleos no generan ingresos suficientes ni dan lugar en muchos casos a condiciones laborales aceptables. Muchos trabajos a tiempo parcial responden a la necesidad de las empresas de cubrir picos de actividad en horarios específicos, lo que a menudo da lugar a empleos en horarios intempestivos (por ejemplo, el sector limpieza tiende a concentrar estos empleos a primeras horas de la mañana o últimas de la tarde para no interferir con la actividad habitual de los espacios que hay que limpiar) o genera cambios constantes del horario laboral que impiden organizar la vida cotidiana de la gente (algo bastante habitual, por ejemplo, en las grandes cadenas comerciales). A menudo, los empleos a tiempo parcial también son un mecanismo para eludir las leyes laborales (se contrata por unas horas y después se paga el resto como complemento sin declarar). Cabe destacar que, en buena medida, la justificación laboral de esta propuesta forma parte del mismo discurso patriarcal que en el viejo keynesianismo excluía a las mujeres del empleo al ser a estas a las que van principalmente orientadas estas políticas de fomento del tiempo parcial camufladas como políticas de conciliación (que presuponen que las mujeres deben seguir estando al cuidado de sus familiares). Como política para camuflar del paro es factible. Lo prueban tanto el experimento alemán de los minijobs como las estadísticas laborales de muchos países latinoamericanos con bajas tasas de paro pero muy altas de “economía informal”, un eufemismo destinado a ocultar el subempleo que padecen millones de seres humanos: bajos ingresos, imposibilidad de organizar su entera vida social, estigma, etc. Y esta es la propuesta estrella de la enésima reforma laboral del PP, una vez que ha resultado evidente el fracaso de la anterior. Puesto que no podemos resolver el problema del desempleo, pasemos a camuflarlo al tiempo que abrimos nuevas posibilidades al desarrollo de actividades semiinformales que tan larga tradición tienen en nuestro país.
El camuflaje de la pobreza
Las políticas que generan subempleo también generan pobreza. Solo falta echar un vistazo a Eurostat para comprobar que en todos los países donde se han impuesto planes de ajuste han aumentado los índices de pobreza y las desigualdades sociales (expresadas por el índice 80/20, el número de veces que la renta del 20% más rico excede la del 20% más pobre). En el caso de España, la estimación de pobreza ha pasado del 23,9% en 2007 al 28,2% en 2012, mientras que el 80/20 lo ha hecho del 5,5 al 7,2. A desigualdad no hay quien nos gane. Hay que alertar de que se trata de meros indicadores que reflejan datos que en muchos casos hay que mirar con lupa. Por ejemplo, el índice de pobreza se calcula estimando (mediante una fórmula compleja) el volumen de hogares cuyos ingresos están por debajo del 60% de la renta media. No es por tanto un índice de necesidades absolutas, sino de posición relativa. Y como también se constata que el volumen de la renta media ha disminuido en los dos últimos años, ello no ha hecho sino mitigar el aumento de los niveles de pobreza e incluso provocar que haya descendido ligeramente el porcentaje de ancianos pobres, básicamente porque las pensiones han caído menos que el resto de las rentas salariales (y la estimación de renta no considera el impacto de los nuevos copagos impuestos a los pensionistas). Para un detallado análisis de cómo está gestándose este aumento de la pobreza y la desigualdad, es recomendable consultar el informe anual de Caritas «VIII informe de la realidad social», que puede consultarse en internet.
El aumento de la pobreza y la caída de la renta media son sin duda consecuencia directa de la destrucción de empleo, pero también de la ausencia de políticas redistributivas capaces de evitar que la gente se quede sin recursos. Cualquier sociedad enfrentada a una epidemia de pobreza como la que estamos padeciendo debería abrir un debate sobre los mecanismos de distribución de la renta y el bienestar. Si ello no ocurre en nuestro país no es solo por el predominio de los economistas neoliberales al que me referí anteriormente, sino también por la forma en que los medios de comunicación (y a menudo muchas fuerzas políticas, ONG y movimientos sociales) están abordando el tema. Lejos de abrir un debate general, el tema de la pobreza se presenta segmentado, parcializado y orientado a ser tratado dándole respuestas específicas que muchas veces crean ellas mismas nuevos problemas. Cualquier repaso a las hemerotecas permite constatar las modas que se han ido sucediendo con el paso del tiempo: “pobreza infantil” (ante la cual la respuesta ha sido pelear por becas escolares), “pobreza alimentaria” (ante la que la respuesta ha sido organizar recogidas y reparto de alimentos), “pobreza residencial” y, la última moda, “pobreza energética”. Evidentemente, todas estas situaciones son reales, afectan a muchas personas y reflejan distintos aspectos de su situación. Hay mucho de denuncia en los que ponen de manifiesto estas carencias. Y mucho de solidaridad y buenas intenciones en la gente que trata de paliarlas. Pero se corren con ello dos peligros asociados. Por una parte, que al enfocar cuestiones concretas y buscar soluciones a las mismas perdamos de vista la necesidad de un debate general, de lo intolerable de un modelo que genera graves carencias a sectores importantes de la población sin que se adopten medidas generales para resolverlo. Y, lo que es aún peor, que en muchos casos estas respuestas parciales se traduzcan en el viejo modelo de la caridad tradicional que niega la autonomía a los desfavorecidos y genera nuevas pautas de desigualdad social. Ya basta de pobreza adjetivada, de desigualdad social excesiva. Al desmonte del Estado del bienestar y a la crisis del empleo debemos responder con acciones y discursos culturales que pongan de manifiesto la relación existente entre neoliberalismo, desigualdad, crisis del empleo y pobreza. Para forzar que entre en el debate social una propuesta más global y justa de “reformas estructurales” que las que llevan cuarenta años comandando el planeta.
El precio de los servicios públicos: otro aspecto de los abusos neoliberales
El fin de año llega, además, plagado de aumentos de precios de servicios regulados o semirregulados. En mi ciudad, al alza de la electricidad (general en todo el país) se suman la del suministro del agua (en torno a un 8%) y la de los transportes públicos (por encima del 5%). Imaginad cómo serían los titulares de la prensa si los sindicatos hubieran decretado aumentos salariales de esta magnitud. Solo la inusitada subasta eléctrica que amenazó con un 10% de aumento hizo temblar al gobierno, y llevó a algún comentarista a recordar que, si competimos en costes, también los precios de los suministros, y no solo los salarios, tienen efectos importantes.
Las privatizaciones neoliberales y la mercantilización de los servicios públicos se llevaron a cabo atendiendo a dos argumentos basados en la eficiencia. La versión tradicional es que la competencia provoca la caída de los precios porque la lucha entre las empresas provoca la introducción de innovaciones que mejoran el rendimiento y reducen los costes. El mercado suministrará servicios cada vez más baratos y con ello promoverá la mejora del bienestar. Hay una segunda versión de este argumento, generada en parte como respuesta a los crecientes problemas ambientales: cuando se trata de recursos escasos y no reproducibles, los precios reflejarán el coste creciente de su obtención y con ello ayudarán a la gente a tomar conciencia de la cuestión y adoptar formas de consumo más sostenibles.
Como en todo cuento, no todo es mentira. Pero es más que dudoso que solo sea esto lo que ha ocurrido. Aunque la teoría económica reconoce que a menudo los mercados reales se alejan de las condiciones irreales de la competencia perfecta en que se formulan gran parte de las teorías, a la hora de la política suelen pasar por alto la importancia de las estructuras oligopolistas, de la opacidad real de las empresas reales, de las mil y una formas de colusión en mercados con pocas empresas. El mundo de las desregulaciones ha dado lugar a mercados oligopolistas (con empresas que mantienen relaciones estrechas con las agencias que en teoría las tienen que controlar), y en la práctica el resultado del cuento de la lechera de los precios decrecientes se ha traducido en un alza continua de los mismos. Siempre queda la excusa del creciente coste energético provocado por el encarecimiento del petróleo o la introducción de las renovables. La coartada del déficit de tarifa que alegan las grandes compañías eléctricas —según ellas, compran la electricidad más cara de lo que deben venderla al consumidor— es más que dudoso cuando se constata que las cuatro grandes comercializadoras (Endesa, Iberdrola, Gas Natural Fenosa, EDP-Hidroeléctrica del Cantábrico) controlan ellas solas el 61,3% de la producción, lo que en muchos casos significa que se venden la electricidad a sí mismas. Lo que eleva el precio de compra es el modelo de fijación marginal: en la subasta van entrando ofertas de electricidad a precios diferentes hasta que se cubre toda la demanda, y el precio final lo fija la oferta más elevada que permite satisfacer toda la demanda del mercado. Este precio se paga a todos los proveedores, sea cual sea su coste de producción. Por ejemplo, imaginemos que la demanda es de 10 millones de kilowatios, las centrales hidroeléctricas aportan 3 millones a 0,01 céntimos/kW, las nucleares 4 millones a 0,02 céntimos, las de ciclo combinado 2,5 millones a 0,03 céntimos y el resto lo ofrecen plantas de cogeneración a 0,20 céntimos. El precio final será de 0,20 y los propietarios de las centrales más baratas obtendrán un sobrebeneficio que posiblemente compensará el déficit de tarifa de sus comercializadoras forzadas a vender, por ejemplo, a 0,17 céntimos. Las cifras son inventadas, pero este es el mecanismo. Nadie conoce bien los costes reales, y posiblemente sería mucho más eficiente un sistema de producción centralizado en que la electricidad subiera cuando su coste aumenta pero en el que no se generaran rentas de posición tan descaradas como las que obtienen centrales hidroeléctricas o nucleares ya amortizadas.
Si teníamos alguna duda sobre la dudosa eficiencia del modelo actual, los barceloneses hemos tenido otra ratificación de la cuestión. Agbar, la poderosa gestora del suministro del agua a la que ya me he referido en diversas ocasiones, simplemente ha justificado parte de la subida por el hecho de que en Barcelona ha caído el consumo (gracias en buena parte a la concienciación ciudadana sobre el tema). Y es que la reducción del consumo es incompatible con los intereses de las empresas y sus accionistas. Cualquier empresa privada tiene problemas cuando cae su facturación, lo cual hace dudar de la bondad del mercado como un mecanismo crucial para avanzar hacia una sociedad que se rija por la lógica de la sostenibilidad.
Las alzas inmoderadas de tarifas, el descontrol de los costes, el parasitismo sobre los servicios públicos y el despilfarro ambiental son otra cara de la gestión neoliberal. Y explican bastante bien por qué es tan difícil aplicar políticas de parcheo de la pobreza: las políticas de vivienda social, de moratoria en el pago de servicios básicos, se ven como amenazas a los intereses de estas empresas. Y ya se cuidan ellas de activar sus redes de contactos con las esferas políticas para limitar estas políticas compensatorias.
Deseos de un año diferente
Las perspectivas para 2014 no son mejores. El gobierno ya nos ha felicitado el año nuevo congelando el salario mínimo. Recordándonos una vez más que no va a olvidarse de aplicar ninguna ignominia (ya sea la restricción a las libertades básicas, la infamia de la Ley del Aborto, la imposición de la religión, la profundización del clasismo en el sistema escolar, la demolición del sistema de pensiones públicas o nuevos ataques a los derechos laborales). Tiene fuertes aliados internacionales que, como en tiempos de Franco, le dejan libertad de acción siempre que mantenga controlado al personal.
El drama actual es el de la evidencia de lo insoportable del neoliberalismo, de la imposibilidad de la vuelta al pacto del capitalismo de pacto social (que al menos propició algo de bienestar) y la incapacidad de ofrecer respuestas urgentes que cambien la situación y abran la vía a un nuevo modelo social. A corto plazo, el sufrimiento y la sensación de impotencia son inevitables. Por esto mi deseo de un año diferente es bastante modesto: que colectivamente empecemos a trabajar para combinar tres tipos de iniciativas necesarias: ideas bien articuladas de cambio social (capaces de generar un discurso que, cuando menos, suscite un cambio de perspectiva en el enfoque de los problemas, ayude a promover otro tipo de valores y aspiraciones sociales), políticas de resistencia bien organizadas, que incluyan, cómo no, una mejor capacidad de organización de las clases subalternas para cortocircuitar las políticas imperantes e introducir distorsiones en ellas, y un clima de debate, reflexión y fraternidad entre los distintos sectores capaz de generar una verdadera respuesta colectiva a lo que constituye una tragedia social. Sin esta última, las otras dos tareas son misión imposible.
30 /
12 /
2013