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José Luis Gordillo

El rey, Armada y el 23-F

Con motivo del reciente fallecimiento del general Alfonso Armada, varios medios de comunicación han vuelto a evocar —y a especular sobre— su papel en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. El Consejo Supremo de Justicia Militar, que juzgó en primera instancia a los responsables de dicho intento, condenó a Armada a seis años de prisión. Más tarde el Tribunal Supremo rectificó esa condena y la elevó a treinta, esto es, la misma que la impuesta al teniente coronel Antonio Tejero y al general Jaime Milans del Bosch, por considerarlo uno de los máximos responsables de toda la operación.

El 23-F ha generado una extensa literatura imposible de resumir en pocas líneas. La mayor parte es crónica periodística basada en historia oral de mejor o peor calidad. Eso se debe a que el principal material que se debería poder consultar para hacer una historia bien fundamentada del susodicho acontecimiento no está disponible para el común de los mortales. El Tribunal Supremo dictaminó que el sumario del proceso del 23-F no se haría público hasta que no hubiesen transcurrido veinticinco años después de la muerte de todos los procesados, o cincuenta años a contar desde la fecha del fallido golpe de Estado, es decir hasta el 2031.

Por tanto, el hecho político que ha sido instrumentalizado hasta el hartazgo para legitimar socialmente la monarquía se encuentra sumido, en realidad, en las tinieblas de las razones de Estado. En consecuencia, su conocimiento se mueve en un terreno muy resbaladizo, tanto por lo dicho más arriba como por el hecho de que sopesar según qué hipótesis puede ser constitutivo de un delito de calumnias al jefe del Estado castigado con una pena de hasta dos años de prisión, sin que el acusado pueda probar sus afirmaciones presentando una demanda en un juzgado. Como se sabe, ningún tribunal español la aceptaría si estuviera dirigida contra el rey, dado que, según la Constitución de 1978, el monarca goza de inmunidad absoluta al considerarlo jurídicamente irresponsable. Así son las cosas en esta monarquía parlamentaria surgida de la reforma del franquismo.

Cuando en 1982 se celebró el juicio a los militares implicados, y a la vista de que muchos de ellos se defendieron involucrando al rey en el 23-F, varios periódicos propagaron un razonamiento claramente maniqueo: todos los antifascistas debían pensar siempre que el rey se había opuesto al golpe, pues lo contrario equivaldría a hacerle el juego a los golpistas. Por suerte, diversos autores, de derechas y de izquierdas, hace tiempo que han dejado atrás ese maniqueísmo y han decidido pensar libremente a partir de la premisa “la verdad es la verdad, la diga Bertrand Russell o su jardinero”.

La bibliografía en ese sentido comienza a ser considerable. Hasta donde me alcanza la vista, al rey se le considera promotor y partícipe del 23-F en Jesús Palacios, 23-F. El golpe del CESID (Planeta, Barcelona, 2001) y sobre todo, del mismo autor, en 23-F, el rey y su secreto (Libroslibres, Madrid, 2010). También lo hace Amadeo Martínez Inglés en Juan Carlos I, el último Borbón (Styria, Barcelona, 2008) y en La conspiración de mayo (Styria, Barcelona, 2009); así como Patricia Sverlo —nombre ficticio de un colectivo de personas anónimas— en Un rey golpe a golpe, (Kalegorria, Lizarra, 2001). Y aunque no lo afirmen rotundamente, lo sugieren o aportan datos para pensarlo Pedro de Silva en Las fuerzas del cambio (Prensa Ibérica, Barcelona, 1996), en especial en el capítulo titulado «Cuando el rey dudó el 23-F», pp. 195-224; Ricardo Pardo Zancada en 23-F, la pieza que falta (Plaza & Janés, Barcelona, 1998); Joan E. Garcés en Soberanos e intervenidos (Siglo XXI, Madrid, 1996); Jesús Cacho en El negocio de la libertad (Foca, Madrid, 1999), en especial en el sustancioso capítulo titulado “Los amigos de la desmesura” pp. 378-444; Iñaki Anasagasti en Una monarquía protegida por la censura (Foca, Madrid, 2009); Josep Fontana en La construcció de la identitat (Base, Barcelona, 2005), en especial en el capítulo titulado “La llegenda de la transició espanyola”, pp. 121-142; y Francisco Medina en 23-F, la verdad (Random House Mondadori, Barcelona, 2006). De la lectura de todos ellos se extrae una versión del 23-F en la que Armada y el rey no salen muy bien parados que digamos. En lo que sigue se va a hacer una síntesis de su contenido y a inferir de ella algunas conclusiones.

El general Armada se convirtió en un estrecho colaborador de Juan Carlos a partir de una fecha tan temprana como 1955, cuando el Borbón contaba tan sólo diecisiete años de edad. Armada fue uno de sus tutores en el largo programa de formación militar al que Franco sometió al futuro rey. Con posterioridad, Armada fue nombrado Secretario de la Casa del Príncipe en 1965 y después Secretario de la Casa Real tras la coronación de Juan Carlos. Cesó en dicho cargo por deseo expreso de Adolfo Suárez el 31 de octubre de 1977, para ser nombrado a continuación gobernador militar de Lérida. No por eso dejó de mantener contactos periódicos con el rey, pues éste le utilizaba como informador de lo que se rumoreaba en las salas de banderas y entre los altos mandos militares.

Entre diciembre de 1980 y febrero de 1981, Armada y el rey se entrevistaron o mantuvieron conversaciones telefónicas alrededor de once veces. Un par de semanas antes del golpe, el rey, frente a la oposición frontal de Suárez, ejerció todo tipo de presiones para que se le nombrara segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército. Con ello su antiguo preceptor se convirtió en el tercer mando militar con más poder dentro de las FF.AA. Por encima de él sólo estaban el general Gabeiras y el propio rey; el resto de mandos le debía obediencia.

Hacia las 23:30 horas del 23 de febrero de 1981, el general Armada se dirigió al ocupado Congreso con todas las bendiciones militares, incluida la de Juan Carlos, para obtener el apoyo de los diputados a un gobierno de concentración nacional presidido por él mismo y formado por ministros de todos los partidos de ámbito español (AP, UCD, PSOE y PCE) con exclusión de los nacionalistas vascos y catalanes. Dicho gobierno debía tranquilizar a los militares, combatir con firmeza el terrorismo de ETA, adoptar medidas urgentes de tipo socioeconómico, meter a España en la OTAN y reformar el Título de la Constitución que regula las autonomías. Después de tomar esas decisiones, ese non nato gobierno debía convocar elecciones. Nada que ver, pues, con volver al franquismo, implantar una dictadura militar y encarcelar masivamente a los disidentes. Tampoco con limpiar de generales fascistas la institución militar, como sugirió con falsa inocencia la periodista Pilar Urbano en una entrevista publicada en El Periódico de Catalunya, el 3 de diciembre de 1996, para intentar justificar lo que piadosamente denominó “la aparente ambigüedad del Rey”. Se trataba, más bien, de darle un volantazo a todo el sistema político y encarrilarlo hacia unas coordenadas plenamente occidentales y acordes con una concepción unitarista del Estado español.

Si todo hubiese salido como los planificadores del pronunciamiento militar esperaban, Alfonso Armada hubiese muerto en loor de multitudes y se le hubiera enterrado con todos los honores en un funeral de Estado presidido por el rey. Todos los periódicos y televisiones le hubiesen calificado como el “salvador de la democracia”, ya que su gestión de la noche del 23-F se recordaría como una arriesgada apuesta por dar una salida incruenta al secuestro de los diputados, y su gobierno como una medida imprescindible para consolidar la democracia. Cualquier intento de desacreditarle sugiriendo que previamente se había puesto de acuerdo con Tejero y Milans para provocar artificialmente una crisis política se habría perseguido penalmente y se habría descalificado como una estúpida teoría conspirativa, por utilizar la expresión de moda puesta en circulación tras el 11-S.

Pero Armada ha muerto como un traidor debido a que por culpa de Tejero las cosas no salieron como estaban planificadas. El tristemente famoso teniente coronel tenía una visión del mundo similar a la difundida por entonces por la revista de extrema derecha Fuerza Nueva. Su estrechez de miras le llevó a negar a Armada la entrada al hemiciclo al tener conocimiento de la plural composición del gobierno que debía alumbrar el golpe que él mismo había iniciado. Seguramente Tejero también llegó a la conclusión de que Armada le había reservado el papel de chivo expiatorio. Al fin y al cabo, Tejero ya estaba “quemado” por haber sido condenado por la llamada “Operación Galaxia», un intento anterior de golpe de Estado. En una de las últimas sesiones del juicio de Campamento, Tejero exclamó: “… lo que yo quisiera es que alguien me explicara lo del 23-F, porque yo no lo entiendo.”

Después de que Tejero expulsara a Armada del edificio del Congreso, el rey dio la orden de emitir el famoso mensaje televisado que le convirtió a él, no a Armada, en el “salvador de la democracia”. Por tanto, si nada lo impide, también serán para Juan Carlos los funerales de Estado, los discursos laudatorios y las notas necrológicas ditirámbicas. Armada, en cambio, ha pasado a la historia como un militarote fascistón que cometió supuestamente el grave crimen de traicionar la confianza del rey. Claro que los lectores de toda la bibliografía mencionada también pueden pensar que el rey decidió, en vista de su fracaso en el Congreso, asignarle el mismo papel que él había reservado para Tejero.

Para los antifascistas, el problema del 23-F nunca debió haber sido el dilema maniqueo que difundieron los periódicos del nuevo régimen (El País en primer lugar, un diario creado en la transición para pastorear a los intelectuales de izquierdas). El verdadero problema fue la escasa resistencia popular que hubo al intento de golpe de Estado mientras éste se estaba llevando a cabo. Sobre todo por aquello de que «Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador» que dice la letra de La Internacional.

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2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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