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Jordi Bonet Pérez

Excepcionalidad, dignidad humana y ordenamiento jurídico internacional

La teorización sobre la excepcionalidad como pauta de comportamiento de los poderes estatales me exime, creo, de enfocar mis reflexiones en esta dirección; en cambio, no de hacerlo sobre cómo interpretar sus imperativos en el marco de un ordenamiento jurídico internacional que, tras la Segunda Guerra Mundial, persiguió humanizarse y perfilar la idea de dignidad humana como parte del acervo axiológico a partir del cual se debían construir las normas jurídicas internacionales.

El Derecho internacional público es funcionalmente un instrumento para perpetuar el sistema de estados como núcleo vertebrador de la Sociedad internacional y la supervivencia del Estado es un valor que impregna sus principios y normas jurídicas —no en vano, la voluntad estatal subyace, directa o indirectamente, en su formación—. Parece obvio que otros espacios regulatorios trasnacionales erosionan la discrecionalidad estatal y el ejercicio de su soberanía, pero el Derecho internacional público aún sigue viviendo del, por y para el Estado, pese a que pueda limitar su margen de acción mediante compromisos adquiridos mayoritariamente de forma voluntaria.

El Derecho internacional de los derechos humanos ha jugado un rol social y político-jurídico transformador: a partir de una finalidad subyacente pero suficientemente explícita —evitar la barbarie de los acontecimientos encadenados a la Segunda Guerra Mundial—, persuade a los estados de asumir límites al ejercicio de sus competencias personales y crea mecanismos de supervisión del respeto de los compromisos jurídicos adquiridos; puede afirmarse que, con mayor o menor éxito, el valor de la dignidad humana se proyecta sobre el ordenamiento jurídico internacional.

A pesar de todo, se ha de ser objetivo y realista, admitiendo que la voluntad transformadora de la dignidad humana tiene una traducción político-jurídica y jurídica limitada: no existe ninguna norma jurídica internacional que predique la superioridad de los principios y normas jurídicas que expresan directamente el valor de la dignidad humana, sobre los principios y normas jurídicas que sustentan directamente el valor de la soberanía estatal y la supervivencia del Estado como forma de organización político-administrativa.

El espacio para la reflexión puede entonces acabar de ser definido: el Derecho internacional de los derechos humanos, aun pretendiendo restringir la discrecionalidad, es comprensivo con las necesidades estatales y también con las que convergen en la excepcionalidad. Se siguen dos modelos: el de acomodación —cláusulas derogatorias que habilitan al Estado ante un conflicto armado u otro peligro excepcional que amenaza la vida de la nación— o el modelo Business As Usual —cláusulas restrictivas del ejercicio de los derechos humanos operativas en cualquier circunstancia pero susceptibles de modulación acorde a la situación de hecho, sin perjuicio de que el margen de discreción que ofrecen sea menor que la cláusula derogatoria—. El modelo de acomodación, con la salvedad de la Carta Social Europea, se encuentra en tratados internacionales de carácter general, a escala universal o regional, que reconocen esencialmente derechos civiles y políticos —la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, que incluye tanto derechos civiles y políticos como económicos, sociales y culturales, se inclina por el modelo Business As Usual—.

La reflexión viene dada por la siguiente paradoja: si el modelo de acomodación responde a la preocupación por los abusos a los derechos humanos perpetrados al decretar leyes marciales o de excepción, y tal preocupación es atribuible a los estados que tras la Segunda Guerra Mundial capitanearon el esfuerzo por humanizar el ordenamiento jurídico internacional —en más de una ocasión se cuestiona la universalidad de los derechos humanos precisamente por entenderse que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue un proyecto occidental triunfante—, son algunos de sus promotores los que, sin demasiado disimulo, prescinden del mismo en pleno siglo XXI y se guían por sus propios parámetros de excepcionalidad —de difícil acomodo a los anteriores— a partir de una guerra contra el terrorismo —de casi imposible encaje, entendida como fenómeno global como un conflicto armado internacional— y/o la seguridad nacional.

No es sólo que los EE.UU. hayan prescindido formalmente del modelo de acomodación —al no notificar conforme al artículo 4.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del que son Parte la existencia de un peligro excepcional—, sino que toda la política estadounidense, cuyo exponente simbólico más célebre es la creación y pervivencia del centro de internamiento de Guantánamo, implica la vulneración de uno de los principios claves del modelo de acomodación, tanto en su vertiente convencional como consuetudinaria: la inderogabilidad en cualquier circunstancia de algunos derechos humanos, entre los cuales se encuentran algunos —por ejemplo, la prohibición de la tortura— que forma parte del ius cogens internacional. Por supuesto, vista además la configuración político-jurídica de la cláusula derogatoria, es evidente que, incluso si se considerase la guerra contra el terrorismo un supuesto de hecho calificable de conflicto armado —lo cual no es nada sencillo, como ya se comentó—, el Derecho internacional de los derechos humanos es de aplicación y también la prohibición de derogación o suspensión de ciertos derechos humanos.

La actuación de los socios de los EE.UU., incluidos los estados europeos democráticos y miembros del Consejo de Europa, no deja de ser igualmente ilícita, por mucho que las opiniones públicas parezcan haberse abstraído de este hecho, quizá cegadas por la crisis económica rampante: no en vano, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya ha condenado a un Estado europeo por su cooperación con los servicios secretos norteamericanos (asunto El-Masri v. Ex República Yugoslava de Macedonia, de 12 de diciembre de 2012).

En definitiva, la paradoja puede traducirse en una doble idea: la excepcionalidad de facto supera los márgenes del Derecho internacional de los derechos, permitiendo vulnerar derechos humanos intangibles, sin que la reacción internacional suponga un impedimento categórico e insuperable. La pregunta es si esto es, simplemente, un problema determinable en términos de poder, o si es el germen de una nueva regla jurídica internacional o incluso de una práctica no jurídicamente aceptable pero socialmente aceptada. Son, desgraciadamente, las cosas de la excepcionalidad.

He dejado de lado otro tema: la excepcionalidad económica; quizá, si los editores me lo permiten, pueda explicar en el futuro alguna cosa al respecto.

 

[Jordi Bonet Pérez es catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Barcelona]

31 /

7 /

2013

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