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El libro de los deberes

Trotta,

Madrid,

264 págs.

Carlos Lema Añón

En no pocas ocasiones la mirada del ciudadano lego en derecho es más lúcida que la del propio jurista cuando de derechos se trata, sobre todo cuando estos parecen desvanecerse. El jurista, interpelado sobre si en definitiva tenemos derecho, por ejemplo, a la vivienda, podrá moverse con soltura apelando al valor indudablemente normativo de la constitución, a la vinculación de todos los poderes públicos a la constitución y al resto del ordenamiento, a la ubicación sistemática del artículo 47 o a la naturaleza jurídica de los principios rectores de la política social y económica. Pero, en definitiva, y en términos claros para que la ciudadanía sepa a qué atenerse ¿tenemos o no tenemos derecho a una vivienda digna? Aquí el jurista bienintencionado y acaso favorable a la expansión de los derechos en un sentido propicio a los más débiles no sabrá bien qué contestar. Si una respuesta cínica está fuera de lugar, aceptar sin más la debilidad de los derechos se le antoja contraproducente. ¿No sería admitir también la debilidad de los argumentos que en algún momento habrían de servir para intentar forzar su mayor protección legal o su exigibilidad ante los tribunales? ¿No sería renunciar de alguna manera a la fuerza argumental y de legitimidad que otorgaría el reconocimiento normativo como derecho?

Estas prevenciones podrían tener sentido mientras fue de alguna manera plausible el relato de la expansión y consolidación de los derechos, junto con la convicción de que la fase ascendente de los derechos era una tendencia de fondo, por más que fuera compatible con retrocesos puntuales incluso si estos podían llegar a ser graves. En tales condiciones se trataba de ir avanzando jurídicamente, paso a paso, de recuperar eventuales retrocesos en un proceso en el que los juristas —desde distintas posiciones— tendrían un protagonismo especial. Poner en duda el relato sería una mala táctica, por más que en ningún caso —y por la propia coherencia del relato— podría llegar a comprometer las trincheras básicas, garantizadas por la irreversibilidad histórica del Estado de derecho y de la Democracia. No interesa discutir en qué momento dejó de ser plausible esta visión o si lo debió haber sido alguna vez. El hecho es que hemos podido ver cómo la crisis iniciada en 2008 propició el barrido sistemático de unos derechos sociales que apenas si mostraron capacidad de resistir la corriente que se venía encima. Ya antes, las políticas securitarias desatadas con motivo del terrorismo habían erosionado gravemente algunos de los derechos antirrepresivos con más solera histórica y creado zonas de excepción en las que ni siquiera estaban presentes los derechos. Lo que tienen en común ambos casos es que los derechos sucumbieron estrepitosamente justo en los momentos en que parecían llamados cumplir su principal razón de ser. Justo en el momento en que habían de suponer, por utilizar una metáfora ya muy maltratada, la línea roja que no se podría traspasar bajo ningún concepto, el límite mínimo ante el cual otras consideraciones (políticas, económicas, de eficacia…) debían ceder.

No es que no se hubiera advertido antes de que culminaran todos estos hechos consumados, claro está. Se repitió muchas veces que los derechos y las conquistas sociales no eran irreversibles, aunque cabe cuestionarse si éramos plenamente conscientes de lo que realmente implicaba esta afirmación. El propio Juan-Ramón Capella, uno de los autores del libro, había insistido ya tiempo atrás en el hecho de que la cristalización de los derechos suele traer consigo la disolución de las fuerzas sociales que han contribuido a su victoria, la disolución de ese poder y su delegación para ser administrado por parte de funcionarios estatales. Pero precisamente por eso es destacable el esfuerzo sistematizador que hay en El libro de los deberes por desarrollar las implicaciones de este punto de vista, lo que involucra un desarrollo de categorías conceptuales originales que presentan novedades destacadas respecto a las que venimos utilizando habitualmente para pensar estas cuestiones. Pero más allá de su novedad, lo destacable es que estos conceptos y marcos de trabajo presentan importantes potencialidades para el análisis y contribuyen a pensar mejor viejos y nuevos problemas. Y esto es algo que los propios autores se encargan de demostrar a lo largo de unos capítulos que al afrontar una amplia gama cuestiones ponen a prueba el esquema de partida. Solo esto bastaría para decir que estamos ante un libro importante, que debería además abrir caminos en la investigación, sí, pero también caminos en la invención de prácticas emancipatorias nuevas. 

El argumento central de este libro, ya desde la propia intención explícita de los autores, es poner el acento en los deberes, como contenido esencial [1] de los derechos. Mediante esta operación de poner los deberes en primer plano se lograrían varias cosas. Por un lado hay una cuestión metodológica, es decir se trata de buscar una vía para analizar el derecho y los derechos “de un modo que descarte falsedades fundamentales”. Una intención explícitamente antiideológica, pues. Pero, además de eso, se trata de afrontar algunas cuestiones que desde el lenguaje y la práctica de los derechos no pueden ser abordadas satisfactoriamente.

Por eso resulta un mérito nada desdeñable del planteamiento de este libro, que se percibe desde su subtítulo, el concebir los derechos como una estrategia emancipatoria, esto es, como un recurso. Esto es importante, pues no en pocas ocasiones la centralidad de los derechos, el postularlos como la medida de todas las pretensiones legítimas, conduce a resultados perversos. Así en el ámbito del activismo por los derechos, pero sobre todo en la academia, ocurre no pocas veces que si una pretensión, por más justificada que pueda antojarse, es incapaz de ser traducida al lenguaje de los derechos, eso será tomado como una razón contra ella, no como una deficiencia del lenguaje de los derechos. Pensemos en los variados ejemplos de los derechos relativos al medio ambiente, de los derechos de las generaciones futuras, de los derechos de los animales o aún de los derechos colectivos, entre otros. De las dificultades —de variada índole— que tienen para ser concebidos como auténticos derechos (o para ser debidamente ejercidos o garantizados) se llega con frecuencia a suponer que su relevancia es menor o que no vale la pena volcar esfuerzos en esas cuestiones. Si, por tomar uno de los ejemplos, las generaciones futuras no pueden ser titulares de derechos, en lugar de concluir que eso es una insuficiencia de tal institución, se concluye que los intereses de estas no han de ser valorados con tanta intensidad como otros. Ello sólo se puede hacer desde una concepción que de alguna manera cosifica la propia noción de derechos hasta poner la institución por encima de aquello para lo que debía servir. Hay que notar, que ni en este caso ni en ninguno de los otros que he usado como ejemplo, la noción de deber —junto con la de responsabilidad— tiene esos inconvenientes.

El libro se articula en buena medida a partir del capítulo de J. R. Capella “Derechos, deberes: la cuestión del método de análisis”, que funciona como referente teórico general con el que se dialoga para el tratamiento de las distintas cuestiones que se van afrontando en los demás capítulos. En este trabajo se desarrolla entre otros asuntos el que sería el eje principal y la tesis más importante del libro: la ya mencionada de que el contenido de los derechos no es el bien que protegen sino los deberes que otros tienen, de tal modo que no se tiene realmente un derecho si otros no tienen deberes respecto a aquello que se quiere proteger. En este sentido, la noción de deber sería primaria respecto a la idea de derecho, que sería derivada de aquella. Si no existen deberes relacionados no se puede decir que en el plano jurídico exista un derecho o, en todo caso, si los deberes son insuficientes tendremos un derecho medio vacío.

Ésta que por comodidad denominará la tesis de los deberes puede, efectivamente, emparentarse con la noción de las garantías, tal y como la ha desarrollado L. Ferrajoli en su teoría garantista de los derechos fundamentales. Así lo sugiere por ejemplo Pedro Mercado, uno de los autores del libro. Ferrajoli argumenta la conveniencia de distinguir entre derechos y garantías. Para Ferrajoli los derechos expresan expectativas respecto a ciertas obligaciones, que pueden ser obligaciones de prestación o prohibiciones y que constituirían las garantías primarias. A la vez, habría garantías secundarias que son obligaciones de reparación para el caso del incumplimiento de las garantías primarias. Así, aunque se trata de nociones relacionadas con la del deber, para Ferrajoli puede darse el caso de la existencia de un derecho fundamental, esto es, un derecho jurídicamente reconocido con carácter general, pero que todavía no cuente con las garantías adecuadas. 

Creo, sin embargo, que hay algunas diferencias notables entre estas dos propuestas. Para Ferrajoli la inexistencia de las garantías no afectaría a la existencia del propio derecho, dado que ambas cosas son diferentes y relativamente independientes. La existencia del derecho implicaría un mandato jurídico vinculante para el poder que le compelería a incorporar las garantías correspondientes. Esta presencia de un derecho proclamado, combinado con la ausencia de garantías, suele ocurrir frecuentemente dada la habitual distancia entre las grandes proclamaciones constitucionales (e internacionales) de derechos y el derecho ordinario. Sin embargo, lejos de constituir una negación del derecho fundamental lo que hace es incorporar limitaciones a la potestad del legislador que deberá verse obligado a incorporar las garantías. Tendríamos, por retomar el ejemplo con el que comenzamos, derecho a una vivienda digna, si bien las garantías correspondientes no estarían (todavía) o estarían insuficientemente desarrolladas. La propuesta de los deberes como contenido esencial, por el contrario, juzga que en una situación como esta el proclamado derecho sería, en el plano jurídico, un derecho vacío o como mucho un derecho a medias por carecer total o parcialmente de contenido. No creo que esta diferencia sea puramente lingüística, reconducible a la idea de que donde para unos tenemos jurídicamente un derecho, para otros no lo tenemos, sin que de eso se derivasen mayores consecuencias. Para la tesis de los deberes como contenido esencial, en la medida en que los deberes y obligaciones son primarios respecto a los derechos, sólo una vez que tengamos los primeros podremos pasar a considerar el derecho.

Hay una segunda diferencia que creo destacable. En la medida en que la tesis de los deberes evalúa la calidad de un derecho de acuerdo con los deberes y obligaciones en que consiste, tiene un indudable carácter antiideológico, empezando por evitar los autoengaños en el análisis jurídico. Pero ¿no cabe la posibilidad de caer al tiempo en un cierto formalismo jurídico? La respuesta es sin duda negativa, precisamente por otra diferencia notable con el planteamiento garantista, y es que no se trata de una tesis en absoluto juridicista. Por más que se plantee situar en los deberes el centro del análisis jurídico de los derechos, hay un elemento que evita este problema: la conciencia radical de la precariedad de los derechos. En efecto, en la medida que muchos —y en ocasiones la totalidad— de los deberes son deberes del Estado no podemos tener la garantía de que el Estado cumplirá sus deberes. Es decir, los mecanismos puramente jurídicos para asegurarse de que el Estado cumplirá sus deberes son precarios, como precarios son entonces los derechos. Así será siempre, sin que exista la posibilidad de dar por ganado un derecho de una vez por todas. De ahí que también ha de ponerse en primer plano la cuestión del poder social, la politicidad de las luchas que el derecho tiende a despolitizar [2]. La rigurosidad del análisis jurídico no exige, más bien al contrario, que el análisis sea sólo jurídico o formal. 

Quizá no habría ni que aclararlo, pero la tesis de los deberes no es conservadora, antimoderna o banal. Desde luego no es banal, porque de lo dicho hasta aquí ya resulta claro que la pretensión de los autores no es meramente hablar de derechos desde unos deberes que serían una mera contracara interdefinible de aquellos, sino que hay aquí mucha más enjundia. Con respecto a las otras cuestiones, es cierto que en ocasiones el reclamo de una mayor incidencia en los deberes ha venido de la mano de cierto pensamiento conservador, incómodo con la propia noción de los derechos y desde una pretensión paternalista. Quizá esa identificación conservadora haya sido uno de los motivos por los que generalmente haya habido una cierta reticencia a teorizar los deberes. Pero no hay aquí ningún tipo de nostalgia premoderna o comunitarista sino la constancia de que la reducción a derechos (en muchas ocasiones privados de contenido) de las instituciones —mentales y materiales— que hemos podido crear como intentos de contener la injusticia y la barbarie, ha supuesto un considerable empobrecimiento que se hace urgente corregir. Es necesario, como afirma Capella, inventar instituciones nuevas, ante las debilidades e insuficiencias de las que tenemos.

Los casos analizados en el libro para poner a trabajar la tesis de los deberes, se agrupan en tres partes: los deberes ante la violencia estatal, los deberes ante nuevos problemas y los deberes de las empresas. El trabajo de José Luis Gordillo “Leviatán sin bridas” evalúa la “demolición controlada” de los límites al uso estatal de la fuerza. En él se analiza cómo algunas de las instituciones que venían limitando el uso de la fuerza por parte de los Estados han sido puestas en cuestión en lo que supone un ataque a cualquier atisbo de democracia y derechos… en nombre precisamente de la democracia y de los derechos humanos. Particularmente la recuperación de doctrinas como la de la “guerra justa” o la misma idea de “guerra contra el terrorismo” han contribuido a demoler las instituciones materiales que intentaban contener algunos de los usos más extremos de la fuerza estatal. Pero al mismo tiempo han hecho un trabajo de destrucción análogo respecto de las instituciones mentales en que se apoyaban, generando en las sociedades una conciencia de excepción que sirve para legitimar decisiones del poder para llevar a cabo guerras de agresión o para suspender selectivamente derechos que se antojaban capitales. Para ello no se ha dudado en mentir y en manipular utilizando el miedo (el terror y el terrorismo) para destruir instituciones que parecían básicas: la prohibición de la guerra como instrumento político, la universalidad de los derechos de defensa, el uso del derecho y del proceso penal —no la guerra o la venganza— como instrumento frente a los crímenes, la prohibición de la tortura, la responsabilidad de los Estados, la limitación jurídica de la actuación discrecional y abusiva del poder… En fin, la demolición —en ocasiones selectiva, para guardar las apariencias— de una serie de instituciones jurídicas sin duda insuficientes y precarias, pero que parecían una barrera sólida en la medida en que casi nadie se atrevía seriamente a cuestionarlas abiertamente. Por eso quizá es tanto más grave la demolición de las instituciones mentales que les daban cobertura. Una vez aceptada la justificación de la “guerra preventiva”, aceptado que no hay casi límites frente al enemigo —interno o externo—, aceptado que las ejecuciones extrajudiciales son una forma de “hacer justicia” (como dijo en su momento Obama coreado por casi todos), entonces se deshacen también las bases para la pervivencia de esas instituciones como instituciones jurídicas y materiales. Frente a ello, Gordillo recuerda que si las garantías jurídicas para los deberes y obligaciones de los Estados resultan suprimidas, con ellas también desaparecen las bases de cualquier atisbo de legitimidad de esos poderes. Y por eso la última garantía, ya extrajurídica, sería la resistencia popular legítima no violenta. 

El capítulo de Ramón Campderrich examina la cuestión de la (deficiente) justicia transicional con relación al pasado franquista y a sus crímenes. Afrontar casos de graves injusticias y atrocidades sistemáticas cometidas en el marco de una dictadura no suele ser una tarea fácil, ni política ni conceptualmente. Pero el caso español puede ser visto, como afirma el autor, como uno de los ejemplos históricos de justicia transicional “menos intensa” que se conozcan. Que un intento tan limitado como el de la ley para la recuperación de la memoria histórica haya sido atacado de forma tan desproporcionada es muy significativo. En el trabajo se analizan y refutan los argumentos contrarios a la justicia transicional frente a los crímenes del franquismo. Muchos de esos argumentos incluso entroncan con los propias sinrazones de legitimación franquista, lo que pone de manifiesto la necesidad de una justicia transicional también en el nivel simbólico. Entre los argumentos que se manejan está el de la negación del carácter fascista del régimen, como si de esta calificación dependiese el desvelar su carácter criminal o represor. Otros de los argumentos analizados son el de la equiparación moral, política e histórica de ambos bandos de la guerra civil, o incluso —llevándolo al extremo de la indecencia el razonamiento— la justificación del golpe de estado de 1936 y de los crímenes franquistas como una forma de evitar males mayores. En la necesaria reconstrucción de una memoria colectiva sobre los crímenes del franquismo, los poderes públicos han de asumir también una serie de deberes en el ámbito jurídico.

Los siguientes capítulos confrontan la estrategia de los deberes a tres problemas como es el del género, el de la crisis ecológica y el de la eutanasia. Común a todos ellos es lo insatisfactorio del uso de la gramática de los derechos para afrontarlos de manera adecuada, por contraste con una vía más prometedora como es la de los deberes. Estos problemas constituyen por eso excelentes ejemplos de las “debilidades e insuficiencias de la estrategia de los derechos”, por retomar el subtítulo del libro. El capítulo de Antonio Giménez Merino enfrenta la dificultad ya no sólo de pensar los problemas regulatorios del género mediante derechos, sino la propia dificultad de los abordajes jurídicos de la cuestión. Las desigualdades sociales reproducidas a través de relaciones de poder, han venido ofreciendo una resistencia poderosa a las tentativas jurídicas de atacarlos desde el derecho. Pero además, según analiza el autor, el énfasis en la diferencia sexual antes que en la desigualdad social —de diferentes tipos— no ha contribuido a mejorar la situación. Es necesario pasar de estrategias basadas en derecho y de las basadas en discursos a las basadas en los deberes y en los poderes sociales democratizados.

El planteamiento de Pedro Mercado en el capítulo referido a la crisis ecológica habla de “derechos insostenibles”. Para el autor, una de las razones por las que el derecho ambiental y los derechos del medio ambiente han resultado tan débiles es su posición subordinada, incapaz de contrarrestar significativamente el peso de unos derechos preexistentes y plenamente asentados en la lógica sistémica de un crecimiento sin conciencia de los límites ecológicos. Esos derechos preexistentes, el derecho a contaminar, el derecho a apropiarse de recursos no renovables, a extinguir especies, etc., están tan asentados en los derechos de propiedad, de libre empresa, de libre circulación de mercancías que no obstante ser estos unos “derechos insostenibles” desde el punto de vista ecológico, han mostrado una enorme capacidad de resistencia. Para el autor es necesario superar la idea del desarrollo sostenible o resignificarlo a través de las ideas de límite y de preocupación por el futuro. La traducción jurídica de estas ideas nos habría de conducir a las nociones de deberes, de responsabilidad colectiva y de definición de un estatuto jurídico de los bienes comunes ambientales.

En la tercera cuestión, la de la eutanasia, de la que se ocupa Ascensión Cambrón, se comienza evaluando la posibilidad de que sea reconocido un derecho individual a ser auxiliado para morir como forma de evitar graves padecimientos. A la aceptación social de esta aspiración habría contribuido la idea del valor de la autonomía personal. Ahora bien, si el reconocimiento jurídico del valor de la autonomía habría favorecido la consolidación de la institución del “consentimiento informado”, existen todavía grandes resistencias para que se pueda también reconocer a partir de él el deber de aceptar las decisiones de las personas cuando se refieren a su propia muerte. Pero con ello lo que se está haciendo es imponer un deber inverso de vivir contra la propia voluntad, vulnerando de paso las obligaciones de los poderes públicos relativas a la aconfesionalidad. Especialmente relevante es aquí la cuestión de la objeción de conciencia, pues una mera despenalización de las conductas eutanásicas sin determinar si existe algún deber de auxiliar al que quiere morir, podría significar un derecho a una muerte digna vacío de contenido. Como sostiene la autora, sin embargo, no se trataría de la objeción de conciencia frente a un mero deber jurídico como podría ser la prestación militar, lo que no afecta directamente a derechos de otras personas, sino de una objeción de conciencia que podría comprometer el ejercicio de un derecho fundamental. En este sentido, ya no es únicamente que esa objeción de conciencia debiera ser considerada de forma restrictiva, sino que tendrían que quedar perfectamente definidos los deberes y responsabilidades respecto a quién ha de auxiliar al enfermo. 

La última parte del libro se refiere a los deberes de las empresas. El capítulo de Antonio Madrid se refiere a los deberes de las empresas trasnacionales. Este tipo de corporaciones ha alcanzado cuotas de poder comparables a las de muchos Estados, ya no sólo en lo que se refiere a su potencia económica sino a su capacidad para afectar a nuestras vidas. Sin embargo, los límites jurídicos a su actuación vienen fundamentalmente dados por formas de regulación débil, de cumplimiento optativo o basado en la autorregulación. En este punto la noción de Responsabilidad Social Corporativa aparece como sospechosa de ser poco más que una forma de publicidad funcional al proyecto globalizador neoliberal. Si bien la idea de la RSC parte de que además de con los shareholders (accionistas) las empresas tienen responsabilidad con los stakeholders (personas y grupos de alguna manera afectados por la acción de la empresa), parece necesario un enorme esfuerzo de redefinición para que esta noción pueda captar el intenso trabajo que se hace necesario para un control democrático mínimo de la acción de estas empresas. También aquí la vía a adoptar habrá de notar las dificultades de las estrategias basadas en los derechos frente a estrategias basadas en obligaciones y responsabilidad de las empresas que, sin embargo, deben establecerse de tal modo que su cumplimiento no sea potestativo.

En el último capítulo, José Antonio Estévez se ocupa de la privatización de los derechos, a partir de la constatación de que las empresas aplican derecho y de que se ha producido un proceso de privatización mediante el que también crean derecho. Lo hacen, además, de una forma que afecta a los derechos de los trabajadores, de los consumidores y en general de todos, en la medida en que también afectan a la salud y al medio ambiente. Con ello no sólo se pone en cuestión el relato tradicional según el cual el derecho es creado por el legislador y aplicado por el juez. También se hace real que actores privados puedan ser responsables de violaciones de derechos análogas en su magnitud y gravedad a las de los estados. La posición jurídica de las personas afectadas por estas violaciones, es incluso más débil que la que tienen respecto a los Estados, pues los intentos de definir en este ámbito una ciudadanía en alguna medida análoga a la ciudadanía política, se han ido saldando de forma insatisfactoria. En todo caso, el autor muestra como la privatización de los derechos ha venido favoreciendo su vaciamiento: ya sea en la regulación de los derechos de los trabajadores o la protección ambiental, bien sea mediante la autorregulación o las formas privadas de resolución de conflictos, todas ellas han contribuido a favorecer la posición con mayor poder de negociación. Por ello se hace necesario revertir esta privatización, lo cual, sin embargo, no puede consistir en volver a entregar sin más su custodia al Estado. Y esta última es una lección que tiene carácter general como se insiste a lo largo de todo el libro.

 

Notas 

[1] No deja de ser llamativo el detalle de subvertir la noción de “contenido esencial” de los derechos, una antipática construcción doctrinal con regusto iusnaturalista que aparece en el artículo 53.1 de la constitución española con la idea de poner límites ante posibles leyes que intentasen devaluar el ejercicio de los derechos y libertades. El Tribunal Constitucional —STC 11/81— entiende el “contenido esencial” bien como el núcleo de cada derecho que “preexiste” al momento legislativo (algo así como su “naturaleza jurídica”) y bien como vinculado con los “intereses jurídicamente protegibles que dan vida al derecho”. En esta visión el “contenido esencial” sería algo así como el núcleo mínimo más allá del cual un derecho resulta irreconocible, pero siempre pensando en el bien jurídico-constitucional objeto de protección (la vida, la intimidad, la libertad de expresión, etc.).

[2] Si quisiéramos seguir con el lenguaje de las garantías, tendríamos que hablar de lo que se ha dado en llamar garantías sociales no jurídicas o extrainstitucionales.

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2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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