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Antonio Antón

Financiarización: involución social

La financiarización es un fenómeno global y, al mismo tiempo, heterogéneo. Es una versión extrema de neoliberalismo y globalización. Supone una transformación del sector financiero y su preponderancia frente a la economía productiva, con la protección de la posición de los acreedores financieros. Actúa sobre todas y cada una de las dimensiones de las finanzas públicas: ingreso, gasto, déficit, endeudamiento.

Una referencia fundamental para el análisis de este tema es el libro La financiarización de las relaciones salariales, editado por Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez. Su aspecto principal son las consecuencias sociales de este proceso económico, principalmente en el ámbito del empleo y las relaciones salariales; o como dicen los autores, “la destrucción de las bases sociales del trabajo”. Este tema ha superado el marco académico y entra de lleno en el debate social sobre las consecuencias de la crisis socioeconómica y las políticas neoliberales y cómo afrontarlas. Aquí expongo una valoración sobre cómo hacer frente a la involución social derivada de esta dinámica [1].

Alcance destructivo de la financiarización y escenarios probables

Cabe una reflexión sobre el alcance socialmente destructivo de esta dinámica y cómo frenarla. El libro explica adecuadamente la tendencia dominante —financiarización— y sus consecuencias sociales —mayor subordinación del trabajo, paro masivo, recortes sociales…—. Estamos en un proceso socioeconómico y político regresivo. Existe una gran ofensiva del poder económico y financiero, así como de las élites gestoras e institucionales a su servicio. Su objetivo es la reafirmación de su poder hegemónico y el intento de neutralización de los factores que lo cuestionan y, todavía más, de los componentes que pugnan por su cambio. Dicho de otra forma, la orientación regresiva de la fuerza principal que impulsa la preponderancia del poder financiero está bien definida. ¿Cuáles son los límites o las dificultades para su completo desarrollo? ¿Qué dimensión tienen los factores económicos y sociopolíticos que pueden hacer de contrapeso y condicionar el proceso?.

Podemos descartar la materialización inmediata de la visión catastrofista absoluta (habitual también en la interpretación de la crisis de los años treinta): caos social, destrucción del planeta, guerra total. No obstante, siguiendo el principio de precaución hay que afrontar y prevenir los indicios que conducen a precipicios irreversibles. Existen desafíos relevantes para la capacidad de gestión de las actuales élites poderosas, es decir, para superar su impotencia o sus errores en el control de procesos que desencadenen consecuencias negativas irreparables, aunque no lleguen o se detengan al borde del abismo. Sin embargo, el paralelismo de algunos aspectos con los de la crisis citada de los años treinta puede oscurecer las diferencias significativas de los actuales (des)equilibrios en cuatro campos fundamentales.

Primero, en el plano económico-social, directamente relacionado con este estudio, se puede decir que los efectos destructivos no han tocado suelo; todavía pueden agravarse más en: destrucción de aparato económico real, productivo y de empleo, la desigualdad social, la segmentación y la descohesión de las sociedades, la exacerbación de las diferencias mundiales y europeas (norte-periferia), el desmantelamiento continuo de los Estados de bienestar europeo, con reestructuración regresiva de los sistemas de protección social colectiva y los servicios públicos. Pero, también respecto de la reproducción del propio sistema económico capitalista, el interrogante es qué dimensión y duración puede tener el agotamiento o el estancamiento económico, la incapacidad para generar suficiente tasa de ganancia para el capital privado, la riqueza y los beneficios empresariales (sin fuerte innovación tecnológica), además de no satisfacer las demandas sociales de bienestar y progreso. Es decir, antes de plantearse un giro global ¿hasta dónde puede llegar el sufrimiento popular, la incertidumbre social, la desvertebración de las sociedades, los conflictos interétnicos y de convivencia? Existen algunos elementos comunes a la otra experiencia histórica de la gran depresión: paro masivo, descenso social de capas trabajadoras y medias con fuerte segmentación, bloqueo y frustración de expectativas juveniles… Y otros elementos distintos. Ahora las redes de protección al desempleo, servicios públicos, seguridad social y familiar todavía ofrecen algunas garantías, aunque está por ver el alcance de su reducción o agotamiento. Por otro lado, las sociedades europeas tienen una composición étnica más fragmentada, existen dificultades para la integración social y se pueden exacerbar dinámicas xenófobas, racistas o fundamentalistas, con riesgos para la convivencia intercultural.

Segundo, en el campo institucional y político se está produciendo una involución democrática de los sistemas políticos, un distanciamiento de las élites políticas respecto de la ciudadanía, por lo que sufren una significativa deslegitimación social. Existen tendencias autoritarias y tecnocráticas que promueven el vaciamiento sustantivo de las democracias liberales, pero, de momento, sin llegar a procesos totalitarios de supresión de las libertades individuales y públicas o la suspensión del estado de derecho. No obstante, el grueso de la ciudadanía europea y, más particularmente, española mantiene una cultura democrática y unos valores básicos de justicia social, que constituyen frenos a esa involución.

Tercero, en el ámbito geoestratégico es más lejana la hipótesis de una guerra abierta interimperialista: el desafío chino todavía se sitúa, fundamentalmente, en el plano económico, al menos hasta dentro de dos o tres décadas; sigue teniendo una capacidad político-militar muy inferior frente a la hegemonía de EE.UU. (y económica frente a EE.UU. y la UE, que conviene recordar tomada en su conjunto todavía es la mayor potencia económica y comercial del mundo). Puede haber guerras ‘regionales’, forcejos y tanteos de reequilibrios estratégicos, pero a corto y medio plazo es difícil que se produzca la tercera guerra mundial superdestructiva, con el riesgo de confrontación total o de carácter nuclear, por la pugna de la hegemonía mundial.

Cuarto, en el plano ecologista, sin embargo, es más cercano y grave el riesgo medioambiental, el desencadenamiento de procesos incontrolables de cambio, agotamiento o destrucción de equilibrios de la naturaleza y los sistemas y ciclos vitales. El desarrollo económico y social, equilibrado y sostenible, es un auténtico reto para las élites gestoras (y la población) a nivel mundial.

No es inevitable un fuerte retroceso y subordinación del sur europeo

Los resultados electorales en Italia cuestionan la política de austeridad y a su principal clase política gestora. Al fracaso absoluto del candidato “comunitario” Monti se añade, respecto del año 2008, la pérdida por el partido de Berlusconi de seis millones de votos (aunque algunas encuestas preveían un bajón superior). Mientras tanto, el Partido Democrático de Bersani (que también ha colaborado con algunos recortes promovidos por Monti) también ha descendido en 4,5 millones de votos y no ha sido capaz de representar y articular el conjunto del descontento social. El ascenso claro ha sido para el Movimiento 5 Estrellas, liderado por Grillo, que ha recogido 8,6 millones de votos, entre ellos el 40% del voto juvenil. No es un movimiento antipolítico, es una contestación a “esa” política de austeridad y “esa” clase política, al servicio de los intereses del sistema financiero centroeuropeo y amparado por el bloque de poder que representa Merkel y avalan las principales instituciones europeas. Y expresa la necesidad de “otra” orientación socioeconómica y “otra” gestión y representación política, más sociales y democráticas.

Así, es una dinámica que expresa, de forma distinta a la corriente social indignada española, similar orientación de fondo: rechazo a los recortes sociales, mayor democratización del sistema político y exigencia de un recambio de la clase política. Supone, con todas sus complejidades y ambivalencias, un clamor de gran parte de la sociedad italiana contra la subordinación de la anterior clase política a los intereses financieros e institucionales ajenos a los de la mayoría social. Junto con los nuevos equilibrios del centro-izquierda de Bersani, si se afirma en una orientación progresista frente a los ajustes económicos, puede señalar un cambio de rumbo en la gestión de la representación política.

Es un síntoma positivo. Frente al refuerzo (junto con la pasada victoria de Hollande) de las tendencias de cambio progresista en Europa, enseguida han salido diferentes autoridades alemanas y europeas a recordar el diseño dominante, particularmente para el sur europeo: política de austeridad, con las llamadas reformas estructurales regresivas y el chantaje de los mercados financieros. Frente al rechazo ciudadano y su expresión democrática se nos trata de imponer la idea de que es inevitable el retroceso social y político. La cuestión es que cada vez tiene menos legitimidad social. Veamos algunas condiciones de esta compleja pugna sociopolítica y democrática frente a los intentos de consolidar la subordinación de los países europeos periféricos.

Centrándonos en el sur europeo, el impacto de los dos primeros elementos (socioeconómico y político-institucional) configura un panorama duro y grave. La crisis económica y social es profunda, sus aparatos económicos son frágiles y dependientes y sus Estados de bienestar más débiles. Sus élites han fracasado en la modernización económica de sus respectivos países y ahora están más endeudados, subordinados y dependientes respecto del eje de poder centroeuropeo (alemán) y mundial.

Existen importantes diferencias entre, por un lado, Grecia y Portugal (e Irlanda) y, por otro lado, España e Italia; después viene Francia. La sensación ciudadana de ‘van a acabar con todo’ expresa la incertidumbre por el futuro del llamado modelo social europeo, al menos en esos países. Define el contenido regresivo profundo del proyecto neoliberal, aunque está por ver, dado los contrapesos existentes, el grado de cumplimiento de su programa máximo: destrucción del Estado de bienestar, la regulación y las garantías públicas y debilitamiento del sistema democrático o, en otro sentido, la vuelta a la implantación de la economía y el estado liberal del siglo XIX. El temor ciudadano más realista se asienta en la perspectiva inmediata de un paro masivo y prolongado, con poca protección al desempleo y menguadas expectativas de empleo decente, un pronunciado desequilibrio en las relaciones laborales, con fuerte poder y discrecionalidad empresarial, un recorte sustantivo en los servicios públicos (sanidad y educación públicas), con un desmantelamiento progresivo de un débil aunque significativo Estado de bienestar y de protección social. Se está produciendo una brecha profunda respecto de los países del norte cuyas clases populares, en términos comparativos, sobreviven menos mal a los efectos de la crisis y la política de austeridad. En ese sentido, la incógnita es hasta dónde el bloque de poder que ampara a Merkel puede imponer ese retroceso cualitativo en las condiciones sociolaborales y la dependencia económica y política del sur europeo y, paralelamente, consolidar su hegemonía respecto a las sociedades periféricas, incluyendo el estado francés, sin romper el entramado institucional europeo o recibir un fuerte rechazo popular.

El caso griego es un laboratorio de hasta dónde las élites europeas (y mundiales) pueden apretar el cinturón a la población, cuál es el nivel de su disponibilidad a la renuncia del cobro de parte de sus préstamos, la reducción de la deuda contraída o la flexibilización de los programas de austeridad (una vez traspasados las responsabilidades y los riesgos a los estados y salvados los intereses fundamentales de los acreedores financieros privados y sus sistemas bancarios). Es decir, dentro de un reparto desigual de los costes de la crisis y su salida, cuáles son los retrocesos impuestos a la mayoría social y cuáles son capaces de aceptar los poderosos y los acreedores financieros para evitar unos efectos problemáticos para la estabilidad de los equilibrios básicos que garanticen su continuidad: retorno de capitales, hegemonía del poder y subordinación de las capas populares… O, superando el simple economicismo, qué componentes geoestratégicos —frente a los focos de inestabilidad del mediterráneo y oriente medio—, de legitimidad social, vertebración institucional y desprestigio o ruptura de la propia UE tiene la (casi) tragedia griega y su impacto y su generalización por el resto de países europeos periféricos.

Se está imponiendo un retroceso ‘cualitativo’ (deflación) de las condiciones laborales y sociales de las sociedades europeas del sur periférico, afectando a Francia, y una dependencia de sus aparatos económicos y productivos. Se agravan las consecuencias sociales y los problemas de cohesión social y deslegitimación de sus élites. Se puede plantear el interrogante: ¿es realista el diseño del poder dominante de prolongar esta situación y cumplir la amenaza de dar otro paso más pronunciado y duradero de sometimiento popular, con mayor reducción salarial y del gasto social, estancamiento económico, descontento ciudadano y desvertebración política? La respuesta, en todo caso, es que no es inevitable. Superando el fatalismo, gran parte de las sociedades europeas, especialmente del sur, está expresando su oposición a la involución social, a un fuerte retroceso de condiciones de empleo y derechos sociolaborales, así como su exigencia de regeneración democrática del sistema político y reequilibrio institucional en la Unión Europea, más solidario. El futuro, como nos indica la experiencia italiana, está lleno de dificultades y complejidades, pero sigue abierto para las opciones progresistas.

Cómo hacer frente a la involución social y evitar el continuismo

El fracaso de la actual política de austeridad ya se va haciendo evidente, incluso para sectores de las élites poderosas. La apuesta institucional europea, que se vislumbra para después de las elecciones generales alemanas de otoño, es el continuismo de la política económica dominante, intentando contener los desequilibrios europeos, junto con una reorientación mínima —flexibilidad en la austeridad, estatalización de los riesgos de la deuda soberana, elementos de crecimiento—. Aunque conlleve una abundante ofensiva retórica, esa opción es insuficiente para abordar los graves problemas estructurales, al menos, para estos países. Puede dar algo de oxígeno a su situación socioeconómica y paliar alguna situación más grave. Pero es insuficiente para garantizar la estabilidad socioeconómica y los derechos de las clases trabajadoras centroeuropeas y, particularmente para los países periféricos, no aporta soluciones equilibradas y razonables a medio plazo, ni neutraliza la conciencia social de miedo, frustración e indignación.

La cuestión es si entre las élites europeas dominantes se pueden configurar algunos sectores representativos del poder, con suficiente lucidez y perspectiva de conjunto y a medio plazo, con una apuesta doble. Por un lado, mantener su hegemonía social y política y garantizar la reproducción del sistema económico. Por otro lado, integrar las sociedades centroeuropeas y satisfacer mínimamente las necesidades sociales del grueso de las sociedades periféricas y sus agentes sociopolíticos. No es una situación completamente inédita en la historia. Con las correspondientes distancias, es lo que inició Roosevelt y el keynesianismo intervencionista en los años treinta y, sobre todo, en la posguerra mundial, desde el propio campo del poder capitalista liberal. Sería una vuelta a revalorizar la ‘política’, la regulación pública de la economía y los mercados, y garantizar las condiciones sociolaborales y de empleo de las mayorías sociales. Se trata de si van a ser capaces nuevas élites, con el apoyo de sus sociedades, de ponerle (algunos) cascabeles al gato del poder financiero. Sería un reformismo sustantivo desde el propio poder, superando al sector más reaccionario, improductivo y especulativo y las políticas más restrictivas, y con el objetivo de consolidar su propia hegemonía política y económica. Dicho de otro modo, la pregunta es si hay suficiente lucidez y liderazgo en renovadas élites actuales para que cambien algo (significativo para la sociedad) para no cambiar lo fundamental (su hegemonía). De momento no hay respuesta satisfactoria (más allá de los gestos e intentos parciales de Obama/Hollande). En todo caso, el primer paso estructural sería poner coto a la financiarización de la economía, el estímulo de políticas de crecimiento del empleo, la garantía de derechos sociolaborales y democráticos, así como el enfrentamiento con los grupos de poder agresivo y continuista (hoy representados, junto con los acreedores financieros mundiales, por el partido republicano estadounidense y por la alemana Merkel y el británico Cameron).

O bien, otra hipótesis es si la prepotencia del conjunto de los poderosos y la visión cortoplacista y financiera de sus intereses particulares, les impide valorar las graves consecuencias sociales de la prolongación de la crisis y su gestión antisocial, confiando en la utilización de sus últimos recursos para neutralizar su desestabilización a medio plazo: disciplinamiento económico-laboral por los mercados, segregación social y autoritarismo político. Los fenómenos contradictorios de empobrecimiento, inseguridad, frustración e indignación se ampliarían, en una combinación difícil de predecir.

Pero no hay que excluir la posibilidad y la conveniencia de que se produzca una activación de las fuerzas progresistas que, con un proyecto diferenciado y autónomo, puedan condicionar el proceso hacia una transformación profunda del sistema económico y político. En ese sentido, la dimensión de las protestas sociales y el peso, las características y la configuración de los equilibrios entre las distintas tendencias de las izquierdas presentan particularidades en los distintos países, empezando por Grecia y Portugal y pasando por España e Italia hasta llegar a Francia o Alemania.

Se puede contemplar la hipótesis de la aplicación de otra política económica menos agresiva (para el sur) y una dinámica de vertebración social, institucional y política que evite el panorama catastrófico del ‘caos social’. Es decir, la prioridad por la maximización inmediata de los beneficios privados, perseguida por el poder financiero y las élites institucionales dominantes, con la correspondiente involución para las mayorías sociales, podrían no llegar hasta la destrucción total de las bases sociales del trabajo, el desmantelamiento absoluto de las garantías del Estado social y de derecho europeo o la liquidación de las fuerzas sindicales y de izquierda.

Por tanto, se puede impedir ese plan extremo, cuestionar la completa hegemonía del poder económico y financiero y las fuerzas conservadoras y condicionar un nuevo reequilibrio (inestable) en la gestión de la crisis, evitando el fatalismo o la resignación ante lo peor y la simple adaptación individual o grupal competitiva, con los recursos desiguales de cada cual. El desafío no es menor, particularmente para la ciudadanía, las izquierdas, los movimientos sociales y las élites progresistas de los países periféricos, que afrontan el riesgo de un retroceso material sustantivo, la pérdida de una década y una generación, la subordinación política, la degradación social y la crisis moral y cívica.

Pero, todavía no existen suficientes fuerzas progresistas y condiciones socioeconómicas que impidan totalmente esa involución social, económica y democrática y aseguren un estatus menos destructivo y desventajoso para la mayoría de la sociedad. Para que esa opción menos mala de contención regresiva sea tomada en consideración por los poderosos y sea asumible por una parte significativa del poder liberal, parece que la realidad todavía debe mostrar más las consecuencias destructivas de la financiarización y la política de austeridad, en los distintos planos económico, social, político e institucional europeo. Y, por otra parte, que el descontento popular y la deslegitimación social de la clase política y gestora se transformen en una mayor presión ciudadana progresista, el fortalecimiento del sindicalismo y los movimientos sociales progresistas, la renovación de las izquierdas, así como la conformación de un bloque sociopolítico alternativo que impugne esa dinámica y apueste por una gestión y una salida de la crisis más justa y solidaria y la regeneración del sistema político. Sería el único remedio para vencer la completa hegemonía del poder financiero y sus gestores, del ‘aquí mando yo’, sin controles de la política y con completa subordinación de la mayoría ciudadana. En ese sentido, el factor sociopolítico de una corriente social indignada y una ciudadanía activa, con un proyecto autónomo del poder, es fundamental para empujar en una dinámica de cambio social profundo hacia una Europa (y un mundo) más equitativa, solidaria e integrada. Se trata de atreverse a defender un horizonte progresista, aunque en el proceso se conformen distintas etapas y transiciones.

 

Nota

[1] Esta amplia y excelente investigación está realizada por dieciocho sociólogos y economistas y está distribuida en catorce capítulos. La primera parte explica los efectos de la financiarización sobre el empleo y el mercado de trabajo, las relaciones salariales y el conflicto social. La segunda parte trata de la geopolítica de la financiarización, en la que analiza diversos casos específicos (Argentina, Japón, Grecia, Latinoamérica, Eurozona y Cajas de Ahorro de España), así como los conflictos en la empresa y en la semiperiferia del sistema-mundo. En otra parte (ver Cuadernos de Relaciones Laborales, vol. 31, núm. 1, 2013) gloso las ideas más significativas del libro y realizo un comentario general sobre las consecuencias sociales de la financiarización.

[A. Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid]

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2013

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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