La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de depresión: 16
¿Hacia una nueva huelga general?
Un lector habitual de mientras tanto nos envió una carta preguntando por qué en la entrega de diciembre no habíamos hablado de la huelga general del 14 de noviembre. Ciertamente fue una respuesta social importante, mucho más masiva de lo que podía esperarse de una campaña de movilización a medio gas, sin un objetivo tan claro como la del pasado marzo, cuando aún podía estar en juego la reforma laboral.
Si algo ha mostrado la huelga es por un lado la capacidad de convocatoria de las organizaciones sindicales y, por otro, un sentimiento generalizado de estafa social con las políticas que se están llevando a cabo. El mismo sentimiento de indignación que se encuentra bajo la mayor demanda de soluciones para las personas con deudas hipotecarias o, más recientemente, en la impresionante respuesta social ante el anuncio de la privitización de la sanidad de Madrid.
Para millones de personas, resulta cada vez más evidente que estamos ante un verdadero proceso de involución capitalista que pone en cuestión las condiciones esenciales que garantizan una base de dignidad laboral, seguridad económica y social, autonomía personal. Aunque en el largo período de neoliberalismo ya se produjo un deterioro creciente de derechos, éste no llegó a afectar a masas tan ingentes de personas ni a tocar elementos tan centrales de la estructura social. Si esto fuera una empresa, podríamos decir que hemos pasado de la fase de dificultades a la de liquidación general. Por eso arrecian las protestas y alcanzan una densidad desconocida en el período anterior.
La huelga general del pasado noviembre y las movilizaciones recientes vuelven a demostrar que mucha gente es consciente de todo ello. Y, sin embargo, no parece que este nivel de movilización tenga de momento mas perspectivas que la de volverse a repetir en los próximos meses. Dada la situación de deterioro, es bastante posible que los sindicatos se vean forzados a convocar una nueva huelga general. La cuestión estriba en saber hasta cuándo la indignación superará al desaliento, hasta cuándo la gente pensará que la acción colectiva es una vía factible para frenar el ataque o, por lo contrario, cuándo el cansancio hará mella en muchas personas.
El año próximo se presenta aún peor que el actual. No hay perspectivas de involución del paro. Al hundimiento de la economía del ladrillo le han seguido los ajustes del sector público que, como ya se ha anunciado, van a continuar ahondando los problemas del empleo. En este contexto, además, se va a constatar el carácter corrosivo de la reforma laboral. Hasta ahora hemos podido calibrar su impacto en la facilidad de destrucción de empleo. Ahora, está por ver su incidencia en la negociación colectiva, pues ésta se concentra fundamentalmente a principios de año. Está por ver si la patronal va a utilizar toda su capacidad de acción para fraccionar y deteriorar aún más las condiciones laborales. De entrada, el Gobierno ya le ha abierto el camino decretando la práctica congelación del salario mínimo.
Estamos sin embargo constreñidos a una situación sin salidas claras. Las movilizaciones son una respuesta necesaria pero hasta ahora insuficiente para cambiar la situación. Más bien parece que las clases dominantes ya han amortizado los costes de las movilizaciones y están dispuestos a tolerarlas como parte del ajuste. Tampoco parece creíble que una radicalización del conflicto en términos de violencia fuera a cambiar las cosas, más bien provocaría una pérdida de apoyos sociales. La desigualdad de fuerzas es tan extrema que las acciones radicales sólo sirven para legitimar al poder. El problema es más bien el de la incapacidad de engarzar las movilizaciones en una estructura más amplia de proyectos políticos capaces de alterar la correlación de fuerzas, así como de introducir alguna reforma en la esfera política y económica que consiga alterar la situación actual.
Hasta ahora las movilizaciones han acertado en denunciar los efectos de las políticas actuales, pero en gran medida han sido insufientes para atacar las causas. Y ésta sigue siendo la mayor fuerza de la reacción económica: seguir presentado los recortes, la demolición de derechos sociales, como la única alternativa posible. Por ello, una tarea prioritaria es elaborar una propuesta alternativa que sirva como marco de referencia de las luchas, de las batallas políticas. No es tarea fácil, sobre todo en una guerra económica que se dirime en gran parte en la esfera de las instituciones mundiales. Y que está afectando de forma muy diferente en cada país (lo que limita los espacios de acción colectiva a escala internacional). Pero es una tarea urgente, tanto en el plano del proyecto como en el de elaboración, una estrategia de acción que sirva para romper el marco frustrante de las movilizaciones actuales. Posiblemente esté cantado que vamos hacia una nueva huelga general, con más rabia, con más recortes a nuestras espaldas. Lo que no debería ser inevitable es que nuestras acciones tengan que estar encerradas, una vez más, en el estrecho espacio de la resistencia. Necesitamos una verdadera coalición de fuerzas sociales capaz de plantear un mínimo esbozo de alternativa por la que pelear.
Una alternativa movilizadora debe incluir un conjunto de elementos no siempre fáciles de combinar. De una parte, dado el actual nivel de fuerzas a escala nacional, europea y mundial, debe incluir alternativas viables pero claramente diferenciadas de las actuales, dentro del contexto actual. Tales como la dación en pago que propone la PAH, o el plan de ajuste del gasto propuesto por los trabajadores de la Sanidad madrileña. De otra, debe incluir un horizonte serio de transformación social con cambios estructurales serios (que requieren de un movimiento sociopolítico de largo alcance hoy más necesario que nunca). Encontrar una articulación entre estas dos líneas es fundamental para posibilitar que las próximas movilizaciones tengan más éxito que las pasadas. Hay que evitar que al desplome de derechos le siga un desaliento social generalizado.
Estado demediado (Notas sobre los problemas estructurales de la economía española, 2)
De un mal diagnóstico solo pueden derivarse soluciones erronéas. Y uno de los peores diagnósticos de la crisis actual es el que sitúa el excesivo gasto público y el déficit como uno de los problemas estructurales de la Economía Española.
Si algo ha caracterizado al sector público español es su infradesarrollo respecto al modelo imperante en la mayoría de países europeos. Un infradesarrollo fruto de un largo proceso histórico que el franquismo consolidó reduciendo las estructuras del Estado. Uno de los pocos avances sociales de la transición fue, junto a la conquista de las libertades políticas, una reforma fiscal que posibilitó precisamente un importante salto en el papel de lo público. Cualquier persona mayor puede recordar cuál era el entorno urbanístico y de servicios públicos de su entorno y compararlo con el actual. La expansión de lo público generó además una importante cantidad de empleos que, sobre todo, abrieron oportunidades a las personas con estudios. En la configuración social española ello ha jugado un papel importante en la configuración de las clases medias asalariadas y, en especial, en la expansión del empleo femenino. Si valoramos la expansión del sector público en términos de servicios y de empleo es evidente que su crecimiento ha sido crucial para mejorar el bienestar de la población.
El problema es que esta expansión de lo público, en gran parte generada por las movilizaciones sociales de la transición primero, y la necesidad de obtener legitimación social para las élites políticas después, estuvo lastrado por diversos elementos que contribuyeron a condicionar su desarrollo. En primer lugar el propio hecho histórico de que la expansión del Estado de bienestar coincidiera en el tiempo con la irrupción de la economía neoliberal y su catecismo de pseudo-verdades en torno a los males de lo público. Incluyendo el dogma de la preminencia de la gestión privada, que explica porqué en nuestro país la externalización de actividades públicas es tan importante. En segundo lugar, la escasa cultura fiscal. La derecha y los ricos, siempre reticentes a pagar impuestos y a abortar cualquier política redistributiva, consiguieron una importante hegemonía en el conjunto de la población a la hora de favorecer un sistema fiscal injusto y poco desarrollado. En tercer lugar, la existencia de grupos bien organizados, con estructuras preexistentes que tuvieron capacidad de imponer un desarrollo de los servicios públicos de provisión no universal. Resultado de estas presiones es la permanencia de un sistema educativo dual y un sistema sanitario fragmentado (especialmente allí donde las mutuas privadas tenían más arraigo). Y en cuarto y último lugar, la persistencia de culturas clientelares que explican alguna de las experiencias más nefastas de la intervención pública reciente.
Fruto de estas dinámicas, el peso del sistema público español siempre se ha situado, en términos de volumen, por debajo de la media europea. En términos de gasto, entre 4 y 6 puntos del PIB en los últimos años, según la evaluación de Eurostat, y más de 10 puntos si se toma como referencia los países con mayor desarrollo del sector público, como los nórdicos o Francia. Una situación que se repite cuando se evalúa el gasto social: En 2007, al principio de la crisis, el gasto social español se sitúaba 5,6 puntos por debajo de la media europea. La distancia se ha reducido en los últimos años a 3,1 puntos por efecto de la crisis (gasto en desempleo) de jubilaciones numerosas, así como de los recortes en educación, y no por cambios en las políticas (los datos pueden cotejarse en el Informe Estadístico Anual que publica el Ministerio de Empleo y Seguridad Social). En conjunto, el gasto público español está por debajo de lo necesario para garantizar un buen desarrollo social.
Aunque es posible que este menor gasto esté al mismo tiempo distorsionado por otra cuestión. El impacto del sector público depende tanto de su tamaño como de los fines a los que destina el gasto. Por ejemplo, Estados Unidos no sólo es un país con un gasto público relativamente reducido sino que dedica una elevada proporción a financiar un gasto bélico que poco beneficia a la mayoría de la población. En España está distorsión del gasto público también se ha producido (posiblemente en menor escala) con la inversión en infraestructuras costosas, muchas de ellas de dudosa utilidad social, pero que han permitido enriquecer a un reducido núcleo de grandes empresas que año tras año han sido capaces de controlar más del 50% de toda la inversión pública en obras e instalaciones. Un grupo de ocho empresas (constituido por ACS, FCC, Ferrovial, Acciona, OHL, Sacyr, Isolux Corsan y Comsa Emte) que ha sabido generar un amplio consenso en torno a lo bueno de las infraestructuras (a pesar de la evidencia de lo inútil y costoso de muchos de los aeropuertos, autovías, lineas de AVE, desaladoras, etc., construidos en los últimos años). Empresas que ahora toman posiciones en la gestión de servicios públicos y que no dudan en endosar al Estado sus “muertos”, como es el caso reciente de la fallida red de autopistas alrededor de Madrid y del Sureste. Ellos, junto a otros grupos parecidos (como Eulen, Abengoa, Abertis, Agbar…) son los verdaderos apóstoles de la externalización. Un eufemismo útil para encontrar nuevas fórmulas para seguir extrayendo renta del conjunto de la población.
Tenemos por tanto un sector público insuficiente y distorsionado. Un sector que ha visto desplomar sus ingresos no sólo por la crisis sino también porque la sucesión de reformas fiscales de la fase anterior (desde el último Gobierno de Felipe González en adelante) habían minado las bases de una recaudación sostenible. Mientras se mantuvo la burbuja, la situación parecía sostenible. De hecho el presupuesto español hasta tuvo superavit y el endeudamiento era insignificante. Pero cuando explotó la burbuja, faltaron redes para contener la caída fiscal y situar el peso de los ingresos públicos españoles al nivel de los países más pobres de la Unión Europea (Bulgaria, Letonia, Lituania…).
Hace falta un sector público mas desarrollado, lo que requiere una reforma fiscal progresiva que aumente su equidad. Hace falta un sector público eficiente en términos sociales y por tanto que reduzca el peso de los grandes oligopolios de lo público. Y hace falta un sector público capaz de impulsar el cambio en las estructuras productivas a las que me referí en la nota del mes anterior. Un sector público capaz de impulsar no sólo la ciencia y la investigación, sino también un cambio en el modelo de consumo y producción para afrontar los retos del desequilibrio exterior y de la crisis ecológica. Y para ello, un sector público democratizado y gestionado desde una cultura de lo colectivo bastante distinta a la que aún persiste en un sector amplio de nuestra sociedad.
28 /
12 /
2012