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Guillem Martínez

El botón

La única vez que en mi vida he visto un cambio político imprevisto, no fue en la política. Fue en el Barça, algo que se parece tanto a la política que, por ejemplo, el último Barça-Madrid me abstuve.

La cosa fue en una Asamblea de compromisarios. Era President Joan Gaspart. Un genio. Cuando tomaba la palabra, aquel hombre le hacía a la palabra lo que la primavera a los almendros. De hecho, en aquella Asamblea celebrada en un momento en el que el Barça no se comía un rosco y su directiva estaba bajo la sospecha de esa cosa que en otra cultura sería corrupción y, por aquí abajo, economía creativa y singular gracejo, los compromisarios formulaban preguntas crispadas y desordenadas, y Gaspart les respondía con grandes y bellas construcciones lingüísticas. El local chachi en el que se celebraba el acto, se iba poblando ante nuestros ojos de almendros, que florecían. En las flores entraban abejas simpáticas, que las polinizaban. Leñadores japoneses cortaban los almendros y realizaban preciosas marqueterías ante nuestros ojos. La cosa duró varias horas, hasta que un socio levantó la manita y formuló una pregunta ordenada. Explicó que el mundo es una red de información, y que hoy en día se podía acceder a los mejores jugadores del mundo apretando un botón. Posteriormente, preguntó si la directiva conocía el botón en cuestión.

Sorpresívamente, se provocó un silencio monumental. Segundos después, Gaspart bajó la cabeza y dijo lo que un Presidente de lo que sea no debe decir nunca jamás. Dijo que no lo sabía. No sabía dónde estaba ese XXXXX botón. Se desautorizó. La Asamblea transcurrió, a partir de entonces, sin almendros y con un Presidente desautorizado pisando flores. A las pocas horas, Gaspart, un hombre que sabía construir jardines colgantes con almendros, dimitía y si iniciaba la Edad de Oro del Barça. Y todo por un botón. Es decir, por una buena pregunta. Que un sistema se vaya al garete ante una pregunta, ante un niño que se ríe y señala que el rey está desnudo tiene su grandeza. Curiosamente, el mundo está repleto de reyes desnudos. Pero las cosas grandes —no sé, un melón de 76 kilos—, no son frecuentes.

El sistema creado en los últimos 35 años está haciendo aguas. Es un sistema que ha creado almendros lingüísticos tan bellos que te los tirarías. No obstante, últimamente va por el mundo a pelo, sin jardinería. La monarquía, sin almendros que la embellezca, últimamente está abandonada a su propia velocidad. El caso Undargarín, que hace cinco años se hubiera solucionado creando un Yerno Malo, y que ahora se solucionará, al parecer, aduciendo prescripción de los cargos, se está alargando en el tiempo, al no haber almendros a los que agarrarse. El último viaje internacional del rey a la India, protagonizado por un rey que no podía caminar y que se dormía en todos los actos, provocó el nacimiento de la disciplina del chiste hindi, que se veía venir desde el Mahabharata, pero que nunca había cuajado. La ulterior operación del rey, un abuelito al que no le va a visitar ningún familiar próximo, está dibujando la ausencia de almendros con una crueldad de familia media española que tira de espaldas.

En el Congreso, desde hace más de una legislatura, los grupos parlamentarios no existen. Así, con todas las letras. El grupo del PSOE, en ese sentido, es incapaz de gestionar nada —afortunadamente, no hay nada que gestionar—. El grupo PP, profundamente dividido, funciona porque ya no es necesario un grupo parlamentario que funcione, sino que vote. Por ahora lo está haciendo. Sucedía lo mismo en el Parlament catalán saliente. De los grandes grupos, sólo iba tirando como tal CiU, un grupo disciplinado que ahora, después del ERE del 25N, no lo será tanto. Tal vez desaparezca también como grupo funcional y reaparezca como almendro, algo posible en un Parlamento que carece de funciones llamativas.

En cinco años, todo ha cambiado. Todo: han desaparecido los almendros. Los gobiernos gestionan el pago de deuda. Realizan una función tan especializada que, en fin, es irrelevante escogerlos. La democracia —el bienestar era la forma europea de democracia— ha desaparecido. Después de las elecciones catalanas, CiU se ha descolgado con que le han dicho que se debe de realizar, pero rapidito, un recorte de 4.000 millones. Un chico de la Brunete Catalana —los chicos de la Brunete Catalana no sólo nos cuestan un huevo, sino que construyen almendros canijos o, incluso, los talan—, sostiene que el recorte será de 7.000. Una cifra u otra superan, en todo caso, el mayor recorte griego producido cuando a Grecia le dio por recortarse a sí misma, empezando por las piernas. No obstante, nadie parece comportarse como si ese recorte catalán no fuera la piedra angular sobre la que se edificará el futuro. El futuro: una España sin autonomías que no pueden pagarse ni el tabaco —ni el enfisema—, o una España sin Catalunya, y una Catalunya con una deuda y un conflicto social de rancia tradición española.

Pertenezco a una tradición que cree en la espontaneidad de los marrones. En que un niño se levanta y dice que el rey está desnudo, en que un socio se levanta y pregunta por un botón y el mundo, zas, cambia. Parece una tradición cercana a la de los hermanos Grimm. Pero es la tradición que más ha talado bosques de almendros. Sí, hay otras que han talado bosques mayores, pero en contrapartida han construido plantaciones aún más gigantescas. Para que esa tradición se vuelva operativa, sólo es necesario accionar un botón. Desde hace unos años, todo el mundo pregunta por botones. Son preguntas buenas. A su vez, el mundo ya ha perdido el interés por esconder esos botones entre almendros. Es, además, frecuente que cada vez más personas salgan a la calle y hablen de botones y de almendros. No obstante, no hemos conseguido nada. Es posible que no hayamos formulado la pregunta. Es posible que no sepamos donde está el botón que acciona el botón de la pregunta.

 

[Guillem Martínez es periodista y escritor. Publica actualmente en el diario El País y es coordinador y coautor del libro CT o la Cultura de la Transición (Debolsillo, 2012)]

30 /

11 /

2012

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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