La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
La guerra de Ucrania como telón de fondo
El milagro Gorbachov
Tengo la impresión de que no se ha hecho justicia a lo que supuso Gorbachov en su momento para Rusia y el mundo. Hagamos un inventario de urgencia. Gorbachov propuso al presidente Reagan una reducción de las armas nucleares intermedias de ambas potencias en 1987, y lo logró con el acuerdo INF. Era el primer acuerdo que obligaba a sus signatarios a destruir una clase entera de cohetes nucleares, y se llevó a la práctica. Se puede aducir, con razón, y que con los arsenales actuales también estaría asegurada la destrucción total de la humanidad. Además, siguen siendo un peligro real, tal como ponen en evidencia las amenazas rusas de escalada nuclear en la guerra de Ucrania. Pero es de justicia reconocer que aquella reducción fue una medida real, que mandaba al mundo un mensaje esperanzador.
Tras la caída del muro de Berlín en 1989 Gorbachov tomó otras varias medidas que transformaban radicalmente el escenario geopolítico y militar del mundo. En primer lugar, aceptar la reunificación de Alemania y declarar el final de la dominación político-militar soviética sobre Europa del Este, que se tradujo inmediatamente en el hundimiento de los regímenes de partido único en todos aquellos países, la implantación del pluripartidismo y de libertades políticas y la destrucción de las estructuras socioeconómicas socialistas. Desaparecían unos regímenes autoritarios impopulares impuestos por la fuerza de una potencia extranjera. Los miembros de las respectivas “nomenklaturas” aprovecharon sin dilación la oportunidad para liquidar lo que era patrimonio colectivo del pueblo, privatizar todo lo privatizable y convertirse en capitalistas de pleno derecho. (Hacía ya algunos años que una literatura muy buscada por los altos jerarcas en aquellos países, y en la propia Rusia, eran los textos de Friedrich Hayek y Milton Friedman: estaban deseando ese cambio.)
En segundo lugar, Gorbachov declaró que el derecho de autodeterminación de las repúblicas soviéticas, que Lenin había tenido tanto interés en dejar plasmado en la primera Constitución de la Unión, tenía que ser tomado en serio y no como mero enunciado formal sin efectos prácticos. El resultado tampoco tardó en llegar. Aunque Gorbachov era partidario de mantener la URSS (y el 78% de los ciudadanos que votaron en referéndum en 1991 también), los dirigentes de algunas repúblicas, empezando por Yeltsin desde la Federación Rusa, tomaron la iniciativa que culminó en la disolución de la Unión. Las repúblicas bálticas, Ucrania, Bielorrusia, las repúblicas centroasiáticas y las del Cáucaso se independizaron, dando el golpe de gracia a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con las fórmulas que siguieron, como la de “Comunidad de Estados Independientes”, se mantuvieron unos vínculos laxos que no disimulaban el hecho fundamental: la Unión Soviética desaparecía como tal, autodinamitada desde dentro por la cúpula del poder. No hubo revolución interna, ni debate público significativo; no hubo violencia ni derrota militar ante un enemigo exterior. Hubo, simplemente, el reconocimiento de que la situación era insostenible y que hacía falta acabar con un autoritarismo inviable que mantenía, además, un sistema económico ineficiente. El desastre de Chernóbyl contribuyó a dejar en evidencia que el rey iba desnudo. Borrón y cuenta nueva.
En tercer lugar, Gorbachov disolvió el Pacto de Varsovia. Recuérdese que la OTAN se creó en 1949 como alianza militar para hacer frente a la “amenaza soviética” de expansión hacia el Oeste, según declararon sus fundadores. El Pacto de Varsovia fue creado en 1955 como réplica. Pues bien, Gorbachov lo disolvió unilateralmente, sin condicionar esa disolución a ninguna acción recíproca. Se informó en su momento de conversaciones entre soviéticos y occidentales, y de que hubo promesas de reciprocidad por parte de los Estados Unidos y la OTAN. En especial, parece que el presidente Bush (padre) dijo a Gorbachov que, en contrapartida a la disolución del Pacto de Varsovia, no habría expansión de la OTAN hacia el Este. Eso es lo que reclamaba la URSS, para tener un cinturón de países no alineados o neutrales que le permitiera no sentirse directamente amenazada desde el punto de vista militar. Pero ocurrió justamente lo contrario: entraron en la OTAN estados exsoviéticos como Estonia, Letonia y Lituania y países de la órbita soviética: Polonia, Rumania y Checoeslovaquia, a los que habrían de seguir muchos más.
Se ha criticado a Gorbachov —con razón— por su ingenuidad política. En concreto, no exigió formalmente y por escrito el compromiso de no ampliar la OTAN pese a que hubo voces en su entorno que le reclamaban exigirlo, y entre esas voces señaladamente la de Shevardnadze, ministro de Exteriores y uno de sus más próximos colaboradores, facilitando que las promesas de reciprocidad atlantistas quedaran en agua de borrajas. Otra ingenuidad política suya fue la de no dotarse de un instrumento político para tirar adelante su proyecto de socialismo democrático. La “transparencia” o libertad de expresión (glasnost) dio frutos visibles inmediatamente. Pero la “reestructuración económica” (perestroika), tras tímidos y efímeros resultados (como la democratización efectiva de algunos koljoses y otras empresas convertidas en cooperativas, y la aceptación de la propiedad privada de medios de producción), fue desbordada y sepultada por la rebatiña de la propiedad pública por los personajes más ambiciosos y mejor situados. Después del golpe de estado de la nomenklatura (que apartó del poder a Gorbachov) y el subsiguiente golpe de Yeltsin rodeando el Parlamento con tanques, toda perspectiva de socialismo democrático quedó arrinconada. La cúpula de la nomenklatura se transmutó en una cleptocracia insaciable. La era Yeltsin fue la etapa dorada de esta nueva clase capitalista.
En descargo de la acusación de ingenuidad de Gorbachov cabe suponer que se daba cuenta de que el daño de tantas décadas de totalitarismo y autoritarismo era tan profundo que la sociedad soviética resultaba irreformable. Gorbachov parece haber pensado que la podredumbre sólo podía empezar a superarse sajando, como buen cirujano, los tejidos enfermos, al coste que fuera. No obstante, puede achacársele no haber siquiera intentado generar dinámicas democráticas basadas en lo poco o mucho que pudiera existir en el país de sociedad civil con alguna vitalidad e iniciativa.
Por último —entre los actos de valentía de Gorbachov—, hay que mencionar la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán, empantanadas desde hacía años en una misión imposible.
Visto todo esto a posteriori, fue un momento mágico y excepcional. Tras decenios de “equilibrio del terror” —con momentos calientes como la iniciativa de Jrushchov de instalar misiles nucleares en Cuba en 1962, que podía haber degenerado en una guerra nuclear generalizada y tuvo a la humanidad en vilo durante unos días—, un “loco” en la cúspide del poder de la URSS reconocía que su país había sido derrotado en la guerra fría y tomaba medidas de desmantelamiento de aquella carcasa oxidada y vieja. Procedía a una voladura controlada para derribar el edificio. ¿Cuántas veces en la historia ha admitido voluntariamente un gran imperio que su gloria ha llegado a su final y se ha hecho el harakiri? A una realidad tan atípica se le pueden aplicar las palabras de Walter Benjamin cuando habla de “una detención mesiánica del acaecer”. Ese momento mágico fue para la humanidad una oportunidad única. Aunque con muy poca frecuencia, a veces ocurren estos momentos excepcionales que parecen no obedecer a ninguna lógica de la historia.
Pero ¿cómo reaccionó Occidente? En Occidente —léase los Estados Unidos— se habría podido abrir un ciclo histórico nuevo orientado a la construcción de un orden mundial distinto, multilateral y cooperativo. Pero no ocurrió. Los Estados Unidos tenían su propia historia, su propia dinámica imperialista, su capitalismo expansivo y su afán mundial de poder, embravecido por un complejo militar-industrial incrustado en todas las instituciones. Prevaleció la lógica propia de un imperialismo con vocación mundial y excluyente. Los Estados Unidos se consideraron, con razón, los vencedores de la Guerra Fría, pero no dieron a la nueva Rusia ninguna oportunidad de ocupar un puesto digno en el concierto de los estados —máxime cuando Rusia ya no podía ser presentada como cuna de ninguna revolución amenazante y había salido derrotada en la rivalidad entre los dos sistemas—. En lugar de proponer un nuevo orden mundial pacífico y cooperativo y abordar el tema de la supresión del armamento nuclear hasta el final, los Estados Unidos se orientaron a consolidar su hegemonía unilateral. No sólo no disolvieron la OTAN ni se abstuvieron de ampliarla, como habían insinuado, sino que promovieron su ampliación. Declararon así que no estaban dispuestos en modo alguno a renunciar a su papel hegemónico de potencia mundial única, con voluntad expansiva de dominar todo el planeta. Su papel en varias de las guerras de los últimos 20 años lo ilustra. Se esfumó el sueño de un nuevo orden geopolítico multipolar y cooperativo. Se esfumó la posibilidad de una estructura política internacional capaz de abordar los retos conjuntos de la humanidad. Hoy podemos comprender mejor la magnitud de la tragedia cuando vemos la necesidad de una cooperación internacional para superar la crisis ecológica y energética y la emergencia climática.
No haber aprovechado el “milagro Gorbachov” para cambiar el rumbo de la historia habrá sido una oportunidad perdida que difícilmente se repetirá. Las guerras han continuado, con el pretexto del ataque a las Torres Gemelas o sin pretexto, como lucha emergente por el control de unos recursos naturales cada vez más codiciados para la revolución tecnológica en curso (que incluye la transición energética a las renovables) y con China en la mira, como principal rival: Irak, Siria, Libia, Yemen, el Sahel y ahora Ucrania. En Rusia, durante la era Yeltsin, la oligarquía vivió una especie de borrachera. Pareció olvidarse del imperio, ocupada como estaba en saquear la riqueza colectiva e implantar un capitalismo salvaje. Pero dentro de esa oligarquía cleptocrática algunos conservaban la ambición imperial, vinculada a la nostalgia por las glorias perdidas que a menudo seduce también a sectores de las masas populares. Putin, un personaje criminal y sin escrúpulos, se ha erigido en el principal protagonista de esa ambición imperial. Y aunque la iniciativa bélica de Putin en Ucrania nos ha sorprendido a muchos por su arbitrariedad y brutalidad, era cuestión de tiempo que emergiera un nuevo militarismo en Rusia, dado que el mundo seguía preso de un clima belicista pese a la increíble autoinmolación de un imperio cuyo mérito principal corresponde a Gorbachov.
29 /
05 /
2022