¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Globalización senil, pensamiento esclerotizado
Cuaderno pandémico: 10
1. Sucesión de trombos y derrames en los mercados
En la vejez, muchas personas experimentan problemas cardiovasculares. Algunos, directamente letales. Otros en forma de una sucesión de pequeños episodios que, por acumulación, pueden derivar en demencia senil. En todo caso, generan una degradación en las capacidades de las personas. Linn Ullmann explica con gran belleza y hondura este proceso a propósito de los últimos años de vida de su padre, el cineasta sueco Ingmar Bergman, en Inquietos. La primera vez en que se dio cuenta de que algo pasaba fue el día en que Bergman, un obseso de la puntualidad, llegó unos minutos tarde a una cita y no se excusó. Era el principio del fin.
Una situación parecida es la que se observa en la economía mundial en los últimos meses. Se suceden los incidentes, más o menos graves. Muchos de ellos de una relevancia menor si se toman de uno a uno, pero que componen un cuadro general de “dolencias” que cuando menos llama la atención. Un portacontenedores varado que colapsa durante un tiempo el tráfico por el canal de Suez. Persistentes problemas de suministros, inicialmente atribuidos a la lenta recuperación pospandémica, y después al cierre de Shanghai por un rebrote de la covid con el que no se contaba. Desabastecimiento de leche infantil en Estados Unidos, del que se culpa a un problema de fallo de control en la planta de Abbott. Colapso súbito en el mercado de criptomonedas, especialmente de aquellas que pretendían ser “estables”. Graves problemas de abastecimiento de productos agrarios básicos provocado inicialmente por la guerra de Ucrania, pero agravado por el cierre de las exportaciones indias…
No todos los problemas son igual de graves. Un corte en la cadena de suministros puede ser un problema de corta duración, aunque su reiteración apunta a que se trata de algo más estructural. Que un país como Estados Unidos experimente un problema generalizado de un producto básico señala que hay alguna deficiencia seria en su sistema de producción y distribución. Que se derrumbe el mercado de criptomonedas entra dentro de lo probable: cualquiera que haya leído algo de historia monetaria sabe que los sistemas financieros donde solo funcionan empresas privadas son proclives a este tipo de derrumbes y estafas encubiertas. Para evitarlos, se crearon los bancos centrales y las regulaciones. Que se genere una crisis mundial de cereales básicos es un desastre mayor. La guerra tiene parte de culpa. Es, siempre, un mecanismo de destrucción masiva. Pero que un conflicto localizado no pueda absorberse por el conjunto del sistema mundial de producción de alimentos es, en sí mismo, una demostración del enorme grado de vulnerabilidad generado por el actual modelo de especialización productiva a escala planetaria. Y hay que esperar que la cosa empeore, porque la propia guerra afectará, sin duda, a la cosecha de este verano y porque hay indicios que las malas cosechas indias tienen que ver con problemas climáticos. No hay un único problema, pero se acumulan tantos que debe pensarse que es posible que haya elementos estructurales que subyacen al conjunto. Problemas que deben abordarse en sí mismos.
Que los problemas recurrentes de la economía global tengan una cierta semejanza formal con los procesos del envejecimiento humano no permite inferir ninguna dinámica. Más allá de resaltar que la acumulación de accidentes puede acabar provocando un colapso general. Pero las semejanzas acaban aquí. En una cierta tradición de la izquierda (la interpretación más mecanicista y dogmática de algunas ideas de Marx) los sistemas económicos se sucedían unos a otros, el capitalismo iba a ser superado por un sistema socialmente superior. Ni los regímenes que sucedieron a las revoluciones socialistas llegaron a alcanzar nunca este nivel de superioridad (más allá de algunos avances innegables en materia de igualdad), ni las graves crisis sistémicas generan, por sí mismas, el nacimiento de un modelo social superior. Si extrapolamos la metáfora de los problemas de senilidad, podemos concluir con una posibilidad mucho más pesimista: la de una crisis civilizatoria que dé paso a la barbarie. Algo que ya intuyeron los revolucionarios del siglo pasado ante el desastre de las dos grandes guerras y que ahora vuelve a estar en perspectiva ante la combinación de una nueva pugna interimperialista y la crisis ecológica.
2. Nuevos y viejos problemas del capitalismo global
El núcleo central que provocó la crisis de 2008 se encontraba en el sistema financiero y el endeudamiento. La burbuja inmobiliaria fue en gran medida un subproducto de la financiarización. La amenaza de nuevas crisis financieras no ha desaparecido. La salida de aquella crisis se saldó con el salvamento del núcleo del sistema financiero, con alguna modificación, insuficiente, de los elementos que se habían mostrado más dañinos de la arquitectura de regulación financiera y con una política monetaria heterodoxa que ha aumentado en cotas inimaginables la liquidez y la baratura del dinero. Una política reactivada con la pandemia. El resultado es que no se ha corregido el comportamiento depredador de los grandes grupos financieros (en la prensa especializada proliferan las noticias de sanciones por actuaciones irregulares de los grandes bancos), ni mucho menos la especulación financiera a gran escala. Lo de las criptomonedas suena más bien a que se está aprovechando una brecha regulatoria para desarrollar un nuevo mercado financiero, tanto o más especulativo que los anteriores. Si crece, puede ser uno de los mayores causantes de una nueva crisis financiera global. Persisten, por tanto, los riesgos e inestabilidades del pasado.
Lo que expresan muchas de las turbulencias actuales tiene que ver con otros elementos estructurales de la economía-mundo. De una parte, la crisis ecológica provocada por el modelo de producción-consumo que se expresa en formas diversas. Las que intervienen de forma más directa son sin duda la crisis energética (y de otros recursos minerales básicos) y la crisis climática y sus efectos sobre la producción de alimentos y materias primas. De otra, las limitaciones generadas por un modelo de superespecialización productiva y de producción sin existencias, de flujo permanente que exige un complejo y colosal aparato logístico capaz de trasladar continuamente mercancías y personas. Como sabemos todos los que viajamos cotidianamente, las vías de circulación saturadas experimentan bloqueos frecuentes. Si esto ocurre en la circulación mundial de mercancías, la repetición de colapsos productivos está asegurada. No deja de ser paradójico que el sistema de transporte a distancia fuera, en el pasado reciente, uno de los medios que permitió superar las hambrunas locales, al permitir abastecer desde el exterior a cualquier territorio que experimentase una mala cosecha. Ahora, la especialización extrema y la dependencia de un sistema logístico en continuo movimiento pueden provocar lo contrario: que los productos no lleguen adonde se necesitan y que los desajustes entre los grandes productores globales y las cadenas de transporte generen colapsos locales de gran envergadura. Crisis ecológica y crisis del modelo de especialización están convergiendo en acrecentar los riesgos.
La guerra, resultado de un encuentro sísmico entre dos placas de imperios caducos, lo empeora todo. Abre una vía directa para una hambruna de proporciones insoportables y otros muchos escenarios peligrosos, en proporción a la duración y extensión del conflicto.
3. Encadenados al PIB y al pensamiento convencional
La proliferación de problemas exige una visión diferente de las cuestiones económicas. Pero el debate sigue limitado a los mismos esquemas de siempre y puede coadyuvar a acrecentar los problemas. Siguen dominando los temas y tratamientos convencionales: la inflación, considerada básicamente como una cuestión de política monetaria y de contención salarial bajo el falso trampantojo de una política de rentas asimétrica (traté de explicarlo en la nota de abril); necesidad de ajuste basada en el sector público, que nos puede retrotraer a una nueva fase de políticas de austeridad, y crecimiento en términos de PIB.
No deja de ser sorprendente que el debate más reciente en la prensa digital de izquierdas tenga que ver con la bondad de la medición del IPC, el PIB y la productividad. Es obvio que mejorar las medidas estadísticas es siempre bueno. Entre otras cosas porque influyen en las percepciones sociales. Pero hay que reconocer que todas las estadísticas económicas sintéticas (las que tratan de resumir en un solo dato un gran cúmulo de elementos), como el IPC y el PIB, son siempre dependientes de un cúmulo de elementos generadores de muchas interpretaciones. En el caso del IPC, la cuestión es ver qué precios se incluyen en la muestra, de dónde se toman los datos y qué peso se concede a cada precio. El índice refleja, en el mejor de los casos, cómo afectarían las alzas de los precios a una persona cuya pauta de consumo fuera exactamente la misma que se utiliza para construir el índice. Este consumidor no existe. Las pautas de consumo difieren, fundamentalmente, en función de la renta (y en segundo lugar, del grupo de edad). Pobres y ricos consumen productos diferentes y el impacto del aumento de precios en su poder adquisitivo difiere según cuáles sean los precios que experimentan mayor crecimiento. Por ejemplo, en la situación actual, el aumento de la gasolina impacta más en las rentas altas mientras que los alimentos lo hacen en las bajas. Un debate sobre la inflación debería incluir estos aspectos distributivos y la respuesta, proteger especialmente a las rentas medio-bajas (y por el otro lado, atacar los componentes oligopólicos que han originado parte del problema).
El problema es aún mayor en el caso del PIB. Este trata de hacer una medición de la actividad económica monetaria “sumando” un gran conjunto de actividades heterogéneas y valorando cada actividad de acuerdo a convenciones discutibles. Por ejemplo, la actividad pública se valora según los salarios de los funcionarios (con el contrasentido de que una simple variación salarial por arriba o por abajo provoca un valor diferente para la misma provisión de servicios). Se valoran actividades puramente rentistas como sumandos, cuando a menudo son simples transacciones que permiten a algún intermediario pillar su tajada de renta. Se valora la producción de cada sector según precios que esconden transacciones de poder entre empresas… Y se calcula la productividad como una mera división entre este sumando de datos heterogéneos y la población ocupada. Una definición de la productividad que no tiene ningún sentido. En primer lugar, como ha explicado numerosas veces José Manuel Naredo, porque el propio concepto de producción es dudoso en cuanto sugiere que la actividad actual se sostiene sobre procesos físico-químicos reproducibles en el tiempo, cuando realmente estamos inmersos en un proceso de degradación creciente de la base material que los hace posibles. En segundo lugar, porque la productividad así calculada depende de todos los supuestos contables que permiten llegar a una cifra mágica (diseñada para continuar la magia del crecimiento perpetuo). Y en tercer lugar, porque las estimaciones de productividad sectorial o empresarial, las que se utilizan para justificar salarios altos y bajos, sirven solo para justificar las desigualdades. Los escandalosos ingresos de los altos directivos, o los de los deportistas de élite, y los bajísimos salarios de muchas trabajadoras esenciales no son el producto de productividades diferentes, sino de convenciones sociales y derechos desiguales que las legitiman.
Una economía basada en la depredación perpetua, en una organización productiva y espacial cada vez más expuesta a incidentes desestabilizadores, con un sistema financiero generador de continuos sobresaltos especulativos, con desigualdades que hacen insoportable la vida de mucha gente, requiere un enfoque analítico diferente. Tal que reconozca la naturaleza de los problemas básicos y responda a las necesidades básicas de toda la población. No podemos seguir encerrados en debates que a menudo nos conducen a las malas soluciones de siempre. Es, en cambio, urgente un debate económico basado en cómo podemos transitar realmente hacia una sociedad viable a largo plazo e inevitablemente condicionada por los límites de nuestro planeta; en cómo reordenar las actividades para hacer menos vulnerables los diferentes espacios y menos recurrentes los atascos sistémicos; en cómo garantizar una base esencial de bienestar universal que reduzca el poder de oligarcas y rentistas y los mecanismos que lo refuerzan.
Para todo esto, el debate convencional es totalmente inútil.
30 /
05 /
2022